Escritor esquivo con los medios y que vive recluido en Idaho, Denis Johnson es considerado un autor de culto, vanguardista y cool en los Estados Unidos
Lo que no quita su genio literario ni
que se haya pasado más de diez años empollando un libro tan insólito en
el contexto de su propia obra como magistral: Arbol de humo es uno de
los mejores libros que se hayan escrito sobre la guerra de Vietnam,
centrado en la figura de un coronel de la CIA que resume lo racional y
lo más oscuro y primitivo de la conciencia humana en una situación
límite
La
culpa tal vez sea, para variar, del bueno de Hemingway, que
prácticamente inventó eso del escritor que iba a lograr La Gran Novela
Americana. La idea venía en parte del agrande de un país que ya tenía
Moby Dick, en parte del achique de no tener una Guerra y paz, y en buena
parte por la desmesura personal de “Papa” Hemingway, que heredó el otro
aficionado al whisky, el boxeo y las novelas enormes, Norman Mailer. Ni
los años sesenta se pudieron cargar este mandato, apenas agregaron el
de ser novelista cool, moderno, vanguardista. Denis Johnson hizo toda su
carrera en el campo cool, con buenos libros divertidos, muy bien
escritos y muy reventados pero sin la quilla pesada de la obra maestra.
Lo que nadie sabía era que mientras publicaba esos libros estaba
escribiendo Árbol de humo.
El tema es la guerra de Vietnam, la guerra imposible de entender, la
guerra que perdieron los norteamericanos después de casi veinte años de
meterse en casa ajena, tratar de salvar la colonia francesa y detener
al fantasma comunista. En el pasaje de armar a los franceses a perder
decenas de miles de tropas propias en la selva, hubo algo que no varió y
que Johnson define brillantemente: ¿Cómo es esa guerra? pregunta un
personaje a un recién llegado “de la selva”, y la respuesta es que uno
camina perdido, les dispara a los árboles y los árboles devuelven el
fuego.
Como la confusión es el único hilo conductor de la experiencia de
Vietnam, Árbol de humo es un libro polifónico, presentado en paquetes
discretos, año por año, de 1963 a 1970, con un epílogo en 1983. Nadie,
ni remotamente, intenta explicar la guerra en su totalidad y el efecto
de la novela es acumulativo, sedimentario. El elenco de personajes es
enorme, pero Johnson mantiene el control del paquete con una elegancia
completa, mostrando que es un gran escritor y explicando por qué le tomó
una década terminar el libro. Es también un ejemplo de mesura de parte
de un poeta publicado que escribe una prosa lírica y apasionada, a veces
exagerada y siempre muy rica, pero que supo secarse y controlarse en
las seiscientas páginas largas de este libro. La inmensa tristeza de
esta obra poblada de melancólicos, de perdidos y extraviados, de
víctimas, se transmite con un lenguaje parco y muy hermoso. Johnson es
un maestro de la atmósfera, del realismo de la observación, y logra que
uno sienta hasta el calor de estos trópicos en guerra: “Caminó con
cautela, pensando en serpientes y tratando de no hacer ruido porque si
había jabalíes quería oírlos antes de que ellos fueran hacia él. Era
consciente de estar magníficamente tenso. Por todos lados lo rodeaban
los diez mil sonidos de la selva, así como los chillidos de las gaviotas
y de la espuma lejana, y si se quedaba quieto del todo y escuchaba un
momento, también podía oír la risita sofocada del pulso en el calor de
su carne y el crujido del sudor en sus oídos”.
En el centro de la historia está un idiota arquetípico, el coronel
Francis X. Sands –un nombre inmensamente católico, irlandés de Boston,
que se traduce como Francisco Javier Arenas–, una suerte de Rambo de
carrera. El coronel es un héroe de la Segunda Guerra Mundial, un
guerrero que combatió a los japoneses desde antes de Pearl Harbor y se
transformó en un experto en lucha antiguerrillera en la selva de
Birmania. Socio fundador de la CIA, Sands tiene la impunidad de hacer lo
que quiera y lo hace, experimentando en las Filipinas con un
megaarchivo de inteligencia que busca ser un Aleph de papel de la
insurgencia filipina, los Huks. El coronel es de esas personas
genuinamente seductoras porque ya se olvidaron de cómo ser personas y
son todo el tiempo personajes, en rol, pensando y sintiendo como
“grandes hombres”. Sands es petiso, medio patizambo y de tórax
exagerado, pero siempre les parece a todos el más grande, el más alto,
porque siempre es el centro.
Johnson proyecta esto con un truco estructural muy inteligente, el
de hacer del coronel el único personaje sin discurso interior. Los
personajes centrales y muchos incidentales piensan, sienten, reaccionan
ante el lector, pero Sands es sólo visto y escuchado por otros. Opaco,
mítico, el coronel-espía discursea sobre el patriotismo, sobre cómo la
bandera lo hace llorar, sobre cómo extraña “las caras sucias y honestas”
de los soldados de la Segunda Guerra Mundial, tan diferentes de las de
la generación vietnamita. Su anticomunismo es más que una caricatura o
un dogma, es una nueva fe que reemplaza al catolicismo perdido, es una
metafísica existencial que provee un enemigo y una misión, y de paso un
guión completo para el personaje. Seguir a gente así, la que cree
entender todo sin entender nada, es lo que enterró a Estados Unidos en
Vietnam y los tiene enterrados en Irak y Afganistán.
Como contraparte de este gigante está su sobrino Skip, un pibe
sensible, erudito, políglota y pasivo que se ofreció de voluntario a la
agencia y fue aceptado por portación de apellido. Este segundo Sands es
un huérfano hambriento de reconocimiento y cariño, de pertenecer, una
figura trágica que va a recibir de las manos de Johnson una parábola
completa: de agente de inteligencia a traficante de armas internacional,
operando desde el Triángulo de Oro con la red que construyó para
detener al Vietcong. La voz de Skip es la dominante en la historia, él
es la ventana por la que vemos la jungla, sentimos el alivio del aire
acondicionado, escuchamos las interminables charlas de borrachos,
vivimos el enorme aburrimiento de los intervalos del combate.
También están los hermanos Houston, Bill y James, respectivamente
marinero y soldado, de clase bajísima, basura blanca de Arizona que es
de las peores que hay. Los hermanos entran a la Armada y al Ejército
medio que porque sí, viven experiencias enormes y luego vuelven a casa
sin haber aprendido nada, excepto un gusto por las putas asiáticas. Lo
que les espera es la vida que podrían haber tenido sin enrolarse, la de
trabajos mal pagos y sucios, la del proletariado invisible, con lo que
no sorprende que terminen de criminales desangelados y menores,
perdedores del tipo que Johnson crea con una naturalidad muy propia. De
uniforme, los hermanos representan la carne de cañón con que juegan los
que deciden y James es quien cuenta la única escena de combate de toda
la obra, nada casualmente un desastre causado por una operación del
coronel.
El quinto personaje principal es más elusivo y complejo: Kathy
Jones, viuda de uno de esos misioneros protestantes que uno no sabe si
admirar o internar, muerto en un atentado en las Filipinas. Kathy
insiste en atender huérfanos, abre una misión en Vietnam del Sur, casi
muere más de una vez, tiene un triste amorío con Skip y el privilegio de
cerrar el libro con un posible atisbo de redención humana. La tristeza
de la misionera es peculiar y compleja, la de una persona que insiste en
creer contra toda evidencia y vive lo suficiente como para ver, por
ejemplo, a una de sus huerfanitas transformada en una norteamericana
banal, medio putita y frívola, una persona con un presente de perfecta
intrascendencia.
Como Johnson es un novelista que se define como cristiano, una
sorpresa para los que lo tienen como entendido en revientes varios, el
hilo moral de Arbol de humo es de particular relevancia. Ninguno de los
personajes, excepto el misionero muerto, tiene ya fe alguna o la tiene
en tonterías. Los hermanos Houston se conforman con estar vivos, Skip
con que su tío lo trate como a un hijo, el coronel con que siga la
Guerra Fría, Kathy con la esperanza de que todavía exista la redención
por el sufrimiento. En este libro erudito y voraz, este plano significa
discutir la doctrina de la predestinación de Calvino, el uso como
herramienta psicológica de los mitos de vampiros y la dificultad de
comportarse con un mínimo de decencia en una situación de extrema
violencia que a la vez no tiene el menor sentido. De hecho, James
demuestra lo tenue de estos límites en una noche en la jungla en la que
participa de una violación, “interroga” a la violada con un puñal, la
termina cortando hasta matarla y de yapa les tira una granada a los
odiados boinas verdes, por alguna razón culpados por lo que pasa esa
noche.
Todo esto, tantos años después de tantos libros de guerra y de My
Lai, es relatado de un modo muy peculiar. Los episodios de crueldad, los
asesinatos por cuestiones de Inteligencia, las traiciones, no son el
centro moral de nada, no son tragedias públicas y sólo se hablan en
privado entre militares y espías que saben que nunca jamás serán
reveladas. Pero Arbol de humo tiene las suficientes páginas y el
suficiente aliento para llevar estas cosas al rango de pecado, hasta
mostrarlas como el nudo venenoso que hace que la muerte sea algo
bienvenido y justo. Skip, en una prisión malaya, se alegra de ser
condenado a ser azotado y colgado hasta morir y sólo tiene el pudor de
no revelar su nombre verdadero: va a morir como el traficante Benet y no
como el sobrino del coronel.
Este ángulo hace que la historia que cuenta Johnson no sólo funcione
sino que vuele hasta poder explicarnos, si no la guerra de Vietnam, lo
que esa guerra les hizo a tantos. Los que perdieron la vida, los que
perdieron el alma, los que nunca entendieron qué perdieron. Cerrar el
libro, al final, es quedarse con los ojos llenos de imágenes de perros
flacos, de mujeres diminutas, de campos defoliados, de belleza
arruinada, de soldados bestializados o infantilizados, de gente con
cortes de pelo doble cero. El registro visual es amplio pero deja
afuera, con toda deliberación y alevosía, la gran batalla, el gran
angular. Este Vietnam es una colección interminable de pequeños
episodios personales, de pasos hacia la oscuridad, de maneras de
perderse. Es como un Apocalipse Now compuesto únicamente de la subida
por el río, una que nunca llega a Kurz.
En esta fábula moral hay lugar hasta para los vietnamitas, el “otro”
por definición del tema y la barrera generalmente insuperable de estos
libros. Hasta en las obras más dedicadas a entender qué paso allá los
locales son una utilería de fondo, figurantes en una obra sobre
americanos extraviados. Johnson rompe la regla, o lo intenta al menos,
creando personas como el coronel Aguinaldo, contacto filipino del
coronel, y los vietnamitas Hao y Trung. Venales, morales o hundidos en
la duda, estos personajes son parte integral del relato, parte de la
trama en igualdad con sus ocupantes. La gran diferencia es que la guerra
interminable se come su hogar, un lugar que para ellos no tiene nada de
exótico o extraño. Casi al comienzo del libro, Hao contempla un valle
cercano a Saigón que él sabe será deforestado con agente naranja y
piensa con dolor en la necesidad de la guerra y en la belleza que va a
perderse.
Árbol de humo. Por Denis Johnson Literatura Random House 597 páginas
Ambicioso, complejo, denso, este empacho de novela resulta
conmovedor y es de lejos la mejor obra de Johnson. Tal vez no logre
explicar la guerra de Vietnam, lo que sería mucho esperar de un libro,
pero ciertamente plantea preguntas de inmensa relevancia. Arbol de humo
ayuda a pensar en este pasado, como ayuda a pensar en Bagdad y Kabul, en
Gaza y Libia, en todos los lugares donde los coroneles Sands de hoy
andan haciendo de las suyas. Por algo es un cuento que empieza con un
soldadito entre los árboles con un rifle calibre 22 que le dispara a un
monito porque sí. El pibe corre, lo alza, lo sacude y entonces ve que el
monito está llorando.
LA CONDICIÓN HUMANA
LA CONDICIÓN HUMANA