Auguste Villiers de L'Isle-Adam
¡Como para confundirse!
Una mañana gris de noviembre bajaba
por los muelles con paso rápido. Una fría llovizna mojaba la atmósfera.
Transeúntes negros, sombríos bajo paraguas deformes, se entrecruzaban.
El Sena amarillento arrastraba sus barcos mercantes que semejaban
abejorros desmesurados. En los puentes, el viento azotaba bruscamente
los sombreros que sus dueños disputaban al espacio con esas actitudes y
contorsiones de espectáculo siempre tan penoso para el artista. Mis
ideas eran pálidas y brumosas; la preocupación de una cita de negocios,
convenida la víspera, me acosaba la imaginación. El tiempo apremiaba;
decidí resguardarme bajo el tejadillo de un portal desde donde me sería
más cómodo parar algún coche de caballos. En ese mismo instante divisé
justo a mi lado la entrada de un edificio cuadrado, de aspecto burgués.
Había surgido de la bruma como un fantasma de piedra y, a pesar de la
rigidez de su arquitectura, a pesar del vaho triste y fantástico que lo
envolvía, reconocí enseguida un cierto aire de hospitalidad cordial que
me serenó el espíritu. Seguramente me dije los huéspedes de esta morada
son gentes sedentarias. Este umbral invita a detenerse: ¿acaso no está
abierta la puerta?
Así pues, con la mayor educación del mundo, con aire satisfecho y el sombrero en la mano meditando incluso un madrigal para la dueña de la casa , entré sonriente y me encontré, directamente, ante una especie de sala de techo acristalado, desde donde caía el día, lívido.
En las columnas había ropa colgada, bufandas, sombreros.
Había mesas de mármol dispuestas por todas partes.
Diversos individuos, con las piernas estiradas, la cabeza erguida, los ojos fijos, con un aire positivista, parecían meditar.
Y las miradas carecían de pensamiento, los rostros eran del color del tiempo.
Había portafolios abiertos, papeles desplegados junto a cada uno de ellos.
Y me di cuenta entonces de que la dueña de la casa, con cuya acogedora cortesía había contado, no era otra que la Muerte.
Me fijé en mis anfitriones.
Ciertamente, para escapar de las preocupaciones de la fastidiosa existencia, la mayor parte de los que ocupaban la sala habían asesinado su cuerpo, esperando de este modo un poco más de bienestar.
Al escuchar el ruido de los grifos de cobre sellados contra el muro y destinados al riego cotidiano de aquellos restos mortales, oí el rodar de un coche de caballos. Se detuvo ante el establecimiento. Hice la reflexión que mis gentes de negocios esperaban. Me volví para aprovechar mi buena suerte.
El coche, en efecto, acababa de arrojar en el umbral del edificio a unos colegiales juerguistas que necesitaban ver a la muerte para creer en ella.
Vi el carruaje vacío y grité al cochero:
-¡Al Pasaje de la Opera!
Poco después, en los bulevares, el tiempo me pareció más cubierto, sin horizonte. Los arbustos, vegetación esquelética, parecían mostrar vagamente, con el borde de sus ramas negras, la presencia de los peatones a los agentes de policía, todavía adormecidos.
El coche aceleraba.
Los transeúntes, a través del cristal, me hacían pensar en el agua que corre.
Llegado a mi destino, salté a la acera y me adentré en el pasaje lleno de rostros preocupados.
En su extremo, justo enfrente de mí, vi la entrada de un café hoy día consumido en un incendio célebre (pues la vida es un sueño) , y que estaba relegado al fondo de una especie de hangar, bajo una bóveda cuadrada, de aspecto lúgubre. Las gotas de lluvia que caían en la cristalera superior oscurecían aún más la pálida luz del sol.
«Aquí es» pensé «donde me esperan, con la copa en la mano, los ojos brillantes y provocando al Destino, mis hombres de negocios.»
Giré el picaporte y me encontré, directamente, en una sala donde el día caía desde lo alto, a través de la vidriera, lívido.
En las columnas había ropa colgada, bufandas, sombreros.
Había mesas de mármol dispuestas por todas partes.
Diversos individuos, con las piernas estiradas, la cabeza erguida, los ojos fijos, con un aire positivista, parecían meditar.
Y los rostros eran del color del tiempo, las miradas carecían de pensamiento.
Había portafolios abiertos, papeles desplegados junto a cada uno de ellos.
Observé a estos hombres.
Ciertamente, para escapar de las obsesiones de la insoportable conciencia, la mayoría de los que ocupaban la sala hacía tiempo que habían asesinado sus «almas», esperando así un poco más de bienestar.
Al escuchar el ruido de los grifos de cobre sellados contra el muro y destinados al riego cotidiano de aquellos restos mortales, el recuerdo del rodar del coche de caballos me vino a la memoria.
Desde luego, me dije, es preciso que a este cochero se le haya nublado el entendimiento para haberme traído, después de tantas vueltas, al punto de partida. Sin embargo, lo confieso (por si hubiera error). ¡EL SEGUNDO VISTAZO ES MÁS SlNlESTRO QUE EL PRIMERO...!
Cerré, pues, nuevamente en silencio la puerta acristalada y volví a mi casa, con la firme decisión desdeñando el ejemplo y lo que me pudiera suceder , de no hacer negocios nunca más.
Así pues, con la mayor educación del mundo, con aire satisfecho y el sombrero en la mano meditando incluso un madrigal para la dueña de la casa , entré sonriente y me encontré, directamente, ante una especie de sala de techo acristalado, desde donde caía el día, lívido.
En las columnas había ropa colgada, bufandas, sombreros.
Había mesas de mármol dispuestas por todas partes.
Diversos individuos, con las piernas estiradas, la cabeza erguida, los ojos fijos, con un aire positivista, parecían meditar.
Y las miradas carecían de pensamiento, los rostros eran del color del tiempo.
Había portafolios abiertos, papeles desplegados junto a cada uno de ellos.
Y me di cuenta entonces de que la dueña de la casa, con cuya acogedora cortesía había contado, no era otra que la Muerte.
Me fijé en mis anfitriones.
Ciertamente, para escapar de las preocupaciones de la fastidiosa existencia, la mayor parte de los que ocupaban la sala habían asesinado su cuerpo, esperando de este modo un poco más de bienestar.
Al escuchar el ruido de los grifos de cobre sellados contra el muro y destinados al riego cotidiano de aquellos restos mortales, oí el rodar de un coche de caballos. Se detuvo ante el establecimiento. Hice la reflexión que mis gentes de negocios esperaban. Me volví para aprovechar mi buena suerte.
El coche, en efecto, acababa de arrojar en el umbral del edificio a unos colegiales juerguistas que necesitaban ver a la muerte para creer en ella.
Vi el carruaje vacío y grité al cochero:
-¡Al Pasaje de la Opera!
Poco después, en los bulevares, el tiempo me pareció más cubierto, sin horizonte. Los arbustos, vegetación esquelética, parecían mostrar vagamente, con el borde de sus ramas negras, la presencia de los peatones a los agentes de policía, todavía adormecidos.
El coche aceleraba.
Los transeúntes, a través del cristal, me hacían pensar en el agua que corre.
Llegado a mi destino, salté a la acera y me adentré en el pasaje lleno de rostros preocupados.
En su extremo, justo enfrente de mí, vi la entrada de un café hoy día consumido en un incendio célebre (pues la vida es un sueño) , y que estaba relegado al fondo de una especie de hangar, bajo una bóveda cuadrada, de aspecto lúgubre. Las gotas de lluvia que caían en la cristalera superior oscurecían aún más la pálida luz del sol.
«Aquí es» pensé «donde me esperan, con la copa en la mano, los ojos brillantes y provocando al Destino, mis hombres de negocios.»
Giré el picaporte y me encontré, directamente, en una sala donde el día caía desde lo alto, a través de la vidriera, lívido.
En las columnas había ropa colgada, bufandas, sombreros.
Había mesas de mármol dispuestas por todas partes.
Diversos individuos, con las piernas estiradas, la cabeza erguida, los ojos fijos, con un aire positivista, parecían meditar.
Y los rostros eran del color del tiempo, las miradas carecían de pensamiento.
Había portafolios abiertos, papeles desplegados junto a cada uno de ellos.
Observé a estos hombres.
Ciertamente, para escapar de las obsesiones de la insoportable conciencia, la mayoría de los que ocupaban la sala hacía tiempo que habían asesinado sus «almas», esperando así un poco más de bienestar.
Al escuchar el ruido de los grifos de cobre sellados contra el muro y destinados al riego cotidiano de aquellos restos mortales, el recuerdo del rodar del coche de caballos me vino a la memoria.
Desde luego, me dije, es preciso que a este cochero se le haya nublado el entendimiento para haberme traído, después de tantas vueltas, al punto de partida. Sin embargo, lo confieso (por si hubiera error). ¡EL SEGUNDO VISTAZO ES MÁS SlNlESTRO QUE EL PRIMERO...!
Cerré, pues, nuevamente en silencio la puerta acristalada y volví a mi casa, con la firme decisión desdeñando el ejemplo y lo que me pudiera suceder , de no hacer negocios nunca más.
Jean
Marie Mathias Philippe Auguste, conde de Villiers de L'Isle-Adam, más
conocido como Auguste Villiers de L'Isle-Adam (Saint- Brieuc 1838-París
1889). Escritor, dramaturgo y crítico francés del siglo XIX, se
identificó principalmente con el romanticismo y el simbolismo,
consiguiendo en sus textos una novedosa mezcla de cuento filosófico,
relato de terror, ciencia-ficción y esoterismo (una de sus grandes
aficiones).
Aunque
de origen aristocrático (sus antepasados fueron Grandes Maestres de la
Orden de Malta), los descabellados negocios de su padre hacen que el
patrimonio familiar se vea seriamente mermado. Durante su infancia
recorre multitud de colegios en distintas ciudades de la Bretaña
francesa, hasta que en 1855 su familia se instala definitivamente en
París. Allí, el joven Auguste frecuenta los salones y cafés donde se dan
cita los artistas. De esta época data su amistad con Charles Baudelaire
y su descubrimiento de Edgar Allan Poe (a través, precisamente, de las
traducciones de Baudelaire) y de la filosofía de Hegel, factores que van
a influenciarle en gran manera en sus futuras obras. Preocupados por
los ambientes que frecuenta, sus padres intentan convencerle de que se
recluya en la abadía de Solesmes, cuyo superior es amigo de la familia,
pero Auguste se niega.
En
1858 publica su primer libro, Dos ensayos de poesía, y comienza su
carrera como crítico musical en la revista La Causerie. Al año siguiente
publica su siguiente libro, Primeras poesías, aunque éste pasa
totalmente desapercibido. En 1862 publica una de sus novelas más
conocidas,Isis. En 1865
escribe la obraElën y al año siguiente comienza a colaborar con el
Parnasse Contemporain y escribe Morgane, un drama en cinco actos. En
esta época conoce al que sería uno de sus grandes amigos, Stepháne
Mallarmé. En 1867 se convierte en redactor jefe de la Revue des Lettres
et des Arts, escribe el primero de sus Cuentos crueles (L'Intersigne) y
publica la novela corta Claire Lenoir.
A partir de 1870, con el estallido de la guerra franco-prusiana
su ya inestable economía empieza a desmoronarse.
Para
solventar su situación económica intenta casarse con una rica heredera
que lo rechaza. En parte por la acuciante necesidad y en parte por una
inagotable capacidad de escribir, Villiers no cesa de producir relatos.
En esta época conoce a Wagner, de cuyas óperas es un auténtico
apasionado.
La
publicación en 1883 de sus Cuentos Crueles le valió cierta notoriedad
aunque siguió viviendo en la precariedad hasta su muerte. Entre los años
1885 y 1888 publica la obra de teatroAxël (1885, aunque se estrena en
de manera póstuma en 1890), las novelas
La
Eva futura (1886) y La extraña historia del Dr. Tribulat Bonhomet
(1887) y las colecciones de relatos Historias insólitasy Nuevos cuentos
crueles (ambas de 1888).
Muere en agosto de 1889 a causa de un cáncer de estómago