sábado, 9 de agosto de 2014

Minicuentos 85



De la guerra y otras  sangres     
Un niño iraquí salta sobre los restos de las víctimas encontradas en una tumba masiva al sur de Bagdad./Mauro di Marco/
      
                                                                  
             

Voluntaria 1914
William Somerset Maugham
Un tren cargado de heridos acababa de llegar y éstos fueron instalados interinamente en el hospital de la estación. Una dama iba de un lado al otro dándoles platos de sopa. Al cabo (de un momento) llegó ante un herido que tenía la garganta y los pulmones atravesados; estaba a punto de darle la sopa cuando el médico le preguntó si tenía la intención de ahogarlo. “¿Qué quiere usted decir? —preguntó—. Tiene que tomar sopa. Es imposible que le haga daño”. “Llevo muchos años practicando y he hecho tres campañas. Mi opinión profesional es que si le da usted sopa, este hombre morirá”, dijo el doctor. La dama se impacientó: “¡Qué tontería!” —dijo. “Déle usted la sopa bajo su responsabilidad”, contestó el médico. La dama llevó una taza a la boca del herido, que trató de tragar y murió. La dama se puso furiosa con el doctor…

Más luz
Eduardo Casar
Estaba un día el Maestro We-chin-won concentrado en distraerse cuando se le acercó un alumno con una libreta y le preguntó por el significado de “catóptrica”.
—Lo relativo a la reflexión de la luz —dijo el Maestro.
—¿Y cuál es la reflexión de la luz? —volvió a inquirir el discípulo.
—Sombra decirlo —concluyó el Maestro.
La carta
Ríos Alcocer
A nadie aguardaba, pero en medio de aquella callada, controlada angustia, tan parecida a la espera, casi no le sorprendió escuchar el timbre.
Fue hacia la puerta, el cartero le tendió un sobre alargado. De una manera automática lo abrió y una luz cegadora le invadió, fue como si entrara una niebla espesa hecha de fino polvo argentado.
Entonces comprendió:
Se dio cuenta de que había visto el sobre, el sello con la figura de una mano que señalaba la dirección: Calle de Rímini 251. Había una inscripción dentro del contorno de la mano: Dirección inexistente, favor de devolver al remitente. Luego vio dentro de sí, su error, la verdadera dirección era: Calle Rímini 215.
La antes controlada angustia estalló en un grito inaudible.
Al otro día el periódico, El Observador Romano publicó las dos siguientes noticias:
Pese a las amenazas contra su vida, el Primer Ministro, tomó posesión de su cargo, sin incidentes que lamentar.
Y en otra sección:
Akbar Hadid, el conocido terrorista que amenazara de muerte al Primer Ministro, pereció en una explosión, en una casa de las afueras de Roma.

Describo
Dalia Subacius Folch
Son seis campanadas. O siete. Los barrotes de la cabecera son doce.
La enfermera de la mañana llega con una bandeja de latón, trae agua y cápsulas. Las cápsulas son tres. Los días pasan idénticos: una ventana de sol partida en cuatro rectángulos viaja por la pared, iluminando los retratos de la habitación. Luego viene una mujer, lee textos piadosos, habla de pruebas que Dios le pone a sus hijos, y de la fe, y del reino. Lo mejor es cuando reza porque cierra los ojos, así no tengo que fingir que le pongo atención, y puedo contar las grietas del techo. Son nueve.
Cada dos días viene el doctor a cambiarme los vendajes, siete en total. El doctor de la sonrisa amable dice que todo marcha muy bien, que mis huesos rotos (son trece) soldarán y la cirugía plástica hará maravillas, que soy una chica fuerte, porque no cualquiera sobrevive a una caída de tantos pisos. Fueron cuatro.

Chambero
Rowland
 “Todo mundo puede realizar dos trabajos, el suyo y el de escritor”.

El príncipe azul
Luis Bernardo Pérez
 La dama del décimo piso ya no piensa más en el matrimonio. Sabe que a su edad lo mejor es resignarse a permanecer soltera para siempre. No obstante, todavía sueña con su príncipe azul y, en ocasiones, mientras toma su té en medio de gatos somnolientos y carpetitas bordadas, se pregunta cuál sería el aspecto de éste y por qué nunca apareció.
Lo triste del caso es que el príncipe sí acudió a la cita. Hace veinte años, se apeó del caballo frente al edificio donde ella ha vivido desde que era una niña y, al encontrar descompuesto al ascensor, intentó subir por las escaleras. Desgraciadamente la pesada armadura y la fatiga producida por el largo viaje le impidieron llegar: en el séptimo piso se desmayó a causa del agotamiento. Allí lo encontró una mujer quien le ayudó a quitarse el yelmo, lo cuidó, lo alimentó y se casó con él.
La dama del décimo piso baja casi todas las tardes al séptimo para ver la televisión con su vecina. En ocasiones, observa de soslayo al marido de ésta (un señor calvo y mofletudo que sólo habla de fútbol) y se sorprende al sentir un ligero hormigueo recorriéndole la espalda.

El poder de la metáfora
Pol Quentin
La señora Grace Laruson obtuvo el divorcio después de presentar al tribunal la carta que otra mujer dirigió a su marido en estos términos: “Mi pequeño calentador adorado…”