El país rinde honores de Estado al arquitecto Oscar Niemeyer, fallecido a los 104 años. La presidenta Dilma Rousseff decreta siete días de luto
El ataúd de Niemeyer sale del palacio de Planalto en Brasilia. / Paulo Whitaker./elpais.com |
Miles de personas aguardan ante el Palacio de Planalto para una última despedida a Niemeyer. / Pedro Ladeira./elpais.com |
Brasil lanzó ayer un mensaje al mundo: el arquitecto Oscar Niemeyer,
fallecido el pasado miércoles a los 104 años en el hospital Samaritano
de Río de Janeiro, no fue un brasileño común, por más que él se afanara
en sacudirse la trascendencia. Para sus compatriotas, Niemeyer era un
hombre de Estado, un genio que puso al país en el mapa de la élite
arquitectónica mundial. Y así le lloraron ayer y le llorarán hoy, con
los honores reservados a los presidentes. Un avión gubernamental
trasladó sus restos embalsamados a Brasilia para rendirle un último
homenaje en el palacio presidencial de Planalto, una de sus obras
maestras en la capital. Niemeyer es el tercer brasileño que recibe ese
tratamiento tras el presidente Tancredo Neves (1985) y el vicepresidente
José Alencar (2011).
El féretro, acompañado en todo momento por sus familiares, regresó
anoche a Río, ciudad que lo vio nacer y morir, ese lugar preñado de
bahías y cerros donde el maestro de la curva encontró la inspiración y
forjó su personalísimo lenguaje, rompedor con el de su generación y el
de las venideras. El último superviviente de los grandes maestros del
siglo XX, selecto club integrado por nombres como Le Corbusier, Mies van
der Rohe o Frank Lloyd Wright, será velado hoy en el Palacio de la
Ciudad y al final del día recibirá sepultura en el cementerio São João
Batista. Se han decretado siete días de luto oficial en todo el país.
El poeta de la curva peleó a brazo partido por llegar a los 105 años,
que iba a cumplir el próximo 15 de diciembre rodeado por su segunda
esposa, Vera Lúcia, y de una interminable saga de nietos, biznietos y
tataranietos. Pero la salud de Niemeyer ya estaba seriamente tocada y
comenzó a fallar en los últimos meses. El maestro brasileño pasó sus
últimas horas enchufado a un respirador y sedado, mientras el hospital
Samaritano avanzaba por primera vez que su estado era de máxima
gravedad. Quienes siguieron de cerca sus vaivenes de salud sabían que
había llegado el momento del adiós definitivo.
Nada más confirmarse la noticia, una cascada de reacciones empapó la
prensa local. “Brasil ha perdido a uno de sus genios. Hoy es día de
llorar su muerte. Es día de celebrar su vida”, proclamó la presidenta,
Dilma Rousseff. “Niemeyer tuvo una vida muy bonita. Fue uno de los
mayores artistas de su tiempo y un hombre mayor que su propio arte”,
declaró el compositor y escritor Chico Buarque de Hollanda. Otra figura
fundamental de la música brasileña, Caetano Veloso, añadió: “Sus curvas
enseñaron algo muy nuestro al resto del mundo”. Mientras, el poeta
Ferreira Gullar, con quien Niemeyer mantenía una estrecha amistad,
definió mejor que nadie la quintaesencia del laureado arquitecto: “El
lema de la arquitectura era que la forma está subordinada a la función.
La preocupación fundamental tenía que ser la funcionalidad, y la belleza
quedaba en un segundo plano. Oscar unió los dos elementos,
funcionalidad y belleza, porque, decía, la belleza también cumple una
función”.
Deja un apabullante legado de proyectos en diversos países: desde la
universidad de la ciudad argelina de Constantina, hasta el centro
Niemeyer en Avilés, la sede del Partido Comunista de Francia, el
complejo de la ONU en Nueva York, en cuyo proyecto colaboró, o la matriz
de la editorial Mondadori en Milán, ungida por el propio maestro como
una de sus obras predilectas. El complejo arquitectónico de Brasilia,
con sus ministerios milimétricamente alineados y sus palacios
gubernamentales de la Alvorada, Planalto o Itamaraty, representó su
consagración definitiva. Brasilia aún desata tantas pasiones como
críticas en los círculos académicos. Él mismo, consciente de esta
controversia, solía decir que si hubiese tenido que afrontar el mismo
reto en sus últimos años lo habría hecho de un modo diferente.
Asistente y colaborador de Le Corbusier durante años, representó un
punto de ruptura en el movimiento moderno imperante de la primera mitad
del siglo XX. El maestro no tardó en contaminar los postulados
racionalistas basados en la funcionalidad de los espacios con elementos
estéticos que encontraban en la curva su máxima expresión. Hallaba
inspiración en la silueta de la mujer brasileña. Y tenía una tendencia
casi obsesiva a dibujarlas desnudas. “La vida es tener una mujer al lado
y que sea lo que Dios quiera”, dijo en julio de 2007, a punto de
cumplir los 100 años.
El otro Niemeyer, el pensador multidisciplinar, el comunista utópico,
desarrolló una agitada militancia política que lo llevó a intimar con
Fidel Castro y Hugo Chávez. No desaprovechaba la oportunidad de expresar
su preocupación por la desigualdad y las injusticias en el planeta.
En el estudio donde germinaron sus proyectos, ubicado en la última
planta del edificio Ypiranga, en la mundialmente conocida playa de
Copacabana, hoy se respira ausencia, vacío. El arquitecto de origen
español Jair Valera, mano derecha y fiel escudero de Niemeyer durante
las últimas dos décadas, aún no sabe si seguirá funcionando. Dependerá
de la voluntad de los herederos del maestro.
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