Mal destino el de escritor de novela negra con sensación de agravio. Cuanto más éxito tenga, más sufrirá
Georges Simenon sufrirá por ser más reconocido como el creador del Comisario Maigret./elcultural.es |
El novelista que crea un detective o un investigador
policial, y tiene éxito, y se siente satisfecho y orgulloso,
y no desea el reconocimiento por otra clase de novelas
-aunque las escriba-, al fin de sus días contemplará con
paz su trayectoria. Pero el novelista que haya triunfado
con un investigador de leyenda, pero se canse o abomine
de él porque considere que su creación le encorseta en
los márgenes de la novela popular, y quiera demostrar
que es un escritor de mayor ambición y presuntas
calidades, y escriba otra clase de libros para hacerlo
evidente, sufrirá.
Sufrirá porque la crítica y el público ya habrán dictado sentencia, ya lo habrán clasificado en el campo de la literatura comercial y de género, y nada podrá hacer - aunque de hecho lo haga con buen resultado literario- para modificar ese diagnóstico que ese escritor, claro, considera injusto y empobrecedor para él.
Ese fue el caso de no pocos novelistas del siglo XX y, por supuesto, el caso del belga Georges Simenon (1903-1989), un escritor superdotado que nunca pudo desprenderse de la gloria y del baldón de haber concebido al comisario Jules Maigret, a quien, pese a querer prescindir de él en un trance de hartazgo y crisis de identidad, dedicó 72 novelas y 31 relatos.
Acantilado está reditando buena parte de su obra, lo que incluye la publicación de una novela como El gato, que no tiene a Maigret como protagonista y que vio la luz en 1966, siendo poco después (1971) adaptada al cine por Pierre Granier-Defferre con Jean Gabin y Simone Signoret.
Si cualquier otro escritor europeo, no identificado con el cultivo de los géneros populares, hubiera sacado a la luz una novela como El gato, estaría considerado como uno de los grandes novelistas de su tiempo.
Porque El gato trata, para empezar, de una cuestión crucial, el infierno de la pareja, el deterioro del amor, el horror del día a día en un matrimonio de viejos. No es un destino inexorable, desde luego. Hay ancianos que envejecen con ternura y mutuo apoyo, cogidos de la mano, inseparables e imprescindibles el uno para el otro. Ojalá.
Pero es el caso pesadillesco de los setentones y parisinos Émile y Marguerite, casados en segundas nupcias hace apenas unos años, pero ya corroídos por un diabólico juego de silencios, reproches, espionajes, aburrimiento y odio. El retrato de estos dos personajes es terrible, con su respectiva añoranza del pasado, y el paisaje de su drama, el hogar claustrofóbico, demarcado y repartido, está descrito, en una atmósfera de suspense y terror, de modo magistral, tanto por las palabras empleadas en las descripciones del decorado como, sobre todo, por el conocimiento de lo psicológico, de lo interno, de los movimientos del alma y de la mente del uno y de la otra, aunque, a tal respecto, y sin perder veracidad en la casuística, Simenon carga las tintas sobre la mujer - un tipo de mujer existente- y no va tan al fondo sobre un tipo de hombre igualmente existente, sacando la patita de su misoginia.
Un gato y un papagayo -no revelaré la intriga- son el objeto y la metáfora del enfrentamiento entre Émile y Marguerite, ya en fase de odiarse a muerte, dependientes en su odio recíproco que no en su amor consumido y nunca antes boyante, aunque la historia, en su desenlace y sentido finales, identifica el odio con el amor en espeluznante y pesimista análisis.
El primer capítulo es una obra de arte. En él residen ya tanto el argumento como las ideas esenciales. Pero falta, naturalmente, asistir al desarrollo de la trama, a la evolución de la intriga que se plantea, al flujo inesperado o no de acontecimientos que constituye una novela.
En ese primer capítulo, cartas boca arriba y la partida sin jugar, escribe Simenon: “Tanto el uno como el otro tenían tiempo, todo el tiempo que les separaba del momento en que uno de los dos moriría. ¿Cómo saber quién sería el primero en irse al otro mundo? Seguro que también Marguerite pensaba en ello. Lo pensaban desde hacía varios años y varias veces al día. Se había convertido en su problema principal”.
La deseada muerte del otro. Cabe tomar iniciativas, y ahí reside la tensión del relato. Una historia como muchas, oculta en el anonimato y en una cotidianidad sórdida, sostenida en el tiempo sin noticias. O una de esas historias que acaba en las páginas negras de los periódicos. En esa disyuntiva, con episodios oscilantes, transcurre el desarrollo de la tensa y penetrante trama de esta magnífica y desoladora novela.
Sufrirá porque la crítica y el público ya habrán dictado sentencia, ya lo habrán clasificado en el campo de la literatura comercial y de género, y nada podrá hacer - aunque de hecho lo haga con buen resultado literario- para modificar ese diagnóstico que ese escritor, claro, considera injusto y empobrecedor para él.
Ese fue el caso de no pocos novelistas del siglo XX y, por supuesto, el caso del belga Georges Simenon (1903-1989), un escritor superdotado que nunca pudo desprenderse de la gloria y del baldón de haber concebido al comisario Jules Maigret, a quien, pese a querer prescindir de él en un trance de hartazgo y crisis de identidad, dedicó 72 novelas y 31 relatos.
Acantilado está reditando buena parte de su obra, lo que incluye la publicación de una novela como El gato, que no tiene a Maigret como protagonista y que vio la luz en 1966, siendo poco después (1971) adaptada al cine por Pierre Granier-Defferre con Jean Gabin y Simone Signoret.
Si cualquier otro escritor europeo, no identificado con el cultivo de los géneros populares, hubiera sacado a la luz una novela como El gato, estaría considerado como uno de los grandes novelistas de su tiempo.
Porque El gato trata, para empezar, de una cuestión crucial, el infierno de la pareja, el deterioro del amor, el horror del día a día en un matrimonio de viejos. No es un destino inexorable, desde luego. Hay ancianos que envejecen con ternura y mutuo apoyo, cogidos de la mano, inseparables e imprescindibles el uno para el otro. Ojalá.
Pero es el caso pesadillesco de los setentones y parisinos Émile y Marguerite, casados en segundas nupcias hace apenas unos años, pero ya corroídos por un diabólico juego de silencios, reproches, espionajes, aburrimiento y odio. El retrato de estos dos personajes es terrible, con su respectiva añoranza del pasado, y el paisaje de su drama, el hogar claustrofóbico, demarcado y repartido, está descrito, en una atmósfera de suspense y terror, de modo magistral, tanto por las palabras empleadas en las descripciones del decorado como, sobre todo, por el conocimiento de lo psicológico, de lo interno, de los movimientos del alma y de la mente del uno y de la otra, aunque, a tal respecto, y sin perder veracidad en la casuística, Simenon carga las tintas sobre la mujer - un tipo de mujer existente- y no va tan al fondo sobre un tipo de hombre igualmente existente, sacando la patita de su misoginia.
Un gato y un papagayo -no revelaré la intriga- son el objeto y la metáfora del enfrentamiento entre Émile y Marguerite, ya en fase de odiarse a muerte, dependientes en su odio recíproco que no en su amor consumido y nunca antes boyante, aunque la historia, en su desenlace y sentido finales, identifica el odio con el amor en espeluznante y pesimista análisis.
El primer capítulo es una obra de arte. En él residen ya tanto el argumento como las ideas esenciales. Pero falta, naturalmente, asistir al desarrollo de la trama, a la evolución de la intriga que se plantea, al flujo inesperado o no de acontecimientos que constituye una novela.
En ese primer capítulo, cartas boca arriba y la partida sin jugar, escribe Simenon: “Tanto el uno como el otro tenían tiempo, todo el tiempo que les separaba del momento en que uno de los dos moriría. ¿Cómo saber quién sería el primero en irse al otro mundo? Seguro que también Marguerite pensaba en ello. Lo pensaban desde hacía varios años y varias veces al día. Se había convertido en su problema principal”.
La deseada muerte del otro. Cabe tomar iniciativas, y ahí reside la tensión del relato. Una historia como muchas, oculta en el anonimato y en una cotidianidad sórdida, sostenida en el tiempo sin noticias. O una de esas historias que acaba en las páginas negras de los periódicos. En esa disyuntiva, con episodios oscilantes, transcurre el desarrollo de la tensa y penetrante trama de esta magnífica y desoladora novela.