Antonio García Ángel
Retrato de familia con Papá Noel
I
Aunque el asalto había ocurrido
en una modesta sede del Banco de Bogotá, la descripción de los
criminales era familiar a toda la humanidad, desde Alaska hasta la
Patagonia, desde París hasta las llanuras de Australia. Por eso el
gerente de la sucursal le respondía al policía como si éste no
perteneciera al planeta Tierra.
—Ya le dije, oficial: cinturón negro, botas negras, pantalones y abrigo rojos, panza, barba blanca, un costal y el gorrito ése que tiene una borla en la punta. Papás Noel, Papá Noeles, yo no sé cómo se dice… Vinieron dos Papás Noel armados de escopetas, desarmaron al guardia, ordenaron que nos tiráramos al piso, encañonaron a las cajeras y se llevaron todo lo que había en la caja fuerte. Luego se despidieron diciendo «Vamos a otro banco ¡Jo, jo, jo! ¡Feliz Navidad!».
Los testigos, que a su vez también eran víctimas, proferían murmullos de aprobación. En el piso, los paramédicos reanimaban a una anciana que, pasado el susto, no se había puesto en pie.
—¿Y me dice que no tiene registro del vehículo en que se dieron a la fuga los sospechosos? —preguntó el oficial, haciendo gala de todos los tecnicismos judiciales.
—A ver, déjeme explicarle —respondió el gerente con mala leche. —Si a usted le apuntan con una escopeta y le dicen que no se le ocurra moverse porque lo matan, ¿se va a poner de héroe? Pues no. Y todos los que estamos aquí queremos comernos la natilla esta noche, abrir los regalos, cantar villancicos…
Un niño a quien su madre, aún presa del pánico, aferraba como si se le fuera a caer en un abismo, dijo que sabía en qué se habían ido. El oficial se arrodilló frente a él, puso su mejor actitud de profesor de primaria y le pidió la descripción.
—Se fueron en un trineo que remolcaban doce renos. ¡Volaron al Polo Norte y con la plata se fueron a comprarle regalos a todos los niños del mundo!
Luego de reprimir la risilla de un cabo que se había unido a la hilaridad general, el oficial se llevó el radioteléfono a la boca y dio parte a todas las unidades de policía.
—Robo a mano armada en el Banco de Bogotá, Avenida Caracas con 17. Dos sospechosos, probablemente tres, disfrazados de Papá Noel. Portan armas de fuego. Repito… —y repitió, añadiendo esta vez siglas y números.
Algunos, por celular y sin códigos de procedimiento, relataron lo mismo a quienes los aguardaban en casa para compartir la natilla, los regalos y los villancicos.
—Ya le dije, oficial: cinturón negro, botas negras, pantalones y abrigo rojos, panza, barba blanca, un costal y el gorrito ése que tiene una borla en la punta. Papás Noel, Papá Noeles, yo no sé cómo se dice… Vinieron dos Papás Noel armados de escopetas, desarmaron al guardia, ordenaron que nos tiráramos al piso, encañonaron a las cajeras y se llevaron todo lo que había en la caja fuerte. Luego se despidieron diciendo «Vamos a otro banco ¡Jo, jo, jo! ¡Feliz Navidad!».
Los testigos, que a su vez también eran víctimas, proferían murmullos de aprobación. En el piso, los paramédicos reanimaban a una anciana que, pasado el susto, no se había puesto en pie.
—¿Y me dice que no tiene registro del vehículo en que se dieron a la fuga los sospechosos? —preguntó el oficial, haciendo gala de todos los tecnicismos judiciales.
—A ver, déjeme explicarle —respondió el gerente con mala leche. —Si a usted le apuntan con una escopeta y le dicen que no se le ocurra moverse porque lo matan, ¿se va a poner de héroe? Pues no. Y todos los que estamos aquí queremos comernos la natilla esta noche, abrir los regalos, cantar villancicos…
Un niño a quien su madre, aún presa del pánico, aferraba como si se le fuera a caer en un abismo, dijo que sabía en qué se habían ido. El oficial se arrodilló frente a él, puso su mejor actitud de profesor de primaria y le pidió la descripción.
—Se fueron en un trineo que remolcaban doce renos. ¡Volaron al Polo Norte y con la plata se fueron a comprarle regalos a todos los niños del mundo!
Luego de reprimir la risilla de un cabo que se había unido a la hilaridad general, el oficial se llevó el radioteléfono a la boca y dio parte a todas las unidades de policía.
—Robo a mano armada en el Banco de Bogotá, Avenida Caracas con 17. Dos sospechosos, probablemente tres, disfrazados de Papá Noel. Portan armas de fuego. Repito… —y repitió, añadiendo esta vez siglas y números.
Algunos, por celular y sin códigos de procedimiento, relataron lo mismo a quienes los aguardaban en casa para compartir la natilla, los regalos y los villancicos.
II
Al occidente de ahí, frente a una bodega llamada Reventón Navideño – Super Ofertas,
Mauricio Mosquera maldecía su mala suerte. La recesión económica había
dado al traste con su licorera, la cual fue embargada con todo lo que no
alcanzó a beberse luego de que su mujer lo abandonara y se quedara con
la niña, la casa y hasta sus calzoncillos. Ahora malvivía en las
profundidades del barrio San Carlos, en una pieza de dos por dos que
compartía con las ratas; se atragantaba de nostalgia y alcohol en
puteaderos de quinta, maceraba sus sueños de grandeza en el mortero de
sus borracheras, enfundaba los escombros de su cuerpo en un traje de
Papá Noel y predicaba las bondades del Reventón Navideño con la garganta, el hígado y las neuronas cocidas a fuego lento.
«Si el año pasao tuvimos problemas / quizás este año tengamos más / pero no te apures que la Navidá / a la vuelta de la esquina está…», canturreaba Mosquera, salpimentando su tonada con hipos y eructos, mientras las madres escandalizadas retenían a los pequeñines que trataban de acercársele para pedirle triciclos y videojuegos. El dueño del Reventón Navideño, advertido por los clientes de la condición en que andaba su pregonero, salió del lugar dispuesto a apretarle las perillas.
—Mire, señor —le dijo—, quítese el disfraz, váyase para su casa y no vuelva a aparecerse por aquí. ¡Es el colmo!, no puede ni mantener el equilibrio.
Cuando Mosquera se disponía a pedir clemencia, un Datsun café se detuvo justo frente a ellos. De él se bajaron dos tipos disfrazados de Papá Noel y entraron corriendo a la sede del Banco de Bogotá ubicada al lado; un tercero, ataviado de la misma manera, aguardaba al volante con el motor prendido y las puertas abiertas. Ninguno de ellos reparó en Mosquera, pero éste, sintiéndose respaldado por la solidaridad de gremio, se envalentonó:
—¿Cómo le quedó el ojo?…hip… Ahora que llegaron refuerzos sí se queda callado, granhijueputa… hip… Pues yo me voy con mis amigos y usted se va para la reputa mierda…hip… —dicho esto, se sentó en el asiento de atrás.
—¡¿Qué le pasa?! —gritó el conductor, alarmado frente a la aparición de tan indeseable colega. —¡Bájese!
El dueño, aunque en igual desconcierto, no estaba dispuesto a perder el disfraz, razón por la cual se apretó la corbata, se remangó la camisa y quiso sacar a Mosquera por la fuerza. El conductor amagó con abrir la puerta y arreglar el asunto a los trancazos. En ese momento, los Papás Noel salieron del banco empuñando sendas escopetas. Esto fue suficiente para que el empresario dejara a Mosquera y se escabullera hacia el interior del almacén.
Cuando su portador lucha por salvar el pellejo, la mente humana está inhabilitada para hacer algunas operaciones sencillas como construir endecasílabos, resolver acertijos, conjugar verbos y… contar. Por ello los recién llegados no advirtieron la presencia del Papá Noel extra. El otro, ocupado en dar el volantazo y pisar el acelerador, tampoco andaba para aclaraciones. Sin embargo, pasadas un par de cuadras se armó la siguiente gritería:
PAPÁ NOEL COPILOTO: ¿Y éste de dónde salió?
PAPÁ NOEL PILOTO: ¡Ni idea, se montó al carro de pronto!
PAPÁ NOEL DEL PUESTO TRASERO: ¿Quién mierdas es usted?
MOSQUERA: ¿Cómo quién?, pues Papá Noel… hip.
PAPÁ NOEL COPILOTO: (apuntándole): ¿Se quiere chupar un plomazo,malparido?
MOSQUERA (sacando una licorera del abrigo): Más bien me voy a chupar un traguito, compadre. ¡Salud!
PAPÁ NOEL PILOTO: ¡La policía!
Esta última novedad, materializada en dos oficiales motorizados que descargaban su artillería contra el vidrio trasero, concentró las fuerzas en repeler el ataque antes que en develar la presencia del intruso. Mosquera, confundiendo las detonaciones con fuegos artificiales, se despachó con «Arbolito lindo de Navidad / ¿qué me vas a dar?…». Semejante estropicio musical bien le habría merecido un tiro, pero era un mal menor en comparación con el arribo de otro carro policíaco a la zaga.
Puestos en cartografía, geodesia y otras ciencias afines, diremos que el Datsun había tomado la Avenida de las Américas en dirección occidental. La ruta se prestaba para cabrillazos, empellones a otros carros, cruces prohibidos, desprecio de semáforos en rojo y violaciones al límite de velocidad, pero en la telaraña de puentes e intersecciones de la Carrera Cincuenta los trancones la convertían en una trampa mortal; por ello, conocedor de la malla vial, avezado en huidas y escaramuzas, el Papá Noel Conductor enfiló por la Calle Trece. Entre tanto, el policía que guiaba la moto, envuelto en delirios fraguados al tenor de Eric Estrada y Lorenzo Lamas, fracasó en su intento de brincarse un sardinel a cien kilómetros por hora. La patrulla, empero, seguía tras ellos.
Mosquera, con el seso como una esponja remojada en alcohol, descabezaba una siesta en el asiento trasero.
«Si el año pasao tuvimos problemas / quizás este año tengamos más / pero no te apures que la Navidá / a la vuelta de la esquina está…», canturreaba Mosquera, salpimentando su tonada con hipos y eructos, mientras las madres escandalizadas retenían a los pequeñines que trataban de acercársele para pedirle triciclos y videojuegos. El dueño del Reventón Navideño, advertido por los clientes de la condición en que andaba su pregonero, salió del lugar dispuesto a apretarle las perillas.
—Mire, señor —le dijo—, quítese el disfraz, váyase para su casa y no vuelva a aparecerse por aquí. ¡Es el colmo!, no puede ni mantener el equilibrio.
Cuando Mosquera se disponía a pedir clemencia, un Datsun café se detuvo justo frente a ellos. De él se bajaron dos tipos disfrazados de Papá Noel y entraron corriendo a la sede del Banco de Bogotá ubicada al lado; un tercero, ataviado de la misma manera, aguardaba al volante con el motor prendido y las puertas abiertas. Ninguno de ellos reparó en Mosquera, pero éste, sintiéndose respaldado por la solidaridad de gremio, se envalentonó:
—¿Cómo le quedó el ojo?…hip… Ahora que llegaron refuerzos sí se queda callado, granhijueputa… hip… Pues yo me voy con mis amigos y usted se va para la reputa mierda…hip… —dicho esto, se sentó en el asiento de atrás.
—¡¿Qué le pasa?! —gritó el conductor, alarmado frente a la aparición de tan indeseable colega. —¡Bájese!
El dueño, aunque en igual desconcierto, no estaba dispuesto a perder el disfraz, razón por la cual se apretó la corbata, se remangó la camisa y quiso sacar a Mosquera por la fuerza. El conductor amagó con abrir la puerta y arreglar el asunto a los trancazos. En ese momento, los Papás Noel salieron del banco empuñando sendas escopetas. Esto fue suficiente para que el empresario dejara a Mosquera y se escabullera hacia el interior del almacén.
Cuando su portador lucha por salvar el pellejo, la mente humana está inhabilitada para hacer algunas operaciones sencillas como construir endecasílabos, resolver acertijos, conjugar verbos y… contar. Por ello los recién llegados no advirtieron la presencia del Papá Noel extra. El otro, ocupado en dar el volantazo y pisar el acelerador, tampoco andaba para aclaraciones. Sin embargo, pasadas un par de cuadras se armó la siguiente gritería:
PAPÁ NOEL COPILOTO: ¿Y éste de dónde salió?
PAPÁ NOEL PILOTO: ¡Ni idea, se montó al carro de pronto!
PAPÁ NOEL DEL PUESTO TRASERO: ¿Quién mierdas es usted?
MOSQUERA: ¿Cómo quién?, pues Papá Noel… hip.
PAPÁ NOEL COPILOTO: (apuntándole): ¿Se quiere chupar un plomazo,malparido?
MOSQUERA (sacando una licorera del abrigo): Más bien me voy a chupar un traguito, compadre. ¡Salud!
PAPÁ NOEL PILOTO: ¡La policía!
Esta última novedad, materializada en dos oficiales motorizados que descargaban su artillería contra el vidrio trasero, concentró las fuerzas en repeler el ataque antes que en develar la presencia del intruso. Mosquera, confundiendo las detonaciones con fuegos artificiales, se despachó con «Arbolito lindo de Navidad / ¿qué me vas a dar?…». Semejante estropicio musical bien le habría merecido un tiro, pero era un mal menor en comparación con el arribo de otro carro policíaco a la zaga.
Puestos en cartografía, geodesia y otras ciencias afines, diremos que el Datsun había tomado la Avenida de las Américas en dirección occidental. La ruta se prestaba para cabrillazos, empellones a otros carros, cruces prohibidos, desprecio de semáforos en rojo y violaciones al límite de velocidad, pero en la telaraña de puentes e intersecciones de la Carrera Cincuenta los trancones la convertían en una trampa mortal; por ello, conocedor de la malla vial, avezado en huidas y escaramuzas, el Papá Noel Conductor enfiló por la Calle Trece. Entre tanto, el policía que guiaba la moto, envuelto en delirios fraguados al tenor de Eric Estrada y Lorenzo Lamas, fracasó en su intento de brincarse un sardinel a cien kilómetros por hora. La patrulla, empero, seguía tras ellos.
Mosquera, con el seso como una esponja remojada en alcohol, descabezaba una siesta en el asiento trasero.
III
Estaba en la pista de baile de El Cuy,
lupanar del que era habitual en la vigilia pero visitaba por primera
vez en sueños. Un televisor empotrado en la pared, encima de las mesas,
pasaba, como siempre, una película pornográfica. Mosquera se dio cuenta,
con un sobresalto, que conocía a la protagonista: era Yanet, su esposa,
tirando con un Papá Noel. Gemía, se retorcía, se tocaba las tetas, se
pasaba la lengua por los labios y, mirándolo a los ojos a través de la
pantalla del televisor, le decía que ella era su regalo de Navidad.
Mosquera no podía ver la cara del Papá Noel, pero comprendió que se
trataba de él mismo. Se habría quedado ahí embelesado si no fuera por el
enjambre de risas que se apoderó del lugar. Al mirar a su alrededor,
descubrió que todos se estaban riendo de la escena representada en el
televisor. «Es falsa», decía una de las putas, con una boca de dientes
incompletos y disparejos, «su esposa lo abandonó: lo echó de la casa que
él había pagado con su trabajo y ahora no le deja ver a la niña».
¡Leidi Shakira, su hijita…! Mosquera sintió unas ganas enormes de verla.
Le preguntó a la puta por ella. La puta se encogió de hombros. Volvió a
mirar al televisor: en ese punto, Yanet sacaba un hacha y le cortaba la
cabeza al Papá Noel que estaba haciendo el amor con ella, que también
era él mismo. El Mosquera que estaba fuera del televisor viendo la
escena, sintió un tajo en el cuello y se agarró la cabeza para que no se
le fuera a caer. En ese momento, alguien tiró de su pantalón: era Leidi
Shakira, que con ojos tristes le dijo «Papito, ¿en dónde te habías
metido». Mosquera quiso abrazarla, pero su cabeza, sin manos que la
sujetaran, se desprendió y rodó por el suelo de El Cuy. Desde
allí, Mosquera vio su cuerpo decapitado mientras una voz, que no era la
suya, decía «necesito parar, me duele la cabeza».
IV
La voz pertenecía al Papá Noel
Conductor, quien, obrando en consecuencia, detuvo el carro en un
descampado polvoriento, lleno de pilas de cascajos, muñones de viviendas
demolidas, aguas pútridas, perros muertos, zapatos abandonados y
mogotes de basura. El motor tosió un par de veces antes de apagarse, una
humareda salió del radiador, algo se quebró en la suspensión. Los
estertores del Datsun rasgaron las últimas telarañas del sueño de
Mosquera.
Si alguien se queda dormido durante una balacera, cosa por demás bastante rara, el sentido común dirá de él que está muerto; tal suposición hizo que el despertar de Mosquera fuera recibido por los demás como una resurrección aterradora. Despertar en un lugar desconocido, lejos del Reventón Navideño y rodeado de Papás Noel armados, fue, a su vez, aterrador para Mosquera. Las sirenas de policía, aullando en las cercanías, aterraban a todos. Pero el verdadero terror llegó cuando el Papá Noel que conducía, aquejado de dolor de cabeza, se volvió y miró a sus compañeros: tenía un balazo en la frente que le marcaba el entrecejo como si fuera un chacra sangriento.
—¿Qué? — preguntó éste, viendo el estupor de los demás, incluido Mosquera.
—…Nada —respondió el copiloto.
—¡Entonces larguémonos! —dijo el conductor.
—¿Y éste? —preguntó el Papá Noel del asiento trasero.
—Que se salve como pueda —sentenció el conductor.
Sin detenerse a pensar que tal juicio provenía de alguien que tenía un tiro incrustado en la mollera, los otros dos agarraron los costales de dinero y corrieron con el conductor detrás, que venía cargado con idéntico fardo de billetes. Mosquera permaneció en el asiento trasero, como un pasajero de taxi que acaba de llegar a su destino, viendo cómo los dos primeros ganaban terreno hacia una avenida que se veía a lo lejos. El conductor, al cabo de una pequeña y trabajosa caminata, dio un traspiés y quedó tendido en el piso. Había muerto como cuando se detiene el cronómetro en un partido de fútbol y los instantes de vida siguientes son tiempo de reposición.
Algo en Mosquera, un instinto irracional, hizo que se bajara del Datsun, se aproximara al cadáver del conductor, lo despojara del costal de tela —que pesaba como si dentro tuviera una docena de directorios telefónicos— y echara a correr en dirección opuesta mientras, a sus espaldas, sirenas y disparos formaban un coro macabro. Corrió como si todo en él estuviera diseñado para correr, como si la fuerza de gravedad lo empujara hacia delante. Salió a una avenida que no se molestó en reconocer, estiró la mano a una buseta que casi lo atropella, pagó el pasaje con un billete que sacó del costal, atravesó el vehículo hasta el último asiento y se dejó caer en él.
Mientras la buseta, casi vacía, se alejaba del lugar, miró al interior del costal: millones y millones de pesos, raudales de billetes, suficientes para mantener a cuatro generaciones de ociosos. Tantos billetes no podían ser verdad. Se pellizcó, se dio cachetadas, se concentró en despertar por segunda vez. Cuando tuvo la certeza de que, en efecto, estaba despierto, sonrió.
Si alguien se queda dormido durante una balacera, cosa por demás bastante rara, el sentido común dirá de él que está muerto; tal suposición hizo que el despertar de Mosquera fuera recibido por los demás como una resurrección aterradora. Despertar en un lugar desconocido, lejos del Reventón Navideño y rodeado de Papás Noel armados, fue, a su vez, aterrador para Mosquera. Las sirenas de policía, aullando en las cercanías, aterraban a todos. Pero el verdadero terror llegó cuando el Papá Noel que conducía, aquejado de dolor de cabeza, se volvió y miró a sus compañeros: tenía un balazo en la frente que le marcaba el entrecejo como si fuera un chacra sangriento.
—¿Qué? — preguntó éste, viendo el estupor de los demás, incluido Mosquera.
—…Nada —respondió el copiloto.
—¡Entonces larguémonos! —dijo el conductor.
—¿Y éste? —preguntó el Papá Noel del asiento trasero.
—Que se salve como pueda —sentenció el conductor.
Sin detenerse a pensar que tal juicio provenía de alguien que tenía un tiro incrustado en la mollera, los otros dos agarraron los costales de dinero y corrieron con el conductor detrás, que venía cargado con idéntico fardo de billetes. Mosquera permaneció en el asiento trasero, como un pasajero de taxi que acaba de llegar a su destino, viendo cómo los dos primeros ganaban terreno hacia una avenida que se veía a lo lejos. El conductor, al cabo de una pequeña y trabajosa caminata, dio un traspiés y quedó tendido en el piso. Había muerto como cuando se detiene el cronómetro en un partido de fútbol y los instantes de vida siguientes son tiempo de reposición.
Algo en Mosquera, un instinto irracional, hizo que se bajara del Datsun, se aproximara al cadáver del conductor, lo despojara del costal de tela —que pesaba como si dentro tuviera una docena de directorios telefónicos— y echara a correr en dirección opuesta mientras, a sus espaldas, sirenas y disparos formaban un coro macabro. Corrió como si todo en él estuviera diseñado para correr, como si la fuerza de gravedad lo empujara hacia delante. Salió a una avenida que no se molestó en reconocer, estiró la mano a una buseta que casi lo atropella, pagó el pasaje con un billete que sacó del costal, atravesó el vehículo hasta el último asiento y se dejó caer en él.
Mientras la buseta, casi vacía, se alejaba del lugar, miró al interior del costal: millones y millones de pesos, raudales de billetes, suficientes para mantener a cuatro generaciones de ociosos. Tantos billetes no podían ser verdad. Se pellizcó, se dio cachetadas, se concentró en despertar por segunda vez. Cuando tuvo la certeza de que, en efecto, estaba despierto, sonrió.
Antonio García Ángel (1972, Cali, Colombia).Escritor colombiano. Estudió Literatura y Comunicación en la Universidad Javeriana de Bogotá. Ha publicado las novelas Su casa es mi casa y Recursos Humanos. Escribió Recursos humanos teniendo a Mario Vargas Llosa como tutor, después de ganar un concurso de la marca Rolex. Antologado en El corazón habitado. Últimos cuentos de amor en Colombia. (Algaida, 2010).
Semblanza biográfica: Wikipedia. Foto.internet.