Informe Especial: El Fin del Mundo
El castigo divino se ha vuelto innecesario desde que la humanidad ha encontrado diversas maneras de autodestruirse. Entre ellas, la nuclear ocupa el primer lugar y la siguen el agotamiento de los recursos naturales y el empobrecimiento de la biodiversidad
HONGO ATOMICO. La imagen condensa la dimensión del horror que supuso arrojar la bomba sobre Japón para acelerar el fin de la guerra./Revista Ñ. |
Las notas de la segunda parte de este informe especial se ocupan de la
escalada armamentista y el papel jugado por los Estados Unidos; la
capacidad de recuperación biológica del planeta Si el hombre dejara de
existir y la creación del arca de Noé del siglo XXI.
Malos tiempos para los pesimistas. A dos meses del cumplirse
medio siglo de la Crisis de los Misiles nucleares de 1962 en Cuba, y a
menos de dos años del centenario del comienzo de la Primera Guerra
Mundial, la civilización parece estar lejos de la histeria de los años
80, cuando el grupo pop R.E.M. cantaba: “Como sabemos esto es el fin del
mundo, ¡y me siento genial!”.
El período enmarcado por estos dos
acontecimientos fue el comienzo y el punto culminante de un proceso
ininterrumpido de producción y perfeccionamiento de armas, las cuales
fueron experimentadas sobre no menos de 100 millones de personas.
Pero,
se sabe, para construir un infierno primero hay que creer en él. “Para
que las armas de destrucción masiva y los misiles nucleares pudieran ser
usados –cuenta para Ñ desde los Estados Unidos el especialista en
estudios culturales Bruce Franklin–, antes hubo que crearlas, y antes de
eso imaginarlas entre sueños futurísticos y pesadillas apocalípticas.
Su historia está estrechamente ligada a esas ilusiones y temores de
quienes las fantasearon primero como una ficción, los hallazgos de
aquellos que las construyeron, y las ambiciones de quienes las usaron”.
Si el Armagedón es recurrente en todas las etapas y espacios de
la civilización humana, la concatenación de eventos que hicieron posible
su materialización sólo pudo amalgamarse en un momento y lugar
determinados. Eso ocurrió cuando esa religión cívica que practican los
estadounidenses terminó de ocupar el inmenso espacio vacío del far west ,
cuando el mesianismo americano descubrió sus límites occidentales y
comenzó a contemplar el más allá de las aguas del océano Pacífico.
Paradójicamente,
la misma sociedad que inseminó el mundo con la Paz Americana, mentes
afiebradas de superarmas que inmunizarían a la democracia de todos las
aberraciones dictatoriales, fueron las que también crearon las cabezas
nucleares y los misiles intercontinentales, las únicas armas capaces de
amenazar y destruir el aislamiento continental natural de Estados
Unidos.
Quién dispara las armas
En
1962, esos misiles estuvieron muy próximos a las costas estadounidenses
y, en consecuencia, también muy cerca del fin del mundo, pero aquel era
un mundo que ya no existe: el de la Guerra Fría, que era fría porque
existía el calor atómico, y era guerra porque había dos mundos.
Washington
“salió” de la seguridad que le daba su condición bioceánica al enviar
tropas para intervenir en la Primera Guerra Mundial de 1914, en el
comienzo de lo que muchos interpretan como una extensa “guerra civil
europea” que se prolongó hasta el fin de la Segunda Guerra en 1945. Ese
conflicto “del” Viejo Mundo estaba signado por el corte ideológico que
plantó la idea del comunismo y la revolución bolchevique de 1917. Pero,
desde la percepción estadounidense, esas diferencias con los rusos no
eran algo insalvable, por lo menos hasta 1939, cuando el pacto de no
agresión entre Hitler y Stalin diferenció de forma tajante el bloque
“totalitario” del “democrático”.
La vorágine de la historia y la
dinámica del conflicto hicieron que durante un tiempo Washington y Moscú
se aliaran contra los nazis, pero el divorcio ya era inevitable. Como
cuenta el historiador John Lewis Gaddis en su libro Estrategias de la
contención , el presidente Truman llegó a decir que “si vemos que
Alemania está ganando la guerra debemos ayudar a Rusia, pero si Rusia
está ganando debemos ayudar a Alemania, tratando de que se maten tantos
como sea posible”.
El gran giro vino nuevamente cuando los Estados
Unidos debieron salir y poner el cuerpo, pero esta vez al otro lado de
su fortaleza continental, en el Pacífico; y tres años después de
comenzada la guerra en Europa, en 1941 cuando Japón atacó su base de
Pearl Harbor. La cosa ahí se puso dura, como testimonia el ex marine
devenido en historiador Paul Russell en Gracias Dios por la bomba
atómica y otros ensayos : “La batalla contra Japón por la isla de
Okinawa, dos meses antes de la bomba en Hiroshima (donde fueron
instantáneamente incineradas 140.000 personas) costó 123.000 muertos en
ambos bandos. La invasión de Japón, planificada para la primavera de
1946, involucraría como mínimo 700.000 soldados estadounidenses. Por
eso, la bomba fue una bendición que nos anunció que no moriríamos
jóvenes, que íbamos a llegar a ser adultos”.
Pero si el primer
calor atómico suturó la herida nipona en Asia, era necesaria una segunda
bomba para frenar lo que había comenzado en Europa.
El primer
corresponsal estadounidense en llegar a Nagasaki tras la detonación,
George Weller, escribió que “dos días después de Hiroshima la URSS le
declaró la guerra a Japón lanzando en una sola noche 1.500.000 soldados
contra los 2 millones de japoneses que ocupaban la Manchuria china. Este
despliegue impresionante quedó eclipsado por la novedad de Hiroshima.
Al día siguiente se arrojó la segunda bomba sobre Nagasaki”.
Final de juego: por cada estadounidense caído durante la guerra murieron 5 japoneses, 15 alemanes y 53 rusos.
Flor de bomba
La
historia seguirá aumentando en histeria y armamento hasta llegar al
paroxismo de lo ocurrido en Cuba, en 1962. Entonces se llegó al absurdo
de que en los años 70 “sólo en los arsenales estadounidenses –cuenta el
analista boliviano Mariano Baptista Gamusino en su clásico libro De las
guerrillas al escalamiento nuclear y otros temas de la metafísica
militar –, sin contar los de la URSS, Inglaterra, Francia y China, había
seis toneladas de TNT por cada ser humano”. El autor también cita a un
grupo de científicos noruegos que en la misma década calcularon que en
los 5.560 años de historia humana se produjeron 14.531 guerras, que sólo
diez de las 85 generaciones de las que se tiene memoria transcurrieron
su vida en paz, y que bajo la sombra de la bomba atómica ya se habían
declarado por lo menos 50 conflictos bélicos “limitados”. “Baja
intensidad”, “acotados”, “encapsulados”, lo cierto es que la anunciada y
amenazante marejada de sangre nuclear no llegó.
La racionalidad
parece haber primado, privando al mundo de la única materialización
humana posible de las profecías de expiación y redención: “Cubriendo
todas las ruinas de Hiroshima –describe el periodista John Hersey en el
libro homónimo–, entre las cenizas y los huesos, se extendía un manto de
verdor fresco, vívido y optimista. La ciudad estallaba de flores
silvestres. La bomba no sólo había dejado intactos los órganos
subterráneos de las plantas, los había estimulado. En el epicentro de la
explosión había un caos extraordinario de regeneración, como si una
carga de semillas hubiera sido arrojada junto con la bomba”.