martes, 4 de diciembre de 2012

El escritor que huyó de la guerra

Nacido y criado en medio del fuego cruzado de varias guerras civiles, Horacio Castellanos Moya es uno de los escritores más poderosos en lengua española hoy. Periodista, amenazado de muerte por culpa de uno de sus primeros libros, exiliado más de una vez, escritor errante, habló sobre escritura, violencia, guerras y el proceso de paz  colombiano

El escritor Horacio Castellanos Moya, es autor de Baile con serpientes, una poderosa novela negra./revistaarcadia.com
Las novelas de Horacio Castellanos Moya tienen un indescifrable ingrediente adictivo, un poder magnético. Sus diálogos secos y precisos, sus monólogos vociferantes, sus melancólicos y muchas veces desastrados personajes, la violencia que está siempre ahí, forman una de las obras literarias más apasionantes de la literatura en español. Tras vivir en ciudades tan disímiles como México, Tokio y Frankfurt, Castellanos Moya es hace ya varios años profesor visitante en la Universidad de Pittsburgh.
Como periodista, usted cubrió la guerra civil en su país. Y volvió a El Salvador a fundar una revista tras uno de sus exilios. ¿Se ha mantenido intacta su fe en la función del periodismo en los procesos democráticos?
Tengo más de ocho años de no ejercer el periodismo y cada vez leo menos periódicos y con menos entusiasmo. No tengo televisión en casa. Lo que le diga, pues, será sesgado. Me parece que, en ciertas circunstancias, el periodismo puede tener una función muy positiva en los procesos democráticos, sobre todo en sociedades polarizadas, carentes de posiciones intermedias, que están emergiendo de intensos conflictos armados... Pero el problema es que, al final de cuentas, los medios responden a los intereses de sus dueños, y si los dueños responden a los intereses de las grandes corporaciones, y de los políticos pagados por estas, pues el medio se convierte en un instrumento para defender esos intereses. En los tiempos que corren, caracterizados por la gran concentración de capital en pocas manos a nivel planetario, el periodismo cumple un rol subsidiario, ha dejado de ser ese cuarto poder que se creía y a veces juega, lamentablemente, el papel de perro de presa. Por supuesto que siempre habrá excepciones y que también es cierto que gracias a Internet han surgido nuevas opciones.
En su obra reciente usted se ha referido mucho a su propia familia. ¿Nos podría hablar un poco de las filiaciones políticas de su familia? ¿De la memoria que guarda del conflicto en su infancia?
Esa es una historia larga y, como usted dice, me ha servido de materia prima para escribir varias novelas, en las que por supuesto las situaciones se distorsionan y se exageran. Yo soy, al igual que Augusto Monterroso, nieto de abogado y de coronel; en mi caso uno hondureño y otro salvadoreño, ambos muy conservadores: mi abuelo materno fue durante ocho años el fiscal general del dictador hondureño Tiburcio Carías y luego presidente del Partido Nacional; mi abuelo paterno fue gobernador de su provincia durante la dictadura del general Maximiliano Hernández Martínez –aunque hubo una rama de mi familia paterna que fue comunista, incluso mi primo hermano era secretario general del Partido cuando murió de una amibiasis en Moscú. ¿Mi memoria de los conflictos en mi infancia? Está desperdigada en varias de mis novelas: golpes de Estado, atentados y la guerra entre El Salvador y Honduras en 1969. Aunque a estas alturas, para serle sincero, ya no estoy seguro si ciertos hechos sucedieron o me los he inventado.
¿Por qué se exilió?
Por sentido común y porque no tengo vocación de héroe.
En un ensayo autobiográfico, usted se refiere a un poeta que resulta ser usted mismo. Al final se ve cómo la política se cuela inevitablemente en una vida cuya vocación es la literatura. ¿Es imposible escapar de la política para un verdadero escritor?
En mi caso era imposible: salí de la adolescencia mientras comenzaba una guerra civil, que es la política llevada hasta el delirio. No había forma de escapar; nadie escoge sus circunstancias históricas. Pero estoy seguro de que para la mayoría de escritores en otro espacio y otro tiempo sí es posible escapar de la política. Y qué bueno. La política puede ser una peste para el escritor.
Su marca de agua es una desencantada y sostenida diatriba literaria. Y en ella, una aparente desilusión tanto con la derecha como con la izquierda. Pero hay muchos escritores que participan activamente en política. García Márquez apoyó a Pastrana, Vargas Llosa a Piñera, Elena Poniatowska a López Obrador. ¿Qué opina de la cercanía de tantos escritores e intelectuales latinoamericanos al poder político?
Ningún acto de esa naturaleza es gratuito. Supongo que lo hacen movidos por un interés y que obtendrán réditos. Ya lo decía Jacques Chirac sobre la relación entre De Gaulle y Malraux: “En todas las civilizaciones, los cabecillas tienen bufones. Eso los relaja...”.
¿Ha pensado en volver a vivir al Salvador?
A veces regreso por cortos períodos para ver a mi familia y a mis amigos. Planes de volver, a instalarme, no tengo.
Su obra se ha comparado (por su propia voluntad, si se quiere) con la Thomas Bernhard. ¿Sería justo decir que el odio es un motor efectivo para usted a la hora de escribir? O si este sustantivo es equivocado, ¿cuál sería la palabra justa en su caso?
No sé si la palabra “odio” sea precisa en el caso de Bernhard. Ciertamente este forma parte de una tradición austriaca de escritores vociferantes: su principal antecesor era Karl Kraus, de quien heredó el recurso de la sátira, la insaciabilidad en el ataque y un tipo de “sustancia homicida”, tal como la llamaba Canetti. En mi caso, me siento más cerca de la definición de Cioran: dijo que escribía por rencor, para ajustar cuentas consigo mismo y con el mundo. Me identifico mucho con esta idea.
En su obra parece subyacer la idea de que la violencia es nuestros países es un mal endémico. No hay esperanza de que desaparezca. Solo se transforma. ¿Ha perdido usted la esperanza en la idea de un futuro sin violencia?
La violencia desaparecerá cuando desaparezca el ser humano. No hay ser humano sin violencia. Lo que se denomina el proceso civilizatorio busca controlar socialmente esa violencia, reencauzarla, pero no puede hacerla desaparecer del corazón del hombre. Y tampoco hay que hacerse ilusiones en cuanto a la irreversibilidad de los estadios avanzados de civilización: pueblos muy ilustrados han caído de la noche a la mañana en la barbarie. Los ejemplos sobran.
Mucha de la literatura que se publica hoy en América Latina parece haberle dado la espalda a la discusión sobre la violencia política. ¿Cree que hay un cansancio, una sensación de derrota ante las posibilidades de la literatura como herramienta para arrojar luz sobre el origen de los conflictos del continente?
Cada generación es fruto de sus circunstancias históricas, tenga conciencia de ellas o no. Yo pertenezco a la última generación de escritores latinoamericanos que creció bajo la idea de la utopía revolucionaria. Esa idea desapareció, en verdad la barrió del mapa la contrarrevolución de Ronald Reagan. A las nuevas generaciones no les interesa la política porque su modelo es el escritor estadounidense a quien, en vez de la política, lo que le preocupa es el mercado. El modelo que ahora impera es el éxito y la celebridad. Ya vendrán otros tiempos.
A diferencia de lo que sucedió en la Europa del siglo XX, en nuestros países la violencia es sufrida mayoritariamente por gente pobre, sin educación. Eso hace casi imposible la llamada literatura del testigo, como la de Améry o Levi. ¿Qué retos impone esta realidad en usted como escritor?
No estoy seguro de que su afirmación sea completamente cierta. Al menos en Uruguay hay escritores que padecieron cárceles y torturas y que ahora escriben sobre ello. Pero claro, los nazis dejaron vivos a Améry y Levi, mientras que los militares argentinos no se permitieron esa pifia con Rodolfo Walsh y Haroldo Conti. ¿En cuanto a los retos que esa realidad me impone? Yo rehúyo de cualquier cosa que se le quiera imponer a mi imaginación, a la libertad de crear, a la libertad de destruir esa realidad para escribir otra, probablemente más horrible y verdadera.
En algunas novelas, usted incorpora personajes históricos, dictadores con nombre propio. ¿Encuentra hoy más poderosa la literatura de no ficción?
Yo escribo de novelas de ficción y los personajes en mis obras son de ficción, no reales ni históricos. Las ocasiones en que he mencionado por nombre propio a alguna personalidad histórica lo he hecho con el mismo sentido con que menciono una marca de autos: son parte del paisaje, del espíritu de la época, ayudan a explicar pensamientos y acciones de mis protagonistas, pero nunca han sido mis protagonistas.
¿Ha seguido el incipiente proceso de paz colombiano en la prensa? ¿Basado en su experiencia, cree que tiene posibilidades de llegar a buen puerto?
Toda negociación depende de la correlación de fuerzas militares y políticas. Por lo que he leído en los periódicos me parece que en Colombia lo que se negocia es la capitulación de una guerrilla arrinconada y con pocas opciones. En tal situación, dependerá en buena medida de la audacia y de la generosidad del gobierno encontrar una forma digna para que esa guerrilla se desmovilice e incorpore a la vida civil. Colombia ganará mucho si deja atrás esa morbosa pasión, común a varias naciones latinoamericanas, de estarse matando a sí misma.
Se podría pensar que muchas guerras parecen no tener fin porque la gente no olvida sus muertos, y la sed de venganza no acaba. Es decir, que la memoria a veces puede ser peligrosa, o que el olvido no siempre es malo. ¿Puede convertirse la memoria en un arma de doble filo? Si la función de la literatura es la de fijar la memoria...
No me gusta hablar de “la función” de la literatura; lleva a muchos malos entendidos. La literatura da una visión de la época que no da la historia ni la política. La especificidad de la literatura es meterse en el ser humano, bucear en sus partes escondidas y en la forma en que percibe y actúa ante el mundo de afuera, ante los hechos. En tal sentido la literatura siempre será subjetiva. Puede contribuir a fijar una memoria de los hechos, pero desde la lateralidad, desde la paradoja y la incertidumbre.
¿Qué utilidad le ve usted a las comisiones de la verdad en estos países?
Depende de la situación política en la que surjan, de la negociación de la que hayan sido fruto. En todas ellas, sin embargo, hay una función fundamental: reivindicar a las víctimas, reconocerlas, darles existencia, de tal forma que los sobrevivientes puedan experimentar una forma civilizada del luto.
¿Cree usted que los conceptos de izquierda y derecha siguen vigentes? ¿Tiene todavía Marx algo que decirnos a los latinoamericanos?
La idea de izquierda y derecha viene de la Revolución francesa; Marx usaba los conceptos de proletariado y burguesía. Todos esos términos son viejos, no representan lo que antes representaban, del mismo modo que nacionales y liberales, bolcheviques y mencheviques y tantas otras denominaciones. Lo que no cambiará, sin embargo, es la tendencia del ser humano a entender el mundo a partir de opuestos. Y ese rasgo seguirá presente en la política, no importa qué conceptos se utilicen para denominar a las dos fuerzas opuestas y enfrentadas: tecnócratas versus populistas, anversos versus reversos, etcétera.
En Colombia, la mayoría de los escritores que leemos son jóvenes blancos, urbanos, de clase media o alta. ¿Cómo cree usted que ese hecho repercute en la literatura que estamos leyendo?
Le faltó decir jóvenes, blancos y “guapos” (o guapas, si son chicas). Es la época del marketing: de lo que se trata es de complacer el ojo del comprador, con una imagen atractiva, y así convencerlo de que luego lea el libro que endulzará sus oídos. ¿Qué editor quiere a un viejo prieto, trompudo y malencarado en la solapa de su libro? Aún quedan algunos, por suerte... Ahora bien, con respecto a su pregunta, un buen escritor siempre tratará de ir más allá, de arriesgarse en otras latitudes y profundidades, y buscará romper los factores condicionantes de edad, raza y extracción social que puedan constreñir su aventura creativa, su obra. Si los escritores colombianos a los que usted se refiere no logran ir más allá, entonces están en problemas. Yo he leído a algunos que sí lo logran.
García Márquez dijo que la literatura solo tiene dos temas: el amor y la muerte. ¿Esta de acuerdo?
¿Alguien escribe aún del amor?
Muchas grandes novelas (su propia obra) han tenido como idea central la imposibilidad de escapar al destino. ¿Es la literatura para usted entonces la antítesis de la política, cuya promesa es exactamente esa, la de que es posible cambiar el destino?
La idea del destino, al menos la que heredamos de los griegos, está en el origen de la tragedia, que consiste precisamente en no asumir ese destino y querer cambiarlo. La religión y la política nos venden, una en el más allá y la otra en el más acá, la promesa de cambiar el destino; ambas viven de ofrecer lo que podría ser, la felicidad que vendrá. La literatura, en cambio, refleja lo  que el hombre es, lo que se ve de él y lo que no se ve, su claridad y su oscuridad... Y sí, me parece que mis libros abrevan mucho en la tragedia y que, por lo mismo, enfrentan a los personajes con su destino.
¿Qué está escribiendo ahora?
Nada. Terminé recientemente una novela, titulada El sueño del retorno, que será publicada el próximo año. Veremos qué es lo que sigue.