Nacido y criado en medio del fuego cruzado de varias guerras civiles, Horacio Castellanos Moya es uno de los escritores más poderosos en lengua española hoy. Periodista, amenazado de muerte por culpa de uno de sus primeros libros, exiliado más de una vez, escritor errante, habló sobre escritura, violencia, guerras y el proceso de paz colombiano
El escritor Horacio Castellanos Moya, es autor de Baile con serpientes, una poderosa novela negra./revistaarcadia.com |
Las novelas de Horacio Castellanos Moya tienen un indescifrable
ingrediente adictivo, un poder magnético. Sus diálogos secos y precisos,
sus monólogos vociferantes, sus melancólicos y muchas veces desastrados
personajes, la violencia que está siempre ahí, forman una de las obras
literarias más apasionantes de la literatura en español. Tras vivir en
ciudades tan disímiles como México, Tokio y Frankfurt, Castellanos Moya
es hace ya varios años profesor visitante en la Universidad de
Pittsburgh.
Como periodista, usted cubrió la guerra civil en su país. Y
volvió a El Salvador a fundar una revista tras uno de sus exilios. ¿Se
ha mantenido intacta su fe en la función del periodismo en los procesos
democráticos?
Tengo más de ocho años de no ejercer el periodismo y cada vez leo menos
periódicos y con menos entusiasmo. No tengo televisión en casa. Lo que
le diga, pues, será sesgado. Me parece que, en ciertas circunstancias,
el periodismo puede tener una función muy positiva en los procesos
democráticos, sobre todo en sociedades polarizadas, carentes de
posiciones intermedias, que están emergiendo de intensos conflictos
armados... Pero el problema es que, al final de cuentas, los medios
responden a los intereses de sus dueños, y si los dueños responden a los
intereses de las grandes corporaciones, y de los políticos pagados por
estas, pues el medio se convierte en un instrumento para defender esos
intereses. En los tiempos que corren, caracterizados por la gran
concentración de capital en pocas manos a nivel planetario, el
periodismo cumple un rol subsidiario, ha dejado de ser ese cuarto poder
que se creía y a veces juega, lamentablemente, el papel de perro de
presa. Por supuesto que siempre habrá excepciones y que también es
cierto que gracias a Internet han surgido nuevas opciones.
En su obra reciente usted se ha referido mucho a su propia
familia. ¿Nos podría hablar un poco de las filiaciones políticas de su
familia? ¿De la memoria que guarda del conflicto en su infancia?
Esa es una historia larga y, como usted dice, me ha servido de materia
prima para escribir varias novelas, en las que por supuesto las
situaciones se distorsionan y se exageran. Yo soy, al igual que Augusto
Monterroso, nieto de abogado y de coronel; en mi caso uno hondureño y
otro salvadoreño, ambos muy conservadores: mi abuelo materno fue durante
ocho años el fiscal general del dictador hondureño Tiburcio Carías y
luego presidente del Partido Nacional; mi abuelo paterno fue gobernador
de su provincia durante la dictadura del general Maximiliano Hernández
Martínez –aunque hubo una rama de mi familia paterna que fue comunista,
incluso mi primo hermano era secretario general del Partido cuando murió
de una amibiasis en Moscú. ¿Mi memoria de los conflictos en mi
infancia? Está desperdigada en varias de mis novelas: golpes de Estado,
atentados y la guerra entre El Salvador y Honduras en 1969. Aunque a
estas alturas, para serle sincero, ya no estoy seguro si ciertos hechos
sucedieron o me los he inventado.
¿Por qué se exilió?
Por sentido común y porque no tengo vocación de héroe.
En un ensayo autobiográfico, usted se refiere a un poeta que
resulta ser usted mismo. Al final se ve cómo la política se cuela
inevitablemente en una vida cuya vocación es la literatura. ¿Es
imposible escapar de la política para un verdadero escritor?
En mi caso era imposible: salí de la adolescencia mientras comenzaba una
guerra civil, que es la política llevada hasta el delirio. No había
forma de escapar; nadie escoge sus circunstancias históricas. Pero estoy
seguro de que para la mayoría de escritores en otro espacio y otro
tiempo sí es posible escapar de la política. Y qué bueno. La política
puede ser una peste para el escritor.
Su marca de agua es una desencantada y sostenida diatriba
literaria. Y en ella, una aparente desilusión tanto con la derecha como
con la izquierda. Pero hay muchos escritores que participan activamente
en política. García Márquez apoyó a Pastrana, Vargas Llosa a Piñera,
Elena Poniatowska a López Obrador. ¿Qué opina de la cercanía de tantos
escritores e intelectuales latinoamericanos al poder político?
Ningún acto de esa naturaleza es gratuito. Supongo que lo hacen movidos
por un interés y que obtendrán réditos. Ya lo decía Jacques Chirac sobre
la relación entre De Gaulle y Malraux: “En todas las civilizaciones,
los cabecillas tienen bufones. Eso los relaja...”.
¿Ha pensado en volver a vivir al Salvador?
A veces regreso por cortos períodos para ver a mi familia y a mis amigos. Planes de volver, a instalarme, no tengo.
Su obra se ha comparado (por su propia voluntad, si se
quiere) con la Thomas Bernhard. ¿Sería justo decir que el odio es un
motor efectivo para usted a la hora de escribir? O si este sustantivo es
equivocado, ¿cuál sería la palabra justa en su caso?
No sé si la palabra “odio” sea precisa en el caso de Bernhard.
Ciertamente este forma parte de una tradición austriaca de escritores
vociferantes: su principal antecesor era Karl Kraus, de quien heredó el
recurso de la sátira, la insaciabilidad en el ataque y un tipo de
“sustancia homicida”, tal como la llamaba Canetti. En mi caso, me siento
más cerca de la definición de Cioran: dijo que escribía por rencor,
para ajustar cuentas consigo mismo y con el mundo. Me identifico mucho
con esta idea.
En su obra parece subyacer la idea de que la violencia es
nuestros países es un mal endémico. No hay esperanza de que desaparezca.
Solo se transforma. ¿Ha perdido usted la esperanza en la idea de un
futuro sin violencia?
La violencia desaparecerá cuando desaparezca el ser humano. No hay ser humano sin violencia. Lo que se
denomina el proceso civilizatorio busca controlar socialmente esa
violencia, reencauzarla, pero no puede hacerla desaparecer del corazón
del hombre. Y tampoco hay que hacerse ilusiones en cuanto a la
irreversibilidad de los estadios avanzados de civilización: pueblos muy
ilustrados han caído de la noche a la mañana en la barbarie. Los
ejemplos sobran.
Mucha de la literatura que se publica hoy en América Latina
parece haberle dado la espalda a la discusión sobre la violencia
política. ¿Cree que hay un cansancio, una sensación de derrota ante las
posibilidades de la literatura como herramienta para arrojar luz sobre
el origen de los conflictos del continente?
Cada generación es fruto de sus circunstancias históricas, tenga
conciencia de ellas o no. Yo pertenezco a la última generación de
escritores latinoamericanos que creció bajo la idea de la utopía
revolucionaria. Esa idea desapareció, en verdad la barrió del mapa la
contrarrevolución de Ronald Reagan. A las nuevas generaciones no les
interesa la política porque su modelo es el escritor estadounidense a
quien, en vez de la política, lo que le preocupa es el mercado. El
modelo que ahora impera es el éxito y la celebridad. Ya vendrán otros
tiempos.
A diferencia de lo que sucedió en la Europa del siglo XX, en
nuestros países la violencia es sufrida mayoritariamente por gente
pobre, sin educación. Eso hace casi imposible la llamada literatura del
testigo, como la de Améry o Levi. ¿Qué retos impone esta realidad en
usted como escritor?
No estoy seguro de que su afirmación sea completamente cierta. Al menos en Uruguay hay escritores que padecieron cárceles y
torturas y que ahora escriben sobre ello. Pero claro, los nazis dejaron
vivos a Améry y Levi, mientras que los militares argentinos no se
permitieron esa pifia con Rodolfo Walsh y Haroldo Conti. ¿En cuanto a
los retos que esa realidad me impone? Yo rehúyo de cualquier cosa que se
le quiera imponer a mi imaginación, a la libertad de crear, a la
libertad de destruir esa realidad para escribir otra, probablemente más
horrible y verdadera.
En algunas novelas, usted incorpora personajes históricos,
dictadores con nombre propio. ¿Encuentra hoy más poderosa la literatura
de no ficción?
Yo escribo de novelas de ficción y los personajes en mis obras son de
ficción, no reales ni históricos. Las ocasiones en que he mencionado por
nombre propio a alguna personalidad histórica lo he hecho con el mismo
sentido con que menciono una marca de autos: son parte del paisaje, del
espíritu de la época, ayudan a explicar pensamientos y acciones de mis
protagonistas, pero nunca han sido mis protagonistas.
¿Ha seguido el incipiente proceso de paz colombiano en la
prensa? ¿Basado en su experiencia, cree que tiene posibilidades de
llegar a buen puerto?
Toda negociación depende de la correlación de fuerzas militares y
políticas. Por lo que he leído en los periódicos me parece que en
Colombia lo que se negocia es la capitulación de una guerrilla
arrinconada y con pocas opciones. En tal situación, dependerá en buena
medida de la audacia y de la generosidad del gobierno encontrar una
forma digna para que esa guerrilla se desmovilice e incorpore a la vida
civil. Colombia ganará mucho si deja atrás esa morbosa pasión, común a
varias naciones latinoamericanas, de estarse matando a sí misma.
Se podría pensar que muchas guerras parecen no tener fin
porque la gente no olvida sus muertos, y la sed de venganza no acaba. Es
decir, que la memoria a veces puede ser peligrosa, o que el olvido no
siempre es malo. ¿Puede convertirse la memoria en un arma de doble filo?
Si la función de la literatura es la de fijar la memoria...
No me gusta hablar de “la función” de la literatura; lleva a muchos
malos entendidos. La literatura da una visión de la época que no da la
historia ni la política. La especificidad de la literatura es meterse en
el ser humano, bucear en sus partes escondidas y en la forma en que
percibe y actúa ante el mundo de afuera, ante los hechos. En tal sentido
la literatura siempre será subjetiva. Puede contribuir a fijar una
memoria de los hechos, pero desde la lateralidad, desde la paradoja y la
incertidumbre.
¿Qué utilidad le ve usted a las comisiones de la verdad en estos países?
Depende de la situación política en la que surjan, de la negociación de
la que hayan sido fruto. En todas ellas, sin embargo, hay una función
fundamental: reivindicar a las víctimas, reconocerlas, darles
existencia, de tal forma que los sobrevivientes puedan experimentar una
forma civilizada del luto.
¿Cree usted que los conceptos de izquierda y derecha siguen
vigentes? ¿Tiene todavía Marx algo que decirnos a los latinoamericanos?
La idea de izquierda y derecha viene de la Revolución francesa; Marx
usaba los conceptos de proletariado y burguesía. Todos esos términos son
viejos, no representan lo que antes representaban, del mismo modo que
nacionales y liberales, bolcheviques y mencheviques y tantas otras
denominaciones. Lo que no cambiará, sin embargo, es la tendencia del ser
humano a entender el mundo a partir de opuestos. Y ese rasgo seguirá
presente en la política, no importa qué conceptos se utilicen para
denominar a las dos fuerzas opuestas y enfrentadas: tecnócratas versus
populistas, anversos versus reversos, etcétera.
En Colombia, la mayoría de los escritores que leemos son
jóvenes blancos, urbanos, de clase media o alta. ¿Cómo cree usted que
ese hecho repercute en la literatura que estamos leyendo?
Le faltó decir jóvenes, blancos y “guapos” (o guapas, si son chicas). Es la época del marketing:
de lo que se trata es de complacer el ojo del comprador, con una imagen
atractiva, y así convencerlo de que luego lea el libro que endulzará
sus oídos. ¿Qué editor quiere a un viejo prieto, trompudo y malencarado
en la solapa de su libro? Aún quedan algunos, por suerte... Ahora bien,
con respecto a su pregunta, un buen escritor siempre tratará de ir más
allá, de arriesgarse en otras latitudes y profundidades, y buscará
romper los factores condicionantes de edad, raza y extracción social que
puedan constreñir su aventura creativa, su obra. Si los escritores
colombianos a los que usted se refiere no logran ir más allá, entonces
están en problemas. Yo he leído a algunos que sí lo logran.
García Márquez dijo que la literatura solo tiene dos temas: el amor y la muerte. ¿Esta de acuerdo?
¿Alguien escribe aún del amor?
Muchas grandes novelas (su propia obra) han tenido como idea
central la imposibilidad de escapar al destino. ¿Es la literatura para
usted entonces la antítesis de la política, cuya promesa es exactamente
esa, la de que es posible cambiar el destino?
La idea del destino, al menos la que heredamos de los griegos, está en
el origen de la tragedia, que consiste precisamente en no asumir ese
destino y querer cambiarlo. La religión y la política nos venden, una en
el más allá y la otra en el más acá, la promesa de cambiar el destino;
ambas viven de ofrecer lo que podría ser, la felicidad que vendrá. La
literatura, en cambio, refleja lo que el hombre es, lo que se ve de él y
lo que no se ve, su claridad y su oscuridad... Y sí, me parece que mis
libros abrevan mucho en la tragedia y que, por lo mismo, enfrentan a los
personajes con su destino.
¿Qué está escribiendo ahora?
Nada. Terminé recientemente una novela, titulada El sueño del retorno, que será publicada el próximo año. Veremos qué es lo que sigue.