El uso amoral de ciertos avances tecnológicos y los peligros que esto conlleva para la democracia, el periodismo, la lectura, la identidad individual o la cultura cada vez más banalizada, son algunas de las amenazas que el Premio Nobel peruano subraya en esta extensa charla que mantuvo en su casa de Madrid con el periodista y novelista español Juan Cruz Ruiz
Papel o pantalla. "No creo que sea cierto que el soporte no tenga un efecto sobre el contenido."/Afp./Revista Ñ |
En marzo de este año, cuando cumplía 76 años, el combativo novelista de La ciudad y los perros
, Mario Vargas Llosa, removió, con la autoridad de un Nobel pero
también con la fuerza de un guerrillero que previene contra la
banalización de la cultura, las aguas que dicen sí a todos los efectos
de cualquier renovación tecnológica. Su libro La civilización del espectáculo
(Alfaguara, 2012) fue recibido en medio de la crisis de los medios y
de los instrumentos clásicos de la cultura, la literatura, la música,
las artes plásticas, y fue visto como la intromisión de un defensor de
lo clásico frente a la irrupción inevitable de un mundo nuevo. Vargas
Llosa arrostró las críticas, puso en remojo los elogios (no es, y es
raro entre escritores, el vanidoso que algunos pintan) y se dispuso a
proseguir su lucha por advertir que él no está diciendo nada contra los
avances tecnológicos, sino contra la perversión que el uso de las nuevas
tecnologías pone en manos de vividores a tiempo completo de los
beneficios que da la banalización rampante de la cultura. En eso sigue, y
meses después regresa a su libro para destacar algunos de los elementos
en que basa la vigencia de sus convicciones. El dice que ahora somos
nosotros los bárbaros que queremos hacer de la cultura un fenómeno que
se diluya en medio de la trituradora del consumo veloz.
Dijiste
que tu libro, “La civilización del espectáculo”, era también un libro
de las desapariciones, de las cosas que se suponía que podían
desaparecer: el libro, la música, los derechos de autor…
…la
desaparición de la identidad. Ahora he publicado en mi columna
quincenal en el diario El País un artículo en el que justamente hablaba
de la identidad perdida. La evolución tecnológica ha venido acompañada
de un desplome absoluto de toda forma de valores y de moral, y está
acabando con cosas que parecían absolutamente invulnerables, entre ellas
la identidad personal.
No sé si has visto en The New Yorker una
carta de Philip Roth, una carta abierta a Wikipedia. Cuenta que él
descubrió cómo Wikipedia describía su novela La mancha humana
de manera totalmente equivocada porque decía que estaba inspirada en
la vida de un crítico de The New York Times. Y él explica en su artículo
que no es así, que apenas vio a ese señor una vez, que no sabía nada de
su vida personal y que la novela estaba basada en un íntimo amigo suyo
al que le ocurrió todo aquello. Wikipedia le contestó que todo autor
tiene derecho a hablar sobre su libro pero que mientras no hubiera otras
fuentes secundarias que corroboraran lo que él decía, iban a mantener
lo que ya habían publicado. Por tanto, Philip Roth ha quedado totalmente
disociado de poder opinar sobre su libro porque Wikipedia llega a
millones de millones de personas y da una versión de él mismo que está
en contradicción flagrante con lo que él cree ser, pero no tiene el peso
suficiente como para poder contrarrestar esa especie de fuerza
torrencial que es la tecnología. Es un síntoma interesantísimo de cómo
hoy en día puedes ser despojado de tu identidad y quedar en la
impotencia más absoluta frente a eso.
Te ha pasado a ti.
Tú nunca has tenido Twitter. Y muchas veces Twitter ha reproducido cosas
que tú has dicho en ese sistema de 140 caracteres.
En Una piedra de toque
cuento que una señora me felicitó en una calle de Buenos Aires por
otro artículo sobre la mujer que yo jamás he escrito, pero pensé que se
trataba de una equivocación, que ella creía que yo era otra persona.
Después resulta que me descubren ese artículo, de una cursilería
absolutamente estridente, y no hay manera de que yo niegue a la fuente y
de que sepa quién ha falsificado y usurpado mi nombre. Meses después
aparece en Internet una diatriba de un mal gusto pestilencial contra los
argentinos, que también me atribuyen a mí, algo que yo nunca he escrito
y que es absolutamente perverso porque recoge cosas que efectivamente
yo he dicho (críticas a Cristina F. de Kirchner, por ejemplo) y lo adoba
con insultos y me hace decir vulgaridades espantosas. ¿Qué puedes hacer
frente a eso? Absolutamente nada, ni siquiera hay manera de llegar a la
fuente porque quien te inventa una calumnia semejante lo lanza desde un
cibercafé cualquiera, no lo lanza desde su propio ordenador.
Hemos
llegado a una situación en la que uno puede ser despojado de su
identidad y le puede ser inpuesta otra absolutamente distinta a través
de una tecnología completamente amoral. Por una parte se utiliza de
manera formidable para aumentar la comunicación y para combatir las
censuras, pero por otra es utilizada por pillos, por gente amoral que la
convierten en un arma destructiva terrible.
Creo que este es un
problema cultural, no es un problema de pura delincuencia o
criminalidad, hay detrás una cultura que no sólo permite estos fraudes
sino que de alguna manera los alienta y los atiza porque son formas
extremas, y por supuesto depravadas, de diversión, de entretenimiento.
Cuando
publicaste tu libro hace unos meses dijiste que no habías hecho un
libro pesimista sino preocupado. Lo que ocurre es que la realidad…
…
va agravando el fenómeno, tiene unas manifestaciones mucho más
peligrosas de lo que parecía. Por ejemplo, en el campo del periodismo es
clarísimo. Por un lado los periódicos serios, o que tratan de serlo,
van siendo derrotados por un mercado que simplemente los margina, los
acorrala o los mata. Y lo que queda es un tipo de periodismo que halaga
los peores instintos porque encuentra una supervivencia en el mercado.
Me
parece absolutamente trágico porque el periodismo ha sido una de las
manifestaciones culturales más importantes para la formación de una
sociedad y si lo que finalmente lee el gran público es la prensa
amarilla, lo escandaloso, la prensa chismográfica, ¿cuál es el futuro de
una sociedad formada con ese tipo de alimentos “intelectuales”? Es
inquietante.
Un síntoma mayor es esa noticia de que Newsweek desaparece…
…y sólo queda la edición digital.
Tú
advertías de que el sistema de comunicación digital está sometido a
ataques y pirateos y que el papel sigue siendo un sustento mucho más
serio.
Además, no creo que sea cierto que el soporte no
tenga un efecto sobre el contenido. En un momento de transición sí,
cuando estás trasvasando los contenidos del papel a la pantalla, puedes
pasar contenidos que tengan el mismo rigor, la misma profundidad que
tenían en el papel. Pero cuando las pantallas y las tabletas hayan
derrotado directamente al libro y se escriba directamente para las
pantallas, creo que el contenido va a experimentar el mismo proceso que
han experimentado los contenidos de la televisión, se van a simplificar y
a banalizar para alcanzar al mayor público posible y ganar el mercado,
simplemente.
Y para desconcentrar. Decías que las redes
sociales, Internet en general, contribuyen a la desconcentración de la
época y que la falta de lectores viene de ahí.
Claro,
porque hay más espectadores. Esta es una cultura que crea espectadores
más que lectores. No creo que la imagen y la palabra sean la misma cosa,
no creo que tengan la misma función. La imagen entretiene mucho, es a
veces mucho más intensa que la palabra, pero muchísimo más efímera y no
estimula el esfuerzo intelectual para nada, al contrario. Mientras que
la palabra, como tienes que traducirla y convertirla en conceptos y
articular los conceptos dentro de un argumento, tienes un trabajo
intelectual que te hace participar de la creatividad de cualquier objeto
literario o artístico.
La pura imagen no tiene ese efecto, afecta
muy intensamente a la emotividad, los sentimientos, los instintos, pero
no a la razón, tiende más bien a embotarla. Puede ser enormemente
entretenida, sin ninguna duda, pero no creo que de la imagen resulte un
ciudadano con espíritu crítico, con imaginación o con una sensibilidad
que puedas llamar disconforme o díscola. Creo que la imagen tiende a
crear públicos muchísimo más conformistas y pasivos y ese es para mí uno
de los aspectos inquietantes de la nueva orientación que tiene la
cultura en nuestro tiempo.
Es verdad que es una cultura más
democrática, como dicen sus defensores, y llega a un público muchísimo
más amplio, sin ninguna duda, pero precisamente llega porque exige
muchísimo menos esfuerzo intelectual. Al mismo tiempo, en lugar de
alentarlo, aleja el espíritu crítico y tiende a crear espectadores. La
sola definición de la palabra significa una cierta aquiescencia
conformista.
Como espectador recibes algo, como lector tienes que
actuar, salir al frente de lo que lees para transformarlo en razones, en
ideas, en sentimientos o emociones. Por eso me parece tan importante
que digamos que las pantallas deben convivir con los libros y no
arrinconarlos y acabar con ellos.
Eso afecta directamente a los periódicos.
El
papel no es sólo el papel, el papel para mí es fundamentalmente
palabras que se convierten en conceptos, razones, argumentos y
reflexiones, fuente primordial del conocimiento y de la evolución de una
sociedad hacia formas cada vez más participativas y democráticas. La
cultura del puro entretenimiento y espectáculo no crea ese tipo de
ciudadanos, nos retrotrae un poco a la época del pan y circo, el gran
instrumento que han tenido todas las dictaduras a lo largo de la
historia para tener aplacada y domesticada a la sociedad. Curiosamente
la tecnología está creando unos instrumentos que en un mundo moderno
pueden permitir crear otra vez sociedades completamente conformistas.
Dices
en tu libro: “El empuje de la civilización del espectáculo ha
anestesiado a los intelectuales, desarmado al periodismo y sobre todo
devaluado la política, un espacio donde gana terreno el cinismo y se
extiende la tolerancia hacia la corrupción”. La política ha dejado de
ser un fenómeno importante para ser también un fenómeno banalizado...
Y
entretenido. Ese desprecio que hay hacia la política es peligrosísimo.
Puedes decir que anda muy mal, que hay mucha corrupción, sí, todo esto
es cierto pero empezar a despreciarla es acercarse al ideal de toda
sociedad autoritaria. Todos los sistemas autoritarios o totalitarios lo
que quieren es que la sociedad se adocene, sea obediente, esté entregada
a sus ocupaciones profesionales, técnicas y no se ocupe de la política,
que la deje a los políticos, a quienes tienen el poder. Esa es la
negación y desaparición de la democracia.
La democracia no sólo
puede desaparecer por golpes de estado pretorianos, puede desaparecer
también por indiferencia y desprecio a la política y a los políticos.
Convertir a la política en una actividad despreciable es fantástico, es
resignarse a dejar el poder en manos de los vivos, los pillos y los
audaces. La creación de lo que es la democracia, que es la
participación, tener unos representantes a los que puedes fiscalizar a
través de la crítica, de las elecciones, o sancionarlos y premiarlos a
través de tu voto se puede depravar extraordinariamente con ese
desprecio a la política que hoy se está extendiendo de manera
impresionante.
Todas las encuestas dicen que hay un desprecio por
la política, que la política es algo cada vez menos respetable y la
verdad es que está siendo así porque atrae cada vez menos a la gente de
mayor talento. Los jóvenes más brillantes generalmente no se orientan
hacia la política, se orientan hacia la economía, la empresa, hacia
profesiones donde pueden tener mayor éxito económico y la política va
quedando en manos de gente menos talentosa, menos preparada, más
mediocre y a veces también menos honesta. Es un fenómeno peligrosísimo y
todo es un problema cultural básicamente, ni siquiera es un problema de
tecnología.
También está siendo sustituida por distintas
formas de demagogia y la demagogia reside también en periódicos, en
televisiones o en radio. La demagogia es la falta de respeto por la
razón.
La demagogia ha existido siempre pero lo
importante es que tuviera como contrapartida un sector, a veces muy
amplio, de la sociedad impregnada de una cultura que la defendía contra
la demagogia y que permitía que la razón se impusiera siempre sobre la
pasión. Pero es un fenómeno cultural, si la cultura se desploma porque
se convierte en una forma más de entretenimiento, se banaliza, se
simplifica y se frivoliza, la demagogia puede llegar a reemplazar
enteramente a la democracia… Hay ahí un peligro de decadencia.
Estoy leyendo un libro absolutamente extraordinario, Historia de la decadencia y caída del imperio romano
, de Edward Gibbon. Tenía una edición muy bonita y muy antigua, que
compré en Inglaterra, pero como no puedo leer sin anotar y sin subrayar
no quería estropearlo y por eso he estado años sin leerlo hasta que
finalmente he encontrado una edición subrayable. Es extraordinario,
desde el punto de vista literario por la maravillosa descripción de lo
que es una sociedad que entra en un periodo de decadencia. He leído unas
200 páginas y con verdadero horror veo las semejanzas y similitudes con
la sociedad de nuestros días. El desplome de los valores por ejemplo,
que él describe maravillosamente bien, cuando ya no existe esa jerarquía
entre las cosas que están muy bien vistas, aceptables, no aceptables o
execrables, perfectamente claros para los romanos pero que en un momento
dado empiezan a dejar de serlo y comienza a haber una confusión
absoluta de esos valores.
Detrás de esto lo que viene es una
especie de putrefacción que va cubriéndolo todo poco a poco, que tiene
su vértice en el poder pero que llega hasta los estratos más alejados
del mismo y es lo que va debilitando tremendamente al Estado. Y al
final, simplemente, la invasión de los bárbaros. Es un libro fascinante
para leer en esta época.
Estamos ya en el tiempo de la invasión de los bárbaros.
Los
bárbaros ahora somos nosotros, eso es lo terrible. El bárbaro que todos
llevamos dentro, como decía Bataille: “El ser humano es una jaula de
ángeles y de demonios”. A veces prevalecen los ángeles pero ahora,
claramente, prevalecen los demonios.
En tu libro, aunque
como decía Víctor de la Concha es “un manifiesto moral” en el que
muestras tu combatividad habitual, te paras y dices: “Lo peor es que
probablemente este fenómeno [la banalización de la cultura] no tenga
arreglo y lo que yo añoro sea polvo y cenizas sin reconstitución
posible”. Hoy, leyendo lo de la desaparición de Newsweek, me dije: se
cumple la profecía de Mario.
¡Esperemos que sea una
profecía equivocada! Lo importante es estar convencido de que la
historia no está escrita, que puede cambiar y que depende enteramente de
nosotros. Si llegamos a ser conscientes de que ese proceso puede ser
trágico para la humanidad, reaccionamos y cambiamos la orientación, es
perfectamente posible. Lo que no veo son muchos síntomas de querer
rectificar esa orientación sino al contrario, hay una especie de
abandono del espíritu crítico, ese espíritu crítico tan importante para
que la cultura tome otro sesgo, empiece a renovarse a sí misma, a
rejuvenecer y a cobrar otro tipo de ímpetu.
Desgraciadamente yo no
lo veo, quizá esté ahí pero yo no percibo esos síntomas sino un gran
conformismo respecto a lo que está ocurriendo, y lo percibo al mismo
tiempo con mucha inquietud y desesperación porque la situación es muy
difícil, con terribles sacrificios que hacen que la gente esté abrumada y
desconcertada. Pero al final, lo que mejor te permite enfrentar ese
tipo de desafíos es la cultura, te da unas armas para enfrentarte a
ellos de una manera más creativa. Creo que enfrentar la crisis con el
caos o la anarquía no resuelve los problemas.
Decías que
las sociedades totalitarias siempre vieron la cultura como una amenaza o
un peligro. Lo que es extraordinario es que la sociedad democrática ha
hecho exactamente lo mismo.
Exactamente. Y de una manera
no premeditada, esto no ha sido premeditado por nadie, ha habido una
evolución que nos ha ido empujando en una dirección en la que estamos
sacrificando las mejores conquistas de la humanidad, la libertad, la
democracia, la creación de un individuo más o menos soberano que puede
elegir su propio destino… Todas estas son las grandes conquistas de la
cultura y fundamentalmente de la occidental, no hay que tener complejos y
decirlo.
De pronto todo esto está siendo amenazado desde dentro
por fenómenos que tienen que ver curiosamente con el progreso, el gran
progreso tecnológico que ha traído beneficios admirables, pero al mismo
tiempo con el desplome de cosas muy importantes que sujetaban, que eran
una especie de armazón invisible del progreso de la sociedad. Lo puedes
llamar de distintas maneras pero básica-mente creo que son valores,
jerarquías, órdenes de prelación que tienen que ver con la conducta y
con ciertas actitudes de respeto que han empezado a descalabrarse de una
manera casi insensible hasta que de pronto nos hemos encontrado con que
ya están ahí.
Es lo que ha ocurrido con España, un país que había
deslumbrado al mundo por la sabiduría de una transición pacífica, tan
rápida que convierte a un país pobre en un país próspero, a una
dictadura en una democracia moderna y de pronto, de la noche a la
mañana, se ve envuelta en una crisis que no entendemos. ¿Qué ha pasado
en este país que es un ejemplo para que el ejemplo derive en una crisis
espantosa que parece no tener fondo? No encuentras explicación, nadie lo
explica, todas las explicaciones son superficiales o coyunturales, pero
una explicación profunda de qué es lo que ha pasado con España no la da
absolutamente nadie. Yo no la he encontrado.
Has declarado que quizá seguir leyendo, leer a Proust, a Gide, a Kant, a Popper…
...o a Borges…
O
a Borges…, sirva para que la sociedad del futuro, esta sociedad, sea
menos infeliz de lo que es hoy pero que también puede servir para
interpretar qué nos pasa. Si supiéramos más, si leyéramos más, quizá nos
entenderíamos mejor.
Entenderíamos mejor lo que nos pasa
y podríamos reaccionar de una manera más eficiente frente al problema
que vivimos. Para esas cosas sirve la cultura, esa es la gran función de
la cultura, divierte también, por supuesto, cómo no va a divertir leer
un buen libro, ir a ver una exposición o un concierto, pero es que la
función de largo alcance de la cultura era darte respuestas frente a
esas grandes incógnitas de las que está hecha la vida, y para darte por
lo menos una preocupación respecto a esa problemática, lo que ya es una
manera de buscar soluciones a la misma.
Leer buena literatura,
escuchar buena música, ser sensible a las artes plásticas, significaba
que tu horizonte crecía de una manera muy notable, que entendías
muchísimo mejor las imperfecciones humanas, las mediocridades, las
visiones pequeñas o los prejuicios. La cultura te daba esa visión
enriquecedora de la existencia, mejoraba muchísimo tu relación con los
demás y hacía que rompieras ese estrecho caparazón de la ignorancia. Si
la cultura se convierte en pura diversión, en puro entretenimiento, la
función que tenía no la llena nada porque puedes tener una tecnología
avanzadísima que te permite hablar con Nueva Guinea y enterarte al mismo
tiempo de lo que pasa en las Antípodas, pero al final no te arma, te
entretiene pero es pasajero, efímero. Si no preservamos la cultura
“tradicional” va a quedarnos un vacío terrible del que pueden resultar
toda clase de catástrofes.
Dices que no se puede leer a Flaubert sin darse cuenta de que el mundo está mal hecho.
Así
es. Escuchas una sinfonía de Mahler o escuchas a Bach tocado por Glenn
Gould y descubres lo que es la belleza y también lo que es feo. Son
diferencias muy importantes que mejoran extraordinariamente tu vida. Si
eres capaz de percibir la belleza y detectar más rápidamente la fealdad,
educas la sensibilidad de forma extraordinaria y te sirve para todo,
para las relaciones humanas, para que a la hora de enamorarte vivas el
amor de una manera mucho más intensa, más rica, más profunda que hace
que ese amor sea menos superficial y no sólo algo puramente subordinado
al momento del instante.
La cultura abarca todo, abarca
enteramente la vida en sus expresiones mínimas y en las más complejas,
no es una forma de llenar el ocio, no, es algo que tiene efecto directo y
muy profundo en todas las cosas importantes de la vida humana. Creo que
era muy claro en el pasado. Aunque todo el mundo no podía acceder a la
cultura, desgraciadamente, y llegaba a minorías, esas minorías por lo
menos eran muy conscientes de la importancia que tenía.
Esto es lo
que se está perdiendo y creo que muchas de las crisis espantosas que
estamos viviendo, que nos dejan totalmente aturdidos y desconcertados,
vienen de esa carencia, de ese vacío que resulta de convertir la cultura
en un entretenimiento pasajero.
Te indignaste con el
proceso de banalización de las artes plásticas. Destacas en tu libro ese
proceso como distintivo de los efectos de la civilización del
espectáculo.
Porque es lo más visible. Ocurre en todos
los campos pero creo que en las artes plásticas es donde el embauque es
más flagrante, donde vividores completamente amorales se convierten de
pronto en las figuras icónicas de la época. Ahí es clarísimo el fraude,
el embuste y el extraordinario papanatismo al que hemos llegado.
Pero
no es un fenómeno que se pueda concentrar en las artes plásticas, se da
prácticamente en todos los ámbitos, en el de la reflexión de la
filosofía, que pasa de una oscuridad que quiere parecer profundidad y no
es más que una trampa, es una oscuridad puramente formal que lo que
disimula es un gran vacío. Esos embustes en este mundo son perfectamente
posibles porque son aceptables, se ha estimulado por el tipo de cultura
que tenemos.
Es muy adecuada la metáfora de la trampa: la pisas y te caes en el hoyo…
No
solamente eso, es que en el mundo de la cultura la gente parece estar
diciendo: ¡Engáñeme! Y ahí tienes a los estructuralistas que te
responden y te engañan (risas). Si el engaño se vuelve una necesidad,
habrá gente que creará el engaño como producto cultural.