Jorge Luis Borges
Emma Zunz
El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica
de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una
carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto.
La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó
la letra desconocida. Nueve o diez líneas borroneadas querían colmar la
hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte
dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital
de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal
Fein o Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija
del muerto.
Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de
malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de
irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día
siguiente. Acto contínuo comprendió que esa voluntad era inútil porque
la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y
seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto.
Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera
los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya
era la que sería.
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el
fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días
felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de
Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de
Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana,
recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el
suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo
olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón
era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la
fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el
secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga,
Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el
secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que
ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de
poder.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el
rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese
día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la
fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda
violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de
mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y
deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas
vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las
Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde.
Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril
cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor
casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas
legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así,
laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.
El
sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y
el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que
tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad
de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö,
zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó
que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la
huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la
voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable
ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con
Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después
de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado.
Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le
depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De
pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió;
debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche,
estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y
la rompió.
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde
sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la
irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava
tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien
la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma
Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers;
nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de
Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada
por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al
principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o
tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin
con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara
alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para
que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una
puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y
después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges
idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a
una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya
porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir,
ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.
¿En
aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones
inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que
motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese
momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que
su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le
hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el
vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una
herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el
goce y él para la justicia.
Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que la advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que la advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre
serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la
fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los
ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de
su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con
decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss,
que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión.
Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para
conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto
secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y
devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba
rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de
la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había entornado a
propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo
cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de
quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor
Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como
había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había
soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable
a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que
permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No
por temor, sino por ser un instrumento de la justicia, ella no quería
ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la
suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón
Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la
de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después
de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en
teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a
fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos
nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor.
Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste,
incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor,
Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos
veces.
El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado (“He vengado a mi padre y no me podrán castigar...”), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.
El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado (“He vengado a mi padre y no me podrán castigar...”), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.
Los ladridos
tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván,
desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los
dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas
veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que
es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la
huelga... Abusó de mí, lo maté...
La historia era increíble, en
efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta.
Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el
odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran
falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.
Jorge Luis Borges.(Buenos Aires, 1899 - Ginebra, Suiza, 1986) Escritor
argentino. Procedía de una familia de próceres que contribuyeron a la
independencia del país. Su antepasado, el coronel Isidro Suárez, había
guiado a sus tropas a la victoria en la mítica batalla de Junín; su
abuelo Francisco Borges también había alcanzado el rango de coronel.
Pero
fue su padre, Jorge Borges Haslam, quien rompiendo con la tradición
familiar se empleó como profesor de psicología e inglés. Estaba casado
con la delicada Leonor Acevedo Suárez, y con ella y el resto de su
familia abandonó la casa de los abuelos donde había nacido Jorge Luis y
se trasladó al barrio de Palermo, a la calle Serrano 2135, donde creció
el aprendiz de escritor teniendo como compañera de juegos a su hermana
Norah.
En aquella casa ajardinada aprendió Borges a
leer inglés con su abuela Fanny Haslam y, como se refleja en tantos
versos, los recuerdos de aquella dorada infancia lo acompañarían durante
toda su vida. Apenas con seis años confesó a sus padres su vocación de
escritor, e inspirándose en un pasaje del Quijote redactó su primera
fábula cuando corría el año 1907: la tituló La visera fatal. A
los diez años comenzó ya a publicar, pero esta vez no una composición
propia, sino una brillante traducción al castellano de El príncipe feliz de Oscar Wilde.
En
el mismo año en que estalló la Primera Guerra Mundial, la familia
Borges recorrió los inminentes escenarios bélicos europeos, guiados esta
vez no por un admirable coronel, sino por un ex profesor de psicología e
inglés, ciego y pobre, que se había visto obligado a renunciar a su
trabajo y que arrastró a los suyos a París, a Milán y a Venecia hasta
radicarse definitivamente en la neutral Ginebra cuando estalló el
conflicto.
Borges era entonces un adolescente que
devoraba incansablemente la obra de los escritores franceses, desde los
clásicos como Voltaire o Víctor Hugo hasta los simbolistas, y que
descubría maravillado el expresionismo alemán, por lo que se decidió a
aprender el idioma descifrando por su cuenta la inquietante novela de
Gustav Meyrink El golem.
Hacia 1918 lee
asimismo a autores en lengua española como José Hernández, Leopoldo
Lugones y Evaristo Carriego y al año siguiente la familia pasa a residir
en España, primero en Barcelona y luego en Mallorca, donde al parecer
compuso unos versos, nunca publicados, en los que se exaltaba la
revolución soviética y que tituló Salmos rojos.
En
Madrid trabará amistad con un notable políglota y traductor español,
Rafael Cansinos-Assens, a quien extrañamente, a pesar de la enorme
diferencia de estilos, proclamó como su maestro. Conoció también a Valle
Inclán, a Juan Ramón Jiménez, a Ortega y Gasset, a Ramón Gómez de la
Serna, a Gerardo Diego... Por su influencia, y gracias a sus
traducciones, fueron descubiertos en España los poetas expresionistas
alemanes, aunque había llegado ya el momento de regresar a la patria
convertido, irreversiblemente, en un escritor.
De
regreso en Buenos Aires, fundó en 1921 con otros jóvenes la revista
Prismas y, más tarde, la revista Proa; firmó el primer manifiesto
ultraísta argentino, y, tras un segundo viaje a Europa, entregó a la
imprenta su primer libro de versos: Fervor de Buenos Aires (1923). Seguirán entonces numerosas publicaciones, algunos felices libros de poemas, como Luna de enfrente (1925) y Cuaderno San Martín (1929), y otros de ensayos, como Inquisiciones, El tamaño de mi esperanza y El idioma de los argentinos, que desde entonces se negaría a reeditar.
Durante los años treinta su fama creció en Argentina y su actividad intelectual se vinculó a Victoria y Silvina Ocampo, quienes a su vez le presentaron a Adolfo Bioy Casares,
pero su consagración internacional no llegaría hasta muchos años
después. De momento ejerce asiduamente la crítica literaria, traduce con
minuciosidad a Virginia Woolf, a Henri Michaux y a William Faulkner y
publica antologías con sus amigos. En 1938 fallece su padre y comienza a
trabajar como bibliotecario en las afueras de Buenos Aires; durante las
navidades de ese mismo año sufre un grave accidente, provocado por su
progresiva falta de visión, que a punto está de costarle la vida.
Al
agudizarse su ceguera, deberá resignarse a dictar sus cuentos
fantásticos y desde entonces requerirá permanentemente de la solicitud
de su madre y de su amigos para poder escribir, colaboración que
resultará muy fructífera. Así, en 1940, el mismo año que asiste como
testigo a la boda de Silvina Ocampo y Bioy Casares, publica con ellos
una espléndida Antología de la literatura fantástica, y al año siguiente una Antología poética argentina.
En
1942, Borges y Bioy se esconden bajo el seudónimo de H. Bustos Domecq y
entregan a la imprenta unos graciosos cuentos policiales que titulan Seis problemas para don Isidro Parodi.
Sin embargo, su creación narrativa no obtiene por el momento el éxito
deseado, e incluso fracasa al presentarse al Premio Nacional de
Literatura con sus cuentos recogidos en el volumen El jardín de los senderos que se bifurcan, los cuales se incorporarán luego a uno de sus más célebres libros, Ficciones, aparecido en 1944.
Vicisitudes públicas
En
1945 se instaura el peronismo en Argentina, y su madre Leonor y su
hermana Norah son detenidas por hacer declaraciones contra el nuevo
régimen: habrán de acarrear, como escribió muchos años después Borges,
una "prisión valerosa, cuando tantos hombres callábamos", pero lo cierto
es que, a causa de haber firmado manifiestos antiperonistas, el
gobierno lo apartó al año siguiente de su puesto de bibliotecario y lo
nombró inspector de aves y conejos en los mercados, cruel humorada e
indeseable honor al que el poeta ciego hubo de renunciar, para pasar,
desde entonces, a ganarse la vida como conferenciante.
La
policía se mostró asimismo suspicaz cuando la Sociedad Argentina de
Escritores lo nombró en 1950 su presidente, habida cuenta de que este
organismo se había hecho notorio por su oposición al nuevo régimen. Ello
no obsta para que sea precisamente en esta época de tribulaciones
cuando publique su libro más difundido y original, El Aleph
(1949), ni para que siga trabajando incansablemente en nuevas antologías
de cuentos y nuevos volúmenes de ensayos antes de la caída del
peronismo en 1955.
En esta diversa tesitura
política, el recién constituido gobierno lo designará, a tenor del gran
prestigio literario que ha venido alcanzando, director de la Biblioteca
Nacional e ingresará asimismo en la Academia Argentina de las Letras.
Enseguida los reconocimientos públicos se suceden: Doctor Honoris Causa
por la Universidad de Cuyo, Premio Nacional de Literatura, Premio
Internacional de Literatura Formentor, que comparte con Samuel Beckett,
Comendador de las Artes y de las Letras en Francia, Gran Premio del
Fondo Nacional de las Artes de Argentina, Premio Interamericano Ciudad
de Sáo Paulo...
Jorge Luis Borges
Inesperadamente,
en 1967 contrae matrimonio con una antigua amiga de su juventud, Elsa
Astete Millán, boda de todos modos menos tardía y sorprendente que la
que formalizaría pocos años antes de su muerte, ya octogenario, con
María Kodama, su secretaria, compañera y lazarillo, una mujer mucho más
joven que él, de origen japonés y a la que nombraría su heredera
universal. Pero la relación con Elsa fue no sólo breve, sino desdichada,
y en 1970 se separaron para que Borges volviera de nuevo a quedar bajo
la abnegada protección de su madre.
Los últimos
reveses políticos le sobrevinieron con el renovado triunfo electoral del
peronismo en Argentina en 1974, dado que sus inveterados enemigos no
tuvieron empacho en desposeerlo de su cargo en la Biblioteca Nacional ni
en excluirlo de la vida cultural porteña.
Dos años
después, ya fuera como consecuencia de su resentimiento o por culpa de
una honesta alucinación, Borges, cuya autorizada voz resonaba
internacionalmente, saludó con alegría el derrocamiento del partido de
Perón por la Junta Militar Argentina, aunque muy probablemente se
arrepintió enseguida cuando la implacable represión de Videla comenzó a
cobrarse numerosas víctimas y empezaron a proliferar los "desaparecidos"
entre los escritores. El propio Borges, en compañía de Ernesto Sábato y
otros literatos, se entrevistó ese mismo año de 1976 con el dictador
para interesarse por el paradero de sus colegas "desaparecidos".
De
todos modos, el mal ya estaba hecho, porque su actitud inicial le había
granjeado las más firmes enemistades en Europa, hasta el punto de que
un académico sueco, Artur Ludkvist, manifestó públicamente que jamás
recaería el Premio Nobel de Literatura sobre Borges por razones
políticas. Ahora bien, pese a que los académicos se mantuvieron
recalcitrantemente tercos durante la última década de vida del escritor,
se alzaron voces, cada vez más numerosas, denunciando que esa actitud
desvirtuaba el espíritu del más preciado premio literario.
Para
todos estaba claro que nadie con más justicia que Borges lo merecía y
que era la Academia Sueca quien se desacreditaba con su postura. La
concesión del Premio Cervantes en 1979 compensó en parte este agravio.
En cualquier caso, durante sus últimos días Borges recorrió el mundo
siendo aclamado por fin como lo que siempre fue: algo tan sencillo e
insólito como un "maestro".
La obra de Jorge Luis Borges
Borges
es sin duda el escritor argentino con mayor proyección universal. Se
hace prácticamente imposible pensar la literatura del siglo XX sin su
presencia, y así lo han reconocido no sólo la crítica especializada sino
además las diversas generaciones de escritores, que vuelven con
insistencia sobre sus páginas como si éstas fueran canteras
inextinguibles del arte de escribir.
Borges fue el
creador de una cosmovisión muy singular, sostenida sobre un original
modo de entender conceptos como los de tiempo, espacio, destino o
realidad. Sus narraciones y ensayos se nutren de complejas simbologías y
de una poderosa erudición, producto de su frecuentación de las diversas
literaturas europeas, en especial la anglosajona -William Shakespeare,
Thomas De Quincey, Rudyard Kipling o Joseph Conrad son referencias
permanentes en su obra-, además de su conocimiento de la Biblia, la
Cábala judía, las primigenias literaturas europeas, la literatura
clásica y la filosofía. Su riguroso formalismo, que se constata en la
ordenada y precisa construcción de sus ficciones, le permitió combinar
esa gran variedad de elementos sin que ninguno de ellos desentonara.
El primer libro de poemas de Borges fue Fervor de Buenos Aires (1923), en el que ensayó una visión personal de su ciudad, de evidente cuño vanguardista. En 1925 dio a conocer Luna de enfrente y, tres años más tarde, Cuaderno San Martín,
poemarios en los que aparece con insistencia su mirada sobre las
"orillas" urbanas, esos bordes geográficos de Buenos Aires en los que
años más tarde ubicará la acción de muchos de sus relatos.
Puede
decirse que en estos primeros libros Borges funda con su escritura una
Buenos Aires mítica, dándole espesor literario a calles y barrios,
portales y patios. El poeta parece rondar la ciudad como un cazador en
busca de imágenes prototípicas, que luego volcará con maestría en sus
versos y prosas.
En 1930 publicó Evaristo Carriego,
un título esencial en la producción borgeana. En este ensayo, al tiempo
que traza una biografía del poeta popular que da título al libro, se
detiene en la invención y narración de diferentes mitologías porteñas,
como en la poética descripción del barrio de Palermo. Evaristo Carriego
no responde a la estructura tradicional de las presentaciones
biográficas, sino que se sirve de la figura del poeta elegido para
presentar nuevas e inéditas visiones de lo urbano, como se manifiesta en
capítulos tales como "Las inscripciones de los carros" o "Historia del
tango".
Hacia 1932 da a conocer Discusión,
libro que reúne una serie de ensayos en los que se pone de manifiesto no
sólo la agudeza crítica de Borges sino además su capacidad en el arte
de conmover los conceptos tradicionales de la filosofía y la literatura.
Además de las páginas dedicadas al análisis de la poesía gauchesca,
este volumen integra capítulos que han servido como venero de asuntos de
reflexión para los escritores argentinos, tales como "El escritor
argentino y la tradición", "El arte narrativo y la magia" o "La
supersticiosa ética del lector".
En 1935 aparece Historia universal de la infamia,
con textos que el propio autor califica como ejercicios de prosa
narrativa y en los que es evidente la influencia de Robert Louis
Stevenson y Gilbert Chesterton. Este volumen incluye uno de sus cuentos
más famosos, "El hombre de laesquina rosada"
Historia de la eternidad (1936) y, sobre todo, Ficciones
(1944) acabaron de consolidar a Borges como uno de los escritores más
singulares del momento en lengua castellana. En las páginas de este
último libro se despliega toda su maestría imaginativa, plasmada en
cuentos como "La biblioteca de Babel", "El jardín de los senderos que se
bifurcan" o "La lotería de Babilonia". También pertenece a este volumen
"Pierre Menard, autor del Quijote", relato o ensayo -en Borges esos
géneros suelen confundirse deliberadamente- en el que reformula con
genial audacia el concepto tradicional de influencia literaria.
También de 1944 es Artificios,
que incluye su célebre cuento "La muerte y la brújula", en el que la
trama policial se conjuga con sutiles apreciaciones derivadas del saber
cabalístico, al que Borges dedicó devota atención. El Aleph
(1949), volumen de diecisiete cuentos, vuelve a demostrar su maestría
estilística y su ajustada imaginación, que combina elementos de la
tradición filosófica y de la literatura fantástica. Además del cuento
que da título al libro, se incluyen otros como "Emma Zunz", "Deutsches
Requiem", "El Zahir" y "La escritura del Dios".
El Hacedor
(1960) incluía algunas piezas escritas treinta años antes y sin embargo
guardaba una sólida unidad entre todas sus partes, no sólo formal sino
también en cuanto a contenidos, siempre alineados en la idea borgeana de
que tanto los grandes sistemas de la metafísica como las parábolas y
las elucidaciones de la teología son elementos que forman parte del gran
mundo de la literatura fantástica.
La obra de
Borges se reparte también en un buen número de volúmenes escritos en
colaboración, tanto dedicados a la ficción como al ensayo. Engrosan el
caudal de sus escritos una gran cantidad de notas de crítica
bibliográfica y comentarios de literatura, aparecidos en diferentes
publicaciones periódicas argentinas y extranjeras, además de
conferencias y entrevistas en las que desplegó con inteligencia y
mordacidad sus puntos de vista. Se trata de una parte de su obra que,
casi a la misma altura que sus libros considerados mayores, ha sido
objeto recurrente de comentario y estudio por parte de la crítica y de
numerosas recopilaciones.
Fotos y semblanza biográfica:biografíasyvidas.com.Texto:el cuento del día