De origen húngaro, ciudadano de Berlín y de París, fue, entre las dos guerras mundiales, uno de los grandes dramaturgos de lengua alemana. La publicación en español de una de sus novelas clave permite conocer un estilo a contracorriente de su época
Ödön Von Hórvath tuvo una muerte absurda en los Campos Elíseos, durante una fuerte tormenta.. Foto: Wikimedia Commons./adncultura.com |
En su breve vida (1901-1938)
Edmund Josef von Horváth, más famoso como Ödön von Horváth, escritor
de lengua alemana y pasaporte húngaro, vivió de cerca la Primera
Guerra Mundial, la caída del Imperio austrohúngaro, la hiperinflación
alemana, la República de Weimar y el inicio del nazismo. Hijo de un
diplomático también llamado Edmund, educado en un medio cosmopolita y
semiaristocrático, Horváth fue un cabal ejemplo de la mitteleuropa
plural: raíces magiares y croatas por el lado paterno, raíces checas y
alemanas por el lado de su madre. Todo esto influyó no sólo en su
gusto por los viajes, sino también indudablemente en su férrea
desconfianza hacia "el concepto de patria, falseado por los
nacionalistas", como llegó a afirmar.
Horváth tenía 24 años cuando se instaló en Berlín tras haber estudiado en Múnich. Estrenó allí sus primeras piezas de teatro ( El funicular o Sladek, soldado de la armada negra
), escribió guiones radiofónicos y publicó en diversas revistas los
"Cuentos deportivos" que, en muchos casos, son microrrelatos que no
desentonan al lado de los del ruso Daniil Jams. "El ejército tiene
muchos puntos en común con el deporte", le haría decir casi una década
después al narrador de su novela Un hijo de nuestro tiempo .
Ya había recibido el premio Kleist cuando, en enero de 1933, Adolf
Hitler llegó al poder y esto significó la prohibición de sus obras
teatrales. Entonces decidió instalarse en Viena. Fue la primera escala
de una interminable emigración: de momento, en países de lengua
alemana. Aunque era ciento por ciento "ario", Horváth se impuso a sí
mismo un exilio crítico, sólo interrumpido por un retorno fugaz. Al
parecer, en un principio supuso (lo mismo que otros intelectuales) que
el nazismo tenía los días contados. Así que volvió con la idea de
estrenar alguna obra, pero todo terminó abruptamente luego de que la
policía alemana allanara su lugar de residencia. Para el poder, Horváth
era un "autor degenerado". Sus libros fueron quemados.
Casi a la vez, Horváth se casó con la cantante judía Maria Elsner; el
matrimonio duró tan poco que hoy no faltan quienes estiman que sirvió
principalmente para que ella obtuviera la nacionalidad húngara y
huyera así de la persecución nazi. En marzo de 1938, tras la ocupación
alemana, Horváth dejó Viena y empezó la segunda fase de su exilio:
muy corta, fuera ya de la órbita germánica.
En París, una noche de junio de 1938, Horváth fue a ver en un cine Blancanieves y los siete enanitos
. Al salir, se disponía a encontrarse con un grupo de amigos, pero
advirtió que se avecinaba una tormenta eléctrica y decidió interrumpir
su caminata por los Campos Elíseos para refugiarse en un lugar que por
muchas razones le inspiraba protección: el teatro Marigny. Minutos más
tarde, al ganar de nuevo la calle, se le cayó encima un árbol (un
castaño debilitado por algún rayo, seguramente) y lo mató en forma
instantánea.
Todo estaba preparado para que en pocas semanas se mudara a Estados
Unidos, donde habitaba un tío suyo y donde (tras un encuentro con
Robert Siodmak, quien planeaba llevar al cine su novela Juventud sin Dios
) se imaginaba escribiendo para Hollywood. Antes de viajar a Francia,
de paso por Ámsterdam, una especie de pitonisa le había predicho que
su estadía en París sería decisiva. Supersticioso, Horváth había
soñado que un inmenso árbol lo aplastaba en un bosque. Meses antes,
había escrito cierta escena en la que unos de los personajes de Juventud sin Dios muere con el cráneo roto.
Amigo de Stefan Zweig, entre otros, Horváth pintó como pocos
escritores la amargura y las contradicciones de la clase media alemana
durante el advenimiento del nazismo. Las dos novelas que publicó en
su último año de vida ( Juventud sin Dios y Un hijo de nuestro tiempo
), escritas de manera arrebatada, en apenas siete u ocho meses,
brillan por su implacable laconismo y anuncian un mundo entonces
inminente, en el cual el alma del hombre -puede leerse- "se volverá
tan rígida como el rostro de un pescado". La próxima guerra, anticipa
en boca de un personaje, será "más intensa, más violenta, más brutal"
que todas las anteriores.
Se cree que Horváth recurrió a la escritura novelística porque
(prohibido, perseguido por el nazismo) le parecía inútil concebir
piezas teatrales que nadie representaría. Las dos novelas consisten en
largos monólogos, pero Horváth no es Schnitzler: sus personajes, más
que hablarse a sí mismos, se dirigen a alguien, como un actor ante el
público.
El narrador de Juventud sin Dios (Jugend Ohne Gott ) es un
joven docente a quien el director del colegio no le pide que corrija a
un alumno si éste dice que los negros son infrahumanos, y sí, en
cambio, le recuerda que su obligación es "educar para la guerra".
Parte de la acción transcurre en una especie de campamento paramilitar
donde se produce un crimen misterioso. En Un hijo de nuestro tiempo ( Ein Kind unserer Zeit , título que remite a Un héroe de nuestro tiempo
, del ruso Lérmontov), un muchacho sin trabajo, un "hijo" de la
Primera Guerra Mundial y de la crisis de 1929, se alista en el
ejército, tentado por la idea de ganar dinero fácil, y conoce
finalmente un mundo de horror y muerte. La simpleza de su soliloquio
resulta engañosa. Horváth incorpora nociones del discurso del poder
("la guerra es una ley de la naturaleza"), las combina con tópicos que
habrían fascinado al Flaubert coleccionista de lugares comunes
("cuando la patria va bien, los hijos van bien") y el resultado se
revela escalofriante. Se trata, acaso, del primer retrato a fondo,
desde la literatura, de un soldado de Hitler, aun cuando Horváth en
ningún momento emplea la palabra "nazi" ni explicita el lugar o la
época en que se desarrolla la acción.
"Hace falta que escriba este libro. ¡Es urgente! No tengo tiempo para
escribir grandes novelas porque soy pobre y debo trabajar para
comer... Yo también soy un hijo de nuestro tiempo", le decía en 1937 a
un amigo. Ser directo. Enviar el mensaje con urgencia. Los amigos de
Horváth recordaban que, en su juventud, éste había protagonizado una
historia bastante insólita: estaba paseando por los Alpes cuando de
súbito se topó con un hombre muerto hacía tantos meses que, más que
cadáver, era casi esqueleto. Junto al muerto había, no obstante, un
bolso intacto. Horváth lo abrió y halló una tarjeta postal: "Estoy
pasándola muy bien", rezaba o algo semejante. Los amigos quisieron
saber qué había hecho con la postal. "Fui al correo -les explicó- y la
despaché. ¿Qué otra cosa podía hacer?"
El eterno pequeñoburgués
En 1930, siete años antes de sus más célebres obras en prosa, Horváth publicó El eterno pequeñoburgués
, su tercera novela (la primera en orden cronológico) que hasta el
presente permanecía inédita en castellano y que acaba de rescatar la
editorial española Marbot, con traducción de Isabel García Adánez. Klaus
Mann afirmó que Horváth era, en esencia, "un notable contador de
historias". La novela presenta tres relatos independientes, aunque
entrelazados. El primero, el más extenso y jugoso, se titula "El señor
Kobler se vuelve paneuropeísta" y narra el viaje del tal Kobler a la
Exposición Universal de Barcelona, en 1929, gracias a 600 marcos que ha
obtenido con la venta de un coche que no vale, en realidad, ni un
céntimo. El episodio tiene ecos biográficos: el propio Horváth embolsó
en 1929 un anticipo de 600 marcos de una editorial de Berlín y
concurrió a la Exposición Universal. Kobler se llena la boca
asegurando que viajar abre los horizontes culturales, pero en verdad
sueña con conocer a una rica heredera (una "egipcia millonaria", eso
imagina) que lo salve económicamente. El relato es todo lo opuesto a
un bildungsroman . En el viaje, Kobler no aprende nada.
Mientras que Horváth tenía por entonces una clara posición ideológica
(simpatizante de la izquierda democrática y del pacifismo), Kobler no
hace más que "amoldarse cobardemente", como sostiene el autor en una
especie de advertencia inicial.
Así como en Barcelona (según Kobler) "se expone el mundo entero", la
travesía ferroviaria es una suerte de exposición panorámica de Europa:
un austríaco se jacta de haberle dado "una paliza a un judío", en
Italia sube al vagón un supuesto espía de Mussolini, la escala en
Marsella es ante todo prostibularia. El viaje ofrece, de paso, una
galería de personajes extravagantes, pero en un nivel superficial: un
maniático de la higiene que les pasa el plumero a las estatuas, un
vendedor de boletos que sabe de memoria los horarios de los trenes de
Europa.
Los otros dos relatos ("La señorita Pollinger se vuelve práctica" y
"El señor Reinthofer se vuelve altruista") completan un cuadro que
Horváth, con razón, considera "entre dos épocas": se habla aquí de las
consecuencias de la Primera Guerra Mundial ("Europa occidental se ha
vuelto notablemente más burguesa desde que ganó la guerra", proclama
un personaje, "no quiero imaginarme lo que será cuando los europeos
occidentales se den cuenta de que, en el fondo, han perdido") y se
anticipa que "la guerra mundial del futuro será aún más
escalofriante".
Horváth muestra los primeros signos del fascismo, pero el libro es,
asimismo, una reflexión de curiosa actualidad acerca de la ardua unión
de Europa o, como prefiere Horváth, del "paneuropeísmo". "Va ser
difícil que nos entendamos porque nadie se fía del otro y cada cual se
cree el bribón más grande." El "entendimiento" de Europa es tan leve
como el de los personajes del libro: el señor Reinthofer tiene un
encuentro con la señorita Pollinger, quien fue una fugaz amante de
Kobler. Pero la cosa apenas pasa de allí. "La mayoría de la gente era un
número a la que todo le daba igual", leemos. El mundo se acerca a una
catástrofe mientras el señor Kobler mira por la ventanilla del tren y
la señorita Pollinger se refugia en el cine.
Diversos estudiosos de la obra de Horváth (entre ellos, la francesa
Florence Baillet) han caracterizado su estética como opuesta al pathos expresionista. El narrador de El eterno pequeñoburgués
es distante, apenas interviene. Pero sabe más que los personajes, no
esconde su escepticismo ("el autor no aspira siquiera a la esperanza
de que estas páginas suyas puedan influir") y adopta con frecuencia un
tono burlesco: "La viuda se quejaba de sus dolores ^[...] Un médico
decía que tenía lumbago; otro médico, que tenía un riñón flotante; y
un tercero, que debía tener cuidado con la digestión. Lo que decía un
cuarto médico no se lo contaba a nadie".
Aunque la llegada de la Segunda Guerra Mundial hizo que Horváth cayera
en un relativo olvido, los escritores de posguerra se reconocieron en
su aparente objetividad que hace pensar, por momentos, en el
novelista inglés Henry Green y que mucho le debe al teatro. En 1968,
Peter Handke escribió que Horváth era "mejor que Brecht". Elogió su
"desorden y su emoción no estilizada", pero ante todo "sus frases
locas, que ponen en evidencia los saltos y las contradicciones de la
conciencia, como solamente encontramos en Chéjov y en Shakespeare".
Los saltos y "sinuosidades" que subraya Handke aparecen a las claras en El eterno pequeñoburgués
, narración episódica sin un claro personaje central, novela cuyo
distanciamiento le valió una suerte de reprimenda de Heinrich Mann,
quien estimaba que Horváth era "frío", como el resto de su generación.
"A nosotros, a los escritores de la generación de la posguerra, no
dejan de repetirnos que carecemos de alma [...] No creemos en el alma
porque no creemos en el sacrificio", fue la respuesta de Horváth en
1930.
La negativa al sacrificio es lo que, en última instancia, parece narrar Un hijo de nuestro tiempo
, pues el soldado, después de sacrificar su individualidad en la masa
militar, clama ya cerca del final de su soliloquio que aborrece a
quienes desprecian al individuo. A pesar de su antisentimentalismo,
también en El eterno pequeñoburgués Horváth se aferra a los
indicios de esperanza: "Había empezado a creer que en el mundo solo
existía el mal y ahora vivía un ejemplo de lo contrario; un ejemplo
menor, eso sí, pero a pesar de todo una señal de que la cultura y la
civilización humanas son posibles".