El escritor colombiano Luis Noriega, radicado en Barcelona, cuenta el proceso de creación del libro, Donde mueren los payasos, que examina la política desde la ironía
Luis Noriega, autor de Donde mueren los payasos./elespectador.com |
Plaza de la Virreina en pleno centro del barrio de Gràcia en
Barcelona. Cuatro de la tarde. El mundo entero sigue con expectativa el
inicio del cónclave mediante el cual se elegirá un nuevo papa. Sin
embargo, Luis Noriega, escritor colombiano radicado en Barcelona, va
para su cuarta o tal vez quinta entrevista del día. Y todo gracias al
Payaso Cucaracho y al eco y la repercusión que éste ha tenido, no sólo
en Colombia sino también en España.
Una novela muy colombiana, ¿no?
Sí, colombianísima...
¿Cómo es que un autor colombiano termina publicando una novela sobre Colombia fuera del país y en una editorial española?
Yo
fui el primer sorprendido por el interés de Blackie Books. La novela no
es sólo colombiana por el tema o las referencias sino por el lenguaje.
Ahí hay un trabajo que para otros lectores pasa desapercibido. Por
ejemplo, un corrector no entendía por qué se hablaba de “horrible noche”
cuando Cucaracho va a Palacio si la cita es a las seis de la tarde.
¿Cómo nació la novela?
Escribí
la primera versión a comienzos de 2010, en apenas un mes, mientras
esperábamos el fallo de la Corte sobre el segundo referendo
reeleccionista, y eso de algún modo determinó el tema, la idea de la
farsa electoral: una carrera de ratas en pos de la Presidencia. Quería
meter a un payaso en Palacio para que, como en la canción de Toreros
Muertos, se tirara a la historia por detrás.
¿Y el tono satírico?
El
tono es producto de la despreocupación con que escribí esa versión
inicial. En todo lo que he escrito siempre hay una gran dosis de humor e
ironía, pero en Donde mueren los payasos el humor es mucho más directo
y, por así decirlo, descarado. Además, no quería que fuera sólo una
farsa política sino también una farsa literaria, de ahí las figuras del
editor y el autor. El primero es muy campechano y el segundo, un
auténtico pusilánime.
Hablando del autor, ¿de dónde sale
la idea de que el lector pueda espiar al autor y al editor tras
bambalinas y enterarse de sus triquiñuelas, triquiñuelas que después se
reflejarán en el argumento de la historia? Una farsa que recuerda el
esperpento de Valle-Inclán y que también es muy unamuniana.
Sí,
ambos recursos están relacionados. La política se presta con facilidad a
la sátira, pero también a la moralina. Lo vemos en muchas columnas que
se convierten en púlpitos. El riesgo de escribir una “farsa electoral”
era terminar lanzando una candidatura al curubito moral. Introducir al
autor y el editor me permitía burlarme también de esa pretensión de
superioridad tan común en el mundillo cultural. En Payasos, la
construcción misma de la novela es un proceso que no es ajeno a la
corrupción, la ambición y la vanidad que advertimos en la política, si
bien con consecuencias menos cruentas.
La interacción entre el autor y el editor desarrolla una crítica de la novela paralela a la trama. ¿Usted la comparte?
Los
exabruptos que el editor suelta a lo largo del libro, desde la teoría
de que la novela es un género arribista hasta la tesis sobre la función
de los malos polvos, tienen, todos, fundamento o, digamos, bibliografía:
nadie pasa por un departamento de literatura sin leerse una tonelada de
teoría literaria (risas).
Y eso de que la novela moderna nos enseñó que la infelicidad vende...
La
idea de que la infelicidad vende, de que lo que el lector busca en la
novela es la confirmación de que nadie es feliz y todo el mundo fracasa,
forma parte de esa perversión de los tópicos críticos, en este caso el
de la derrota del héroe. Según el editor, lo que la novela ofrece al
lector es el consuelo de que todos somos igual de infelices.
En
los últimos años se han publicado varias novelas que se ocupan de la
historia colombiana reciente. ¿Es una coincidencia? ¿A qué se debe esta
explosión de novelas con visiones tan diferentes entre sí?
Esa
explosión puede ser una ilusión óptica. Es claro que la literatura
colombiana está viviendo un momento feliz, en el sentido de que se
publican muchos más títulos que hace veinte o treinta años, pero ese
fenómeno probablemente se enmarca en uno más amplio, común a todo el
mundo editorial: cada vez se publica más sobre cualquier cosa. Eso ha
permitido que tengamos hoy más escritores profesionales que nunca.
Escritores muy diferentes entre sí, lo que es muy importante. Aunque,
habría que aclarar, yo estoy lejos de ser un escritor profesional: yo
apenas soy un tipo que de vez en cuando escribe un cuento y se lo
publican.
¿Y por qué revisar la historia reciente?
Bueno,
todos rondamos los cuarenta. Supongo que es una buena edad para revisar
cosas (risas). Ahora bien, en el caso concreto de Payasos no sé si
pueda hablarse de “revisión”. Escribir la novela fue más una forma de
sacarme el clavo con una época que no acabo de entender. No es una
novela de tesis que pretenda explicar por qué estamos donde estamos. De
hecho, es una novela que explícitamente descree de que esa sea la
función de la novela.
¿Hubiera podido escribir esta novela estando en Colombia?
Probablemente
no. Cuando vivía en Colombia, escribir era una especie de descarga, una
forma de dar salida a toda la mala leche que uno acumulaba en la calle.
Las historias que escribía en esa época eran sobre personajes que
vivían rodeados por una violencia cotidiana que no entendían y ante la
que no sabían cómo reaccionar. Eran básicamente espectadores o, como
decía alguno, extras destinados a recibir las balas perdidas. Mis
historias se nutrían de lo que veía no tanto en las noticias como en la
calle: el miedo, el desconcierto, el odio gratuito, la intolerancia.
Cuando me vine a España, eso cambió. Y el humor tétrico de mis primeros
cuentos dio paso a un humor más tranquilo. Creo que esa distancia fue
clave para Payasos: el humor negro sigue ahí, pero el envoltorio es
mucho más festivo y alegre.
El coronel Monroy dice: “Habrá segunda parte”. Usted qué dice: ¿habrá segunda parte o, mejor, segunda vuelta?
(Risas) Ojalá.