En el mundo literario, las ciencias ocuparon tradicionalmente subgéneros para fans. Libros Recientes alimentan un fenómeno novedoso: científicos que escriben ficción y escritores exitosos que le perdieron el miedo al laboratorio. Aquí, títulos, autores y opiniones
Los escritores perdieron el miedo a la ciencia, y ahora la narran./Revista Ñ |
Las avalanchas no sólo son el síntoma de la montaña tapizada por
la nieve. O la eventualidad que nadie desea tentar ni siquiera
invocando su nombre. Todos los días una avalancha de datos, cifras y
apellidos disonantes nos sepulta, comprime, asfixia. Aquel flujo y ruido
ensordecedor que llamamos con liviandad “información” descarga
cotidianamente todo su peso y furia sobre nosotros y nos desorienta. O
peor. Nos vuelve ciegos ante ciertos acontecimientos disruptivos –y
decisivos– capaces de hacer temblar nuestra imaginación y reconfigurar
nuestros sentidos. Hace unos meses, por ejemplo, dos biólogos dieron un
paso más que importante para redefinir para siempre la literatura. Y las
principales editoriales del mundo ni siquiera se enteraron.
Desde
la asepsia espartana de un laboratorio de Boston, Estados Unidos,
George Church y Sriram Kosuri se rieron de lo imposible: lograron
almacenar un libro en una molécula de ADN. Como quien hace presión y
consigue introducir en un hueco de su hacinada biblioteca una novela
después de terminar de leerla, estos investigadores de la Universidad de
Harvard insertaron –codificación mediante– 53.500 palabras y 11
imágenes en la oscuridad de un espacio ridículamente pequeño y compacto,
allí donde descansa el secreto de la vida, la información genética
necesaria para construir un organismo.
No importa mucho que haya sido una movida de marketing para promocionar el libro en cuestión –el de Church, Regénesis: cómo la biología sintética va a reinventar la naturaleza y a nosotros mismos
–, o que no haya sido el único caso –Nick Goldman, un investigador del
Instituto Europeo de Bioinformática, logró compactar también en una
molécula de ADN los sonetos completos de Shakespeare y el discurso
“Tengo un sueño” de Martin Luther King, en enero pasado–, o ni siquiera
que la técnica sea aún demasiado costosa y arrastre varios ceros.
Arremetidas científico-literarias de este tipo abren caminos
insospechados: antes de lo que pensamos, el sueño de la movilidad total
podría volverse realidad. De la noche a la mañana, nuestros cuerpos
podrían convertirse en bibliotecas perfectas. Y nuestras células, en
estantes. Pasarán los años, tal vez el libro de papel finalmente muera y
los ebooks ganen la batalla. Pero las ficciones que nos hipnotizan
vivirán en nosotros. Nos habremos transformado entonces en libros con
piernas. La literatura al fin se habrá hecho carne.
Quizá falta
mucho. Quizá no. Pero lo cierto es esto: la ciencia y la literatura no
transitan más por separado. No luchan en secreto por ignorarse como dos
extraños se esquivan en la calle. Hace tiempo que se abrió una puerta
entre ambos universos y a través de ella se tendió un puente, uno de dos
carriles, de ida y vuelta. Ciencia y literatura ahora conversan, se
entrelazan, discuten. Y más que una moda alimentan una tendencia. Basta
con ir a una librería o recorrer con la vista –acelerados por la gula
literaria por tener y leer todo– las novedades de una editorial. Ahí
están las novelas-experimentos de Michel Houellebecq, Ian McEwan,
Jonathan Franzen, David Foster Wallace, David Leavitt, John Banville,
Hans Magnus Enzensberger y David Lodge, para mencionar algunos de los
principales nombres del star system de la literatura actual, obras en
las que las palabras, los oraciones y los párrafos son atravesados por
la simbología y la sensibilidad de la genética, la matemática, la
física, la biología y demás disciplinas científicas.
Los escritores le perdieron el miedo a las ciencias. Era hora.
Algo de historia
El
7 de mayo de 1959 Charles Percy Snow partió la cultura occidental en
dos. La rebanó en una cultura científica y una cultura humanística. En
su famosa charla en la Universidad de Cambridge, este químico y
novelista inglés señaló la existencia de un abismo en la vida
intelectual o como lo llamó “un golfo de mutua incomprensión” entre dos
polos: los científicos que ignoraban la obra de Dickens o Shakespeare y
los “intelectuales literarios” que desconocían la segunda ley de la
termodinámica. En un punto, Snow tenía razón. Por entonces, imperaba
cierta ignorancia recíproca, se expandía una grieta, se había
oficializado un divorcio (“La ciencia no me interesa para nada”, soltó
como una bomba Jean-Paul Sartre). Pero en otro punto no.
En rigor,
estos dos registros, dos lenguajes, dos maneras de razonar e interpelar
al mundo –el escritor conmueve con mundos imaginados; el científico
descifra los misterios del mundo “real”– nunca estuvieron del todo
desconectados.
En los últimos doscientos años, toda clase de
escritores, de hecho, palparon las teorías e ideas científicas que
conformaban también la atmósfera intelectual de su época. No vieron en
ellas monstruos ni laberintos sin salida. En 1839, por ejemplo, Edgar
Allan Poe escribió –o más bien corrigió– las anotaciones de su amigo
Thomas Wyatt: Conchologist’s First Book. A System of Testaceous Malacology, arranged Expressly for the Use of Schools
(El primer libro del conchólogo. Un sistema de malacología testácea,
arreglado expresamente para su uso escolar), un manual sobre moluscos,
al que le siguió en 1848 Eureka: un poema en prosa –traducido
al español por Julio Cortázar–, un ensayo sobre la naturaleza y el
origen del universo, su funcionamiento y su futuro.
En Moby Dick
, Herman Melville se hacía las mismas preguntas que perseguían a los
biólogos marinos a mediados del siglo XIX. “¿No es un hecho curioso que
un animal inmenso como es la ballena vea el mundo por un ojo minúsculo y
oiga el trueno por una oreja tan pequeña como la de una liebre?”,
apuntó el escritor estadounidense.
Y eso no es todo: en las veinte páginas de Informe para una academia
(1917), Kafka introdujo una suerte de teoría de la evolución en
versión acelerada al contar la historia de un simio –Pedro el Rojo– que
es cazado y tras cinco años empieza a hablar y adquirir las costumbres
de la cultura europea.
En cuanto a Vladimir Nabokov, este
escritor ruso se inclinaba tanto por las Lolitas como por la entomología
y el estudio de las mariposas. Nicanor Parra, además de poeta, era
matemático y físico. Y mucho antes de este escritor chileno, Samuel
Taylor Coleridge tenía la –sana– costumbre de asistir a charlas
científicas en la Royal Institution de Londres. Cuando le preguntaban
por qué perdía el tiempo yendo a las clases de química, Coleridge
siempre contestaba lo mismo: “Para enriquecer mis provisiones de
metáforas”.
Aun así, en el mundo literario las ciencias siempre
fueron empujadas a un rincón o enclaustradas en guetos –literatura de
anticipación, ciencia ficción, cyberpunk, steampunk, biopunk–,
subgéneros destinados a “nichos”, a un “público especializado”, a fans.
Siempre fueron algo menor, estuvieron condenadas a ser alejadas de los
grandes temas de la literatura.
Pero no más. En algún momento de
las últimas décadas –pero con más fuerza en recientes años–, la grieta
se achicó. Y la ciencia se filtró. Salió del closet –su armario: el
laboratorio– en dos movimientos simultáneos: los científicos comenzaron a
escribir novelas –el matemático Guillermo Martínez lo hizo en Acerca de Roderer y Crímenes imperceptibles ; el astrofísico Fred Hoyle en La nube negra ; el físico Alan Lightman se despachó con Los sueños de Einstein ; en su momento, la bióloga Paola Kaufmann escribió El lago y La noche descalza ; el biólogo Diego Golombek publicó Así en la Tierra – y un puñado de escritores se animaron a escribir sobre ciencia como David Foster Wallace y su Everything and more: a compact history of infinity (y también en su monumental La broma infinita , llena de matemática), Jonathan Franzen hizo lo suyo en su texto “El cerebro de mi padre” (en Cómo estar solo ), David Leavitt en Alan Turing: el hombre que sabía demasiado , el irlandés John Banville se despachó con su tetralogía científica Doctor Copernicus (1976), Kepler (1981), La carta de Newton (1982) y Mefisto (1986) y Thomas Pynchon lo hizo en Contraluz , donde asoman los rayos e ideas eléctricas de Nikola Tesla, el genio serbio eclipsado por Thomas Edison.
Toda
clase de autores se apoderaron de las ciencias. Dejaron de
considerarlas ajenas, distantes. Descubrieron que en ese universo
paralelo había también historias para contar. Cada vez con más
regularidad, metabolizan los temas científicos y, en lugar de
expulsarlos y exhibirlos con un gran cartel que dice “esto es ciencia”,
los inmiscuyen en la trama, en sus conflictos, moldean la personalidad
de los protagonistas. Y dan a luz a un nuevo género, bautizado por el
químico Carl Djerassi –y autor de la novela El dilema de Cantor
– “ciencia-en-la-ficción”, una etiqueta de catálogo utilizada sobre
todo para diferenciar a este tipo de novelas del ya confuso universo sci-fi .
Más
que divagaciones y proyecciones futuristas –distópicas o utópicas, no
importa–, estas obras ponen el acento en otra parte: toman la
descripción realista del microcosmos científico como lanzadera de
despegue de la imaginación. Con la iconografía de la ciencia como telón
de fondo (los institutos, los campus universitarios, la burocracia, los
personajes, los conceptos y las reglas de juego de esta tribu), desnudan
al ser humano, critican la decrepitud de la sociedad, el pavor a
envejecer y todo aquello que sucede en ese breve lapso que separa al
nacimiento de la muerte.
Sin estereotipos
Más
que ahondar en la imagen algo descascarada del científico –el
desvariado, el genio del mal, el salvador, el Moisés laico–, en estas
historias los hombres y mujeres de ciencia recobran su humanidad hace
tiempo diluida por un estereotipo anquilosado. En estas nuevas tramas,
estos personajes se vuelven cercanos. No en tanto héroes asexuados o
pura razón sino como individuos intensos que dudan, aman y sufren, como
el personaje del físico nuclear Viktor Shtrum en la novela Vida y destino, del ruso Vasili Grossman o el matemático indio Srinivasa Ramanujan en El contable hindú, del estadounidense David Leavitt.
O también como el neurocirujano Henry Perowne, protagonista de Sábado, de Ian McEwan, quizás el escritor más científico del momento –junto, claro, a Michel Houellebecq– quien en Solar ,
un novelón sobre el cambio climático y el fraude científico,
caricaturiza a los ganadores del Premio Nobel y a la elite científica al
hacer un primer plano sobre las corrupciones del físico Michael Beard,
un gran antihéroe, un falso ídolo: un cobarde, mujeriego, charlatán
(“Pertenecía a esa clase de hombres vagamente anodinos, a menudo calvos,
bajos, gordos, inteligentes, que inexplicablemente atraían a las
mujeres”). “No quería crear un héroe con espada, capaz de salvar el
mundo del cambio climático, sino un científico con suficiente calidez
humana para que el lector pueda sentirse reflejado”, afirmó con sarcasmo
el escritor inglés, quien prefiere los protagonistas racionales como el
periodista científico Joe Rose de Amor perdurable .
Ciencia
y ficción se imbrican así en cierta clase de contrato. Firmaron un
pacto de mutuo entendimiento con una meta en común: explorar la
naturaleza humana. “¿Es la descripción de la conciencia patrimonio de la
literatura o de la ciencia? –se pregunta el inglés David Lodge, autor
de Pensamientos secretos –. Luego de escribir la novela
llegué a la conclusión de que ambas aproximaciones, la literaria y la
científica, son complementarias. La conciencia es un fenómeno muy
individual. Mientras que la ciencia busca teorías y explicaciones
generales, el novelista es capaz de transmitir una vívida sensación de
lo que supone la conciencia. Por eso leemos novelas, para hacernos una
idea de cómo experimenta otra gente el mismo mundo. No se puede decir
que la perspectiva de la ciencia o de la literatura sea la única
correcta”.
Sin casarse con las ciencias –no se vuelven los voceros
del átomo, los RR. PP. del genoma o del universo–, aquellos que empujan
esta ola científico-literaria construyen una nueva figura de escritor:
el escritor-anfibio que navega y sobrevive en diversos ambientes y
lenguajes, el representante de una tercera cultura capaz de contar la
ciencia en palabras, en historias. Y así contagiar la pasión por las
hormigas o por la exploración espacial a aquellos que habían odiado las
clases de biología, matemática o física en el secundario.
“Mis
novelas y el método científico tienen algo en común: lo experimental. En
cierto modo, mis personajes son experimentos que hago con mi cerebro:
unos marchan y se desarrollan bien; otros, no marchan”, suele declarar
Houellebecq, el gran provocador, un verdadero esteta del dolor, del
tedio, de la exasperación de aquel fenómeno que es vivir. Mientras que
para su libro Ampliación del campo de batalla aprovechó su experiencia como programador de computadoras, para hablar sobre clonación en La posibilidad de una isla enganchó las investigaciones sobre la oveja Dolly con la secta de los Raelianos y para El mapa y el territorio reflotó su licenciatura en agronomía, para Las partículas elementales
se inspiró en los experimentos de 1982 del físico Alain Aspect en
1982, lo que en mecánica cuántica se llama “la paradoja EPR”: cuando dos
partículas interactúan, sus destinos se vinculan. Al actuar en una el
efecto se propaga a la otra, como Houellebecq lo ejemplifica al narrar
la vida entrelazada entre dos hermanastros: Michel, el biofísico que en
un momento renuncia a la sexualidad y Bruno, profesor de literatura,
sexópata, misógino. O un mismo espejo con dos caras: ciencia y
literatura.
Canjes y experimentos
En
realidad, más que un procedimiento narrativo afín al realismo social
que reina en estos momentos en gran parte de la literatura, se trata de
una operación de canje, un préstamo. Autores que toman el discurso
científico, sus personajes, sus modismos y le inyectan no aquello que
carecen sino que se esfuerzan por mantener oculto detrás de la cortina:
el yo, los sentimientos, las contradicciones y claroscuros de la fórmula
que compone la humanidad. Así lo hizo Jonathan Franzen, quien aprovechó
sus investigaciones en sismología y su paso por el Departamento de la
Tierra y las Ciencias Planetarias de la Universidad de Harvard para
componer el clima tenso –y a veces asfixiante– en el que avanza su
segunda novela, Strong Motion .
En otros casos,
consisten en encuentros provocados, acercamientos entre escritores e
investigadores cuyos resultados se ven en la colección de cuentos
compilados en el libro recientemente publicado La piedra de la cordura
. Invitados por el médico cardiólogo y editor Daniel Flichtentrei y el
neurocientífico Facundo Manes y coordinados por la editora y periodista
Amalia Sanz, nueve escritores argentinos se reunieron con psiquiatras,
neurólogos y otros especialistas en ciencias de la mente. Se vieron las
caras, charlaron, discutieron. Y de esos diálogos que traspasaron las
disciplinas surgieron ficciones que orbitan alrededor de una patología
neuropsiquiátrica, como una especie de continuación de la rica tradición
literaria de hacer pie en una enfermedad para narrar una historia (la
tuberculosis en La montaña mágica, de Thomas Mann y en Boquitas pintadas, de Manuel Puig, la poliomielitis en Némesis, de Philip Roth, el mal de Alzheimer en Desarticulaciones, de Sylvia Molloy).
El personaje del relato El sentido de las palabras
de Angela Pradelli es la demencia semántica, un trastorno del lenguaje
en el que los pacientes presentan un deterioro progresivo en la
comprensión de los nombres. “La relación de la vida con la literatura y
el lenguaje como misterio que nos constituye son siempre una zona de
mucha conmoción para mí –dice la escritora–. Las reuniones con los
especialistas me permitieron conocer trastornos del lenguaje de los que
nunca había oído hablar”.
Sergio Olguín, en cambio, eligió la bipolaridad para delinear a Emilio, el protagonista ermitaño de Fin de semana . “Me pareció que era una enfermedad muy literaria, ideal para escribir un cuento”, relata el autor de la novela La fragilidad de los cuerpos
. El psiquiatra Sergio Strejilevich le explicó las características de
la bipolaridad, le pasó videos y le recomendó libros. Para el relato Filiaciones ,
Ariel Magnus se volcó por la esquizofrenia. “Hablar con la psiquiatra
Andrea López Mato me hizo cambiar algunas nociones que tenía acerca de
la medicación psiquiátrica, al punto que terminé haciendo un cuento
prácticamente pro-psicofármacos”, revela el escritor, quien llevó a la
reunión un grabador que se le quedó sin pilas a los dos minutos. Y
Mariana Enríquez tuvo que poner en pausa su afición por los vampiros,
las posesiones demoníacas y el cuento fantástico –su firma–, para
retratar un caso de epilepsia en La mujer que era sombra
. “Me gustó escribirlo pero me quedé con ganas de hacer un cuento de
posesión, de época, bien del siglo XIX”, confiesa la autora de Cómo desaparecer completamente .
Como
se percibe en estos experimentos literarios –en los que también
participaron Oliverio Coelho, Esther Cross, Guillermo Martínez, Claudia
Piñeiro y Carlos Chernov–, la literatura no es autónoma del mundo ni de
la época que la cobija. Vivimos en la era del genoma, de los
aceleradores de partículas, de los descendientes del telescopio espacial
Hubble, del despertar de la inteligencia artificial, en la que las
ideas –abstractas y a veces difíciles– logran de una manera u otra
encarnarse en ficciones, como ocurre con la hipótesis del multiverso y
los universos paralelos en 1Q84 de Haruki Murakami.
En
este tráfico de ideas, la literatura reenvía a los científicos su
propia imagen: ya no el reflejo deformado sino una imagen más humana,
cruzada por una multiplicidad de conflictos humanos mundanos como la
insatisfacción sexual, la codicia, la obsesión.
Cargadas de
historias grandes, medianas y chicas –pero bien humanas– para los
tiempos científicos que vivimos, estas novelas levantan los velos con
que los científicos han sido cubiertos por la literatura durante un
tiempo. Dejan de ser invisibles, escapan de la cárcel mediática, de los
títulos de prensa que los retratan como caricaturas cojas y que los
empujan al agujero negro del lugar común.
En una suerte de
fecundación cruzada, ciencia y literatura salen ganando. Abiertos los
puentes –aun frágiles e inestables– entre estos dos universos, cuentos y
novelas ayudan también a contrabandear ideas y conceptos, como si cada
libro fuera un caballo de Troya: sin una actitud pedagógica, una
impostura tipo Billiken o Anteojito, ilustran, explican, sugieren,
traducen al idioma accesible de la cultura popular las imágenes y
pilares conceptuales de las ciencias, aquellos escudos y armas que nos
protegen de la charlatanería.
Como dice Alan Pauls en El factor Borges
–el mejor libro de Borges no escrito por Borges–, es la magia de la
ficción: “algo que está hecho de traducciones fallidas, de
insuficiencias, de reciprocidades incongruentes, pero que es más capaz
que cualquier otra cosa de hospedar ideas, conceptos, fórmulas, todas
las abstracciones del mundo, y de darles un rostro y un nombre y de
hacerlos viajar rápido, muy rápido, más rápido que la luz”.