Sesenta años de El llano en llamas
Relaciones familiares fracturadas, egoísmos extremos, venganzas, asesinatos que responden a un impulso, adulterios, incestos, pederastia, ausencia absoluta de esperanza, son algunos de los temas que se entretejen en el volumen
Juan Rulfo firma alguno de sus libros./eluniversal.com.mx/confabulario |
Los aniversarios suelen ser buen motivo para releer ciertos libros. Y
cuando éstos se cuentan entre nuestros favoritos —es decir, entre
aquellos cuyas páginas hemos recorrido muchas veces—, como El Llano en llamas
que cumple 60 años, la celebración nos otorga una nueva perspectiva al
abordarlos, pues plantea preguntas que tal vez en otras ocasiones no nos
vendrían a la mente: ¿qué es lo que hace que el volumen de relatos de
Juan Rulfo se mantenga vigente luego de seis décadas?: ¿los inagotables
estudios críticos que sobre él aparecen en todo el orbe?, ¿la empatía
que despierta en los lectores?, ¿los hallazgos técnicos y el estilo de
su autor?, ¿la fuerza de sus historias?, ¿o el hecho de que el país que
refleja siga siendo igual?
Cuando alguien pregunta sobre el libro de cuentos mexicano más
importante del siglo xx, casi siempre me vienen a la cabeza dos títulos
imprescindibles. Uno es, por supuesto, el de Rulfo; el otro es Dormir en tierra,
de José Revueltas. Hay momentos en que dudo cuál es el que me gusta
más. En el del duranguense encuentro una mayor perfección estructural,
trazo preciso en las historias, contundencia en los finales, un estilo
denso y poético que arrastra las acciones como un magma luminoso y la
exposición descarnada de los aspectos oscuros de la naturaleza humana
(pero ya habrá oportunidad de hablar de él a fondo el año entrante,
cuando se cumpla el centenario de Revueltas). En contraste, en El Llano en llamas
es evidente que varios de sus textos no podrían ser calificados de
cuentos en el sentido formal estricto, sino que son descripciones
profundas, como “Luvina”, o planteamientos de situaciones
extraordinarias, como “Macario”, “Es que somos muy pobres” y otros. No
obstante, su lectura siempre es placentera, llena de enseñanzas sobre
nosotros mismos y sobre el oficio narrativo, un encuentro con un
lenguaje único y, al igual que en Dormir en tierra, repleto de personajes oscuros, fatalistas, violentos, que encarnan quizá las peores cualidades de los seres humanos.
El Llano en llamas que, según algunos, encierra en sus
historias una crítica no tan sutil de las iniciativas de los gobiernos
emanados de la Revolución, y en especial de las de Lázaro Cárdenas —como
es fácil advertir en “Nos han dado la tierra”, “El día del derrumbe”,
“Paso del Norte” y “Luvina”—, es un libro anclado en la realidad
mexicana, pero que en sus mejores relatos alza el vuelo para desplegar
pasiones comunes a todos los hombres. “El hombre”, “Diles que no me
maten”, “No oyes ladrar a los perros”, “Talpa” y el mencionado “Luvina”
son narraciones que no precisan referencia histórica o geográfica para
ser comprendidos por lectores de cualquier país, constituyéndose en una
crítica al género humano, sin particularismos. Ese es, sin duda, el
Rulfo que impacta más: el Rulfo fatalista, descendiente directo de los
tres trágicos clásicos, que echa por la borda los anhelos de las buenas
conciencias empeñadas en creer en la bondad de los hombres.
Relaciones familiares fracturadas, egoísmos extremos, venganzas,
asesinatos que responden a un impulso, adulterios, incestos, pederastia,
ausencia absoluta de esperanza, son algunos de los temas que se
entretejen en el volumen. Como Chéjov al escribir sobre los labriegos
rusos, Rulfo no siente compasión por los campesinos de Jalisco, modelo
de sus personajes, aunque los dote de cualidades capaces de inspirar
empatía en los lectores, como una inocencia adánica que los sitúa más
allá de cualquier cuestionamiento moral y un lenguaje parco y redundante
que, con un léxico en apariencia limitado, construye atmósferas
cargadas de giros poéticos. No es extraño, así, que a pesar de que
varios narradores de los relatos sean asesinos sin remordimientos, uno
se identifique con ellos y con sus motivos muchas veces pueriles tan
sólo por la manera en que hablan.
Y es que en El Llano en llamas casi no hay narradores
externos. Acaso una de las mayores aportaciones de Rulfo a nuestra
literatura haya sido que la mayor parte de sus historias sean contadas
por sus protagonistas o por un testigo, en una suerte de corriente de
conciencia sui generis que nos dice mucho de las lecturas del
autor, entre las que sin duda se encuentra la obra de Joyce. Si, como
afirma Piglia, Joyce encontró en las teorías de Freud no temas sino un
lenguaje que podía renovar la narrativa universal, Rulfo lo aplicó a sus
relatos mezclándolo con una manifestación cultural más autóctona: la
del rito católico de la confesión. De este modo, el discurso de sus
narradores pudo adquirir ese tono doloroso, expiatorio, de quien expone
ante los demás sus pecados más terribles, pidiendo perdón sin pedirlo en
realidad porque sabe que sus actos siempre tienen motivos de peso.
Dicen algunos comentaristas que la escritura de los relatos fue el
entrenamiento que siguió Rulfo para encontrar el tono y la cadencia de
“los murmullos” que serían la columna vertebral de su gran novela. Tal
vez tengan razón. Pero aunque muchas otras estrategias narrativas de El Llano en llamas
—el uso de fragmentos redondos, como relatos autónomos; la construcción
de atmósferas desoladoras, el hallazgo de un estilo rítmico y
envolvente, la sustracción del narrador, la candidez misma de los
personajes— también aparezcan perfeccionadas en Pedro Páramo,
llamar a este volumen “libro de aprendizaje del autor” sería como
reducirlo a una simple estación de paso para llegar al verdadero destino
novelístico.
Y no. El conjunto de relatos de Juan Rulfo —más allá de las opiniones
y estudios críticos—, al despertar la emoción de cada lector que abre
sus páginas, al mostrarle el reflejo de un país que se mantiene en lo
esencial fiel a sí mismo, al estremecer otra vez en cada lectura,
demuestra que por sus propios valores es una obra única —piedra angular
de la narrativa corta en México—, que en sus primeros sesenta años
permanece tan joven y actual como el día que salió de la imprenta.
*Fotografía: Rulfo firma algunos de sus libros, ca.1970/ARCHIVO GRÁFICO EL NACIONAL/CORTESÍA INEHRM.