Se fue Mutis, dejándonos a Maqroll el Gaviero..
Un texto que reproducimos por desvelar los secretos y las claves de la amistad sincera de dos de los escritores más importantes en español. Así lo recordó el Nobel colombiano, en agosto de 1993, en un homenaje de su Gobierno al creador de Maqroll el Gaviero en su 70º cumpleaños
Álvaro Mutis y Gabriel García Márquez, una amistad a prueba de libros.../semana.com |
Álvaro Mutis y yo habíamos hecho el pacto de no hablar en público el
uno del otro, ni bien ni mal, como una vacuna contra la viruela de los
elogios mutuos. Sin embargo, hace 10 años justos y en este mismo sitio,
él violó aquel pacto de salubridad social, sólo porque no le gustó el
peluquero que le recomendé. He esperado desde entonces una ocasión para
comerme el plato frío de la venganza, y creo que no habrá otra más
propicia que ésta. Álvaro contó entonces cómo nos había presentado
Gonzalo Mallarino en la Cartagena idílica del 49. Ese encuentro parecía
ser en verdad el primero, hasta una tarde de hace tres años o cuatro
años, cuando le oí decir algo casual sobre Félix Mendelssohn. Fue una
revelación que me transportó de golpe a mis años de universitario en la
desierta salita de música de la Biblioteca Nacional de Bogotá, donde nos
refugiábamos los que no teníamos los cinco centavos para estudiar en el
café. Entre los escasos clientes del atardecer yo odiaba a uno de nariz
heráldica y cejas de turco, con un cuerpo enorme y unos zapatos
minúsculos como los de Buffalo Bill, que entraba sin falta a las cuatro
de la tarde, y pedía que tocaran el concierto de violín de Mendelssohn.
Tuvieron que pasar 40 años hasta aquella tarde en su casa de México,
para reconocer de pronto la voz estentórea, los pies de Niño Dios, las
temblorosas manos incapaces de pasar una aguja por el ojo de un camello.
'Carajo', le dije derrotado. 'De modo que eras tú'.
Lo único que lamenté fue no poder cobrarle los resentimientos
atrasados, porque ya habíamos digerido tanta música juntos, que no
teníamos caminos de regreso. De modo que seguimos de amigos, muy a pesar
del abismo insondable que se abre en el centro de su vasta cultura, y
que ha de separarnos para siempre: su insensibilidad para el bolero.
Álvaro había sufrido ya los muchos riesgos de sus oficios raros e
innumerables. A los 18 años, siendo locutor de la Radio Nacional, un
marido celoso lo esperó armado en la esquina, porque creía haber
detectado mensajes cifrados a su esposa en las presentaciones que él
improvisaba en sus programas. En otra ocasión, durante un acto solemne
en este mismo palacio presidencial, confundió y trastocó los nombres de
los dos Lleras mayores. Más tarde, ya como especialista de relaciones
públicas, se equivocó de película en una reunión de beneficencia, y en
vez de un documental de niños huérfanos les proyectó a las buenas
señoras de la sociedad una comedia pornográfica de monjas y soldados,
enmascarada bajo un título inocente: El cultivo del naranjo.
Fue también jefe de relaciones públicas de una empresa aérea que se
acabó cuando se le cayó el último avión. El tiempo de Álvaro se le iba
en identificar los cadáveres, para darles la noticia a las familias de
las víctimas antes que a los periódicos. Los parientes desprevenidos
abrían la puerta creyendo que era la felicidad, y con sólo reconocer la
cara caían fulminados con un grito de dolor.
En otro empleo más grato había tenido que sacar de un hotel de
Barranquilla el cadáver exquisito del hombre más rico del mundo. Lo bajó
en posición vertical por el ascensor de servicio en un ataúd comprado
de emergencia en la funeraria de la esquina. Al camarero que le preguntó
quién iba dentro, le dijo: 'El señor obispo'. En un restaurante de
México, donde hablaba a gritos, un vecino de mesa trató de agredirlo,
creyendo que en realidad era Walter Winche, el personaje de Los intocables
que Álvaro doblaba para la televisión. Durante sus 23 años de vendedor
de películas enlatadas para América Latina le dio 17 veces la vuelta al
mundo sin cambiar el modo de ser.
Lo que más aprecié desde siempre es su generosidad de maestro de
escuela, con una vocación feroz que nunca pudo ejercer por el maldito
vicio del billar. Ningún escritor que yo conozca se ocupa tanto como él
de los otros, y en especial de los mas jóvenes. Los instiga a la poesía
contra la voluntad de sus padres, los pervierte con libros secretos, los
hipnotiza con su labia florida, y los echa a rodar por el mundo,
convencidos de que es posible ser poeta sin morir en el intento.
Nadie se ha beneficiado más que yo de esa escasa virtud. Ya conté
alguna vez que fue Álvaro quien me llevó mi primer ejemplar de Pedro Páramo
y me dijo: 'Ahí tiene, para que aprenda'. Nunca se imaginó en la que se
había metido. Pues con la lectura de Juan Rulfo aprendí no sólo a
escribir de otro modo, sino a tener siempre listo un cuento distinto
para no contar el que estoy escribiendo. Mi víctima absoluta de ese
sistema salvador ha sido Álvaro Mutis desde que escribí Cien años de soledad.
Casi todas las noches fue a mi casa durante 18 meses para que le
contara los capítulos terminados, y de ese modo captaba sus reacciones
aunque no fuera el mismo cuento. Él los escuchaba con tanto entusiasmo,
que seguía repitiéndolos por todas partes, corregidos y aumentados por
él. Sus amigos me los contaban después tal como Álvaro se los contaba, y
muchas veces me apropié de sus aportes. Terminado el primer borrador se
lo mandé a su casa. Al día siguiente me llamó indignado: 'Usted me ha
hecho quedar como un perro con mis amigos', me gritó. 'Esta vaina no
tiene nada que ver con lo que me había contado'.
Desde entonces ha sido el primer lector de mis originales. Sus
juicios son tan crudos, pero también tan razonados, que por lo menos
tres cuentos míos murieron en el cajón de la basura porque él tenía
razón contra ellos. Yo mismo no podría decir qué tanto hay de él en casi
todos mis libros, pero hay mucho.
Me preguntan a menudo cómo es que esta amistad ha podido prosperar en
estos tiempos tan ruines. La respuesta es simple: Álvaro y yo nos vemos
muy poco, y sólo para ser amigos. Aunque hemos vivido en México más de
treinta años, y casi vecinos, es allí donde menos nos vemos. Cuando
quiero verlo, o él quiere verme, nos llamamos antes por teléfono para
estar seguros de que queremos vernos. Sólo una vez violé esta regla de
amistad elemental, y Álvaro me dio entonces una prueba máxima de la
clase de amigo que es capaz de ser.
Fue así: ahogado de tequila con un amigo muy querido, toqué a las
cuatro de la madrugada en el apartamento donde Álvaro sobrellevaba su
triste vida de soltero y a la orden. Sin explicación alguna, ante su
mirada todavía embobecida por el sueño, descolgamos un precioso óleo de
Botero, de un metro y veinte por un metro; nos lo llevamos sin
explicaciones e hicimos con él lo que nos dio la gana. Álvaro no me ha
dicho nunca una palabra sobre el asalto, ni movió un dedo para saber del
cuadro, y yo he tenido que esperar hasta esta noche de sus primeros 70
años para expresarle mi remordimiento.
Otro buen sustento de esta amistad es que la mayoría de las veces en
que hemos estado juntos ha sido viajando. Esto nos ha permitido
ocuparnos de otros y de otras cosas la mayor parte del tiempo, y sólo
ocuparnos el uno del otro cuando en realidad valía la pena. Para mí, las
horas interminables de carreteras europeas han sido la universidad de
artes y letras donde nunca estuve. De Barcelona a Aix-en-Provence
aprendí más de trescientos kilómetros sobre los Cátaros y de los papas
de Avignon. Así en Alejandría como en Florencia, en Nápoles como en
Beirut, en Egipto como en París. Sin embargo, la enseñanza más
enigmática de aquellos viajes frenéticos fue a través de la campiña
belga, enrarecida por la bruma de octubre y el olor de caca humana de
los barbechos recién abonados. Álvaro había manejado durante más de tres
horas, aunque nadie lo crea, en absoluto silencio. De pronto dijo:
'País de grandes ciclistas y cazadores'. Nunca nos explicó qué quiso
decir, pero nos confesó que él lleva dentro un bobo gigantesco, peludo y
babeante, que en sus momentos de descuido suelta frases como aquélla,
aun en las visitas más propias y hasta en los palacios presidenciales, y
tiene que mantenerlo a raya mientras escribe, porque se vuelve loco y
se sacude y patalea por las ansias de corregirle los libros.
Con todo, los mejores recuerdos de esa escuela errante no han sido
las clases sino los recreos. En París, esperando que las señoras
acabaran de comprar, Álvaro se sentó en las gradas de una cafetería de
moda, torció la cabeza hacia el cielo, puso los ojos en blanco, y
extendió su trémula mano de mendigo. Un caballero impecable le dijo con
la típica acidez francesa: 'Es un descaro pedir limosna con semejante
suéter de cashemir'. Pero le dio un franco. En menos de 15 minutos
recogió cuarenta.
En Roma, en casa de Francesco Rossi, hipnotizó a Fellini, a Mónica
Vitti, a Alida Valli, a Alberto Moravia, a la flor y nata del cine y de
las letras italianas, y los mantuvo en vilo durante horas contándoles
sus historias truculentas del Quindío en un italiano inventado por él, y
sin una sola palabra de italiano. En un bar de Barcelona recitó un
poema con la voz y el desaliento de Pablo Neruda, y alguien que había
escuchado a Neruda en persona le pidió un autógrafo creyendo que era él.
Un verso suyo me había inquietado desde que lo leí: 'Ahora que sé que
nunca conoceré Estambul'. Un verso extraño en un monárquico insalvable,
que nunca había dicho Estambul sino Bizancio, como no decía Leningrado
sino San Petersburgo mucho antes de que la historia le diera la razón.
No sé por qué tuve el presagio de que debíamos exorcizar aquel verso
conociendo a Estambul. De modo que lo convencí de que nos fuéramos en un
barco lento, como debe ser cuando uno desafía al destino. Sin embargo,
no tuve un instante de sosiego durante los tres días que estuvimos allí,
asustado por el poder premonitorio de la poesía. Sólo hoy, cuando
Álvaro es un anciano de 70 años y yo un niño de 66, me atrevo a decir
que no lo hice por derrotar un verso, sino por contrariar a la muerte.
De todos modos, la única vez en que de veras me he creído a punto de
morir, también estaba con Álvaro. Rodábamos a través de la Provenza
luminosa, cuando un conductor demente se nos vino encima en sentido
contrario. No me quedó otro recurso que dar un golpe de volante a la
derecha sin tiempo para mirar a dónde íbamos a caer. Por un instante
sentí la sensación fenomenal de que el volante no me obedecía en el
vacío. Carmen y Mercedes, siempre en el asiento posterior, permanecieron
sin aliento hasta que el automóvil se acostó como un niño en la cuneta
de un viñedo primaveral. Lo único que recuerdo de aquel instante es la
cara de Álvaro en el asiento de al lado, que me miraba un segundo antes
de morir con un gesto de conmiseración que parecía decir: '¡Pero qué
está haciendo este pendejo!'.
Estos exabruptos de Álvaro nos sorprenden menos a quienes conocimos y
padecimos a su madre, Carolina Jaramillo, una mujer hermosa y alucinada
que no volvió a mirarse en un espejo desde los 20 años porque empezó a
verse distinta de como se sentía. Siendo ya una abuela avanzada andaba
en bicicleta y vestida de cazador, poniendo inyecciones gratis en las
fincas de la Sabana. En Nueva York le pedí una noche que se quedara
cuidando a mi hijo de 14 meses mientras íbamos al cine. Ella nos
advirtió con toda seriedad que tuviéramos cuidado, porque en Manizales
había hecho el mismo favor con un niño que no paraba de llorar, y tuvo
que callarlo con un dulce de moras envenenadas. A pesar de eso se lo
encomendamos otro día en los almacenes Maysis, y cuando regresamos la
encontramos sola. Mientras los servicios de seguridad buscaban al niño,
ella trató de consolarnos con la misma serenidad tenebrosa de su hijo:
'No se preocupen. También Alvarito se me perdió en Bruselas cuando tenía
siete años, y ahora vean lo bien que le va'. Por supuesto que le iba
bien, si era una versión culta y magnificada de ella, y conocido en
medio planeta, no tanto por su poesía como por ser el hombre más
simpático del mundo. Por donde quiera que pasaba iba dejando el rastro
inolvidable de sus exageraciones frenéticas, de sus comilonas suicidas,
de sus exabruptos geniales. Sólo quienes lo conocemos y lo queremos más
sabemos que no son más que aspavientos para asustar a sus fantasmas.
Nadie puede imaginarse cuál es el altísimo precio que paga Álvaro
Mutis por la desgracia de ser tan simpático. Lo he visto tendido en un
sofá, en la penumbra de su estudio, con un guayabo de conciencia que no
le envidiaría ninguno de sus felices auditores de la noche anterior. Por
fortuna, esa soledad incurable es la otra madre a la que debe su
inmensa sabiduría, su descomunal capacidad de lectura, su curiosidad
infinita, y la hermosura quimérica y la desolación interminable de su
poesía.
Lo he visto escondido del mundo en las sinfonías paquidérmicas de
Bruckner como si fueran divertimentos de Scarlatti. Lo he visto en un
rincón apartado de un jardín de Cuernavaca, durante unas largas
vacaciones, fugitivo de la realidad por el bosque encantado de las obras
completas de Balzac. Cada cierto tiempo, como quien va a ver una
película de vaqueros, relee de una tirada toda A la búsqueda del tiempo perdido.
Pues una buena condición para que lea un libro es que no tenga menos de
1.200 páginas. En la cárcel de México, adonde estuvo por un delito del
que disfrutamos muchos escritores y artistas, y que sólo él pagó,
permaneció los 16 meses que él considera los más felices de su vida.
Siempre pensé que la lentitud de su creación era causada por su
oficios tiránicos. Pensé además que estaba agravada por el desastre de
su caligrafía, que parece hecha con pluma de ganso, y por el ganso
mismo, y cuyos trazos de vampiro harían aullar de pavor a los mastines
en la niebla de Transilvania. Él me dijo cuando se lo dije, hace muchos
años, que tan pronto como se jubilara de sus galeras iba a ponerse al
día con sus libros. Que haya sido así, y que haya saltado sin paracaídas
de sus aviones eternos a la tierra firme de una gloria abundante y
merecida, es uno de los grandes milagros de nuestras letras: ocho libros
en seis años.
Basta leer una sola página de cualquiera de ellos para entenderlo
todo: la obra completa de Álvaro Mutis, su vida misma, son las de un
vidente que sabe a ciencia cierta que nunca volveremos a encontrar el
paraíso perdido. Es decir: Maqroll no es sólo él, como con tanta
facilidad se dice. Maqroll somos todos.
Quedémonos con esta azarosa conclusión, quienes hemos venido esta
noche a cumplir con Álvaro estos 70 años de todos. Por primera vez sin
falsos pudores, sin mentadas de madre por miedo de llorar, y sólo para
decirle con todo el corazón, cuánto lo admiramos, carajo, y cuánto lo
queremos.