El llano en llamas
Ya mataron a la perra, pero quedan los perritos...
(Corrido popular)
«¡Viva Petronilo Flores!»
El grito se vino rebotando por los paredones de la barranca y subió hasta donde estábamos nosotros. Luego se deshizo.
Por un rato, el viento que soplaba
desde abajo nos trajo un tumulto de voces amontonadas, haciendo un
ruido igual al que hace el agua crecida cuando rueda sobre pedregales.
En seguida, saliendo de allá mismo, otro grito torció por el recodo
de la barranca, volvió a rebotar en los paredones y llegó todavía con
fuerza junto a nosotros:
«¡Viva mi general Petronilo Flores!»
Nosotros nos miramos.
La Perra se levantó
despacio, quitó el cartucho a la carga de su carabina y se lo guardó
en la bolsa de la camisa. Después se arrimó a donde estaban «los
Cuatro» y les dijo: «¡Síganme, muchachos, vamos a ver qué toritos
toreamos!» Los cuatro hermanos Benavides se fueron detrás de él,
agachados; solamente la Perra iba bien tieso, asomando la mitad de su cuerpo flaco por encima de la cerca.
Nosotros seguimos allí, sin
movernos. Estábamos alineados al pie del lienzo, tirados panza
arriba, como iguanas calentándose al sol.
La cerca de piedra culebreaba mucho al subir y bajar por las lomas, y ellos, la Perra y
«los Cuatro», iban también culebreando como si fueran con los pies
trabados. Así los vimos perderse de nuestros ojos. Luego volvimos la
cara para ver otra vez hacia arriba y miramos las ramas bajas de los
amóles que nos daban tantita sombra.
Olía a eso: a sombra recalentada por el sol. A amóles podridos.
Se sentía el sueño del mediodía.
La boruca que venía de allá abajo
se salía a cada rato de la barranca y nos sacudía el cuerpo para que
no nos durmiéramos. Y aunque queríamos oír, parando bien la oreja,
sólo nos llegaba la boruca: un remolino de murmullos, como si se
estuviera oyendo de muy lejos el rumor que hacen las carretas al pasar
por un callejón pedregoso.
De repente sonó un tiro. Lo repitió
la barranca como si estuvieran derrumbándose. Eso hizo que las cosas
despertaran: volaron los totochilos, esos pájaros colorados que
habíamos estado viendo jugar entre los amóles. En seguida las
chicharras, que se habían dormido a ras del mediodía, también
despertaron llenando la tierra de rechinidos.
—¿Qué fue? —preguntó Pedro Zamora, todavía medio amodorrado por la siesta.
Entonces el Chihuila se levantó y, arrastrando su carabina como si fuera un leño, se encaminó detrás de los que se habían ido.
—Voy a ver qué fue lo que fue —dijo perdiéndose también como los otros.
El chirriar de las chicharras
aumentó de tal modo que nos dejó sordos y no nos dimos cuenta de la
hora en que ellos aparecieron por allí. Cuando menos acordamos aquí
estaban ya, mero en frente de nosotros, todos desguarnecidos. Parecían
ir de paso, ajuareados para otros apuros y no para este de ahorita.
Nos dimos vuelta y los miramos por la mira de las troneras.
Pasaron los primeros, luego los
segundos y otros más, con el cuerpo echado para adelante, jorobados de
sueño. Les relumbraba la cara de sudor, como si la hubieran
zambullido en el agua al pasar por el arroyo.
Siguieron pasando.
Llegó la señal. Se oyó un chiflido largo y comenzó la tracalera allá lejos, por donde se había ido la Perra. Luego siguió aquí.
Fue fácil. Casi tapaban el agujero
de las troneras con su bulto, de modo que aquello era como tirarles a
boca de jarro y hacerles pegar tamaño respingo de la vida a la muerte
sin que apenas se dieran cuenta.
Pero esto duró muy poquito. Si
acaso la primera y la segunda descarga. Pronto quedó vacío el hueco de
la tronera por donde, asomándose uno, sólo se veía a los que estaban
acostados en mitad del camino, medio torcidos, como si alguien los
hubiera venido a tirar allí. Los vivos desaparecieron. Después volvieron
a aparecer, pero por lo pronto ya no estaban allí.
Para la siguiente descarga tuvimos que esperar.
Algunos de nosotros gritó: «¡Viva Pedro Zamora!»
Del otro lado respondieron, casi en secreto: «¡Sálvame patroncito! ¡Sálvame! ¡Santo Niño de Atocha, socórreme!»
Pasaron los pájaros. Bandadas de tordos cruzaron por encima de nosotros hacia los cerros.
La tercera descarga nos llegó por
detrás. Brotó de ellos, haciéndonos brincar hasta el otro lado de la
cerca, hasta más allá de los muertos que nosotros habíamos matado.
Luego comenzó la corretiza por entre los matorrales.
Sentíamos las balas pajueleándonos
los talones, como si hubiéramos caído sobre un enjambre de chapulines.
Y de vez en cuando, y cada vez más seguido, pegando mero en medio de
alguno de nosotros que se quebraba con un crujido de huesos.
Corrimos. Llegamos al borde de la barranca y nos dejamos descolgar por allí como si nos despeñáramos.
Ellos seguían disparando. Siguieron
disparando todavía después que habíamos subido hasta el otro lado, a
gatas, como tejones espantados por la lumbre.
«¡Viva mi general Petronilo Flores,
hijos de la tal por cual!», nos gritaron otra vez. Y el grito fue
rebotando como el trueno de una tormenta, barranca abajo.
Nos quedamos agazapados detrás de
unas piedras grandes y boludas, todavía resollando fuerte por la
carrera. Solamente mirábamos a Pedro Zamora preguntándole con los
ojos qué era lo que nos había pasado. Pero él también nos miraba sin
decirnos nada. Era como si se nos hubiera acabado el habla a todos o
como si la lengua se nos hubiera hecho bola como la de los pericos y
nos costara trabajo soltarla para que dijera algo.
Pedro Zamora nos seguía mirando.
Estaba haciendo sus cuentas con los ojos; con aquellos ojos que él
tenía, todos enrojecidos, como si los trajera siempre desvelados. Nos
contaba de uno en uno. Sabía ya cuántos éramos los que estábamos allí,
pero parecía no estar seguro todavía; por eso nos repasaba una vez y
otra y otra.
Faltaban algunos: once o doce, sin contar a la Perra y al Chihuila y a los que habían arrendado con ellos. El Chihuila bien
pudiera ser que estuviera horquetado arriba de algún amolé, acostado
sobre su retrocarga, aguardando a que se fueran los federales.
Los Joseses, los dos hijos de la Perra, fueron
los primeros en levantar la cabeza, luego el cuerpo. Por fin
caminaron de un lado a otro esperando que Pedro Zamora les dijera
algo. Y dijo:
—Otro agarre como éste y nos acaban.
En seguida, atragantándose como si se
tragara un buche de coraje, les gritó a los Joseses: « ¡Ya sé que
falta su padre, pero aguántense, aguántense tantito! ¡Iremos por él!»
Una bala disparada de allá hizo
volar una parvada de tildíos en la ladera de enfrente. Los pájaros
cayeron sobre la barranca y revolotearon hasta cerca de nosotros;
luego, al vernos, se asustaron, dieron media vuelta relumbrando contra
el sol y volvieron a llenar de gritos los árboles de la ladera de
enfrente.
Los Joseses volvieron al lugar de antes y se acuclillaron en silencio.
Así estuvimos toda la tarde. Cuando empezó a bajar la noche llegó el Chihuila acompañado
de uno de «los Cuatro». Nos dijeron que venían de allá abajo, de la
Piedra Lisa, pero no supieron decirnos si ya se habían retirado los
federales. Lo cierto es que todo parecía estar en calma. De vez en
cuanto se oían los aullidos de los coyotes.
—¡Epa tú, Pichón! —me dijo Pedro
Zamora—. Te voy a dar la encomienda de que vayas con los Joseses hasta
Piedra Lisa y vean a ver qué le pasó a la Perra. Si está
muerto, pos entiérrenlo. Y hagan lo mismo con los otros. A los heridos
déjenlos encima de algo para que los vean los guachos; pero no se
traigan a nadie.
—Eso haremos.
Y nos fuimos.
Los coyotes se oían más cerquita
cuando llegamos al corral donde habíamos encerrado la caballada. Ya
no había caballos, sólo estaba un burro trasijado que ya vivía allí
desde antes que nosotros viniéramos. De seguro los federales habían
cargado con los caballos.
Encontramos al resto de «los Cuatro»
detracito de unos matojos, los tres juntos, encaramados uno encima de
otro como si los hubieran apilado allí. Les alzamos la cabeza y se la
zangoloteamos un poquito para ver si alguno daba todavía señales; pero
no, ya estaban bien difuntos. En el aguaje estaba otro de los
nuestros con las costillas de fuera como si lo hubieran macheteado. Y
recorriendo el lienzo de arriba abajo encontramos uno aquí y otro más
allá, casi todos con la cara renegrida.
—A éstos los remataron, no tiene ni qué —dijo uno de los Joseses.
Nos pusimos a buscar a la Perra; a no hacer caso de ningún otro sino de encontrar a la mentada Perra.
No dimos con él.
«Se lo han de haber llevado
—pensamos—. Se lo han de haber llevado para enseñárselo al gobierno»;
pero, aun así, seguimos buscando por todas partes, entre el rastrojo.
Los coyotes seguían aullando.
Siguieron aullando toda la noche.
Pocos días después, en el Armería,
al ir pasando el río, nos volvimos a encontrar con Petronilo Flores.
Dimos marcha atrás, pero ya era tarde. Fue como si nos fusilaran.
Pedro Zamora pasó por delante haciendo galopar aquel macho barcino y
chaparrito que era el mejor animal que yo había conocido. Y detrás de
él, nosotros, en manada, agachados sobre el pescuezo de los caballos.
De todos modos la matazón fue grande. No me di cuenta de pronto
porque me hundí en el río debajo de mi caballo muerto, y la corriente
nos arrastró a los dos, lejos, hasta un remanso bajito de agua y lleno
de arena.
Aquél fue el último agarre que
tuvimos con las fuerzas de Petronilo Flores. Después ya no peleamos.
Para decir mejor las cosas, ya teníamos algún tiempo sin pelear, sólo
de andar huyendo el bulto; por eso resolvimos remontarnos los pocos
que quedamos, echándonos al cerro para escondernos de la persecución.
Y acabamos por ser unos grupitos tan ralos que ya nadie nos tenía
miedo. Ya nadie corría gritando: «¡Allí vienen los de Zamora!»
Había vuelto la paz al Llano Grande. Pero no por mucho tiempo.
Hacía cosa de ocho meses que
estábamos escondidos en el escondrijo del cañón del Tozín, allí donde
el río Armería se encajona durante muchas horas para dejarse caer
sobre la costa. Esperábamos dejar pasar los años para luego volver al
mundo, cuando ya nadie se acordara de nosotros.
Habíamos comenzado a criar gallinas
y de vez en cuando subíamos a la sierra en busca de venados. Éramos
cinco, casi cuatro, porque a uno de los Joseses se le había gangrenado
una pierna por el balazo que le dieron abajito de la nalga, allá,
cuando nos balacearon por detrás.
Estábamos allí, empezando a sentir
que ya no servíamos para nada. Y de no saber que nos colgarían a
todos, hubiéramos ido a pacificarnos.
Pero en eso apareció un tal Armando Alcalá, que era el que le hacía los recados y las cartas a Pedro Zamora.
Fue de mañanita, mientras nos
ocupábamos en destazar una vaca, cuando oímos el pitido del cuerno.
Venía de muy lejos, por el rumbo del Llano. Pasado un rato volvió a
oírse. Era como el bramido de un toro: primero agudo, luego ronco,
luego otra vez agudo. El eco lo alargaba más y más y lo traía aquí
cerca, hasta que el ronroneo del río lo apagaba.
Y ya estaba para salir el sol,
cuando el tal Alcalá se dejó ver asomándose por entre los sabinos.
Traía terciadas dos carrilleras con cartuchos del «44» y en las ancas
de su caballo venía atravesado un montón de rifles como si fuera una
maleta.
Se apeó del macho. Nos repartió las carabinas y volvió a hacer la maleta con las que le sobraban.
—Si no tienen nada urgente que
hacer de hoy a mañana, pónganse listos para salir a San Buenaventura.
Allí los está aguardando Pedro Zamora. En mientras, yo voy un poquito
más abajo a buscar a los Zanates. Luego volveré.
Al día siguiente volvió, ya de atardecida. Y sí, con él venían los Zanates. Se les veía la cara prieta entre el pardear de la tarde. También venían otros tres que no conocíamos.
—En el camino conseguiremos caballos —nos dijo. Y lo seguimos.
Desde mucho antes de llegar a San
Buenaventura nos dimos cuenta de que los ranchos estaban ardiendo. De
las trojes de la hacienda se alzaba más alta la llamarada, como si
estuviera quemándose un charco de aguarrás. Las chispas volaban y se
hacían rosca en la oscuridad del cielo formando grandes nubes
alumbradas.
Seguimos caminando de frente,
encandilados por la luminaria de San Buenaventura, como si algo nos
dijera que nuestro trabajo era estar allí, para acabar con lo que
quedara.
Pero no habíamos alcanzado a llegar
cuando encontramos a los primeros de a caballo que venían al trote,
con la soga morreada en la cabeza de la silla y tirando, unos, de
hombres pialados que, en ratos, todavía caminaban sobre sus manos, y
otros, de hombres a los que ya se les habían caído las manos y traían
descolgada la cabeza.
Los miramos pasar. Más atrás venía Pedro Zamora y mucha gente a caballo. Mucha más gente que nunca. Nos dio gusto.
Daba gusto mirar aquella larga fila
de hombres cruzando el Llano Grande otra vez, como en los tiempos
buenos. Como al principio, cuando nos habíamos levantado de la tierra
como huizapoles maduros aventados por el viento, para llenar de terror
todos los alrededores del Llano. Hubo un tiempo que así fue. Y ahora
parecía volver.
De allí nos encaminamos hacia San
Pedro. Le prendimos fuego y luego la emprendimos rumbo al Petacal.
Era la época en que el maíz ya estaba por pizcarse y las milpas se
veían secas y dobladas por los ventarrones que soplan por este tiempo
sobre el Llano. Así que se veía muy bonito ver caminar el fuego en los
potreros; ver hecho una pura brasa casi todo el Llano en la quemazón
aquella, con el humo ondulado por arriba; aquel humo oloroso a carrizo
y a miel, porque la lumbre había llegado también a los cañaverales.
Y de entre el humo íbamos saliendo
nosotros, como espantajos, con la cara tiznada, arreando ganado de
aquí y de allá para juntarlo en algún lugar y quitarle el pellejo. Ése
era ahora nuestro negocio: los cueros de ganado.
Porque, como nos dijo Pedro Zamora:
«Esta revolución la vamos a hacer con el dinero de los ricos. Ellos
pagarán las armas y los gastos que cueste esta revolución que estamos
haciendo. Y aunque no tenemos por ahorita ninguna bandera por qué
pelear, debemos apurarnos a amontonar dinero, para que cuando vengan
las tropas del gobierno vean que somos poderosos.» Eso nos dijo.
Y cuando al fin volvieron las
tropas, se soltaron matándonos otra vez, como antes, aunque no con la
misma facilidad. Ahora se veía a leguas que nos tenían miedo.
Pero nosotros también les teníamos
miedo. Era de verse cómo se nos atoraban los güevos en el pescuezo con
sólo oír el ruido que hacían sus guarniciones o las pezuñas de sus
caballos al golpear las piedras de algún camino, donde estábamos
esperando para tenderles una emboscada. Al verlos pasar, casi
sentíamos que nos miraban de reojo y como diciendo: «Ya los venteamos,
nomás nos estamos haciendo disimulados.»
Y así parecía ser, porque de buenas
a primeras se echaban sobre suelo, afortinados detrás de sus
caballos y nos resistían allí, hasta que otros nos iban cercando
poquito a poco, agarrándonos como a gallinas acorraladas. Desde
entonces supimos que a ese paso no íbamos a durar mucho, aunque
éramos muchos.
Y es que ya no se trataba de
aquella gente del general Urbano, que nos habían echado al principio y
que se asustaban a puros gritos y sombrerazos; aquellos hombres
sacados a la fuerza de sus ranchos para que nos combatieran y que
sólo cuando nos veían poquitos se iban sobre nosotros. Ésos ya se
habían acabado. Después vinieron otros; pero estos últimos eran los
peores. Ahora era un tal Olachea, con gente aguantadora y entrona; con
alteños traídos desde Teocaltiche, revueltos con indios tepehuanes:
unos indios mechudos, acostumbrados a no comer en muchos días y que a
veces se estaban horas enteras espiándolo a uno con el ojo fijo y sin
parpadear, esperando a que uno asomara la cabeza para dejar ir,
derechito a uno, una de esas balas largas de «30-30» que quebraban el
espinazo como si se rompiera una rama podrida.
No tiene ni qué, que era más fácil
caer sobre los ranchos en lugar de estar emboscando a las tropas del
gobierno. Por eso nos desperdigamos, y con un puñito aquí y otro más
allá hicimos más perjuicios que nunca, siempre a la carrera, pegando
la patada y corriendo como mulas brutas.
Y así, mientras en las faldas del
volcán se estaban quemando los ranchos del Jazmín, otros bajábamos de
repente sobre los destacamentos, arrastrando ramas de huizache y
haciendo creer a la gente que éramos muchos, escondidos entre la
polvareda y la gritería que armábamos.
Los soldados mejor se quedaban
quietos, esperando. Estuvieron un tiempo yendo de un lado para otro, y
ora iban para adelante y ora para atrás, como atarantados. Y desde
aquí se veían las fogatas en la sierra, grandes incendios como si
estuvieran quemando los desmontes. Desde aquí veíamos arder día y
noche las cuadrillas y los ranchos y a veces algunos pueblos más
grandes, como Tuzamilpa y Zapotitlán, que iluminaban la noche. Y los
hombres de Olachea salían para allá, forzando la marcha; pero cuando
llegaban, comenzaba a arder Totolimispa, muy acá, muy atrás de ellos.
Era bonito ver aquello. Salir de
pronto de la maraña de los tepemezquites cuando ya los soldados se
iban con sus ganas de pelear, y verlos atravesar el llano vacío, sin
enemigo al frente, como si se zambulleran en el agua honda y sin
fondo que era aquella gran herradura del Llano encerrada entre
montañas.
Quemamos el Cuastecomate y jugamos allí a los toros. A Pedro Zamora le gustaba mucho este juego del toro.
Los federales se habían ido por el
rumbo de Autlán, en busca de un lugar que le dicen La Purificación,
donde según ellos estaba la nidada de bandidos de donde habíamos
salido nosotros. Se fueron y nos dejaron solos en el Cuastecomate.
Allí hubo modo de jugar al toro. Se
les habían quedado olvidados ocho soldados, además del administrador y
el caporal de la hacienda. Fueron dos días de toros.
Tuvimos que hacer un corralito
redondo como esos que se usan para encerrar chivas, para que sirviera
de plaza. Y nosotros nos sentamos sobre las trancas para no dejar
salir a los toreros, que corrían muy fuerte en cuanto veían el
verduguillo con que los quería cornear Pedro Zamora.
Los ocho soldaditos sirvieron para
una tarde. Los otros dos para la otra. Y el que costó más trabajo fue
aquel caporal flaco y largo como garrocha de otate, que escurría el
bulto sólo con ladearse un poquito. En cambio, el administrador se
murió luego luego. Estaba chaparrito y ovachón y no usó ninguna maña
para sacarle el cuerpo al verduguillo. Se murió muy callado, casi sin
moverse y como si él mismo hubiera querido ensartarse. Pero el
caporal sí costó trabajo.
Pedro Zamora les había prestado una
cobija a cada uno, y ésa fue la causa de que al menos el caporal se
haya defendido tan bien de los verduguillos con aquella pesada y
gruesa cobija; pues en cuanto supo a qué atenerse, se dedicó a
zangolotear la cobija contra el verduguillo que se le dejaba ir
derecho, y así lo capoteó hasta cansar a Pedro Zamora. Se veía a las
claras lo cansado que ya estaba de andar correteando al caporal, sin
poder darle sino unos cuantos pespuntes. Y perdió la paciencia. Dejó
las cosas como estaban y, de repente, en lugar de tirar derecho como
lo hacen los toros, le buscó al del Cuastecomate las costillas con el
verduguillo, haciéndole a un lado la cobija con la otra mano. El
caporal pareció no darse cuenta de lo que había pasado, porque todavía
anduvo un buen rato sacudiendo la frazada de arriba abajo como si se
anduviera espantando las avispas. Sólo cuando vio su sangre dándole
vueltas por la cintura dejó de moverse. Se asustó y trató de taparse
con sus dedos el agujero que se le había hecho en las costillas, por
donde le salía en un solo chorro la cosa aquella colorada que lo hacía
ponerse más descolorido. Luego se quedó tirado en medio del corral
mirándonos a todos. Y allí se estuvo hasta que lo colgamos, porque
de otra manera hubiera tardado mucho en morirse.
Desde entonces, Pedro Zamora jugó al toro más seguido, mientras hubo modo.
Por ese tiempo casi todos éramos
«abajeños», desde Pedro Zamora para abajo; después se nos juntó gente
de otras partes: los indios güeros de Zacoalco, zanconzotes y con
caras como de requesón. Y aquellos otros de la tierra fría, que se
decían de Mazamitla y que siempre andaban ensarapados como si a todas
horas estuvieran cayendo las aguasnieves. A estos últimos se les
quitaba el hambre con el calor, y por eso Pedro Zamora los mandó a
cuidar el puerto de los Volcanes, allá arriba, donde no había sino
pura arena y rocas lavadas por el viento. Pero los indios güeros
pronto se encariñaron con Pedro Zamora y no se quisieron separar de
él. Iban siempre pegaditos a él, haciéndole sombra y todos los
mandados que él quería que hicieran. A veces hasta se robaban las
mejores muchachas que había en los pueblos para que él se encargara de
ellas.
Me acuerdo muy bien de todo. De las
noches que pasábamos en la sierra, caminando sin hacer ruido y con
muchas ganas de dormir, cuando ya las tropas nos seguían de muy
cerquita el rastro. Todavía veo a Pedro Zamora con su cobija solferina
enrollada en los hombros cuidando que ninguno se quedara rezagado:
— ¡Epa, tú, Pitasio, métele
espuelas a ese caballo! ¡Y usté no se me duerma, Reséndiz, que lo
necesito para platicar! Sí, él nos cuidaba. Íbamos caminando mero en
medio de la noche, con los ojos aturdidos de sueño y con la idea ida;
pero él, que nos conocía a todos, nos hablaba para que levantáramos la
cabeza. Sentíamos aquellos ojos bien abiertos de él, que no dormían y
que estaban acostumbrados a ver de noche y a conocernos en lo
oscuro. Nos contaba a todos, de uno en uno, como quien está contando
dinero. Luego se iba a nuestro lado. Oíamos las pisadas de su caballo y
sabíamos que sus ojos estaban siempre alerta; por eso todos, sin
quejarnos del frío ni del sueño que hacía, callados, lo seguíamos
como si estuviéramos ciegos.
Pero la cosa se descompuso por
completo desde el descarrilamiento del tren en la cuesta de Sayula.
De no haber sucedido eso, quizá todavía estuviera vivo Pedro Zamora y el chino Arias y el Chihuila y
tantos otros, y la revuelta hubiera seguido por el buen camino. Pero
Pedro Zamora le picó la cresta al gobierno con el descarrilamiento del
tren de Sayula.
Todavía veo las luces de las
llamaradas que se alzaban allí donde apilaron a los muertos. Los
juntaban con palas o los hacían rodar como troncos hasta el fondo de
la cuesta, y cuando el montón se hacía grande, lo empapaban con
petróleo y le prendían fuego. La jedentina se la llevaba el aire muy
lejos, y muchos días después todavía se sentía el olor a muerto
chamuscado.
Tantito antes no sabíamos bien a
bien lo que iba a suceder. Habíamos regado de cuernos y huesos de
vaca un tramo largo de la vía y, por si esto fuera poco, habíamos
abierto los rieles allí donde el tren iría a entrar en la curva.
Hicimos eso y esperamos.
La madrugada estaba comenzando a
dar luz a las cosas. Se veía ya casi claramente a la gente apeñuscada
en el techo de los carros. Se oía que algunos cantaban. Eran voces de
hombres y de mujeres. Pasaron frente a nosotros todavía medio
ensombrecidos por la noche, pero pudimos ver que eran soldados con sus
galletas. Esperamos. El tren no se detuvo.
De haber querido lo hubiéramos
tiroteado, porque el tren caminaba despacio y jadeaba como si a puros
pujidos quisiera subir la cuesta. Hubiéramos podido hasta platicar con
ellos un rato. Pero las cosas eran de otro modo.
Ellos empezaron a darse cuenta de
lo que les pasaba cuando sintieron bambolearse los carros, cimbrarse
el tren como si alguien lo estuviera sacudiendo. Luego la máquina se
vino para atrás, arrastrada y fuera de la vía por los carros pesados y
llenos de gente. Daba unos silbatazos roncos y tristes y muy largos.
Pero nadie la ayudaba. Seguía hacia atrás arrastrada por aquel tren
al que no se le veía fin, hasta que le faltó tierra y yéndose de lado
cayó al fondo de la barranca. Entonces los carros la siguieron, uno
tras otro, a toda prisa, tumbándose cada uno en su lugar allá abajo.
Después todo se quedó en silencio como si todos, hasta nosotros, nos
hubiéramos muerto. Así pasó aquello.
Cuando los vivos comenzaron a salir
de entre las astillas de los carros, nosotros nos retiramos de allí,
acalambrados de miedo.
Estuvimos escondidos varios días;
pero los federales nos fueron a sacar de nuestro escondite. Ya no nos
dieron paz; ni siquiera para mascar un pedazo de cecina en paz.
Hicieron que se nos acabaran las horas de dormir y de comer, y que los
días y las noches fueran iguales para nosotros. Quisimos llegar al
cañón del Tozín; pero el gobierno llegó primero que nosotros.
Faldeamos el volcán. Subimos a los montes más altos y allí, en ese
lugar que le dicen el Camino de Dios, encontramos otra vez al gobierno
tirando a matar. Sentíamos cómo bajaban las balas sobre nosotros, en
rachas apretadas, calentando el aire que nos rodeaba. Y hasta las
piedras detrás de las que nos escondíamos se hacían trizas una tras
otra como si fueran terrones. Después supimos que eran ametralladoras
aquellas carabinas con que disparaban ahora sobre nosotros y que
dejaban hecho una coladera el cuerpo de uno; pero entonces creímos
que eran muchos soldados, por miles, y todo lo que queríamos era
correr de ellos.
Corrimos los que pudimos. En el Camino de Dios se quedó el Chihuila, atejonado
detrás de un madroño, con la cobija envuelta en el pescuezo como si
se estuviera defendiendo del frío. Se nos quedó mirando cuando nos
íbamos cada quien por su lado para repartirnos la muerte. Y él
parecía estar riéndose de nosotros, con sus dientes pelones, colorados
de sangre.
Aquella desparramada que nos dimos
fue buena para muchos; pero a otros les fue mal. Era raro que no
viéramos colgados de los pies a alguno de los nuestros en cualquier
palo de algún camino. Allí duraban hasta que se hacían viejos y se
arriscaban como pellejos sin curtir. Los zopilotes se los comían por
dentro, sacándoles las tripas, hasta dejar la pura cáscara. Y como los
colgaban alto, allá se estaban campaneándose al soplo del aire muchos
días, a veces meses, a veces ya nada más las puras tilangas de los
pantalones bulléndose con el viento como si alguien las hubiera puesto
a secar allí. Y uno sentía que la cosa ahora sí iba de veras al ver
aquello.
Algunos ganamos para el Cerro
Grande y arrastrándonos como víboras pasábamos el tiempo mirando
hacia el Llano, hacia aquella tierra de allá abajo donde habíamos
nacido y vivido y donde ahora nos estaban aguardando para matarnos. A
veces hasta nos asustaba la sombra de las nubes.
Hubiéramos ido de buena gana a
decirle a alguien que ya no éramos gente de pleito y que nos dejaran
estar en paz; pero, de tanto daño que hicimos por un lado y otro, la
gente se había vuelto matrera y lo único que habíamos logrado era
agenciarnos enemigos. Hasta los indios de acá arriba ya no nos
querían. Dijeron que les habíamos matado sus animalitos. Y ahora
cargan armas que les dio el gobierno y nos han mandado decir que nos
matarán en cuanto nos vean:
«No queremos verlos; pero si los vemos los matamos», nos mandaron decir.
De este modo se nos fue acabando la
tierra. Casi no nos quedaba ya ni el pedazo que pudiéramos necesitar
para que nos enterraran. Por eso decidimos separarnos los últimos,
cada quien arrendado por distinto rumbo.
Con Pedro Zamora anduve cosa de cinco años. Días buenos, días malos, se ajustaron cinco años. Después ya no lo volví a ver. Dicen que se fue a México detrás de una mujer y que por allá lo mataron. Algunos estuvimos esperando a que regresara, que cualquier día apareciera de nuevo para volvernos a levantar en armas; pero nos cansamos de esperar. Es todavía la hora en que no ha vuelto. Lo mataron por allá. Uno que estuvo conmigo en la cárcel me contó eso de que lo habían matado.
Con Pedro Zamora anduve cosa de cinco años. Días buenos, días malos, se ajustaron cinco años. Después ya no lo volví a ver. Dicen que se fue a México detrás de una mujer y que por allá lo mataron. Algunos estuvimos esperando a que regresara, que cualquier día apareciera de nuevo para volvernos a levantar en armas; pero nos cansamos de esperar. Es todavía la hora en que no ha vuelto. Lo mataron por allá. Uno que estuvo conmigo en la cárcel me contó eso de que lo habían matado.
Yo
salí de la cárcel hace tres años. Me castigaron allí por muchos
delitos; pero no porque hubiera andado con Pedro Zamora. Eso no lo
supieron ellos. Me agarraron por otras cosas, entre otras por la mala
costumbre que yo tenía de robar muchachas. Ahora vive conmigo una de
ellas, quizá la mejor y más buena de todas las mujeres que hay en el
mundo. La que estaba allí, afuerita de la cárcel, esperando quién
sabe desde cuándo a que me soltaran.
— ¡Pichón!, te estoy esperando a ti —me dijo—. Te he estado esperando desde hace mucho tiempo.
Yo
entonces pensé que me esperaba para matarme. Allá como entre sueños
me acordé de quién era ella. Volví a sentir el agua fría de la
tormenta que estaba cayendo sobre Telcampana, esa noche que entramos
allí y arrasamos el pueblo. Casi estaba seguro de que su padre era
aquel viejo al que le dimos su aplaque cuando ya íbamos de salida; al
que alguno de nosotros le descerrajó un tiro en la cabeza mientras yo
me echaba a su hija sobre la silla del caballo y le daba unos cuantos
coscorrones para que se calmara y no me siguiera mordiendo. Era una
muchachita de unos catorce años, de ojos bonitos, que me dio mucha
guerra y me costó buen trabajo amansarla.
—Tengo un hijo tuyo —me dijo después—. Allí está.
Y apuntó con el dedo a un muchacho largo con los ojos azorados:
—¡Quítate el sombrero, para que te vea tu padre!
Y
el muchacho se quitó el sombrero. Era igualito a mí y con algo de
maldad en la mirada. Algo de eso tenía que haber sacado de su padre.
—También a él le dicen el Pichón —volvió
a decir la mujer, aquella que ahora es mi mujer—. Pero él no es
ningún bandido ni ningún asesino. Él es gente buena. -Yo agaché la
cabeza.
Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno (de nombre artístico Juan
Rulfo). (Sayula,
Jalisco, 16 de mayo
de 1917 - México,
D. F., 7
de enero de 1986)
fue un escritor, guionista y fotógrafo mexicano,
perteneciente a la generación del 52.3 La
reputación de Rulfo se asienta en dos pequeños libros: El Llano en llamas, compuesto de
diecisiete pequeños relatos y publicado en 1953, y la novela Pedro
Páramo, publicada en 1955.
Juan Rulfo fue uno de los grandes escritores latinoamericanos del siglo XX,
en sus obras se presenta una combinación de realidad y fantasía, cuya acción se
desarrolla en escenarios mexicanos, y sus personajes representan y reflejan el
tipismo del lugar, con sus grandes problemáticas socio-culturales entretejidas
con el mundo fantástico. La obra de Rulfo, y sobre todo Pedro
Páramo, es el parteaguas de la literatura mexicana, marca el fin de la Novela revolucionaria, lo cual permitió las
experimentaciones narrativas como es el caso de la Generación del Medio Siglo
en México o los escritores pertenecientes al Boom Latinoamericano.
Huérfano de padre a los siete años, cuatro años después falleció su madre.
En 1929, se trasladó a San Gabriel y vivió con su abuela y posteriormente en el
orfanatorio Luis Silva —actualmente Instituto Luis Silva— en la ciudad de Guadalajara. En 1924 inició sus
estudios de primaria. En 1933 intentó ingresar a la Universidad de Guadalajara, pero al
estar en huelga, optó por trasladarse a la Ciudad de México. Asistió de oyente
al Colegio de San Ildefonso. En 1934
comenzó a escribir sus trabajos literarios y a colaborar en la revista América.4
A partir de 1946 se dedicó también a la labor fotográfica, en la que realizó
notables composiciones. Trabajó para la compañía Goodrich-Euzkadi de 1946 a
1952 como agente viajero. En 1947 se casó con Clara Angelina Aparicio Reyes,
con quien tuvo cuatro hijos (Claudia Berenice, Juan Francisco, Juan Pablo y
Juan Carlos). De 1954 a 1957 fue colaborador de la Comisión del Papaloapan y
editor en el Instituto Nacional Indigenista en la Ciudad de México.5
En 1930 participó en la revista México. En 1945, publicó, para la
revista Pan en Guadalajara los cuentos: “La vida no es muy seria en sus
cosas”, “Nos han dado la tierra” así como en “Macario”. Establecido en la
Ciudad de México en 1946 se publicó el cuento “Macario” en la revista América.
En 1948, se publicó “La cuesta de las comadres” y en 1950 “Talpa” y El Llano en llamas. En 1951 la revista América
publicó el cuento “¡Diles que no me maten!” y en 1953 el Fondo de Cultura Económica integró El
Llano en llamas (al que pertenece el cuento “Nos han dado la tierra”) en la
colección Letras Mexicanas.6 En
1955 se publicó Pedro Páramo.
Entre 1956 y 1958 escribió su segunda novela, El gallo de oro, que no fue
publicada sino hasta 1980.7
Después de haber concluido sus dos novelas, Rulfo abandonó la escritura de
libros. En marzo de 1974, durante un diálogo estudiantil en la Universidad Central de Venezuela,
Rulfo justificó ese abandono con la muerte de su tío Celerino, quien "le
platicaba todo".8
El tío Celerino existió realmente y, con él, Rulfo recorrió muchos pueblos y
escucho sus historias, las cuales eran consideradas como fantasiosas.8
El escritor Enrique Vila-Matas, en su libro Bartleby y compañía,
describe esta justificación como una de las más creativas que haya conocido.9
Para el escritor César Leante, Rulfo quiso evitar la repetición de
evocar la crueldad y el dolor expresados en El Llano en llamas y Pedro
Páramo.10
La esencia de la explicación de Leante se asemeja a la declaración de Rulfo
acerca de que, al escribir Pedro Páramo, pensaba frecuentemente en salir
de la ansiedad, porque la escritura llevaba al sufrimiento.11
En 1956, el director de cine Emilio "el Indio" Fernández le solicitó
guiones para cine, Rulfo en colaboración con Juan José Arreola realizó algunos de ellos.
Muchos de sus textos han sido base de producciones cinematográficas. En 1960 se
produjo la película El despojo basada en una idea de Rulfo. En 1964 El
gallo de oro dirigida por Roberto Gavaldón y adaptada al cine por Carlos
Fuentes y Gabriel García Márquez.12
La película El Rincón de las Vírgenes dirigida
por Alberto
Isaac en 1972,
es una adaptación del cuento Anacleto
Morones incluido en El Llano en llamas.
Fue un incansable viajero y participó de varios congresos y encuentros
internacionales, y obtuvo varios premios. Recibió el Premio Xavier Villaurrutia en 1956 por
su novela Pedro Páramo.13
Fue ganador del Premio Nacional de
Literatura por el gobierno federal de México en 1970.14
En 1974 viajó a Europa
para participar en el Congreso de Estudiantes de la Universidad de Varsovia. Fue invitado a
integrarse a la comitiva presidencial viajando por Alemania, Checoslovaquia,
Austria y Francia. El 9 de
julio de 1976, fue elegido miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, tomó
posesión de la silla XXXV el 25 de septiembre de 1980.5
Rulfo ganó el Premio Príncipe de Asturias de España
en 1983.
Durante mucho tiempo Rulfo tuvo una única novela publicada, Pedro
Páramo. Esta obra tuvo una larga gestación. Rulfo sostuvo que concibió
la primera idea de la novela antes de cumplir los treinta años, y ya en dos
cartas dirigidas en 1947
a su novia Clara Aparicio se refiere a esta obra bajo el nombre de Una
estrella junto a la luna, diciendo que le daba algún trabajo.
Posteriormente, también declaró que los cuentos de El Llano en llamas fueron en parte una
manera de aproximarse a su novela. En la última etapa de la escritura de ésta
cambia el nombre en Los murmullos, un título que muestra una aparente
inspiración de la novela Las palmeras salvajes / If I Forget Thee,
Jerusalem de William Faulkner, aunque él siempre reconoció la
influencia de la literatura irlandesa y en particular de la novela Gente
independiente, de Halldór
Laxness, islandés. Gracias a una beca del Centro Mexicano de Escritores
puede concluirla entre 1953
y 1954. En este
último año tres revistas publican adelantos de la novela y en 1955 aparece como
libro. La edición fue de dos mil ejemplares, de los cuales solamente se
vendieron la mitad, el resto fueron obsequiados. La novela fue traducida a
varios idiomas: alemán, sueco, inglés, francés, italiano, polaco, noruego,
finlandés.
Algunos críticos advierten de inmediato que se trata de una obra maestra,
aunque no faltaron lectores habituados a los esquemas novelísticos del siglo
XIX que se desorientan frente a su innovadora estructura, reaccionando con
desconcierto. Pero los estudios más recientes al respecto, como La recepción
inicial de Pedro Páramo, de Jorge Cepeda, han puesto en claro, que desde el
principio, el reconocimiento a esta obra, dentro y fuera de México, ha
sido ininterrumpido y creciente. Los estudios dedicados a Pedro
Páramo son muy numerosos y se incrementan cada año.
Pedro
Páramo fue muy estimada por autores como Jorge
Luis Borges, quien dijo:
Pedro Páramo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua
hispánica, y aun de toda la literatura.15
Gabriel García Márquez escribió, al recordar
su primera lectura de la novela:
... Álvaro Mutis subió a grandes zancadas los siete pisos
de mi casa con un paquete de libros, separó del montón el más pequeño y corto,
y me dijo muerto de risa: ¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda! Era Pedro
Páramo. Aquella noche no pude dormir mientras no terminé la segunda
lectura. Nunca, desde la noche tremenda en que leí la Metamorfosis de Kafka
en una lúgubre pensión de estudiantes de Bogotá —casi diez años atrás— había
sufrido una conmoción semejante.
Y Susan Sontag también:
La novela de Rulfo no es sólo una de las obras maestras de la literatura
mundial del siglo XX, sino uno de los libros más influyentes de este mismo
siglo.
El gallo de
oro es la
segunda novela de Juan Rulfo. A pesar de haber sido escrita entre 1956 y 1958,
recién fue publicada en 1980 y en una edición descuidada; la edición de 2010
corrige muchos errores. Existen traducciones al alemán, italiano, francés y portugués.
A Juan Rulfo le bastaron una
novela y un libro de cuentos para ocupar un lugar de privilegio dentro de las
letras hispanoamericanas. Creador de un universo rural inconfundible, el
narrador plasmó en sus narraciones no sólo las peculiaridades de la idiosincrasia
mexicana, sino también el drama profundo de la condición humana. El llano en
llamas (1953) reúne diecisiete cuentos que reflejan un mundo cerrado y
violento donde el costumbrismo tradicional se desplaza para vincularse con los
mitos más antiguos de Occidente: la búsqueda del padre, la expulsión del
paraíso, la culpa original, la primera pareja, la vida, la muerte. Pedro
Páramo (1955) trata los mismos temas de sus relatos, pero los traslada al
ámbito de la novela rodeándolos de una atmósfera macabra y poética. Este libro
ostenta, además, una prodigiosa arquitectura formal que fragmenta el carácter
lineal del relato.
La mítica ciudad de Comala sirve de
escenario para la novela y algunos cuentos de Juan Rulfo. Su paisaje es siempre
idéntico, una inmensa llanura en la que nunca llueve, valles abrasados, lejanas
montañas y pueblos habitados por gente solitaria. Y no es difícil reconocer en
esta descripción las características de Sayula, en el Estado de Jalisco, donde
el 16 de mayo de 1918 nació el niño que, más tarde, se haría famoso en el mundo
de las letras. Su nombre completo era Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo
Vizcaíno.
Juan Rulfo dividió su infancia entre
su pueblo natal y San Gabriel (así se llamaba la actual Ciudad Venustiano
Carranza), donde realizó sus primeros estudios y pudo contemplar algunos
episodios de la sublevación cristera, violento levantamiento que, al grito de
"¡Viva Cristo Rey!" y ante el cómplice silencio de las autoridades
eclesiásticas, se opuso a las leyes promulgadas por el presidente Calles para
prohibir las manifestaciones públicas del culto y subordinar la Iglesia al
Estado.
Rulfo vivió en San Gabriel hasta los
diez años, en compañía de su abuela, para ingresar luego en un orfanato donde
permaneció cuatro años más. Puede afirmarse, sin temor a incurrir en error, que
la rebelión de los cristeros fue determinante en el despertar de su vocación
literaria, pues el sacerdote del pueblo, con el deseo de preservar la
biblioteca parroquial, la confió a la abuela del niño. Rulfo tuvo así a su
alcance, cuando apenas había cumplido los ocho años, todos aquellos libros que
no tardaron en llenar sus ratos de ocio.
A los dieciséis años intentó ingresar
en la Universidad de Guadalajara, pero no pudo hacerlo pues los estudiantes
mantuvieron, por aquel entonces, una interminable huelga que se prolongó a lo
largo de año y medio. En Guadalajara publicó sus primeros textos, que
aparecieron en la revista Pan, dirigida por Juan José Arreola. Poco después se
instaló en México D.F., ciudad que, con algunos intervalos, iba a convertirse
en su lugar de residencia y donde, el 7 de enero de 1986, le sorprendería la
muerte.
Ya en la capital, intentó de nuevo
entrar en la universidad, alentado por su familia a seguir los pasos de su
abuelo, pero fracasó en los exámenes para el ingreso en la Facultad de Derecho
y se vio obligado a trabajar. Entró entonces en la Secretaría de Gobernación
como agente de inmigración; debía localizar a los extranjeros que vivían fuera
de la ley. Desempeñó primero sus funciones en la capital para trabajar luego en
Tampico y Guadalajara y recorrer, más tarde, durante dos o tres años, extensas
zonas del país, entrando así en contacto con el habla popular, los peculiares
dialectos, el comportamiento y el carácter de distintas regiones y grupos de
población.
Esta vida viajera, este contacto con
la múltiple realidad mexicana, fue fundamental en la elaboración de su obra
literaria. Más tarde, y siempre en la misma Secretaría de Gobernación, fue
trasladado al Archivo de Migración. Rulfo se ganó la vida en trabajos muy
diversos: estuvo empleado en una compañía que fabricaba llantas de hule y
también en algunas empresas privadas, tanto nacionales como extranjeras.
Simultáneamente, dirigió y coordinó diversos trabajos para el Departamento
Editorial del Instituto Nacional Indigenista y fue también asesor literario del
Centro Mexicano de Escritores, institución que, en sus inicios, le había
concedido una beca.
La obra de Juan Rulfo, pese a constar
sólo de dos libros, le valió un general reconocimiento en todo el mundo de
habla española, reconocimiento que se concretó en premios tan importantes como
el Nacional de Letras (1970) y el Príncipe de Asturias de España (1983); fue
traducida a numerosos idiomas. En 1953 apareció el primero de ellos, El
llano en llamas, que incluía diecisiete narraciones (algunas de ellas
situadas en la mítica Comala), que son verdaderas obras maestras de la
producción cuentística.
Cuando, en 1955, aparece Pedro
Páramo, la única novela que escribió Juan Rulfo, el acontecimiento señala
el final de un lento proceso que ha ocupado al escritor durante años y que
aglutina toda la riqueza y diversidad de su formación literaria. Una formación
que ha asimilado deliberadamente las más diversas literaturas extranjeras,
desde los modernos autores escandinavos, como Halldor Laxness y Knut Hamsun,
hasta las producciones rusas o estadounidenses. Basta con acercarse a la
novela, de estructura más poética que lógica, que ha sido tachada de confusa
por algunos críticos, para comprender la paciente laboriosidad del autor, el
minucioso trabajo que su redacción supuso y que le exigió rehacer numerosos
párrafos, desechar páginas y páginas ya escritas.
Desde 1955, año de la aparición de Pedro
Páramo, Rulfo anunció, varias veces y en épocas distintas, que estaba
preparando un libro de relatos de inminente publicación, Días sin floresta,
y otra novela titulada La cordillera, que pretendía ser la historia de
una inexistente región de México desde el siglo XVI hasta nuestros días. Pero
el autor no volvió a publicar libro alguno. En una entrevista de 1976, Rulfo
confesó que la novela proyectada había terminado en la basura. De vez en
cuando, algunos textos suyos aparecían en las páginas de las publicaciones
periódicas dedicadas a la literatura. Así, en septiembre de 1959, la Revista
Mexicana de Literatura publicó con el título de Un pedazo de noche un
fragmento de un relato de tema urbano; mucho más tarde, en marzo de 1976, la
revista ¡Siempre! incluía dos textos inéditos de Rulfo: una narración, El
despojo, y el poema La fórmula secreta.
Pero esta escasa producción literaria
ha servido de inspiración y base para una considerable floración de
producciones cinematográficas, adaptaciones de cuentos y textos de Rulfo que se
iniciaron, en 1955, con la película dirigida por Alfredo B. Crevenna, Talpa,
cuyo guión es una adaptación de Edmundo Báez del cuento homónimo del escritor.
Siguieron El despojo, dirigida por Antonio Reynoso (1960); Paloma
herida, que, con argumento rulfiano, dirigió el mítico realizador mexicano
Emilio Indio Fernández; El gallo de oro (1964), dirigida por Roberto
Gavaldón, cuyo guión sobre una idea original del autor fue elaborado por Carlos
Fuentes y Gabriel García Márquez. En 1972, Alberto Isaac dirigió y adaptó al
cine dos cuentos de El llano en llamas y en 1976 se estrenó La Media
Luna, película dirigida por José Bolaños que supone la segunda versión
cinematográfica de la novela Pedro Páramo.
Cuatro
películas se basaron en esta novela:7 El gallo de oro (1964), de Roberto
Gavaldón. El
imperio de la fortuna (1986), dirigida por Arturo Ripstein.. La fórmula secreta (1964),
de Rubén Gámez.. El despojo (1960),
cortometraje de Antonio Reynoso.
Obras. Un
pedazo de noche, único fragmento que quedó de la novela El Hijo del
desaliento. La vida no es muy seria en sus cosas (cuento) (1945). El
Llano en llamas, (1953). Pedro Páramo, (1955). El gallo de oro (1980). Talpa (cuento)
Fueron tantas las reacciones
periodísticas y las notas necrológicas que se publicaron después de la muerte
de Rulfo que con ellas se elaboró un libro titulado Los murmullos,
antología periodística en torno a la muerte de Juan Rulfo. Póstumamente se
recopilaron los artículos que el autor había publicado en 1981 en la revista
Proceso.
Semblanza biográfica: Wikipedia, biografiasyvidas.com.Texto:El cuento del día. Foto:internet.
Semblanza biográfica: Wikipedia, biografiasyvidas.com.Texto:El cuento del día. Foto:internet.