Se fue Mutis, dejándonos a Maqroll el Gaviero...
A propósito del homenaje al creador de Maqroll el Gaviero, presentamos este perfil del poeta bogotano publicado por el diario francés Le Monde
Álvaro Mutis creador de la saga de Maqroll el Gaviero/elespectador.com |
Una casa
tranquila del barrio San Jerónimo, en el sur de México, más allá del
parque Chapultepec y alejada de las grandes avenidas de la ciudad más
contaminada del mundo. El viento mueve las hojas del bananero en el gran
patio cubierto de gramilla. Ustedes cruzarán la cocina donde Carmen, la
compañera de Álvaro Mutis, prepara sobre una gran cocina los platos con
aromas dulces y picantes. Álvaro Mutis les ofrecerá un vaso de whisky o
de tequila antes de invitarlos al cuarto donde trabaja.
Una
casa tranquila del barrio San Jerónimo, en el sur de México, más allá
del parque Chapultepec y alejada de las grandes avenidas de la ciudad
más contaminada del mundo. El viento mueve las hojas del bananero en el
gran patio cubierto de gramilla. Ustedes cruzarán la cocina donde
Carmen, la compañera de Álvaro Mutis, prepara sobre una gran cocina los
platos con aromas dulces y picantes. Álvaro Mutis les ofrecerá un vaso
de whisky o de tequila antes de invitarlos al cuarto donde trabaja.
Deben entrar evitando los gatos silenciosos, vigilantes guardianes del
recinto.
Sobre el escritorio, el instrumento mágico: una
modesta Smith Corona de donde salieron Maqroll el Gaviero, Abdul Bashur,
Flor Estévez y miles de personajes, ilustres conquistadores y oscuras
prostitutas que hechizan sus poemas y novelas desde hace cincuenta años.
Cerca de la máquina de escribir hay una estatuilla representando al
capitán Cuttle, personaje de Dickens particularmente querido por su
propietario. Del techo cuelga un florero árabe andaluz, de un verde
traslúcido patinado por los siglos. Una mesa enorme cubierta de libros:
una enciclopedia de los tramp steamers, una antología de Anna Akhmatova;
el Diario, de Julien Green; Los Mémoires intérieurs, de Francois
Mauriac; todo Céline, una biografía de Francisco José el imperador de
Austria… Detrás de la mesa, una pared completamente tapizada de
biografías de monarcas, memorias de grandes personajes y donde se
destaca una importante colección de objetos bizantinos. Sobre la otra
pared sus viejos amigos, los poetas: Antonio Machado, que desborda de su
estante, Apollinaire en edición original, Valery Larbaud, Residencia en
la tierra de Neruda, la obra del surrealista argentino Enrique Molina.
Sin buscar demasiado se podrían encontrar los libros fetiche del
escritor, que son también aquellos que Maqroll, su héroe favorito, su
doble, guarda celosamente en su bolso de marino: las Memorias de
ultratumba de Chateaubriand, las Memorias del Cardenal de Retz, las del
príncipe de Ligne, sin olvidar las obras completas de Balzac y Simenon,
las Fioretti de Francisco de Asís, Juan de la Cruz y los grandes del
siglo de oro.
Después descubrirán las fotos de familia. Esa
familia, más fiel que aquella a la que estamos ligados por la
naturaleza, que un hombre va creando con el pasar de los años: retratos
del último Zar y la Zarina, de Felipe Segundo y su hija Catalina
Micaela, Proust en su lecho de muerte, Borges ciego en las ruinas de
Teotihuacán, Joyce sentado en la hierba, un parche negro sobre el ojo,
Conrad, Baudelaire, Valery Larbaud, Céline. Y el amigo de toda la vida,
Gabo, en una foto que remonta al tiempo en que era reportero de El
Espectador.
También fotos del autor, y como debe ser el gran
viajero: arriba de un camello en El Cairo, en una calle de Estambul, con
amigos de Bogotá o en París. Del salón vecino llega el aire de una
cumbia de un lejano pueblo colombiano, saliendo de un 45 revoluciones.
Ustedes
charlarán entonces hasta tarde en la noche de travesías en cargos
herrumbrosos, de puertos del fin del mundo, de las bondades comparadas
de los whiskys claros y los whisky ámbar, de la superioridad del
watersoï de Gand sobre el de Anveres, de la profunda filosofía de los
gatos que vigilan las noches del Bósforo desde Bizancio, del inamovible
esplendor de Santiago de Compostela, de la grandeza de los imperios
desaparecidos de Teodora y también el de Carlos Quinto. Él les hablará
de “la enorme tontería del progreso” que le costó a la humanidad
Auschwitz e Hiroshima. Les citará la réplica de Bonaparte, tomando
posesión de los valores de Luxemburgo el primer día del Consulado, a
Lanner que le decía:
“Qué triste, esto…”
“Sí, como el poder.”
Y
he aquí que, a la vuelta de una historia contada con la gracia de un
novelista picaresco español, este hombre, cuyos propósitos parecerían
decir que está de vuelta de todo, de repente reirá fuerte como un niño y
lanzará su exclamación de costumbre: “¡Ah, qué maravilla!...”
Es
mejor confesarlo: jamás fui a la casa de Álvaro Mutis. Esta descripción
la saqué de la biografía intelectual que Eduardo García Aguilar dedicó a
Álvaro Mutis Celebraciones y otros fantasmas… y, sin embargo, escuché
tanto hablar de ella, leí tantas cosas, que la casa se volvió para mí
uno de esos lugares familiares que terminan por encantar la memoria con
más insistencia que si la hubiéramos en verdad conocido. Ella es para mí
como otros lugares, reales o imaginarios, que pueblan sus relatos; la
casa de Araucaima en el corazón de las tierras calientes de la
cordillera colombiana, donde se juntan el paraíso perdido de su infancia
y la búsqueda sin fin de la madurez de Maqroll; o la habitación de la
Shidah Caddesi en Estambul, “justo debajo de la tienda del oculista”,
desde donde se ve el golpear de las olas contra las piedras de la
fortaleza, esa habitación, escribe él en Los elementos del desastre,
donde se lo espera a él y donde nunca irá; o también las ruinas
industriales de Puerto Pollensa, en Mallorca, donde al final de tantas
aventuras Maqroll fue a proteger su lucidez desencantada…
El
hombre es macizo, cabellera blanca y espesa tirada hacia atrás, la
palabra potente, pronto a enfrentar los elementos a condición de no
olvidar su gorra de marino bretón. Él se obstina y preserva del olvido a
su ancestro el sabio José Celestino Mutis, que condujo una legendaria
expedición botánica en el virreinato de Nueva Granada. Mucha soberbia,
un toque canalla, algo entre hidalgo y trotamundos. Un apetito, una
avidez por la vida que se manifiesta en cada gesto y en cada palabra. Y
la magnífica condición de dar a cada uno de sus amigos la impresión de
que es su mejor amigo. Le encanta el contacto físico con sus lectores,
sus fanáticos que forman un verdadero “club Mutis”, que todos, y
siempre, le formulan la misma pregunta: “¿Maqroll el Gaviero es usted?”.
Maqroll el Gaviero es el doble de Álvaro Mutis como la sombra puede ser
el doble de la luz.
El escritor ejerció extraños oficios para un
poeta: representante de compañías petroleras y luego de los grandes
estudios de Hollywood, y entre otros trabajos también dio su voz al
doblaje al castellano de Los Intocables. En cuanto a Maqroll, aparece
desde los primeros poemas, al comienzo sin ser nombrado, como narrador
de aventuras improbables, como ese “Vigía” fechado en 1948 donde lo
vemos manejando un tren de vagones amarillo canario, que rueda una vez
al año, y transporta en varios meses su pasajeros desde las altas
planicies heladas hasta las tierras calientes, a través de cafetales y
bosques de eucaliptos. “Improbable”… palabra que regresa seguido bajo la
pluma de Álvaro Mutis. Es el curso de toda una vida y su desorden
irresistible que ello conlleva. El orden sólo existe en los dos
extremos: en el recuerdo de la infancia perdida y en la aceptación de la
muerte que vuelve todo “irremediablemente” (otra palabra recurrente)
ilusorio. Maqroll navega desde una a la otra, perdiéndose en el mar, en
los pantanos de los estuarios, en los tugurios de los puertos, en el
fondo de las minas que lo envuelven como un útero, para allí extraer
algunas razones de sobrevivir a la espera del último encuentro:
“Cada poema un pájaro que huye
Del sitio señalado por la plaga…
cada poema un paso hacia la muerte…
cada poema un estruendo
de lienzos que derrumban
sobre el rugir helado de las aguas…
cada poema esparce sobre el mundo
el agrio cereal de la agonía.”
Los
niños se inventan amigos imaginarios para conversar y jugar con ellos:
Borges contó que los suyos se llamaban Kilo y Moulin. Habitualmente,
esos personajes desaparecen con “la edad de la razón”. Por suerte para
sus lectores, Álvaro Mutis no alcanzó jamás la edad de la razón. Es una
suerte que su compañero de sueños sea fundamentalmente razonable, por su
filosofía de la existencia, por su humilde sumisión a los designios de
un destino siempre imprevisible, de donde él destila un orgullo
soberano. De poema en poema, durante cuarenta años, y luego a partir de
los años 80 de novela en novela (cada novela parte de imágenes poéticas
para engarzarlas con el hilo de la narración), Maqroll se volvió tan
real que, sostiene su autor, ha terminado por escapar a su control:
quizás es para hacerlo entrar en razones que últimamente hizo irrumpir
en primer plano el personaje de Abdul Bashur “soñador de navíos”, álter
ego de Maqroll como Maqroll lo es de Álvaro Mutis, y que urde “golpes
bajos” y extraños tráficos entre tapices y armas, con una astucia
oriental y que cada vez hace naufragar con corazón demasiado generoso.
Y
para confundir las pistas de forma definitiva, he aquí que Álvaro Mutis
se dejó crecer un bigote que le da un aire ligeramente levantino, al
extremo que algunos de sus amigos comenzaron a llamarlo Abdul.
A
veces le comentó a Álvaro Mutis que, de tanto desesperar del mundo y de
tanto soñar la belleza de un orden ideal y maravilloso él da prueba, por
ello mismo y en el núcleo del más negro pesimismo, de una singular
forma de optimismo, persistiendo en creer contra viento y marea en la
existencia, en un tiempo y un espacio desconocidos de los hombres y
esperado por todos, de esa belleza y de ese orden. Como Maqroll
“alimentado por la savia de su desdicha”, como todos los grandes
vencidos que él evoca Álvaro Mutis aprendió a no perder ninguna de las
minúsculas felicidades del cotidiano.
En su relato de la muerte
de Pouchkine, él evoca la última visión del poeta en su lecho de agonía:
la piel límpida y fresca de la mujer amada que le recuerda los orígenes
de su infancia y su tierra natal, “su tierra de milagros, de hazañas,
de bosque infinitos de iglesias de cúpulas doradas”. Pouchkine, Alar
l’Yllyrien de la “Muerte del estratega”, Bolívar de “Ultimo rostro”,
Maximiliano, todo esos vencidos irremediables, soberbios en su
desamparo, conocen, como Maqroll el Gaviero, esos instantes de
“vertiginosa lucidez”. ¿Habría entonces que imaginar un Maqroll feliz?
Con su risa olímpica Álvaro Mutis despacha la pregunta.