Alemania sancionó una ley que permite establecer el género como algo cultural y no natural, e incluso, como una convención social. Se permite a los intersex decidir su sexo
XXY. De Lucía Puenzo analiza un caso por fuera de la medicina y con crítica social./revista Ñ
|
Hace un mes, Alemania dio un paso pequeño para la ley pero
gigante para la humanidad: el reconocimiento de que la identidad de
género no es algo intrínseco al ser humano sino que forma parte de su
inteligibilidad social. El género se muestra entonces como algo cultural
y no natural, e incluso, como una convención social.
Desde el 1°
de noviembre, por ley, Alemania no requerirá identificar a los recién
nacidos como femenino ni masculino (hasta ahora las dos únicas opciones
legales aunque no las únicas reales), dejando el casillero de género en
blanco para ser rellenado por los sujetxs (y no por sus progenitores) a
voluntad, cuando lo deseen y si lo desean.
Esta leve modificación de la ley tiene implicancias teóricas enormes, aunque también limitaciones.
La
legislación se aplica en los casos de bebés intersex, es decir aquellos
que nacen con las características biológicas y genitales de los dos
sexos, anteriormente llamados “hermafroditas” o “andróginos”. Intersex
es el nombre con el que esta comunidad se identifica, criticando el
término médico “trastorno de diferenciación sexual” que diagnosticado
como enfermedad afecta al 1% de la población mundial, según estadísticas
de la Organización Mundial de la Salud.
La nueva ley, basada en
reclamos de activistas intersex, otorga al individux intersex el poder
de decisión sobre su propio cuerpo, antes detentada por los padres que
junto con los pediatras decidían por uno u otro género e intervenían
quirúrgicamente en consecuencia (por lo general a lxs intersex e incluso
a los portadores de micropene se lxs vuelve mujeres, por el miedo
pacato a que se convirtieran en “homosexuales pasivos”, una categoría
precámbrica).
La mayoría de las personas intersex es violentada
por la institución médica y el patriarcado desde su nacimiento, sin
tener el derecho de vivir su cuerpo y su sexualidad libremente. Podrá
decirse que en el capitalismo tardío nadie vive nada libremente, pero al
menos algunos pueden vivenciar esa ilusión; claramento no quienes desde
la infancia son sometidxs a penosas intervenciones “correctivas” para
las cuales no es necesario su consentimiento. Y en la mayoría de esos
casos, el género que deciden “las autoridades” no coincide con el
deseado por los sujetxs posteriormente, de manera que todas esas
cirugías y tratamientos pasan a revertirse a través de no menos penosos y
costosos procedimientos médicos.
Esta nueva normativa se aplica
solamente en casos de intersexualidad, es decir que esto no significa
que todo el mundo pueda elegir su género y que en las opciones no haya
simplemente dos casilleros, como lo quieren algunas imágenes utópicas
del activismo queer, comprometido con la liberación de todas las
sexualidades. Tampoco significa que se reconozca un “tercer género” ni
un literalmente “género neutro”. Esto último no sería tan escandaloso en
Alemania, ya que, más allá de su progresismo en lo que refiere a las
costumbres, la lengua alemana tiene un régimen de tres géneros para
sustantivos, adjetivos y pronombres: masculino, femenino y neutro.
Incluso el plural abarcativo asume la forma del femenino singular, y no
del masculino como en español y las otras lenguas romances. A su vez, el
género de cada sustantivo no es inmediatamente reconocible por regla,
ya que sus terminaciones son mucho más libres e irregulares que en
nuestra lengua.
Más bien, lo nuevo de esta norma permite postergar
indefinidamente la elección binaria de un género a nivel legal, y la
casilla podría quedar en blanco para siempre, abriendo la posibilidad a
futuro de que el casillero en blanco se transforme en una nueva opción.
En el Reino Unido, en 2010, una persona de 48 años, que nació varón y se
transformó en mujer a los 28 para luego no identificarse con ninguno de
los géneros, logró modificar su partida de nacimiento para figurar “sin
género”. “No encajo en los conceptos de hombre o mujer –declaró–. La
solución más fácil es no tener ninguna identidad sexual.” Esta
modificación tendrá repercusiones mayores, ya que Alemania, e incluso el
Reino Unido, deberá cambiar consecuentemente su aparato de
identificación legal. Una pregunta recurrente qué ocurrirá con
documentos de validez internacional como los pasaportes, ya que todos
los países tienen como campo obligatorio F o M, de donde las personas
que no se identifiquen con ninguno de los dos tendrían problemas para
circular por el mundo. Por eso algunos grupos abogan por la inclusión de
la X como sigla del “neutro” en tales documentos.
Pero el mayor
problema de la ley alemana es su recurso a la biología: solamente
podrían elegir su identidad de género las personas que nazcan con
ciertas características genitales. La libertad de elección pasa entonces
por un destino biológico, concepto contra el que se instituyó primero
la teoría de género, y luego el feminismo.
La teoría de género
establece una diferenciación entre sexo biológico, orientación sexual e
identidad de género. Alinear las tres instancias bajo el concepto de
naturaleza fue el trabajo de la heteronorma a lo largo de toda la
cultura occidental: si se nace mujer biológica (con determinado aparato
genital), se tiene que desear al sexo opuesto, y se tiene que vivir como
mujer, asumiendo los rasgos que la cultura atribuye a las mujeres; y
viceversa. La historia del feminismo y de las políticas de género es la
de la desarticulación de esa falsa unidad “natural” con eje en la
genitalidad. El protocolo alemán recae teóricamente en el viejo vicio de
la biología (la elección será libre solamente para quienes
biológicamente no correspondan a los géneros pautados y sean
diagnosticados con trastorno de diferenciación de género, es decir,
patologizados). La identidad entonces sigue atada a la genitalización
del cuerpo. De hecho, esta ley hace hincapié sobre los aspectos médicos
negativos que una asignación de género no deseada pueda causar sobre los
sujetxs, y no focaliza en los aspectos éticos, políticos y
epistemológicos de tal asignación forzada que se realiza sobre todos los
seres humanos. Al respecto, resulta sumamente interesante la lectura
del cuento de Sergio Bizzio “Cinismo”, y su reformulación
cinematográfica XXY dirigida por Lucía Puenzo, que
reflexionan sobre la temática intersex saliéndose de la óptica médica
para elaborar una perspectiva política (aunque no en términos políticos
tradicionales) y una crítica a la sociedad.
En ese sentido,
nuestro país ha dado un paso importantísimo en materia de derechos
humanos al elaborar la primera ley de identidad de género que no incluye
la biología como variable. Cualquier persona documentada en la
Argentina puede cambiar su identidad de género (cambiarse legalmente el
nombre en el documento) para vivir el género elegido sin necesidad de
modificar su cuerpo si no lo desea. Faltaría entonces extender esa
política electiva para los recién nacidos, y ampliar el espectro de
opciones posibles: sabemos que una elección binaria no es propiamente
una elección (si no es uno, es el otro, poniendo al sujetx entre la
espada y la pared). Para una política sexual emancipatoria no se trata
solamente de cómo cambiar el cuerpo para adecuarse al género (que es una
posibilidad), sino de cómo cambiar la cultura para adecuarla a las
personas que la habitan. Porque como sostiene la teórica transexual
norteamericana Riki Anne Wilchins, el problema de las personas
transexuales (e intersexuales, me permito agregar) no es nacer en el
cuerpo equivocado sino en una sociedad que alterna entre el odio y la
ignorancia, la tolerancia o la explotación.
Doctora en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Princeton (EE.UU.)