lunes, 23 de septiembre de 2013

Mutis: agua persistente y vastísima

Se fue Mutis, dejándonos a Maqroll el Gaviero... 

Un fragmento en tono de exégesis del ensayo de William Ospina sobre los versos de Álvaro Mutis

Álvaro Mutis, de Coello; William Ospina, de Padua: los dos tolimenses./elespectador.com

 

Desde sus comienzos, la poesía de Álvaro Mutis acumula plurales impresiones del mundo, nos sumerge en un estado de observación perpleja de esas realidades poderosas e incontrolables y finalmente nos entrega la evidencia de que esas cosas sólo es posible verlas porque están en quien las ve.
Así, el espacio contado termina siendo el retrato del hombre que lo cuenta, el observador es lo visto y el hijo de esta América equinoccial, mirando la creciente que arrastra todos los desprendimientos de la montaña, todas las criaturas sorprendidas, los follajes arrancados, los troncos atropellados que resuenan contra las piedras, los esplendores de la destrucción y de la muerte, descubre que está hecho de esa misma sustancia, descubre que él mismo es su tierra…
Es asombroso y grato comprobar que La creciente, uno de los primeros poemas de Mutis, surgió cuando su autor tenía apenas veintidós años. Estaba descubriendo al mismo tiempo que los poetas mayores de la lengua el soplo poderoso de América. Hay otro soplo potente que a Mutis le llegó temprano y es el llamado del mundo contemporáneo. Ya en Los elementos del desastre sentimos la vigorosa fusión de su mundo de densas vegetaciones, de minas perdidas en las montañas, de ríos limosos y opulentos, de cópulas frenéticas en los paisajes de tierra caliente, con ese otro mundo de cuartos de hoteles baratos en ciudades polvorientas, de patios verdosos, de trenes recorriendo las plantaciones entre climas ardientes y densos, de burdeles, de hangares abandonados a donde arriman los hidroaviones a dejar el correo, de vigas metálicas invadidas por el óxido, de gritos desamparados que recorren las calles y que parecen tocar toda cosa:
De la ortiga al granizo
del granizo al terciopelo
del terciopelo a los orinales
de los orinales al río
del río a las amargas algas
de las algas amargas a la ortiga
de la ortiga al granizo
del granizo al terciopelo
del terciopelo al hotel.
Tal vez está ya en estos poemas de mitad de siglo la influencia turbia y bienhechora de ese libro infatigablemente creador que es Residencia en la tierra, pero hay mucho más. El abigarrado salmo de Mutis fusiona otras voces, voces que están sin duda en su experiencia y no sólo en su memoria, la de Proust, la de Conrad, la de Faulkner, acaso la de Joyce, acaso la de Eliot, acaso ya la de Perse, pero que vienen a dialogar con la región más eficiente de su lenguaje, esa tierra caliente de sus paseos infantiles, ese mundo de fertilidad destructiva, las grandes noches del Tolima, los ríos que arrastran consigo montañas, las minas, las selvas lluviosas del trópico.
En medio de originales y poderosas enumeraciones su voz se afirma en una meditación desolada. ¿Cómo llamar a ese complejo sentimiento de veneración y de lástima ante los dones del mundo? A partir de cierto momento la poesía de Mutis es incapaz de ser sólo celebración. Tal vez siente que ante una realidad tan compleja y tan múltiple toda oración que sea unívoca es un error, un acto parcial, un engaño piadoso. La poesía tiene entonces que celebrar y deplorar a la vez. Tiene que advertir esa doble carga de pasión y de languidez que es uno de los misterios del trópico. Esas sensualidades que tienen un fondo de desgano, esas atmósferas donde cada elemento parece contrariar al anterior, donde a cada construcción la sucede un matiz de ruina, donde el optimismo no sería más que una ebriedad insana porque nos impide la vigilancia y el sigilo. Basta que empiece la magia, y empieza enseguida el ritmo a contrariarla:
…comienza el largo viaje entre la magia recién iniciada
Que se levanta como un grito en un inmenso hangar abandonado donde el / musgo cobija las paredes,
entre el óxido de olvidadas criaturas que habitan un mundo en ruinas…
La intensa realidad del mundo de Mutis es sólo verbal, pero no lo parece. Cuando nos dice hangares pensamos en hangares, cuando nos dice río vemos el río, cuando nos dice insectos oímos zumbar a los insectos, pero en el curso de sus poemas esas realidades se suceden y se contrarían con la arbitrariedad que sólo tienen los sueños o el fluir de la memoria; por eso puede la magia alzarse como un grito y aparecer un enorme hangar en torno a ella y enseguida el musgo cubrir sus paredes entre el óxido de olvidadas criaturas, y un mundo en ruinas cercarlas de pronto.
Son realidades musicales, mixturas verbales, secuencias donde todo lo que contiene y sugiere una palabra danza con lo que sugiere y contiene la siguiente, y no existen ni pueden existir antes del poema. Una narración poética puede reelaborar el recuerdo preciso de algo que una vez fue un hecho, pero aquí no hay más verdad que las palabras: después de los barcos que se deslizan sobre las aguas viene una fiebre, o un guardián de sembrados, o un pavor mudo, y por alguna razón misteriosa que está en la esencia misma de la poesía nuestro espíritu asila y agradece esas secuencias y no reclama realismo, ni orden, ni lógica.
El poema puede querer ser río o ser selva, pero para ello no recurre al expediente modernista de describir, de referir lo que ve un observador. La naturaleza no será nunca paisaje para Mutis, ahora es sólo lenguaje; así como el río fluye en verbos de creciente, en el color de las naranjas maduras, en el gesto brutal de las fauces de los terneros muertos, y desfila abigarrado ante el poeta que ha despertado menos para verlo que para hacerlo existir en sus palabras, la selva es el tejido de voces que se enlazan, una frondosidad que está en el ritmo, en los excesos, si se quiere, de la poderosa secuencia verbal.
Cuando los recuerdos irrumpieron en sus inquietos sueños, cuando la nostalgia comenzó a confundirse con la materia vegetal que lo rodeaba, cuando el curso callado de las aguas lodosas le distrajo buena parte de sus días en un vacío en el que palpitaba levemente un deseo de poner a prueba la materia conquistada en los extensos meses de soledad, el Gaviero ascendió a las tierras altas, visitó los abandonados socavones de las minas, se internó en ellos y gritó nombres de mujeres y maldiciones obscenas que retumbaban en el afelpado muro de las profundidades.
(“En el río”. Reseña de los hospitales de ultramar)
Y por eso es que el mundo que el hombre está diciendo termina siendo el hombre mismo. El lenguaje y el mundo no son para el poeta dos cosas distintas, pero además lo que el mundo le dice despierta siempre otro légamo en el fondo de su memoria, como si cada cosa del mundo exterior preexistiera en ella:
Ahora, de repente, en mitad de la noche
ha regresado la lluvia sobre los cafetales,
y entre el vocerío vegetal de las aguas
me llega la intacta materia de otros días
salvada del ajeno trabajo de los años.
Enamorado de las fecundidades y las destrucciones del trópico, y después embelesado desde el exilio en un paladeo proustiano de este mundo que vivió su infancia, pasando de poemas vegetales abigarrados y de páginas torrenciales a poemas que intentan mezclar la naturaleza con la ciudad extenuante y anodina y joyceana, Mutis aplica a todo tema su vigoroso tono vital, ese ritmo que a la vez enumera y medita, que dialoga consigo mismo mientras ve al tiempo inexorable escapar sin remedio.
A partir de cierto momento aparece en la obra de Mutis una evocación nostálgica del imperio español, como queriendo mostrarnos que si la historia cambia desde el ritual hacia el desorden, él a su vez quiere ir del desorden hacia el ritual. Es sabido que los escritores de la América Latina suelen comenzar exaltando y venerando el ilustre mundo europeo para terminar descubriendo América.
Mutis es el único caso que conozco de un poeta que comienza descubriendo apasionadamente su continente y que después opta por celebrar el mundo remoto y crepuscular de esas fatigadas culturas. No está en los poemas de los últimos tiempos una mera evocación de las dulzuras de El Escorial y de las piadosas naves de la catedral del Apóstol en Santiago de Compostela: él intenta la temeraria alabanza del Reino, e incluso una celebración de Felipe II, contrariando una obstinada tradición literaria desde los simbolistas, y Víctor Hugo, y Verlaine, que es la de ver en esa corte y en ese monarca severas apoteosis de la crueldad y de la tiniebla.
Mutis ve en cambio un  apartado y cortés desdén en el retrato de Sánchez Coello. Ve los ojos que todo lo ven y todo lo ocultan, y finalmente el abismo de suprema sencillez cortesana/ que su alma ha sabido cavar/ para preservarse del mundo. No deja de ser inquietante este otro extremo del hilo de su poesía. El poeta, fatigado tal vez de sus selvas, replegado como el río después de la creciente, ansioso por explorar otras salas del tiempo o por demostrar que en la poesía el tema es menos importante que el ritmo, o deseoso de mostrar que para la poesía es igualmente interesante un hospital de enfermos bañados en aceites fétidos que el alma de un rey perdido en el desdén y en el tiempo.
Tal vez, desdeñoso él mismo del mundo que le toco vivir, cava también su propio abismo de palabras, en un gesto de desusada elegancia, para atenuar con un poco de escéptica cortesía y de anacrónica piedad las nostalgias del exilio, la conciencia de haber perdido ese paraíso tropical que ahora es sólo palabras, ese río espléndido que huye a lo lejos.
La obsesión por el río
No es extraño que en uno de sus más recientes poemas, el quinto de sus ‘Siete nocturnos’, vuelva a la obsesión del río, y una vez más su lenguaje se despliegue, cadencioso, incesante y espléndido, procurando confundirse con su tema, hacer de nuevo el río de lenguaje, fusionar como la eterna metáfora, el río y el tiempo, y encontrar en el móvil fluir un espejo pleno de su estado anímico, de sus fatigas y sus esperanzas.
Bien sé que visiones del Escalda, del Magdalena, del Amazonas, del Sena, / del Nilo, del Ródano y del Miño
presiden memorables instantes de mi pasado;
que toda mi vida la sostienen, alimentan y entretejen las torrentosas / aguas del río Coello,
sus efímeras espumas, su clamor, su aliento a tierra removida, a pulpa de / café golpeada contra las piedras.
Los ríos han sido y serán hasta mi último día, patronos tutelares, clave / insondable de mis palabras y mis sueños.
Pero éste que, ahora, de nuevo y casi por sorpresa, se me aparece con / todos los poderes de su ilimitado señorío,
es, sin duda, la presencia esencial que revela las más ocultas estancias / donde acecha la sombra de mi auténtico nombre,
el signo cierto que me ata a los decretos de una providencia inescrutable.
Le dicen Old Man River.
Sólo así podría llamarse.
Todo así está en orden.
El talento del Mutis en "una palabra"
El hermoso poema “Una palabra” es la muestra perfecta del estilo verbal, del lenguaje poético que Álvaro Mutis ya ha conquistado antes de sus treinta años, consciente de que el poema sólo está habitado por los poderes del lenguaje que, a la vez que transcriben, traicionan la realidad.
Hay también las conquistas de calurosas regiones, donde los insectos / vigilan la copulación de los guardianes del sembrado
que pierden la voz entre los cañaduzales sin límite surcados por rápidas / acequias
y opacos reptiles de blanca y rica piel.
¡Oh el desvelo de los vigilantes que golpean sin descanso sonoras latas de / petróleo
Para espantar los acuciosos insectos que envía la noche como una / promesa de vigilia!
Camino del mar pronto se olvidan estas cosas.
Y si una mujer espera con sus blancos y espesos muslos abiertos como las / ramas de un florido písamo centenario,
entonces el poema llega a su fin, no tiene ya sentido su monótono treno
de fuente turbia y siempre renovada por el cansado cuerpo de viciosos / gimnastas.
Sólo una palabra.
Una palabra y se inicia la danza
de una fértil miseria.