sábado, 21 de septiembre de 2013

Minicuentos 70




De amor y  sentimientos compartidos                                                                              

Carta de amor
Carlos Marx

La ausencia momentánea hace bien, pues vistas de cerca, las cosas parecen demasiado iguales para que podamos distinguirlas. Hasta las torres, vistas así, parecen enanas, mientras que lo pequeño y lo cotidiano, cuando lo tenemos delante, crece en demasía. Lo mismo ocurre con las pasiones. Los pequeños hábitos, a los que la cercanía, cuando los sentimos encima, hace revestir forma pasional, desaparecen tan pronto como su objeto inmediato escapa a nuestra vista. Y las grandes pasiones a las que la cercanía del objeto convierte en pequeños hábitos, se agigantan y cobran de nuevo su forma natural por el efecto mágico de la lejanía. Eso es lo que sucede con mi amor. Basta con que te alejes de mí, simplemente cuando te sueño, y en seguida me doy cuenta de que el tiempo sólo ha servido para lo que el sol y la lluvia sirven a las plantas: para crecer. Mi amor por ti, en cuanto estás lejos, se revela como lo que es, como un gigante en el cual se concentran todas las energías de mi espíritu y toda la fuerza de mi corazón. Vuelvo a sentirme hombre, porque siento una gran pasión, y la variedad en que nos embrollan el estudio y la cultura moderna, y el escepticismo con el cual necesariamente tildamos a todas las expresiones subjetivas y objetivas tienden a hacernos todos pequeños y débiles, y quisquillosos e indecisos. Pero el amor, no por el hombre fuernachiano, ni por el intercambio de materias de Moleschott, ni por el proletariado, sino el amor por la amada, el amor por ti, vuelve a hacer hombre al hombre… Enterrado en sus brazos, resucitado por sus besos, es decir, en tus brazos y por tus besos, y que los brahamanes y Pitágoras se guarden su teoría del renacer y los cristianos su doctrina sobre la resurrección.
Carlos Marx, a su mujer.
Jenny Wetsphalem, en 1856

En la trampa
Juan José Arreola

Hay un pájaro que vuela
en busca de su jaula.
F. Kafka.
Cada vez que una mujer se acerca turbada y definitiva, mi cuerpo se estremece de gozo y mi alma se magnifica de horror.
Las veo abrirse y cerrarse. Rosas inermes o flores carniceras, en sus pétalos funcionan goznes de captura: párpados tiernos, suavemente aceitados de narcótico. (En torno a ellas, zumba el enjambre de jóvenes moscardones pedantes).
Y caigo en almas de papel insecticida, como en charcos de jarabe. (Experto en tales accidentes, despego una por una mis patas de libélula. Pero la última vez, quedé con el espinazo roto). Y aquí voy volando solo.
Sibilas mentirosas, ellas quedan como arañas enredadas en su tela. Y yo sigo otra vez volando solo, fatalmente, en busca de nuevos oráculos.
¡Oh Maldita, acoge para siempre el grito de mi espíritu fugaz, en el pozo de tui carne silenciosa!

Las mil y una noches
Queta Navagómez
Leí de nuevo las instrucciones para comprobar que las sabía de memoria: “Es usted el feliz poseedor de una lámpara maravillosa. Para accionarla necesita concentrarse hasta que mentalmente pueda ver el desierto del Sahara y algún oasis. Para cuando llegue a ese punto, frote la lámpara y cuente hasta el número quince: entonces aparecerá el genio”. Más abajo y con letras pequeñitas: “Advertencia: por lo regular los genios son marrulleros; cuando un deseo es difícil de realizar, regresan a su escondite sin cumplir nada. Esta lámpara sólo puede ser usada una vez, por lo que le recordamos que dispone usted de tres décimas de segundo para enganchar la cadena adjunta a la tapa de la lámpara, de esa forma el genio no podrá escapar”.
Cronómetro en mano practiqué el enganchamiento de cadena. Respecto al deseo, vacilaba entre pedir un cuerpo al estilo Diana Cazadora, para dejar de ser la gordis de la clínica, o sacarme la lotería, o encontrar el marido ideal. Como el dinero consigue todo, me decidí por la lotería.
Logré concentrarme: vi las arenas del desierto y el oasis; froté, conté hasta quince y apareció el genio. ¡Pero qué genio!... Estaba formidable: como de uno ochenta de estatura, ojos claros y agresivos de gato en acecho, cabello negrísimo, piel bronceada, cuello ancho, pectorales estupendos. En sus muslos firmes podía estudiarse miología: cuadríceps, sartorio y fascia lata resultaban primorosos.
—Tus deseos son órdenes —dijo con voz resonante.
Hasta entonces reaccioné; olvidé la lotería, el marido, el cuerpazo…
—Pues… verás… el que estés aquí me remite al cuento de las mil y una noches y… ahora que lo pienso… sería maravilloso que tú… que yo… las mil y una noches…

Año nuevo
Inés Arredondo
A la Vita
Estaba sola. Al pasar, en una estación del metro de París vi que daban las doce de la noche. Era muy desgraciada; por otras cosas. Las lágrimas comenzaron a correr, silenciosas.
Me miraba. Era un negro. Íbamos los dos colgados, frente a frente. Me miraba con ternura, queriéndome consolar. Extraños, sin palabras. La mirada es lo más profundo que hay. Sostuvo sus ojos fijos en lis míos hasta que las lágrimas se secaron. En la siguiente estación, bajó

Nocturno a…
Francisco Galindo Olivares

El pueblo se encontraba bastante alarmado; al principio fueron rumores no confirmados, de esos que nacen en la pequeña tienda que se encuentra a su entrada y que crecen a velocidad vertiginosa desafiando a los más efectivos medios de información. Las ancianas que vivían solas deberían atrancar perfectamente sus puertas, ya que con alarmante frecuencia, alguna de ellas recibía la visita nocturna de un hombre maduro, que aprovechaba lo más profundo del sueño para acariciar, primero subrepticiamente, luego violentamente, hasta que al ser descubierto emprendía atropellada huida. Comenzaron las especulaciones descabelladas acerca de la identidad del misterioso sujeto. Mientras tanto, un comité de damas de avanzada edad se reunía secretamente para tratar de establecer contacto con el visitante nocturno, a fin de reglamentar sus incursiones.