De amor y sentimientos compartidos
Carta
de amor
Carlos Marx
La ausencia momentánea hace bien, pues vistas de cerca,
las cosas parecen demasiado iguales para que podamos distinguirlas. Hasta las
torres, vistas así, parecen enanas, mientras que lo pequeño y lo cotidiano,
cuando lo tenemos delante, crece en demasía. Lo mismo ocurre con las pasiones.
Los pequeños hábitos, a los que la cercanía, cuando los sentimos encima, hace
revestir forma pasional, desaparecen tan pronto como su objeto inmediato escapa
a nuestra vista. Y las grandes pasiones a las que la cercanía del objeto
convierte en pequeños hábitos, se agigantan y cobran de nuevo su forma natural
por el efecto mágico de la lejanía. Eso es lo que sucede con mi amor. Basta con
que te alejes de mí, simplemente cuando te sueño, y en seguida me doy cuenta de
que el tiempo sólo ha servido para lo que el sol y la lluvia sirven a las
plantas: para crecer. Mi amor por ti, en cuanto estás lejos, se revela como lo
que es, como un gigante en el cual se concentran todas las energías de mi
espíritu y toda la fuerza de mi corazón. Vuelvo a sentirme hombre, porque
siento una gran pasión, y la variedad en que nos embrollan el estudio y la
cultura moderna, y el escepticismo con el cual necesariamente tildamos a todas
las expresiones subjetivas y objetivas tienden a hacernos todos pequeños y
débiles, y quisquillosos e indecisos. Pero el amor, no por el hombre
fuernachiano, ni por el intercambio de materias de Moleschott, ni por el
proletariado, sino el amor por la amada, el amor por ti, vuelve a hacer hombre
al hombre… Enterrado en sus brazos, resucitado por sus besos, es decir, en tus
brazos y por tus besos, y que los brahamanes y Pitágoras se guarden su teoría
del renacer y los cristianos su doctrina sobre la resurrección.
Carlos Marx, a su mujer.
Jenny Wetsphalem, en 1856
Jenny Wetsphalem, en 1856
En la trampa
Juan José Arreola
Hay un pájaro que
vuela
en busca de su jaula.
F. Kafka.
en busca de su jaula.
F. Kafka.
Cada vez que una mujer se
acerca turbada y definitiva, mi cuerpo se estremece de gozo y mi alma se
magnifica de horror.
Las veo abrirse y
cerrarse. Rosas inermes o flores carniceras, en sus pétalos funcionan goznes de
captura: párpados tiernos, suavemente aceitados de narcótico. (En torno a
ellas, zumba el enjambre de jóvenes moscardones pedantes).
Y caigo en almas de papel
insecticida, como en charcos de jarabe. (Experto en tales accidentes, despego
una por una mis patas de libélula. Pero la última vez, quedé con el espinazo
roto). Y aquí voy volando solo.
Sibilas mentirosas, ellas
quedan como arañas enredadas en su tela. Y yo sigo otra vez volando solo,
fatalmente, en busca de nuevos oráculos.
¡Oh Maldita, acoge para
siempre el grito de mi espíritu fugaz, en el pozo de tui carne silenciosa!
Las
mil y una noches
Queta Navagómez
Leí de nuevo las instrucciones para comprobar que las
sabía de memoria: “Es usted el feliz poseedor de una lámpara maravillosa. Para
accionarla necesita concentrarse hasta que mentalmente pueda ver el desierto
del Sahara y algún oasis. Para cuando llegue a ese punto, frote la lámpara y
cuente hasta el número quince: entonces aparecerá el genio”. Más abajo y con
letras pequeñitas: “Advertencia: por lo regular los genios son marrulleros;
cuando un deseo es difícil de realizar, regresan a su escondite sin cumplir
nada. Esta lámpara sólo puede ser usada una vez, por lo que le recordamos que
dispone usted de tres décimas de segundo para enganchar la cadena adjunta a la
tapa de la lámpara, de esa forma el genio no podrá escapar”.
Cronómetro en mano practiqué el enganchamiento de cadena.
Respecto al deseo, vacilaba entre pedir un cuerpo al estilo Diana Cazadora,
para dejar de ser la gordis de la clínica, o sacarme la lotería, o encontrar el
marido ideal. Como el dinero consigue todo, me decidí por la lotería.
Logré concentrarme: vi las arenas del desierto y el
oasis; froté, conté hasta quince y apareció el genio. ¡Pero qué genio!...
Estaba formidable: como de uno ochenta de estatura, ojos claros y agresivos de
gato en acecho, cabello negrísimo, piel bronceada, cuello ancho, pectorales
estupendos. En sus muslos firmes podía estudiarse miología: cuadríceps,
sartorio y fascia lata resultaban primorosos.
—Tus deseos son órdenes —dijo con voz resonante.
Hasta entonces reaccioné; olvidé la lotería, el marido,
el cuerpazo…
—Pues… verás… el que estés aquí me remite al cuento de
las mil y una noches y… ahora que lo pienso… sería maravilloso que tú… que yo…
las mil y una noches…
Año
nuevo
Inés Arredondo
A la Vita
Estaba sola. Al pasar, en una estación del metro de París
vi que daban las doce de la noche. Era muy desgraciada; por otras cosas. Las
lágrimas comenzaron a correr, silenciosas.
Me miraba. Era un negro. Íbamos los dos colgados, frente
a frente. Me miraba con ternura, queriéndome consolar. Extraños, sin palabras.
La mirada es lo más profundo que hay. Sostuvo sus ojos fijos en lis míos hasta
que las lágrimas se secaron. En la siguiente estación, bajó
Nocturno a…
Francisco Galindo Olivares
El pueblo se encontraba bastante alarmado; al principio fueron rumores no
confirmados, de esos que nacen en la pequeña tienda que se encuentra a su
entrada y que crecen a velocidad vertiginosa desafiando a los más efectivos
medios de información. Las ancianas que vivían solas deberían atrancar
perfectamente sus puertas, ya que con alarmante frecuencia, alguna de ellas
recibía la visita nocturna de un hombre maduro, que aprovechaba lo más profundo
del sueño para acariciar, primero subrepticiamente, luego violentamente, hasta
que al ser descubierto emprendía atropellada huida. Comenzaron las
especulaciones descabelladas acerca de la identidad del misterioso sujeto.
Mientras tanto, un comité de damas de avanzada edad se reunía secretamente para
tratar de establecer contacto con el visitante nocturno, a fin de reglamentar
sus incursiones.