viernes, 13 de septiembre de 2013

Sesenta años de 'Los pasos perdidos'

Reseña de la novela de Alejo Carpentier que narra, entre otras cosas, un viaje a través del Amazonas

Portada Los pasos perdidos de Alejo Carpentier.
Alejo Carpentier (1904-1980), escritor cubano./elespectador.com
En 1978, al recibir el Premio Cervantes, Octavio Paz afirmó que todo libro es una comunidad formada por el escritor y sus lectores. Tiene razón, pero es tal vez una comunidad mucho más amplia y más compleja de lo que sostenía, pues también es una congregación entre el escritor y muchos otros escritores, la mayoría ya desaparecidos, quienes con sus ideas, intuiciones y preguntas ayudaron a concebir los libros y los ensayos de los que vendrían después. Una de las tareas más fascinantes al leer a un escritor es, precisamente, descubrir cómo y en qué medida enriquece esa comunidad de ideas de diferentes épocas y disciplinas que lo influyeron. Esa riqueza de ideas proporciona la fuerza, la confianza y la autoridad, en otras palabras, el significado de los libros. Y si a un rico significado se suma una música fina y elaborada, con unos ritmos, unas cadencias y unos manejos de contrastes bien construidos, que nos conmueven y asombran, estamos frente a una obra maestra de la literatura.
Es el caso de Los pasos perdidos, del escritor cubano Alejo Carpentier, que, en el presente año, cumple 60 años de su publicación. Como muchas grandes obras, este libro es realmente único pues, más allá de ser una obra literaria con una hermosa música, que nos estremece y amarra, también plantea ideas muy valiosas sobre la problemática de América Latina, que siguen vigentes, y, quizá aún más importante, traza un drama fundamental —cuando no tragedia— de la existencia humana, común a los hombres de todas partes y de todos los tiempos. Novela barroca, novela romántica, novela social y política, novela de amor, novela mítica, esta novela de novelas gira alrededor de un musicólogo, residente en una ciudad, que se intuye es Nueva York, quien ha abandonado la que pudo ser una magnífica carrera académica, por la estabilidad laboral y financiera que le ofrece la producción de cortometrajes comerciales para empresas ávidas de ganancias y mercados, pero que le proporciona una vida tediosa y huera. Intempestivamente, esa vida anodina es interrumpida por una oferta para buscar unos instrumentos musicales primitivos en la selva amazónica de un país que tampoco se identifica, pero que puede ser una mezcla de Venezuela y Colombia. El traslado desde el país de la modernidad al trópico y luego a las profundidades de la selva se torna en un viaje que resulta ser, no sólo un recorrido en el espacio, sino también una marcha a través de los tiempos y un despertar de dimensiones ocultas y de fantasmas dormidos en la personalidad de su protagonista. Con la alteración súbita de la realidad surgen otras realidades de riquezas inadvertidas, de iluminaciones inhabituales, de ampliación de las escalas, de expresiones de lo insólito, de colores de plantas, flores y pájaros indescriptibles, de abismos prodigiosos, de lluvias bíblicas, de historias y leyendas extraordinarias y hasta de rastros de dioses sin nombre que jamás llegaron a ser mencionados por hombres temerosos. Es el barroco americano pleno de visiones del mundo que encuentran su razón de ser en la exuberante y extraordinaria materialidad del paisaje de este continente, visiones que Carpentier contrasta con las maravillas artificiosas y cansadas de la vieja Europa. Así, en esta historia se palpa lo real maravilloso, una exaltación del espíritu que conduce a los seres humanos a un modo de “estado límite,” dentro de los marcos de personas, ideas y cosas tangibles, con hombres y mujeres de carne y reales que caminan con los pies sobre la tierra obedeciendo las leyes de la física clásica, para, varios años después, a partir de García Márquez, comenzar a transgredir esas leyes y elevarse en carne y hueso hacia los cielos, y convertir lo real maravilloso en realismo mágico.
Si la novela fuese sólo eso, una música encandilante e hipnotizante, ya sería una gran obra. Pero, en mensajes sobrecogedores, Alejo Carpentier nos dice también muchas otras cosas. Al trasladar a su protagonista desde la ciudad de la modernidad a nuestro continente, Carpentier nos demuestra que en nuestros países es posible retroceder en el tiempo y encontrar y ver, en nuestro propio tiempo, todas las épocas y todos los tiempos, una idea que ya había planteado Octavio Paz en El laberinto de la soledad. Esa idea, que fue expresada por estos autores a mediados del siglo XX, es muy importante porque sigue siendo una realidad en la segunda década del siglo XXI. Porque hoy en día, en Rosales, en el Poblado, en San Isidro, en Miraflores o en Chacao, y en todos los barrios más acomodados de nuestras ciudades, la gente lleva un nivel de vida muy semejante a la de los más refinados barrios de Nueva York, París o Londres. Pero en esas mismas ciudades, a una o dos horas de distancia en transporte público, miles de personas carecen de agua corriente y otros servicios básicos y llevan vidas que, en términos de higiene y salubridad, son semejantes a la que tenían la mayoría de los colombianos, peruanos o venezolanos hace un siglo. Y ya más lejos de las capitales y de las grandes ciudades, en áreas montañosas y sin comunicación, se reduce el ingreso per cápita, aumenta la mortalidad infantil y cae la esperanza de vida al nacer de la gente, al tiempo que bandas armadas asaltan pueblos y siembran el terror, en escenas que nos transportan a las guerras fratricidas y sin sentido de mediados del siglo XIX. Y si nos alejamos de los pueblos andinos y descendemos a lo largo de los ríos que buscan el Amazonas, el Orinoco o el Océano Pacífico, y nos internamos en las selvas, podemos encontrar comunidades indígenas a donde no ha llegado la luz eléctrica, la radio o la escuela pública, y mucho menos el internet, y en donde seres humanos llevan vidas semejantes a las que encontraron los extremeños y los castellanos que llegaron en la Conquista.

Como en la novela de Carpentier, tal vez, en algún lugar de la Amazonía, un explorador pueda regresar a una comunidad que vive en la edad de piedra y, quizá, también pueda volver a ser testigo del nacimiento de la música.

Pero, posiblemente, el mensaje central de la novela sea otro aún más estremecedor. Porque, según Carpentier, en esas sociedades llamadas desarrolladas, de donde procede el protagonista —las que tercamente tratamos de imitar— la gente no vive, actúa; no tiene caras, sino máscaras. Esos enormes rascacielos son verdaderas cárceles que aprisionan a sus habitantes, con vidas tediosas de tanto repetir los mismos actos, cumplir los mismos horarios, aparentar las mismas cosas. Son sociedades en las que, de tanto usar y abusar de los signos, lo simbólico se ha perdido, y en donde cada grupo, cada profesión, cada condominio, en su estrechez, crea y recrea sus propios lenguajes y representaciones del mundo. Sin utilizar el término, Carpentier, por supuesto, está ya planteando el drama de la posmodernidad. El protagonista de esta novela es uno de esos seres que se ha beneficiado de la libertad individual, de una creciente autonomía, de los derechos políticos y de la prosperidad económica, pero al costo de una profunda inseguridad y aislamiento, de duda sobre su papel en el universo y sobre el significado de su propia vida. Y, sobre todo, es un individuo que ha logrado muchas cosas materiales, pero al precio de una enorme soledad y angustia. La sociedad de la que proviene es una comunidad de seres solitarios que han sido incapaces de compensar su desprendimiento de los lazos originarios con la naturaleza, la tierra, el clan y la madre, con una comunión con el mundo fundamentada en un trabajo creativo y con un amor basado en la igualdad y la madurez. Es una sociedad que ha producido un portafolio de oportunidades, inimaginables hasta hace muy poco tiempo, pero que ha matado a Dios y a las narraciones y cosmovisiones que proveían significado y guiaban a los hombres a realizar sus escogencias.
El viaje de búsqueda de los instrumentos musicales es un drama que parece desafiar la noción según la cual, una vez cortados los lazos primarios, una vez probado el fruto del conocimiento, ya no es posible volver al paraíso perdido. Manteniendo su carácter de individuo libre y autónomo, el protagonista parece retornar a ese paraíso perdido, a una comunión con la naturaleza, a un mundo poblado fundamentalmente de presente, a una vida simple y comunitaria que apenas está alcanzando la vergüenza de la desnudez. Y cuando esos nuevos lazos originarios parecen establecidos y definitivos, esta historia alucinante, que hasta ahora ha sido un drama, se convierte en tragedia. Porque, como dijo el mismo Octavio Paz, “el hombre es un ser precario, complejo, doble o triple, habitado por fantasmas, espoleado por los apetitos, roído por el deseo: espectáculo prodigioso y lamentable.” Cuando nuestro protagonista ha retornado al paraíso perdido, esos fantasmas que aún lo unen al mundo “de allá” le piden que cierre los capítulos que dejó abiertos, que corte los lazos legales que lo atan a una esposa que ya no ama, a un contrato de un trabajo que aborrece. Y cae en la trampa, para, más pronto que tarde y cuando ya todo está perdido, darse cuenta de que quienes dilapidan una oportunidad única de recorrer los pasos perdidos no tendrán jamás una segunda oportunidad sobre la tierra.