Si la unión de Balcells y Wylie fuera un beneficio para los autores, sería causa de júbilo. No lo es
Alberto Manguel, autor argentino de Historia de la lectura./elpais.com |
En el siglo primero de la era cristiana, el poeta Marcial se quejaba
de que, para ser leído, sus manuscritos necesitaban “volar” a la tienda
del librero para encontrarse con sus lectores. Ese modesto intercesor,
el librero, se ocupaba de reproducir y poner a la venta las obras que le
eran confiadas. A veces el autor pagaba por este servicio, a veces era
el librero que adquiría los derechos de la obra y guardaba para sí el
dinero de las ventas. Esta relación tripartita —autor, librero-editor y
lector— duró casi 2.000 años, hasta que, a fines del siglo XIX, un
cuarto personaje entró en la escena literaria: el agente. No sabemos
quién fue por primera vez quien imaginó hacer de Celestina entre el
autor y el editor (y por tanto, entre el autor y su público), pero uno
de los precursores de este curioso oficio fue el poeta y editor William
Ernest Henley, compañero de Stevenson y de Kipling. Con Henley se inicia
la tradición del agente literario como camarada, consejero, banquero y
confidente del autor.
Sin embargo, las actividades literarias, como todas las otras en
nuestro mezquino mundo, han seguido en las recientes décadas la
tendencia industrializante y multinacional de nuestra sociedad.
Proclamando razones de eficiencia y economía, los grandes grupos de
comunicación, con apetito voraz, han devorado a muchos de los
editoriales independientes; las cadenas de librerías han eliminado a las
librerías más pequeñas, y ahora dos de las agencias literarias más
importantes —Andrew Wylie y Carmen Balcells— se han unido
para formar una suerte de supermercado de autores. Si esto significara
un beneficio para los autores mismos, la unión sería causa de júbilo.
Desgraciadamente, no lo es.
Quizás haya actividades que funcionan mejor en conglomerados
gigantescos, pero sé con certeza que la actividad literaria no es una de
ellas. La literatura exige intimidad, discreción, fe en unos pocos
primeros lectores privilegiados. Solía ocurrir que el editor era uno de
esos lectores, y también el agente. Pero, ¿cómo ser fiel en un harén?
¿Qué confianza puede tener un escritor en una agencia descomunal en la
que, necesariamente, y por razones comerciales, sus intereses vendrán a
la zaga de los de autores de fructuosos best sellers? En las
editoriales asimiladas a uno de esos grupos gigantescos, un autor no
sabe quién será su interlocutor, que suele cambiar de un día para otro;
así será también en una megaagencia.
La relación que estableció Henley con Stevenson era una de confianza y
amistad (como la que tengo la fortuna de tener con mi agente, Willie
Schavelzon). En cambio, en estos conglomerados multinacionales, todos
somos perdedores, salvo los patrones: los autores, los editores y, por
sobre todo, los lectores que recibirán los frutos de matrimonios
forzados y canjes de conveniencia. El gigantismo no es propio de la
creación artística. Hace algunos años, el biólogo David Suzuki observó
que en el mundo hay sólo dos entes que creen en el crecimiento
ilimitado: las multinacionales y las células cancerosas.