El escritor chileno, que acaba de publicar su primer libro de cuentos, habla de una generación literaria que creció a la sombra de Pinochet
Alenadro Zambra, autor chileno de Bonsai./revista Ñ |
Varios elementos se confabulan para que el chileno Alejandro Zambra sea uno de los escritores más leídos de los últimos años.
Bonsái , La vida privada de los árboles , Formas de volver a casa y el flamante Mis documentos : cuatro libros de narrativa han bastado para cimentar una escritura etérea y punzante, con un énfasis en lo humano. Por lo pronto, habría que decir que su literatura erosiona deliberadamente los viejos límites entre imaginación y materia autobiográfica. Sus novelas y cuentos se publican en colecciones de narrativa, es cierto. Cuando se habla de sus libros se tiran sobre la mesa palabras como “literario”, es cierto. Y sin embargo, da la impresión de que hay algo superador en los libros de Zambra, algo profundamente contemporáneo que cruza intimidad con esfera pública, y experiencia escrita con vida real. No importa si las peripecias que escribe en verdad sucedieron o no; ya no es relevante. Uno de sus cuentos empieza así: “Los profesores nos llamaban por el número de lista, por lo que sólo conocíamos los nombres de los compañeros más cercanos. Lo digo como disculpa: ni siquiera sé el nombre de mi personaje”. Zambra expone el borramiento de los límites, lo explicita. Todos podemos ser personajes de sus textos, parece decirnos, porque las viejas etiquetas de “esto es ficción” y “esto es realidad” han quedado obsoletas.
Otro elemento crucial de sus libros es el trabajo con el tiempo narrativo. Parece algo bastante fácil cuando lo leemos así, ya publicado, como si las temporalidades se acomodaran solas. Pero no. Lo que hace Alejando Zambra cuando escribe es ir tirando de la punta de un ovillo, y la clave está en nunca soltar ese hilo, aunque se le quiera escapar de las manos. Así, los personajes salen y entran de la historia, pasa de un tema a otro, vuelve del pasado al presente, pero hay siempre un cable a tierra que enhebra las páginas; esa es la conciencia plena de narrador que Zambra maneja como un maestro prematuro. Este diálogo aconteció en un restaurante de Santiago de Chile, en un barrio silencioso y algo periférico donde vive el escritor.
–Tu primer libro, “Bonsái”, es una novela muy pequeña pero es un cajón de influencias. ¿Qué hay de tu formación literaria en “Bonsái "?
–Bueno, Bonsái tiene que ver mucho con la literatura que más me gustaba y que era una mezcla muy rara. Eran generalmente autores chilenos como Juan Emar o González Vera, que tiene un humor de la fineza y la delicadeza. Y María Luisa Bombal, que es una literatura muy distinta, de mayor penetración psicológica si quieres. Y por otra parte, Felisberto Hernández y Macedonio Fernández, con los que yo la había pasado muy bien. Y supongo que Nicanor Parra, que es muy Macedonio. Los Discursos de sobremesa son puro Macedonio. Yo dije una vez, bromeando, que Macedonio era mi autor preferido año por medio. Ese humorismo desatado de Macedonio es fundamental. Distinto es el caso de Felisberto Hernández, que es un autor que uno podría leer todo el tiempo, y que no se agota en el tono, aunque el tono es el que permite todo. En términos de temperamento, me siento más cerca del de Felisberto que del de Macedonio. Pero todo eso estaba mezclado.
–¿Cuándo te diste cuenta de que había una generación nueva, la tuya?
–Cuando estudiaba literatura sentía que había claramente una generación distinta, que luchaba por aceptarse mutuamente. Era un momento muy pobre, en términos materiales. No había internet, era un mundo impreso. Juntabas plata con un amigo y hacías una revista o una editorial. Así publicamos los primeros libros. Apareció Germán Carrasco, Leo Sanhueza, Kurt Folch. Yo era el más chico y aprendía. Cuando te preguntan cuáles son tus influencias, yo creo que no hubo momento en que aprendí más de literatura que cuando hablábamos con los amigos y lanzábamos a correr un texto y lo modificamos. Todavía me siento muy ligado a eso. La literatura es un trabajo solitario, pero me gusta el diálogo sobre los textos. Lo generacional tiene que ver con eso. En prosa no lo sé. Cuando salió Bonsái , creo que no había ningún contexto generacional de prosa.
–¿Y cuando sale Formas de volver a casa? ¿No hay algo generacional a la hora de escribir sobre los padres y la dictadura?
–Ahí hay algo más difícil. Teníamos ese trauma. Generacionalmente, éramos los hijos de los que habían sido los protagonistas. Entonces, matar al padre era muy fácil o muy difícil. Si tu padre había sido un héroe, era muy difícil matarlo. Si había sido algo distinto de un héroe, era muy fácil, y entonces no tenía sentido. En los noventa hablábamos mucho de estas cosas, pero no se escribían. Así como nos criamos escuchando “Tú no habías nacido cuando pasó esto”, eso pasa también en la literatura: ¿qué pueden decir los jóvenes de la literatura si no han leído nada? Y a la vez teníamos unos profesores muy escépticos, que venían del exilio, que eran posmodernos, cuyas vidas habían fracasado largamente en lo afectivo, que no tenían ninguna esperanza política, eran apolíticos desde el escepticismo y no desde la inocencia, y existía el culto a la inteligencia. Ser inteligente era actualizar un poco la cosa derrideana, no creer en Dios, no creer en nada.
Bonsái yo creo que es una novela de jóvenes que saben todo esto pero que igual quieren creer en algo, o que están buscando algo aunque saben que no hay nada que buscar. El amor es un territorio incierto, pero igual se enamoran. Y por otra parte, supongo que es una novela sobre árboles que han sido intervenidos: han orientado las ramas hacia algún lado, las han direccionado.
–En un momento de “Bonsái” se lee: “Ustedes no saben lo que es escribir a mano, no conocen la pulsión de la escritura”. Se marca un quiebre generacional ahí.
–Sí. Esa idea de las generaciones que está en Formas de volver a casa está también en Bonsái , creo yo. Así como en La vida privada de los árboles está el deseo de hacer una familia, aunque no se pueda, aunque sea difícil; ser una familia de verdad, transmitir valores. Pero respecto de ese tiempo, que es lo que hablábamos antes, creo que era un tiempo muy desolador, sin exagerar, y no nos mirábamos en los adultos. No pedíamos cartas de recomendación. La generación siguiente de poetas descubrió que había que pedirle cartas de recomendación a Zurita. Nosotros teníamos una desconfianza y un deseo de pureza, que no quiero idealizar, porque nos hacía sufrir mucho. Y a la vez no queríamos escribir cosas sobre las que no teníamos ganas. Si tú me hubieras dicho en esa época “vas a escribir una novela sobre la infancia en dictadura”, yo te hubiera dicho que jamás, que por qué tengo que escribir sobre lo que se supone que hay que escribir. Hubiera defendido la ambigüedad, la poesía, el deseo de no confirmar las representaciones de lo real. Nos decían que éramos los hijos de Pinochet y que estábamos condenados a escribir desde la anestesia.
–¿Qué cosas te parece que fueron importantes en el mundo de “Formas de volver a casa”?
–Paralelo al momento que yo escribía la novela, se empezaba a hacer una película de Bonsái . Eso me parecía que era parte de un proceso de renunciar al libro y de ir perdiéndolo, aceptando la intromisión de lo visual en una novela que para mí era tan poco cinematográfica. Yo no tenía ninguna injerencia en la película, pero me hice amigo de Cristián Jiménez, porque me venía a preguntar cosas. Aparecía por mi casa y era muy gracioso, porque me decía “oye, quiero que hablemos de la muerte de Emilia”, como un policía que me venía a hacer preguntas sobre alguien a quien yo había asesinado. Nos juntábamos en la tarde, él tomaba té como el Julio de su película y yo tomaba café como el Julio de mi libro, y nos pusimos a ver películas. Era interesante ver películas con un director de cine, porque mi aproximación al cine siempre fue muy sencilla, muy de espectador. El me explicaba cosas, vimos películas de Ozu, por ejemplo. Esa reflexión sobre lo filmable y lo no filmable me empezó a parecer muy interesante para la escritura. Ahora tengo una cámara y hago pequeños experimentos que no le muestro a nadie, y que funcionan para mí como una especie de nueva alfabetización, a través de la cual descubro cosas que no se pueden decir visualmente o cosas que no se pueden decir verbalmente. Eso fue muy importante en Formas de volver a casa . Creo que la novela se volvió cada vez menos filmable. Ahora, en cuanto a grandes referencias visuales, todavía no había visto un documental fundamental, que es El edifico de los chilenos . Sí había visto dos documentales importantes, aunque sean de otra generación, que son La ciudad de los fotógrafos , que habla de los fotógrafos registrando manifestaciones en la calle; me impresionó mucho porque es un Santiago que yo llegué a conocer, aunque no participaba de las manifestaciones. Me recuerdo a los once o doce años estando en las manifestaciones, no participando sino mirándolas. El otro es Actores secundarios , que es sobre las manifestaciones estudiantiles en dictadura. De hecho un título que tenía para Formas de volver a casa era “Personajes secundarios”. No se lo puse porque me parecía muy similar a ese documental.
–Tu nuevo libro es tu primero de cuentos. ¿Cómo armaste la estructura? ¿Fuiste cuento por cuento o tenías una idea abarcadora en la cabeza?
–Tenía como nueve o diez cuentos más de los que aparecen en la edición publicada, la mayoría antiguos, que se fueron cayendo uno a uno, a veces de manera medio dolorosa. Los que quedaron, salvo un par de excepciones (dos relatos muy anteriores que nunca pude matar, que no quise descartar, pero que terminé modificando prácticamente en todos los aspectos) los escribí entre 2012 y 2013. El libro verdaderamente empezó a existir cuando apareció el título y entonces visualicé dos o tres estructuras a las que les di mil vueltas. Me gustó quedarme con once textos, quizás porque estoy medio obsesionado, desde hace años, con ese relato de Kafka que se llama “Once hijos”. Y también como modestísimo homenaje al libro de Yates. En ese sentido, pienso que en todos los cuentos intento algo distinto. No tengo idea de si lo logro, por supuesto.
–En varios cuentos vas más profundo en esta faceta que ya habías abierto en Formas de volver a casa, de buscar algunos ecos de la infancia. El cuento “Mis documentos”, por ejemplo.
Sí, es cierto, ese que mencionas es un texto construido sobre la base de algunos recuerdos tempranos, de comienzos de los ochenta digamos. Su tono es el de quien está intentado describir con precisión, sin catalogar demasiado de antemano la experiencia, sin controlarla, manipulando lo menos posible los recuerdos de infancia. Evitando los aspavientos y el discurso retroactivo. Me parece que ese es un texto que quiere narrar un despertar o más bien una historia personal que suena a prehistoria, por la capacidad de olvido tan grande que tenemos, y por lo ajenos que suenan, al menos ahora, para mí, algunos espacios y situaciones que sin embargo, gracias a la escritura, pude habitar nuevamente.
–¿Cuál es tu cuento preferido del libro, si es que tenés uno?
–Uh, no sé si podría elegir uno. Hay algunos que los tengo dando vueltas hace mucho tiempo. Tal vez el que más quiero es “Vida de familia”, porque me parece que ahí adentro están todos los “temas” de mis novelas: la impostura, el deseo de arraigo, las formas que adopta el amor, el desencanto generacional... Y, de hecho, es el único cuento que sigue cambiando, se sigue escribiendo, porque estoy terminando un guión sobre este relato que vamos a filmar con dos amigos cineastas.
Bonsái , La vida privada de los árboles , Formas de volver a casa y el flamante Mis documentos : cuatro libros de narrativa han bastado para cimentar una escritura etérea y punzante, con un énfasis en lo humano. Por lo pronto, habría que decir que su literatura erosiona deliberadamente los viejos límites entre imaginación y materia autobiográfica. Sus novelas y cuentos se publican en colecciones de narrativa, es cierto. Cuando se habla de sus libros se tiran sobre la mesa palabras como “literario”, es cierto. Y sin embargo, da la impresión de que hay algo superador en los libros de Zambra, algo profundamente contemporáneo que cruza intimidad con esfera pública, y experiencia escrita con vida real. No importa si las peripecias que escribe en verdad sucedieron o no; ya no es relevante. Uno de sus cuentos empieza así: “Los profesores nos llamaban por el número de lista, por lo que sólo conocíamos los nombres de los compañeros más cercanos. Lo digo como disculpa: ni siquiera sé el nombre de mi personaje”. Zambra expone el borramiento de los límites, lo explicita. Todos podemos ser personajes de sus textos, parece decirnos, porque las viejas etiquetas de “esto es ficción” y “esto es realidad” han quedado obsoletas.
Otro elemento crucial de sus libros es el trabajo con el tiempo narrativo. Parece algo bastante fácil cuando lo leemos así, ya publicado, como si las temporalidades se acomodaran solas. Pero no. Lo que hace Alejando Zambra cuando escribe es ir tirando de la punta de un ovillo, y la clave está en nunca soltar ese hilo, aunque se le quiera escapar de las manos. Así, los personajes salen y entran de la historia, pasa de un tema a otro, vuelve del pasado al presente, pero hay siempre un cable a tierra que enhebra las páginas; esa es la conciencia plena de narrador que Zambra maneja como un maestro prematuro. Este diálogo aconteció en un restaurante de Santiago de Chile, en un barrio silencioso y algo periférico donde vive el escritor.
–Tu primer libro, “Bonsái”, es una novela muy pequeña pero es un cajón de influencias. ¿Qué hay de tu formación literaria en “Bonsái "?
–Bueno, Bonsái tiene que ver mucho con la literatura que más me gustaba y que era una mezcla muy rara. Eran generalmente autores chilenos como Juan Emar o González Vera, que tiene un humor de la fineza y la delicadeza. Y María Luisa Bombal, que es una literatura muy distinta, de mayor penetración psicológica si quieres. Y por otra parte, Felisberto Hernández y Macedonio Fernández, con los que yo la había pasado muy bien. Y supongo que Nicanor Parra, que es muy Macedonio. Los Discursos de sobremesa son puro Macedonio. Yo dije una vez, bromeando, que Macedonio era mi autor preferido año por medio. Ese humorismo desatado de Macedonio es fundamental. Distinto es el caso de Felisberto Hernández, que es un autor que uno podría leer todo el tiempo, y que no se agota en el tono, aunque el tono es el que permite todo. En términos de temperamento, me siento más cerca del de Felisberto que del de Macedonio. Pero todo eso estaba mezclado.
–¿Cuándo te diste cuenta de que había una generación nueva, la tuya?
–Cuando estudiaba literatura sentía que había claramente una generación distinta, que luchaba por aceptarse mutuamente. Era un momento muy pobre, en términos materiales. No había internet, era un mundo impreso. Juntabas plata con un amigo y hacías una revista o una editorial. Así publicamos los primeros libros. Apareció Germán Carrasco, Leo Sanhueza, Kurt Folch. Yo era el más chico y aprendía. Cuando te preguntan cuáles son tus influencias, yo creo que no hubo momento en que aprendí más de literatura que cuando hablábamos con los amigos y lanzábamos a correr un texto y lo modificamos. Todavía me siento muy ligado a eso. La literatura es un trabajo solitario, pero me gusta el diálogo sobre los textos. Lo generacional tiene que ver con eso. En prosa no lo sé. Cuando salió Bonsái , creo que no había ningún contexto generacional de prosa.
–¿Y cuando sale Formas de volver a casa? ¿No hay algo generacional a la hora de escribir sobre los padres y la dictadura?
–Ahí hay algo más difícil. Teníamos ese trauma. Generacionalmente, éramos los hijos de los que habían sido los protagonistas. Entonces, matar al padre era muy fácil o muy difícil. Si tu padre había sido un héroe, era muy difícil matarlo. Si había sido algo distinto de un héroe, era muy fácil, y entonces no tenía sentido. En los noventa hablábamos mucho de estas cosas, pero no se escribían. Así como nos criamos escuchando “Tú no habías nacido cuando pasó esto”, eso pasa también en la literatura: ¿qué pueden decir los jóvenes de la literatura si no han leído nada? Y a la vez teníamos unos profesores muy escépticos, que venían del exilio, que eran posmodernos, cuyas vidas habían fracasado largamente en lo afectivo, que no tenían ninguna esperanza política, eran apolíticos desde el escepticismo y no desde la inocencia, y existía el culto a la inteligencia. Ser inteligente era actualizar un poco la cosa derrideana, no creer en Dios, no creer en nada.
Bonsái yo creo que es una novela de jóvenes que saben todo esto pero que igual quieren creer en algo, o que están buscando algo aunque saben que no hay nada que buscar. El amor es un territorio incierto, pero igual se enamoran. Y por otra parte, supongo que es una novela sobre árboles que han sido intervenidos: han orientado las ramas hacia algún lado, las han direccionado.
–En un momento de “Bonsái” se lee: “Ustedes no saben lo que es escribir a mano, no conocen la pulsión de la escritura”. Se marca un quiebre generacional ahí.
–Sí. Esa idea de las generaciones que está en Formas de volver a casa está también en Bonsái , creo yo. Así como en La vida privada de los árboles está el deseo de hacer una familia, aunque no se pueda, aunque sea difícil; ser una familia de verdad, transmitir valores. Pero respecto de ese tiempo, que es lo que hablábamos antes, creo que era un tiempo muy desolador, sin exagerar, y no nos mirábamos en los adultos. No pedíamos cartas de recomendación. La generación siguiente de poetas descubrió que había que pedirle cartas de recomendación a Zurita. Nosotros teníamos una desconfianza y un deseo de pureza, que no quiero idealizar, porque nos hacía sufrir mucho. Y a la vez no queríamos escribir cosas sobre las que no teníamos ganas. Si tú me hubieras dicho en esa época “vas a escribir una novela sobre la infancia en dictadura”, yo te hubiera dicho que jamás, que por qué tengo que escribir sobre lo que se supone que hay que escribir. Hubiera defendido la ambigüedad, la poesía, el deseo de no confirmar las representaciones de lo real. Nos decían que éramos los hijos de Pinochet y que estábamos condenados a escribir desde la anestesia.
–¿Qué cosas te parece que fueron importantes en el mundo de “Formas de volver a casa”?
–Paralelo al momento que yo escribía la novela, se empezaba a hacer una película de Bonsái . Eso me parecía que era parte de un proceso de renunciar al libro y de ir perdiéndolo, aceptando la intromisión de lo visual en una novela que para mí era tan poco cinematográfica. Yo no tenía ninguna injerencia en la película, pero me hice amigo de Cristián Jiménez, porque me venía a preguntar cosas. Aparecía por mi casa y era muy gracioso, porque me decía “oye, quiero que hablemos de la muerte de Emilia”, como un policía que me venía a hacer preguntas sobre alguien a quien yo había asesinado. Nos juntábamos en la tarde, él tomaba té como el Julio de su película y yo tomaba café como el Julio de mi libro, y nos pusimos a ver películas. Era interesante ver películas con un director de cine, porque mi aproximación al cine siempre fue muy sencilla, muy de espectador. El me explicaba cosas, vimos películas de Ozu, por ejemplo. Esa reflexión sobre lo filmable y lo no filmable me empezó a parecer muy interesante para la escritura. Ahora tengo una cámara y hago pequeños experimentos que no le muestro a nadie, y que funcionan para mí como una especie de nueva alfabetización, a través de la cual descubro cosas que no se pueden decir visualmente o cosas que no se pueden decir verbalmente. Eso fue muy importante en Formas de volver a casa . Creo que la novela se volvió cada vez menos filmable. Ahora, en cuanto a grandes referencias visuales, todavía no había visto un documental fundamental, que es El edifico de los chilenos . Sí había visto dos documentales importantes, aunque sean de otra generación, que son La ciudad de los fotógrafos , que habla de los fotógrafos registrando manifestaciones en la calle; me impresionó mucho porque es un Santiago que yo llegué a conocer, aunque no participaba de las manifestaciones. Me recuerdo a los once o doce años estando en las manifestaciones, no participando sino mirándolas. El otro es Actores secundarios , que es sobre las manifestaciones estudiantiles en dictadura. De hecho un título que tenía para Formas de volver a casa era “Personajes secundarios”. No se lo puse porque me parecía muy similar a ese documental.
–Tu nuevo libro es tu primero de cuentos. ¿Cómo armaste la estructura? ¿Fuiste cuento por cuento o tenías una idea abarcadora en la cabeza?
–Tenía como nueve o diez cuentos más de los que aparecen en la edición publicada, la mayoría antiguos, que se fueron cayendo uno a uno, a veces de manera medio dolorosa. Los que quedaron, salvo un par de excepciones (dos relatos muy anteriores que nunca pude matar, que no quise descartar, pero que terminé modificando prácticamente en todos los aspectos) los escribí entre 2012 y 2013. El libro verdaderamente empezó a existir cuando apareció el título y entonces visualicé dos o tres estructuras a las que les di mil vueltas. Me gustó quedarme con once textos, quizás porque estoy medio obsesionado, desde hace años, con ese relato de Kafka que se llama “Once hijos”. Y también como modestísimo homenaje al libro de Yates. En ese sentido, pienso que en todos los cuentos intento algo distinto. No tengo idea de si lo logro, por supuesto.
–En varios cuentos vas más profundo en esta faceta que ya habías abierto en Formas de volver a casa, de buscar algunos ecos de la infancia. El cuento “Mis documentos”, por ejemplo.
Sí, es cierto, ese que mencionas es un texto construido sobre la base de algunos recuerdos tempranos, de comienzos de los ochenta digamos. Su tono es el de quien está intentado describir con precisión, sin catalogar demasiado de antemano la experiencia, sin controlarla, manipulando lo menos posible los recuerdos de infancia. Evitando los aspavientos y el discurso retroactivo. Me parece que ese es un texto que quiere narrar un despertar o más bien una historia personal que suena a prehistoria, por la capacidad de olvido tan grande que tenemos, y por lo ajenos que suenan, al menos ahora, para mí, algunos espacios y situaciones que sin embargo, gracias a la escritura, pude habitar nuevamente.
–¿Cuál es tu cuento preferido del libro, si es que tenés uno?
–Uh, no sé si podría elegir uno. Hay algunos que los tengo dando vueltas hace mucho tiempo. Tal vez el que más quiero es “Vida de familia”, porque me parece que ahí adentro están todos los “temas” de mis novelas: la impostura, el deseo de arraigo, las formas que adopta el amor, el desencanto generacional... Y, de hecho, es el único cuento que sigue cambiando, se sigue escribiendo, porque estoy terminando un guión sobre este relato que vamos a filmar con dos amigos cineastas.
Metáforas sensibles de la escritura
Quizás sea un mito pero alguna vez escuché que Alejandro Zambra
puede pasarse horas –a veces casi todo un día– en la misma posición,
sentado frente a la computadora, mientras articula una sola frase. Sin
embargo, esa imagen es una estampa posible para entender el trabajo
obsesivo y meticuloso detrás de los relatos que integran Mis documentos .
Zambra como maestro que poda con sus herramientas la delicada forma de
una planta.
Los once relatos distribuidos en las tres secciones
del libro abarcan relaciones quebradas por el silencio, amistades de
otra época que no vuelven a ser lo mismo, obsesiones que marcan la
puntuación de lo narrado o traiciones silenciosas que no traspasan los
límites de la fantasía. El primero, que da título al libro, es la
biografía sentimental, tecnológica y política de un chileno de clase
media. Dos líneas sintetizan toda la sensibilidad de Zambra: “Mi padre
era un computador, mi madre una máquina de escribir. Yo era un cuaderno
vacío y ahora soy un libro”. Es habitual en Zambra la metáfora con la
escritura. Su novela Bonsái se construía como si fuera un work in
progress y algunos de los personajes que circulan por este nuevo libro
podrían ser adaptaciones de sus protagonistas anteriores. No es raro.
Hay un tono Zambra. Hay una sensibilidad, una búsqueda, una idea del
mundo y de la literatura. Y su inestabilidad (emocional, afectiva,
social) atraviesa cada línea. “Muchas veces, pienso ahora, desde este
lugar tan sospechosamente estable que es el presente”, dice el narrador
de “Camilo” y uno puede detenerse en ese lugar tan sospechosamente
estable que es el presente para pensar en esos lugares inciertos del
pasado (o, incluso, del presente) que, en varios momentos del libro,
Zambra advierte como núcleo esencial en el que se juega el relato. Esa,
tal vez, sea una de las claves de su literatura. El narrador que
recuerda a medias, con imperfecciones, como cualquier historia verdadera
que no logra conseguir una estructura. Esa es su inestabilidad. Y eso
mismo resulta absorbente: la falta (aparente) de estructura, la ausencia
de látigo, el sinsentido del efecto. De ese modo, Zambra consigue que
sus historias mínimas, irresueltas, melancólicas, conmuevan en las
inciertas sombras de lo que alguna vez fue.