Si en la modernidad la mirada se escondía por pudor, hoy la consigna es mirar sin vergüenza, mirar sin ocultarse
Portada del suplemento Cultura|s del miércoles 14 de mayo de 2014./lavanguardia.com |
¿Se está transformando radicalmente la idea de intimidad? ¿Lo que antes
nos avergonzaba decir y exponer en público es lo que ahora aparece cada
minuto al alcance de todos en los nuevos medios? La intimidad es una
noción que se afianzó a lo largo del siglo XIX en el marco de una
cultura burguesa que hizo de la vida privada y del yo su referencia
civilizadora. Se aceptaba así que cada uno es conocedor y dueño de sus
secretos, tesis que empieza a desmontarse con el descubrimiento
freudiano del inconsciente. Hay secretos íntimos para nosotros mismos y
la ilusión de ser transparentes sólo se sostiene en ciertos momentos de
la infancia. Hoy esta intimidad sufre una profunda transformación, se
hace pública, y a cambio prospera el concepto de 'extimidad', que según
Lacan alude a aquello más íntimo que sin embargo es irreconocible para
el sujeto porque se sitúa en el exterior. El porvenir de la intimidad va
hoy a la par de las tecnologías digitales, que sostienen la ilusión de
que se podría extraer la verdad del sujeto, incluso aquello más opaco.
El universo de 'Minority report' cada día resulta menos ficticio y ya se
especula con tecnologías capaces de leer nuestros pensamientos. Tres
psicoanalistas analizan estas transformaciones.
Una mujer de mediana edad llama a la radio para explicar lo triste que
se siente tras una ruptura sentimental. La locutora le pide detalles y
ella cuenta que la relación duró un mes, "pero -añade- llegamos a un
punto tal de intimidad como nunca hasta entonces", ni siquiera con su ex
pareja de la que acababa de separarse. Lo sorprendente viene luego,
cuando aclara que nunca se vieron y tan sólo compartieron una foto y
largas horas en el chat. Historias como esta son ya frecuentes en las
consultas de los analistas, hombres y mujeres que comparten su intimidad
vía on line no sin sorpresas, como relataba un adolescente sobre sus
conversaciones en un grupo de WhatsApp: "No puedes imaginar lo que llego
a decir, ni yo mismo me reconozco a veces".
¿De qué intimidad se trata aquí? ¿De aquello que antes nos avergonzaba decir en público y ahora el anonimato digital nos libera del pudor? ¿Por qué este muchacho se sorprende de sus propias palabras? A ver si resulta que la eficacia del yo, como gestor de las emociones, es una ilusión que esconde algo tan opaco y tan desconocido para nosotros mismos, que lo que llamamos intimidad compartida es en realidad una especie de pseudointimidad.
Por otra parte ¿qué tienen que ver una concejal toledana, dos policías locales de Cerdanyola, los ganadores de los Oscar 2014, los Clinton y dos adolescentes de Girona practicando sexting? Su performance digital se ha difundido ampliamente por las redes sociales, en algunos casos aparentemente contra su voluntad y en otros de forma manifiestamente intencionada. Digo aparentemente porque ya Freud nos advirtió de los actos fallidos como vía de acceso al inconsciente.
¿Qué hay en común entre estos ejemplos de chats, watsaps y selfies? En todos se ofrece algo a la mirada del otro, dan a ver aquello que hasta hace poco parecía reservado al ámbito de lo privado, de la intimidad. Muestran que no sólo nosotros miramos a través de la cámara, sino que es la cámara quien nos mira y nosotros accedemos a prestarnos como objeto de esa mirada, compartida luego por millones de ojos en la red.
Sabemos por los historiadores de las mentalidades (Ariès, Duby, Ladurie) que la intimidad es un sentimiento de la modernidad que nace a la par que otros como la familia y la infancia, de ahí que la propia arquitectura no introduzca elementos como los pasillos (distribuidores y garantes de la intimidad) hasta bien entrada la era moderna. La noción de la privacy se forjó a lo largo del siglo XIX en el seno de la sociedad anglosajona y en el marco de esa cultura burguesa que entroniza al yo como nuevo sujeto de la civilización. El comadreo del antiguo régimen, donde la socialización transcurre en la calle y a la vista de todos, deja paso a esa intimidad que, a partir de allí, ya sólo podrá tratarse públicamente a través de la ficción literaria o artística.
Curiosamente, esta intimidad que nace con el yo como refugio, se ve ahora convulsionada en el momento de la exacerbación del individualismo en el que el ego debe exponerse para tener valor. Las selfies, el sexting o el oversharing son solo un ejemplo de esa intimidad compartida que participa de las exigencias narcisistas del yo hipermoderno. En este proceso la tecnología ha tenido un papel decisivo.
Los antiguos miraban al cielo o consultaban los oráculos para escrutar el presente y adivinar el futuro. No fue hasta el Renacimiento que el anatomista Vesalio inauguró, con la autopsia (verse a sí mismo), la mirada sobre lo más íntimo de cada uno, hasta entonces ignoto. A él le siguieron, siglos más tarde, los rayos X y todas las tecnologías médicas actuales desde el endoscopio hasta las IRM (Imágenes por Resonancia Magnética).
El futuro inmediato nos propone un paso más allá donde el concepto de íntimo y privado se volatiliza bajo el imperativo actual del "verlo todo". Si la mirada en la modernidad, como el voyeur de Sartre, se escondía por pudor, hoy la consigna es mirar sin vergüenza, mirarlo todo sin ocultarse.
Somos mirados desde antes de nacer (ecografías) y cada paso posterior es objeto de vigilancia, lo sepamos o no: escáneres corporales, cámaras de videovigilancia, redes sociales. El ideal de transparencia se convierte así en una ley de hierro y justifica el poder de Big Data y la difusión de gadgets como las Google Glass y otros artilugios de realidad virtual.
Mirar, ser mirado y dar a ver son, pues, declinaciones de esa pulsión escópica que muestran bien los reality shows donde ver y ser visto se confunden y más que un Gran Hermano que mira sin que le vean aquí se trata de un pequeño hermano (todos los televidentes) que miran y gozan, al igual que los concursantes por ser mirados.
Estas tecnologías crean así una nueva intimidad y un goce añadido al ligar la mirada a ese voyeur universal. Mirada que es ya una mercancía en un gran mercado global y como tal se rige por la lógica capitalista del consumo: la fetichización de la mercancía que, en este caso, puede alcanzar un carácter pornográfico.
La intimidad expuesta, a cielo abierto, se revela así como un trampantojo, una pantalla o una voz que vela la imposible armonía de los sexos. Como le ocurre al protagonista de Her, sumido en la nostalgia por la relación perdida, que intima con su sistema operativo y finalmente descubre que una voz -incluso la sensual de Scarlett Johansson- no es una mujer. Les aconsejo un antídoto: lean a Junichiro Tanizaki y su Elogio de la sombra.
¿De qué intimidad se trata aquí? ¿De aquello que antes nos avergonzaba decir en público y ahora el anonimato digital nos libera del pudor? ¿Por qué este muchacho se sorprende de sus propias palabras? A ver si resulta que la eficacia del yo, como gestor de las emociones, es una ilusión que esconde algo tan opaco y tan desconocido para nosotros mismos, que lo que llamamos intimidad compartida es en realidad una especie de pseudointimidad.
Por otra parte ¿qué tienen que ver una concejal toledana, dos policías locales de Cerdanyola, los ganadores de los Oscar 2014, los Clinton y dos adolescentes de Girona practicando sexting? Su performance digital se ha difundido ampliamente por las redes sociales, en algunos casos aparentemente contra su voluntad y en otros de forma manifiestamente intencionada. Digo aparentemente porque ya Freud nos advirtió de los actos fallidos como vía de acceso al inconsciente.
¿Qué hay en común entre estos ejemplos de chats, watsaps y selfies? En todos se ofrece algo a la mirada del otro, dan a ver aquello que hasta hace poco parecía reservado al ámbito de lo privado, de la intimidad. Muestran que no sólo nosotros miramos a través de la cámara, sino que es la cámara quien nos mira y nosotros accedemos a prestarnos como objeto de esa mirada, compartida luego por millones de ojos en la red.
Sabemos por los historiadores de las mentalidades (Ariès, Duby, Ladurie) que la intimidad es un sentimiento de la modernidad que nace a la par que otros como la familia y la infancia, de ahí que la propia arquitectura no introduzca elementos como los pasillos (distribuidores y garantes de la intimidad) hasta bien entrada la era moderna. La noción de la privacy se forjó a lo largo del siglo XIX en el seno de la sociedad anglosajona y en el marco de esa cultura burguesa que entroniza al yo como nuevo sujeto de la civilización. El comadreo del antiguo régimen, donde la socialización transcurre en la calle y a la vista de todos, deja paso a esa intimidad que, a partir de allí, ya sólo podrá tratarse públicamente a través de la ficción literaria o artística.
Curiosamente, esta intimidad que nace con el yo como refugio, se ve ahora convulsionada en el momento de la exacerbación del individualismo en el que el ego debe exponerse para tener valor. Las selfies, el sexting o el oversharing son solo un ejemplo de esa intimidad compartida que participa de las exigencias narcisistas del yo hipermoderno. En este proceso la tecnología ha tenido un papel decisivo.
Los antiguos miraban al cielo o consultaban los oráculos para escrutar el presente y adivinar el futuro. No fue hasta el Renacimiento que el anatomista Vesalio inauguró, con la autopsia (verse a sí mismo), la mirada sobre lo más íntimo de cada uno, hasta entonces ignoto. A él le siguieron, siglos más tarde, los rayos X y todas las tecnologías médicas actuales desde el endoscopio hasta las IRM (Imágenes por Resonancia Magnética).
El futuro inmediato nos propone un paso más allá donde el concepto de íntimo y privado se volatiliza bajo el imperativo actual del "verlo todo". Si la mirada en la modernidad, como el voyeur de Sartre, se escondía por pudor, hoy la consigna es mirar sin vergüenza, mirarlo todo sin ocultarse.
Somos mirados desde antes de nacer (ecografías) y cada paso posterior es objeto de vigilancia, lo sepamos o no: escáneres corporales, cámaras de videovigilancia, redes sociales. El ideal de transparencia se convierte así en una ley de hierro y justifica el poder de Big Data y la difusión de gadgets como las Google Glass y otros artilugios de realidad virtual.
Mirar, ser mirado y dar a ver son, pues, declinaciones de esa pulsión escópica que muestran bien los reality shows donde ver y ser visto se confunden y más que un Gran Hermano que mira sin que le vean aquí se trata de un pequeño hermano (todos los televidentes) que miran y gozan, al igual que los concursantes por ser mirados.
Estas tecnologías crean así una nueva intimidad y un goce añadido al ligar la mirada a ese voyeur universal. Mirada que es ya una mercancía en un gran mercado global y como tal se rige por la lógica capitalista del consumo: la fetichización de la mercancía que, en este caso, puede alcanzar un carácter pornográfico.
La intimidad expuesta, a cielo abierto, se revela así como un trampantojo, una pantalla o una voz que vela la imposible armonía de los sexos. Como le ocurre al protagonista de Her, sumido en la nostalgia por la relación perdida, que intima con su sistema operativo y finalmente descubre que una voz -incluso la sensual de Scarlett Johansson- no es una mujer. Les aconsejo un antídoto: lean a Junichiro Tanizaki y su Elogio de la sombra.