Juan Carlos Onetti. A 20 años de la muerte del autor de El astillero, su viuda recupera en esta entrevista la vida y la leyenda de un gran renovador de la literatura
Arriba las manos. Onetti, en su departamento madrileño, en una de las bromas que gastaba a sus visitantes con revólveres de juguete. /Dorothea Muhr. |
Montevideo, 1961. “La foto la sacó Sábat, a las 3 de la mañana, en nuestro departamento, luego de una fiesta. Estábamos todos borrachos”, cuenta Dolly. |
La vida horizontal. La cama era el lugar favorito de Onetti: allí leía, escribía y recibía gente. Arriba a la derecha, una foto de 1975, en el Hotel Cuzco, su primera residencia en Madrid. |
Onetti y su mujer en el piso madrileño. En la cama, su lugar en el mundo./ gentileza del Centro Editores, Madrid./revista Ñ. |
–¿Lo extraña, Dolly?
–Ay, qué pregunta… La mujer
baja la cabeza, mira la mesa que tiene ante ella y me contesta, tres
veces, demorando el silencio entre cada palabra, como si una no
alcanzara para medir la ausencia: –Sí. Sí. Sí.
–¿Qué extraña?
–Nada. Todo. Eso es muy mío. Vamos a la literatura, venga.
Conversamos
desde hace una hora ya, en el salón de una casona casi centenaria de
Olivos, donde vive hoy su hermana Inés; su hogar de infancia, una
guarida de jardín selvático, en la que hay dos pianos y catorce gatos
que se enrulan sin aviso entre las piernas del que llega. Allí vuelve
Dorotea Muhr (Buenos Aires, 1925), cuarta y última esposa de Juan
Carlos Onetti, a pasar largas temporadas desde Madrid, la ciudad donde
el matrimonio vivió entre 1975 y el 30 de mayo de 1994, día de la muerte
del autor de El astillero , hace exactamente dos décadas. El
aniversario auspicia el Año Onetti y actividades que culminarán el 10 de
septiembre en la Casa de América de Madrid con la exposición
Reencuentro con Onetti, que incluirá el montaje de su habitación –cama y
pastillas DRF, que tanto le gustaban, incluidas– con muebles,
fotografías y objetos personales auténticos, que integran la colección
del Museo del Escritor de esa ciudad.
Cuesta creer que Dolly (cuya semblanza incluyó Onetti en La vida breve
) tiene 88 años cuando cuenta que se mueve en colectivo por la ciudad,
que lamenta no haber escuchado al Nobel J. M. Coetzee en la Feria del
Libro o que ya no toca el violín (se jubiló en la Orquesta Sinfónica de
Madrid), porque ahora se dedica al piano y a “estudiar composición”.
Disiente con quienes piensan que el rol de mujer de escritor es ingrato:
“Entiendo las penurias que causa la página en blanco y organizar el entourage
para que el otro escriba. Pero él y yo nos complementábamos. Tuvimos
la suerte de vivir dos vocaciones distintas: él, la literatura y yo la
música. Siempre decía que un matrimonio en el que los dos trabajan en lo
mismo es más complicado, porque no hay descanso. Yo tenía mi orquesta y
mi vida. No me pasó eso. Para mí el no era un escritor, era Juan.”
Pero Onetti fue un Juan de leyenda. Un hombre que además de haber ganado
el premio Cervantes en 1980 por una de las obras más originales y
renovadoras escritas en español, y de haber fundado una ciudad
inolvidable y mítica como Santa María –mapa cansino, portuario y
desolado, con personajes marginales, tallados en una muy rioplatense
épica de la derrota–, se reconocía incapaz de escribir sin alcohol,
infiel y perezoso hasta la exasperación. Pasó la última década de su
vida sin salir de la cama (“enfermo imaginario”, diagnosticaba el
escritor español José Manuel Caballero Bonald), convertido casi en
personaje de un cuento que él mismo podría haber escrito, entre
ramalazos de depresión, galones de humo de cigarrillo, novelas
policiales que leía por kilo y ríos de whisky. Tras sufrir tres meses de
encierro en su Montevideo natal, por haber presidido el jurado que
premió un cuento considerado pornográfico por la dictadura de entonces,
en 1975 Onetti se exilió en Madrid. Recuerdan quienes lo visitaron allí
los últimos años, que leídas las novelas policiales y bebido el alcohol
(“todos los clásicos de la colección del Séptimo Círculo, pero sobre
todo Simenon, que le encantaba”, precisa Dolly), embutía libros y
botellas bajo la cama. De ese hombre-claroscuro habla, locuaz y
encantadora, la mujer que estuvo a su lado hasta el final.
–¿Es cierto que hasta los años 50, cuando Ud. entra en su vida, Onetti quemaba sus originales?
–No sé si los quemaba, pero los destruía.
–¿Intuía usted la valía de Onetti como escritor?
–No,
nunca pensé que llegaría a ser tan importante. Nos casamos en 1955 y ya
no nos separamos. Los guardaba porque eran de él y descartarlos me daba
pena. Yo pasaba a máquina sus páginas escritas a mano y él las tiraba a
la canasta. No hagas eso, le decía. Y dejó de hacerlo. Ya no quedan
inéditos de Onetti, todo se publicó en 2009 por el centenario de su
nacimiento y los originales que se conservan están en Montevideo, en la
Biblioteca Nacional.
–Hasta allí peregrinó Vargas
Llosa al escribir “El viaje a la ficción”. En ese ensayo afirma que,
hasta Onetti, había una distancia radical entre lo que se contaba y cómo
se lo contaba, y que él hizo en nuestra lengua lo que Proust, Joyce o
Faulkner en las suyas. Habla, incluso, de “La vida breve”, de 1950, como
“la primera novela moderna de América Latina”. ¿Era consciente Onetti
de eso? ¿Se lo propuso?
– No sé si era consciente de que hacía
un cambio, supongo que sí; era muy inteligente, sabía mucho de
literatura. Lo que se dice en relación con la literatura uruguaya es que
él la sacó del campo y la trajo a la ciudad, a la angustia y el ritmo
urbanos. Era innovador en esa época. Si se lo propuso… Juan escribía por
placer, porque le daba felicidad; casi siempre de noche y sólo cuando
tenía ganas. Sin metas. Cuando ganó el Cervantes y le preguntaron qué
significaba el premio contestó: “Diez millones de pesetas”. Lo
criticaron mucho. “No preciso que me den premios por lo que escribo; yo
sé cómo escribo”, decía. Pero el dinero le salvó la vida. El tuvo una
experiencia que pocos conocen: pasó hambre, cuando vivía en Argentina
con su segunda mujer, en los años 30. Lo recordó en un libro contando
que ella se quedaba en la cama por debilidad y que robaban pan cuando
los invitaban a comer para tener un desayuno al día siguiente. Desde
entonces se obsesionó por tener la heladera llena y cuidar el futuro.
–Mencionaba Ud. a María Julia, la segunda mujer de Onetti.
–Sí, era la hermana de la primera.
–No es muy frecuente eso, ¿no?
–Eran
todos primos hermanos. Cinco chicas; cuando la mamá lo veía venir a
Juan, dicen que temblaba. Yo creo que las conoció a todas… Las mujeres
fueron cruciales en la vida y en la literatura de Onetti, nacido en
Montevideo en 1909. La generación literaria del 45, a la que perteneció
junto con Mario Benedetti, Angel Rama, la poeta Idea Vilariño y el
crítico Emir Rodríguez Monegal, entre otros, asociaba literatura y sexo
con cierta idea de intensidad. El ambiente prostibulario se cuela en los
relatos de Onetti desde su primer libro, El pozo ( 1939) novela
breve que confesaba haber escrito angustiado por no poder calmar otro
vicio, su deseo de fumar. De ese texto inaugural es también la línea que
Onetti traza entre la inocencia y la amargura que la maternidad y la
edad imprimen, a su juicio, en las mujeres. También, su obsesión por la
incomunicación, la purificación y el fracaso, y el tono escéptico,
angustioso, que lo convirtió en existencialista incluso antes de que
Sartre reclamara ese nombre para su filosofía. “Para él, recuerda Dolly,
una vez que una mujer tenía un hijo, cambiaba algo. Hablaba incluso de
cierto pecado contra la juventud. Y es verdad. Yo nunca tuve hijos.
Cuando lo conocí, Juan ya tenía dos: Jorge y María Isabel, ‘Litty’.
Quise tener un hijo con él, pero no pude; no vino y hasta cierto punto
es mejor porque hubiera sido muy complicado. Juan era muy…”
–¿Posesivo?
–Posesivo
en relación con el tiempo. Me decía “qué estás haciendo por ahí y por
qué no estás conmigo, leyendo conmigo”. Cuando vivíamos en Montevideo,
yo venía cada agosto a ver a mi madre y le compraba a Juan libros de
segunda mano en las librerías de avenida Corrientes. Una vez quedó una
chica cuidándolo y él le dijo “no hagas nada, no limpies nada, vení”. La
entusiasmó tanto con la literatura que terminó escribiendo un libro,
¡una biografía! Eso sí, la casa era un desastre.
–Onetti se casó tres veces antes de conocerla y, luego, vivieron juntos 39 años. ¿Cuál fue el secreto?
–Supongo
que envejeció, eso debe haber ayudado. Y además, teníamos una relación
muy fuerte. ¿Te acordás de Chaplin con Oona? Después de haber pasado por
un millón de mujeres se quedó con ella. Tiene que ver, en parte, con el
sosiego de la edad, creo. El era perezoso y yo tenía mucho entusiasmo.
Nos complementábamos bien.
–Está siendo humilde; era un hombre difícil.
–Si
lo conocías bien, no. Quizás tuvo mala fama por no haber cumplido con
las exigencias de la sociedad. Recuerdo que una vez lo invitaron al sur
de España a un festival de cine. Lo hizo por mí, porque me encantaban.
Llegamos y él se metió en cama con sus novelas policíacas y yo vi todas
las películas. El era capaz de hacer esas cosas. Era muy tímido. Siempre
lo fue, con decirte que una vez vio a Horacio Quiroga cruzar una calle.
A él le gustaba mucho la literatura de Quiroga y sabía que era él, pero
no se le acercó.
Onetti fue un tímido atrincherado. Huraño,
casi. Ese talante marcó su relación con el afuera. “La cita de hoy me
estropéo la noche de ayer, porque sabía que venía a esto y no sabía qué
iba a pasar, cómo me iba a comportar yo”, se disculpaba en 1977 ante el
periodista español Joaquín Soler Serrano en una entrevista de la
antológica serie A Fondo, de TVE. Disponible en la web, allí está todo
Onetti contado por él mismo: los silencios urdiendo literatura, el humo
del cigarrillo convertido en paisaje, el fraseo tanguero, su paso por el
periodismo, las anécdotas que cuajaron en cuentos inquietantes como El infierno tan temido
, el origen de Santa María, esa ciudad que inventó con retazos de
Buenos Aires y Montevideo, y la prehistoria de sus personajes que entran
y salen de novelas y relatos, reapareciendo en diversos libros para
contar un mundo sórdido de fracasos y derrotas. También, sus diferencias
y cercanías con los autores del boom latinoamericano, que lo admiraron
incondicionalmente y su método creativo, caótico, artesanal, tracción a
alcohol y a sangre.
En la alucinante Construcción de la noche
, biografía de María Esther Gilio y Carlos María Domínguez (Planeta
1993, reeditada por Lumen, recientemente), Gilio cuenta que la única
forma de vencer la objeción de Onetti a concederle entrevistas era con
frases cada vez más osadas: “Seguirás dándome de comer”, “Soy una de las
mujeres a las que mantenés”. Esa investigación, riquísima en datos,
documenta cómo sistemáticamente a partir de fines de los años 50, Onetti
llega de la calle y se mete en la cama, eligiéndola como búnker, “un
mundo en horizontal por derecho a la pereza”. Un día, estando de visita
su amigo Julio Adín (en la ficción, Julio Stein, el amigo de Brausen,
protagonista de La vida breve ), Onetti se levanta para ir al
baño y Dolly, quizá con ilusión de revertir el cuadro, le pide a Adín
que le ocupe el sitio. Al volver, como si nada, Onetti se acuesta a su
lado. No había vuelta atrás.
Maestro de dibujantes, el artista
Hermenegildo “Menchi” Sábat trabajaba ya en el diario Acción de
Montevideo, cuando en 1955 Onetti vuelve de Buenos Aires al periodismo
de su ciudad. Se hicieron amigos. “Le habían prometido ser agregado
cultural en la embajada uruguaya en París”, cuenta Sábat a Ñ. No
cumplieron, pero tiempo después lo nombraron director de bibliotecas
municipales, un puesto que le permitió tranquilidad para seguir
escribiendo. “Más que un alcohólico, Onetti era un alcohólatra; en
portugués se usa esa palabra y es más apropiada”, distingue Menchi, que
elige entre sus recuerdos uno de los años 80. Para entonces, Onetti ya
había ganado el Cervantes, vivía en Madrid, en un departamento sobre
Avenida América y “sacarlo de la cama costaba un Perú”. “Estaba
orgulloso de sus excentricidades; hasta el rey Juan Carlos lo invitaba
almorzar y él le decía que no”. A las 5 de la tarde, Onetti recibió a
Sábat sin salir de la cama y comenzó a tomar vino tinto de pequeñas
botellas que Dolly reponía. “Recién a las 10 bajamos a cenar a un
restaurante cercano. En otra mesa había una pareja conversando. Onetti
empezó a imaginar el diálogo: qué decía él, qué contestaba ella y yo
creo que debe haberle errado sólo por una o dos palabras. Esa noche, ahí
nomás, delante de mí, escribió un cuento.” Volvemos a Dolly:
-No
hemos hablado de otra mujer importante en la vida de Onetti: la poeta
Idea Vilariño, con quien mantuvo una intensa relación pasional y
literaria.
–Ah llegaste a eso… Bueno, había una relación muy
fuerte antes de que yo entrara en su vida. Ella era una poetisa
maravillosa, que escribió poemas absolutamente increíbles. “No te voy a
ver morir…”, impresionante. Ella lo adoraba. Yo pienso que Juan como
escritor necesitaba tener todo tipo de relación que tuviera ganas de
tener y que le surtiera la imaginación. A mí me critican. Me preguntan
por qué. Y bueno, porque si lo hubiera encerrado, no hubiera funcionado.
Yo la veía mucho en Uruguay. Fue una relación muy distinta a la mía.
Ella era una mujer muy politizada, de izquierda, muy fuerte. Juan,
también. Cuando se peleaban era por política.
Dolly no me dirá más sobre Idea Vilariño esta tarde. Preferirá temas más amables: el rapport
de Onetti con los niños, su fascinación por Picasso (“cuando todavía no
era famoso y se lo podía comprar, se jugó el dinero de una
indemnización que reservaba para un cuadro a las patas de un caballo,
porque le habían pasado una fija; perdió, por supuesto”), su preferencia
por los últimos cuartetos de Beethoven. Sabe que de los incontables
romances de Onetti, el de Idea fue pura pólvora. Ella murió en 2009,
dejando una obra poética valorada por su calidad y elocuencia a nivel
internacional. El poema que Dolly recuerda se llama “Ya no”, era el
preferido de Onetti e integra Poemas de amor , un libro de 1957 que Vilariño le dedicó (quitó la dedicatoria en posteriores ediciones, cosa que enfureció al autor de Juntacadáveres ). Los versos hablan por sí solos: “ Ya
no será,/ ya no viviremos juntos, no criaré a tu hijo/ no coseré tu
ropa, no te tendré de noche/ no te besaré al irme, nunca sabrás quién
fui/ por qué me amaron otros.(…) No me abrazarás nunca como esa noche,
nunca./ No volveré a tocarte. No te veré morir ”. Onetti, a su vez, le dedicó Los adioses (1954), uno de los libros que más quería. Vilariño recordó su vínculo en una entrevista inédita, publicada tras su muerte por Ñ,
el 27 de junio de 2009: “Era todo muy complejo. Estábamos en uno de
esos buenos momentos cuando él me dijo que se iba a Buenos Aires. ‘¿Por
qué?’, dije yo, ‘¿por qué te vas?’ ‘Porque tengo que casarme’, dijo él.
(…) Habló de Dolly, de cómo era Dolly. No sé. Tal vez yo dije: ‘La
semana que viene me voy a Las Toscas’. El, claro, algo dijo. Lo curioso
es que no fue algo que le costara decir. Para él era algo banal. Tenía
que casarse la semana siguiente y nada más. (…) Eramos unos monstruos.
Yo también.” Hacia agosto de 1961, se separaron. Volvieron a verse en
varias ocasiones, en Montevideo y en Madrid. De uno de esos reencuentros
hay fotos tomadas por Dolly.
–Onetti forjó una leyenda. Se dice que asustaba a los periodistas con revólveres de juguete. ¿Eso es cierto?
–Sí, es cierto… Hacía esa broma. Tenía fascinación por las armas y por el far west
. En el ensayo iconográfico de Raúl Manrique Girón y Claudio Pérez
Miguez, publicado por Del Centro Editores, que incluye muchas fotos
mías, hay imágenes de esos momentos y algunas en las que incluso Juan
está disfrazado de cowboy . Evadía las entrevistas todo lo que
podía, pero si se entusiasmaba, se ponía muy personal. Cuando en medio
de un encuentro yo entraba con café o con un vaso de vino, veía al
entrevistador mostrándole a Juan fotos de sus hijos. ¿Pero quién
entrevista a quién?, me preguntaba. Onetti era un curioso implacable.
Conseguía, especialmente con las mujeres, que le contaran todo. A veces,
cuando yo entraba al cuarto, me hacía una seña con la mano para que
aguardara porque estaba llegando a algo importante.
–¿Una investigación literaria?
–No,
humana. Esa curiosidad es propia a todo escritor. Cuando uno toma una
obra y siente que los personajes están bien armados se relaciona con
eso, ¿no?
–¿Cuál era el personaje que Onetti más quería?
–Larsen era su favorito, sin duda. El “juntacadáveres”, que protagoniza ese libro, El astillero y está también en Dejemos hablar al viento,
donde se quema Santa María. El apodo lo escuchó en un bar: se lo daban
a un hombre que estaba tan destruido que sólo le hacían caso las
prostitutas viejas.
Otra escena que engorda el
anecdotario, tomada de un diálogo antológico entre María Ester Gilio y
Dolly: es 1966 y la horizontalidad que Onetti prefiere a cualquier otra
posición deja huellas en su cuerpo. Lee y escribe en la cama, fumando
con la mano izquierda y siempre apoyado del lado derecho; tiene el codo a
la miseria: “¿Nunca le pusiste eso que se les pone a los bebés?”,
pregunta Gilio. “¿Hipoglós?, sí claro que le puse”, contesta Dolly. El
intercambio termina cuando el vozarrón de Onetti las interrumpe desde el
dormitorio: “¿Quieren parar con mi codo? ¿Les parece un tema
interesante?” La vejez y la decadencia lo preocupaban. En Retratos y autorretratos
, de Sara Facio y Alicia D’Amico (1973), que reúne imágenes y textos de
21 autores latinoamericanos, Onetti asegura: “Hace muchos años que
aprendí el arte de afeitarme al tacto, para evitar la opinión del
espejo, para acudir al trabajo sin el peso de otra depresión. (…)
Mientras yo permanezco adolescente, calmo, interesado en lo que importa,
bondadoso y humilde por indiferencia y por la asombrosa seguridad de
que no hay respuestas, ella, mi cara, ha envejecido, se ha puesto amarga
y tal vez esté contando o invente historias que no son mías sino de
ella.”
–¿Hablaban de lo que él escribía?
–No, pero me daba sus libros para que los leyera con oído musical.
–¿Cómo es eso?
–Le
interesaba el ritmo de lo escrito, que no hubiera palabras repetidas.
Me volví muy buena detectándolas. Juan tiene un estilo inconfundible,
algo esencial, como la voz para el que canta: el timbre personal. El
cuidaba mucho que no se le mezclara el idioma. Prefería las traducciones
argentinas y, por fortuna, el español de la península nunca entró en su
estilo.
–¿Qué extraña de Onetti?
–Eso ya me lo preguntaste.
–Pero no me contestó.
–Yo
soy como el ave fénix, renazco. Ahora vuelvo a Madrid, voy a todo lo
que me invitan... Es Europa y me salvo del invierno. El también
cambiaba. En la intimidad se mezcla todo y tenía un gran sentido del
humor. Mucha ironía. Cambió un poco desde que salió del Uruguay. Tomó
muy mal lo de la cárcel. Vendimos una casita que teníamos en Lagomar y
logré que pasara los tres meses de reclusión en un psiquiátrico. Cuando
salió no quiso volver a Montevideo, pero extrañaba todo; es fuerte el
paisito ese. Se aisló. Con lo que le gustaba la pintura, nunca fue al
Museo del Prado. Mucha gente decía que su habitación era el Uruguay.
Venían los amigos uruguayos –Benedetti vivía a cinco cuadras y nos
veíamos mucho– y él decía “Dolly, poné a Gardel” y lo escuchábamos por
horas, porque era fanático de su música.
–Hablaba
del humor y la ironía de Onetti. La dedicatoria de “La cara de la
desgracia”, de 1960, ¿puede entenderse en ese sentido?
–Sí, a
mi madre no le gustó nada. “Para Dorotea Muhr, ignorado perro de la
dicha”. Mucha gente no lo entendió, es difícil. Juan era muy amante de
los animales. De niño, dormía con su gato. A su perra, Biche, la
adoraba. Juan decía que un animal puede dar enorme dicha. Quizá tenga
que ver con eso: la dicha de algo que está ahí siempre y que siempre es
fiel, ¿no? Algo así. El me preguntó antes de poner esa dedicatoria si
estaba de acuerdo y yo dije que sí. Me gustaba; es original.