viernes, 16 de mayo de 2014

Ricardo Silva revive la hipótesis del crimen de José Asunción Silva

El escritor aborda el sonado caso en su nueva novela,  El libro de la envidia

Ricardo Silva, autor colombiano de El libro de la envidia./eltiempo.com
Cinco libros escritos, cerca de siete años dándole vueltas en la cabeza y la lectura de muchas obras de la Bogotá del siglo XIX fue lo que le costó al escritor bogotano Ricardo Silva Romero darle vida a 'El libro de la envidia', su nueva novela, que presenta en esta Feria del Libro de Bogotá.
La obra bien pudo venirse cocinando desde la infancia de Silva, cuando se obsesionó con una caricatura del ‘Loco Cacanegra’, dibujada por pluma del famoso artista José María Espinosa en una pared del corredor de su casa paterna. Luego averiguó que se trataba de un personaje de la segunda mitad del siglo, que deambulaba por las calles santafereñas.
La novela comenzó a cobrar vida cuando el autor entendió que ‘Cacanegra’ era el preciso para articular otro tema que le intrigaba sobremanera: el supuesto asesinato del poeta José Asunción Silva, de quien se tiene por cierto que se suicidó en su casa de la Candelaria (hoy Casa de Poesía Silva).
“Siempre veía aquella ilustración trágica y cómica del ‘Loco’, y era cuestión de tiempo y de justicia imaginarlo como una persona. El poeta José Asunción Silva terminó de conmoverme por obra y gracia de El corazón del poeta, la estupenda biografía que escribió Enrique Santos Molano, y que mi papá, Eduardo Silva Sánchez, me recomendó en 1999. Un día, hace tres años, me pareció increíble que no se me hubiera ocurrido antes que el ‘Loco’ fuera a la Bogotá de 1896 a denunciar que Silva no se suicidó, sino que lo mataron”, explica Silva.
¿Cómo fue la investigación para esta novela?
Fue el montaje de una amplia biblioteca sobre la Bogotá del siglo XIX, cuyos libros fueron fundamentales durante la escritura y hasta me acompañé de la música de 1800. Leí todo lo que hay sobre Silva: de sus biógrafos mediocres a sus propias cartas. Luego releí por segunda vez El corazón del poeta, para que no se me escapara en ningún momento el espíritu del poeta y no se me perdiera de vista la hipótesis del asesinato.
Usted anota que se nos ha querido vender la imagen idealizada del suicida por amor. ¿Por qué se inclina por los que sostienen que en realidad el poeta fue asesinado?
Creo que se trata de un doble asesinato. Que lo mataron, pusieron en escena el suicidio: el revólver en la mano, el libro trágico abierto. Y después sus ‘biógrafos’, muy a propósito, lo pusieron en la historia como ese poeta suicida, lánguido y romántico y pedante y endeudado hasta el último día, que no fue, pero que suena mejor. ¿Por qué nadie –ni siquiera la madre y la hermana de Silva, que dormían en los cuartos del lado– escuchó el disparo en la madrugada de la silenciosísima Candelaria de 1896, donde apenas se escuchaban las ominosas campanadas de las iglesias?
¿Por qué si todas las piezas del asesinato encajan en la biografía de Santos Molano, el lector prefiere la hipótesis del suicidio?
Por lo mismo por lo que el lector prefiere quedarse, por ejemplo, con la idea de que Colombia ha sido una sociedad democrática o con la impresión de que la selección colombiana de fútbol de 1994 no estaba cercada por la mafia: porque una sociedad varada en el principio –que sólo tenga tiempo para sobrevivir– prefiere el mito a la historia. Además, el suicidio suena romántico y poético, y lleno hastío, como cualquier bogotano. Algo más: los crímenes sin resolver son la marca de estilo del país.
¿Es posible determinar quiénes podrían haber sido los asesinos de Silva?
Podrían decirse los nombres de los asesinos: un grupo de vergonzosos aristócratas bogotanos, dignos de hoy y de siempre, que participaban en una operación de falsificación de billetes, y que, como buenos conspiradores, decidieron matar a Silva y hacerlo pasar por suicida. Sin embargo, teniendo en cuenta los 118 años que han pasado –“118 años de encubrimiento”, habría titulado García Márquez–, la mejor manera de denunciarlos es la ficción. Cuando Enrique empezó a leer El libro de la envidia, y pasó por la escena del asesinato, me dijo: “Así fue”. Más adelante, me dijo: “Sí, fueron esos”. Que, por respeto a sus familias, tienen los nombres cambiados en la novela. Y en últimas ya son personajes de una ficción.
¿Son reales los personajes?
Hay personajes reales que necesariamente tuvieron que ser imaginados y hay personajes imaginados que se parecen mucho –mucho– a los reales. Aparecen, de la historia de la ciudad, José Asunción Silva, Julio Flórez, Rafael Pombo, Oreste Síndici, y más. Del ‘Loco Cacanegra’ real sólo quedaba su caricatura, y esta novela es entonces la invención de su vida. Y sin embargo los personajes más presentes en el libro, aquella prostituta liberal, la Virreyna, ese inspector conservador, Próspero Quijano, son creaciones inspiradas en hombres y mujeres que caminaron esa Bogotá.
Hay un dejo de nostalgia del autor por esa Bogotá de antaño...
Soy consciente de que viví fascinado por esa Bogotá y enamorado de esos personajes mientras investigué y escribí y corregí esta novela. Quizás la palabra sea nostalgia; sí, cierta tristeza por lo que está tan lejos. Pues por esa Bogotá que hemos pisado todos, por ciertas calles de La Candelaria que hemos recorrido (que pese a todo han sobrevivido al muy bogotano empeño de tumbar y que no quede nada de la historia) pasaron Silva, Pombo, Flórez, el ‘Loco’, la Virreyna.
A otro de los personajes, la Negra tarotista, le encantan los versos de Candelario Obeso. ¿Es un tributo a uno de sus géneros literarios consentidos: la poesía?
El libro de la envidia no sólo está lleno de poemas y de poetas, sino que busca sonar, avanzar, y llegar a un verso final como un poema. A fuerza de escribir versos, he querido que cuando esté escribiendo prosa, desde columnas a novelas, esté también contando sílabas y descubriendo modos de decir lo que estoy viendo, y hallando atajos inesperados a los misterios que no se nos revelan. Sí, esta historia y estos personajes están unidos por las palabras y sus sentidos y sus pequeños sonidos.
Sorprende ahora, con esta narración innovadora, que se funde con la crónica. ¿Fue este uno de los retos que se planteó?
Yo no quería que sonara a fábula, aunque lo sea, sino a crónica desde el lugar de los hechos. Por eso la historia está narrada en presente y sucede el mismo día. Porque está ocurriendo ahora mismo, ya. Porque estamos ahí: vemos las grietas, las ventanas abiertas, las tejas rojas y la nueva edición de El Telegrama. Para eso me serví de decenas de relatos de esos tiempos, de mapas, de periódicos, de directorios que encontré en los más completos archivos de la ciudad.
A esto se une otra clave de la estructura del libro: todo ocurre en un día, el 31 de agosto de 1896...
Pude comenzar a escribir apenas decidí que todo sucedería “el 31 de agosto de un año que no diré…”. Pensé en narrar tres días, pero noté que con un día era suficiente, pues me empujaba a incorporar las vidas de los personajes en el recorrido por Bogotá, e invitaba al lector a imaginar los días siguientes. Parece que va a llover, novela que publiqué hace diez años, sucede en doce horas en la Bogotá de comienzos de este siglo. Tenía claro que en un día puede suceder todo.
¿Qué tan diferente es esa Bogotá de la novela a la de hoy?
Es evidente que Bogotá no creció, sino que se derramó, y pasó de ser una mancha a ser un monstruo. Pero en el fondo sigue siendo la misma ciudad, enemiga de quienes la habitan y amaestrada por una élite pequeñísima que se atrinchera en el buen uso del lenguaje y en la importancia de los apellidos. Me temo que, por cuenta de estos pocos dueños, Colombia ha estado habitada por hijos ilegítimos, y Bogotá es la capital.
El padre de Silva se llamaba Ricardo. ¿Hay algún parentesco suyo con esos Silva?
Silva no tuvo hijos, pero el apellido, según lo investigó mi tío Guillermo, que murió el año pasado, al parecer viene del mismo lugar. No me atrevería, sin embargo, a hablar de parentesco. Quizás era inevitable que me sentara a escribir sobre Ricardo Silva. Sí fue extraño y gracioso, por decir lo menos, hablar bien de un Ricardo Silva que fue un gran padre y un gran articulista.
En algún momento de la trama, aparece Rafael Pombo, pero como en contra de Silva...
Los Pombo fueron buenos amigos de los Silva. Hablar de Pombo, creo, era inevitable. En efecto, Pombo envió un telegrama dolido a los hermanos Cuervo cuando se enteró del suicidio –falso– de Silva, pero en la novela, preocupado y sincero, simplemente quiere que dejen en paz a las dos sobrevivientes del poeta y trata de convencer al ‘Loco’ de que no siga revolviendo el avispero y se resigne a la versión oficial.
¿La idea de la envidia era una de sus reflexiones pendientes?
Sí. No he logrado resignarme a la mezquindad, a la frustración que se va encontrando uno por el camino cuando se dedica a escribir, a inventarse cualquier cosa en Colombia. No he podido encogerme de hombros y decir: “Así es y punto”. Creo que la frustración, tan posible en estas tierras, sucede día a día. La conjura de los mediocres conduce con demasiada frecuencia a la envidia, a la sensación de que los logros ajenos nos fueron robados, nos fueron arrebatados. Ruegue a Dios no ganarse nada ni alcanzar algo semejante al éxito: pronto será linchado de alguna manera. No obstante, no me resigno. Habrá menos envidia mientras haya más oportunidades, mientras la educación de calidad, por ejemplo, llegue a más personas, y pienso que es responsabilidad de todos animarnos a que sea eso lo que pase.