Jordi Gracia indaga en la faceta más personal del pensador español en una nueva biografía. El ensayista reivindica la riqueza y el brío del autor de La rebelión de las masas
José Ortega y Gasset, retratado por José Limeses y Antonio M. Saralegui./elpais.com |
A veces alguien escudriña la vida de un hombre durante cinco años y
acaba pensando que apenas rozó el cofre del tesoro. Después de leer las
10.000 páginas publicadas de las obras completas y las cartas que siguen
inéditas, las misivas que envió y las que recibió; después de atiborrar
20 libretas de notas y de llevar a cuestas a José Ortega y Gasset (1883-1955)
como uno más de la familia durante un lustro, Jordi Gracia (Barcelona,
1965) concluyó: “Falta todavía algo a este libro que yo no he sabido
encontrar. No he dado con la ruta que lleve a la intimidad de este
hombre, al lugar de lo frágil y lo incierto, al espacio intersticial
donde la luz se apaga, la melancolía rumia o los sentimientos se licúan
sin fuerzas ni para pronunciarse”. ¿Frustración? “Es una manera retórica
de decir que la intimidad es la pasión de pensar. Aquello que hace
vibrar a ese sujeto, aquello que condiciona su vida es la vivencia
potente, lúdica, intensa, feroz, de pensar... y es la musculatura de un
señor de 70 años la que piensa con la vibración de un muchacho de 20”,
replica.
Gracia, catedrático de Literatura y ensayista, acaba de publicar una
biografía de 600 páginas sobre el pensador en la que hurga más en lo
personal que en lo público. O mejor dicho, ha escrutado lo privado para
contextualizar con más propiedad lo público. “La biografía no puede
contar el día a día, pero sí necesita saber cómo es el día a día. Lo
necesitamos para comprender la dimensión humana del sujeto. Las ideas de
Ortega están vinculadas a momentos concretos de su vida”, sostiene
durante una entrevista en la Fundación Juan March, corresponsable junto a
la editorial Taurus de la colección Españoles Eminentes en la que se encuadra su libro.
Para ahondar en lo privado ha resultado crucial el acceso a todo el epistolario del autor de España invertebrada
que aún permanece inédito. La correspondencia hacia, desde y sobre
Ortega es una colección de apellidos irrepetibles: Azaña, Ocampo, Juan
Ramón Jiménez, Maeztu, Unamuno, D’Ors, Zambrano o Bergamín. Un
intercambio prolífico con los nombres más lustrosos del siglo XX. Y, sin
embargo, Gracia intuye que Ortega era un hombre sin amigos. “Toda la
correspondencia con todos es de usted. Fuera de la familia, la única
persona con la que se tutea es Victoria Ocampo y yo creo que por
iniciativa de ella. Resulta significativa esa incapacidad para gestionar
las relaciones personales, para bajar del pedestal. La soledad radical
de la que habla puede tener mucho de soledad personal y no sólo
metafísica”.
La escritora y editora argentina Victoria Ocampo
fue uno de sus tres amores. Una mujer capaz de rebatirle y hacerle
sufrir. Aunque Ortega estuvo rodeado de poderosas mentes femeninas como
las de sus discípulas Rosa Chacel o María Zambrano, su teoría sobre las
mujeres no abandonó la caverna. “Es víctima del prurito teórico del
filósofo. Hay teorías que han justificado la inferioridad de la mujer y
Ortega se siente más cerca de esas teorías que de digerir la evidencia
de que muchas mujeres incumplen ese patrón, para empezar por Victoria
Ocampo, que denunciará esa miopía”, señala el biógrafo.
Examinar a ras al autor de La rebelión de las masas,
fuera del pedestal, le ha permitido a Gracia abordar sus debilidades:
su soberbia intelectual, su ocasional sobrecarga retórica que Gracia
llama “cirrosis del estilo”. Mientras que afrontarlo de principio a fin,
huyendo del lema, le ha permitido restituirlo en su integridad. “Existe
cierta propensión a fosilizar a Ortega en frases y latiguillos que le
sintetizan y le falsean y cuando vuelves a leerlo de verdad entero
redescubres la potencia del creador”.
Ni una sola de las frases orteguianas que de tan repetidas parecen
eslóganes se cuela en la conversación de Jordi Gracia: “He redescubierto
un Ortega vibrante, denso, potente, convincente, agresivo”. Un
individuo superdotado, excepcional y un tanto “extravagante” como su
afán de conciliar liberalismo y socialdemocracia. O en su radical
ateísmo, entonces un verso suelto entre la élite que, pasada la guerra,
le costaría la enemistad perpetua de la Iglesia y sus ideólogos. “Era
sorprendente en términos históricos que alguien de primer nivel no
oculte la ausencia de fe, y además deplore la condición de inferioridad
de la moral católica. Él se autodefinía como aquel que aspiraba a una
cultural laica y civil. El nacionalcatolicismo no odió a nadie como a
Ortega. La Iglesia sabe que es la peor dinamita que ha engendrado la
edad de plata, el peor ácido corrosivo de su legitimidad”.
Hay varias leyendas que Gracia tumba. “No fue nunca franquista, pese a
colaborar olímpicamente en el ‘servicio nacional’ de propaganda en
1938”, escribe. Cuando interviene en público tras su exilio en la
reapertura del Ateneo de Madrid en 1946, “cree de veras que puede ayudar
a rectificar el sistema”, expone en la entrevista. La decepción de
Ortega le lleva a desaparecer de la vida pública española y a
intensificar sus actividades internacionales. De esa época es su
encuentro con Heidegger, el filósofo que le había cambiado la vida.
¿Es el gran filósofo español? “¿Hemos tenido otro?”, responde Gracia,
“es uno de los grandes escritores del siglo XX y el gran civilizador de
las élites intelectuales españolas, el que enseña a pensar sin
supersticiones. Reivindico su vigencia para adiestrar el pensamiento
racional aunque conduzca a recortar grandes sueños o rebajar ilusiones”.
Fue un púgil pesado contra la falsedad, un viejo con pulsión
intelectual juvenil y un joven con lecturas de viejo. “Ortega desde
luego”, escribe su biógrafo nada más empezar, “no es normal”.