La cámara registra cómo Underwood la retira de un estuche lustroso pero en desuso, pone el foco en la pereza del papel al enrollarse en el carro, ubica en primer plano la presión de los tipos sobre la hoja, se detiene en los saltos del rodillo con cada mayúscula, seduce con la danza de los dedos sobre el teclado. Registra, desde un presente hipertecnológico, una nostálgica rutina del pasado
La tristemente célebre máquina de escribir, ya en el olvido de la historia./revista Ñ. |
En el último capítulo de la segunda temporada de House of Cards
, la serie que retrata con una alquimia letal de intrigas y corrupción
de alta gama la carrera del congresista Francis J. Underwood hacia la
cima del poder en Washington, el personaje protagónico que interpreta
Kevin Spacey rescata de un armario una vieja máquina de escribir que le
había regalado su padre. La marca, por supuesto, es una homónima
Underwood. Luego de quitarle el polvo amontonado por el olvido, el
hombre se sienta a escribir una carta personal al presidente de los
Estados Unidos.
Que en pleno siglo 21 esa carta –detonante de un
enroque rotundo en la trama– sea escrita en una obsoleta máquina de
escribir, forma parte de la calculada estrategia del inescrupuloso
congresista devenido en vicepresidente, antes de aplastar a su jefe para
escalar, por fin, al más alto y poderoso peldaño del escalafón
político.
Pero en lo que quiero detenerme es en la escena que
gira alrededor de la máquina de escribir. La cámara registra cómo
Underwood la retira de un estuche lustroso pero en desuso, pone el foco
en la pereza del papel al enrollarse en el carro, ubica en primer plano
la presión de los tipos sobre la hoja, se detiene en los saltos del
rodillo con cada mayúscula, seduce con la danza de los dedos sobre el
teclado. Registra, desde un presente hipertecnológico, una nostálgica
rutina del pasado.
Pensaba en esto mientras recorría los pasillos
de la Feria del Libro de Buenos Aires, que termina este fin de semana.
Me crucé con más de un stand que vendía enfáticos dispositivos
electrónicos para la lectura y modernos artefactos que armaban libros a
pedido, pero ni por asomo descubrí una imagen que recordara a esa fiel
compañera de tantos escritores. Quizá la melancolía por las prácticas
añejas haya estado cubierta con la lectura a dos voces que, apenas
arrancó la Feria, hicieron el Premio Nobel sudafricano J. M. Coetzee y
el escritor estadounidense Paul Auster a partir de las cartas que se
escribieron entre 2008 y 2011, reunidas en el libro Aquí y ahora (Anagrama & Mondadori). Eso de escribirse cartas ya no parece de este mundo.
Sí encontré, en cambio, un precioso librito de Auster que se publicó en la Argentina el año pasado: La historia de mi máquina de escribir
(Seix Barral). Allí el autor cuenta su concubinato con una Olympia
portátil fabricada en Alemania Occidental que compró por cuarenta
dólares en 1974. “Del teclado de esa máquina ha salido hasta la última
palabra que he escrito”, cuenta el autor. El libro se completa con una
serie de cuadros del ilustrador Sam Messer y el conjunto es un genuino
homenaje a la máquina de escribir, pero también una lápida a futuro.
Escribe Auster: “Ahora que se ha convertido en una especie en peligro de
extinción, uno de los últimos artefactos que aún quedaban del homo scriptorus
del siglo XX, empecé a sentir cierto afecto por ella. Me di cuenta de
que, me gustara o no, teníamos el mismo pasado. Y, con el paso del
tiempo, llegué a comprender que también teníamos el mismo futuro”.
En
noviembre de 2012, la firma Brother’s anunció que había fabricado en
Gran Bretaña la última máquina de escribir mecánica. Y de golpe sentí
añoranzas por la sinfonía de teclas que hubiese escuchado mientras
escribía estas líneas.