Saturado por la popularidad de Cien años de soledad, el autor de El frasquito se acercó al escritor colombiano a través de dos libros significativos: El coronel no tiene quien le escriba y Vivir para contarla
Gabriel García Márquez, el creador de Macondo./adncultura.com |
Es posible que el prejuicio, incluido el estético,
imposibilite cualquier lectura. Nunca fui ajeno a los que mi tiempo
imponía. Anotando esta forma de leer como reactiva, por lo tanto como
obstáculo, paso a encontrar en ella lo que podría considerar una ventaja
residual: la lectura a destiempo.
En los años setenta, Cien años
de soledad dominaba el campo literario. Que lo dominaba quiere decir que
a los lectores ese libro les cambiaba la vida. En los tiempos de
nuestros padres y aun todavía años más atrás, a las jóvenes se les ponía
el nombre de las heroínas literarias. Con el libro de García Márquez, a
algunas criaturas nacidas en esa época las bautizaron Amaranta o
Aureliano. Esa impronta tenía Cien años de soledad cuando me iniciaba en
la literatura. Con otros escritores de mi generación, los que hacíamos
la revista Literal, le oponíamos al realismo mágico el barroco de Lezama
Lima. Por supuesto, el faro, un poco descentralizado del sistema del
boom latinoamericano por estar escrito en portugués y que brillaba como
una estrella solitaria, era Gran sertón veredas de João Guimarães Rosa.
Es posible que en su universo estuviesen lo mágico, el mito, el hombre
de estos tristes trópicos pero contado en un estilo sólo comparable al
de Joyce.
En ese estado de lengua, con los años fui leyendo a
García Márquez. Fundamentalmente, El coronel no tiene quien le escriba.
En su brevedad, cada palabra se vuelve necesaria. Como otros escritores
(Juan Carlos Onetti con Santa María, Edgar Lee Masters con Spoon River),
García Márquez fundó un territorio, aunque la comparación más utilizada
ha sido la de Macondo con el universo de Yoknapatawpha de William
Faulkner. Creo que el personaje de García Márquez no tiene nada de
sureño sino que es latinoamericano.
Lector de autobiografías, leí
entonces Vivir para contarla, que remite a un lugar común, "vivió para
contarla" indica desde su título, desde la lengua misma, que alguien
sobrevivió para poder contar o porque contó sobrevivió la vida. Gide
decía en su Diario: "Escribir es poner algo a salvo de la muerte". En
esta ocasión, el título de la autobiografía de García Márquez, Vivir
para contarla, permite el quiasmo: contarla para vivir. Es un libro que,
como muchas obras de ese género (cartas, diarios, memorias,
autobiografías), para decirlo kafkianamente, dispara el mecanismo de lo
íntimo. El relato comienza con la persona de la madre. Es posible que en
esa infancia perdida en la memoria, la madre aparezca como esa primera
figura, ya sea por su presencia o su ausencia, su recuerdo o su olvido.
La
autobiografía empieza en el momento en que la madre busca a su hijo, en
este caso, Gabriel García Márquez. ¿Dónde lo busca? En una librería
llamada Mundo y en los cafés. Es cierto: un mundo. Entonces madre e hijo
comienzan un viaje y una conversación parca, tan bella como
Conversación en Sicilia de Elio Vittorini.
En ese viaje, está en
juego no sólo la venta de la casa paterna sino también la vocación del
hijo, Gabito; vocación que es la descripción de una lucha con el padre
que soñaba para su hijo un destino universitario. Las primeras páginas
son una especie de bildungsroman donde el escritor reafirma su vocación
en una frase de Bernard Shaw: "Desde muy niño tuve que interrumpir mi
educación para ir a la escuela". Fue en las matinés en el teatro
Colombia, donde el que un día sería escritor aprendió qué era inventar
una historia de suspenso:
Otra conquista de aquella época fue el
permiso de mi padre para ir solo a la matiné de los domingos en el
teatro Colombia. Por primera vez se pasaban seriales con un episodio
cada domingo, y se creaba una tensión que no permitía tener un instante
de sosiego durante la semana. La invasión de Mongo fue la primera
epopeya interplanetaria que sólo pude reemplazar en mi corazón muchos
años después con La odisea del espacio de Stanley Kubrick. Sin embargo,
el cine argentino, con las películas de Carlos Gardel y Libertad
Lamarque, terminó por derrotar a todos.
El título atraviesa toda
la autobiografía: Vivir para contarla ya implica esa tensión
desasosegada. El viaje está atravesado por las lecturas de García
Márquez, cuando por ejemplo se acerca al mar, cita una frase de Conrad
("En el mar somos todos iguales"), que se mezcla con una frase de su
abuelo: "Del otro lado no hay orilla". Pero también una vida no sólo
para contar, sino también para leer. Los libros llegaban desde Buenos
Aires y nos cuenta su primera biblioteca: "Así descubrí para mi suerte
los ya descubiertos: Jorge Luis Borges, D. H. Lawrence, Aldous Huxley,
Graham Greene, G. K. Chesterton, W. Iris, Katherine Mansfield y muchos
más". También comienza a construir su propio territorio con una alusión a
Faulkner: "Más tarde, cuando empecé a leer a Faulkner, también los
pueblos de sus novelas se parecían a los nuestros: los trenes habían
sido construidos por la misma compañía: United Fruit Company". Mientras
tanto, en ese vagón faulkneriano se sumerge en el sopor de Luz de
agosto. A su alrededor, el paisaje comienza a duplicarse y las lanchas
son imitaciones reducidas de los vapores de Nueva Orleans. Ese viaje con
la madre dura toda la noche:
Así se mantuvo hasta la medianoche,
cuando me cansé de leer con un temor insoportable y las luces mezquinas
del corredor, y me senté a fumar a su lado, tratando de salir a flote de
las arenas movedizas de Yoknapatawpha.
Como suele suceder cuando
un escritor cuenta su propia vida, termina ignorando lo que fue. Vivir
para contarla no es una excepción. En una escena final entre el escritor
y Lácides (el portero inolvidable del Rascacielos), el diálogo tiene
lugar en Barranquilla:
-Lo que no entiendo, don Gabriel, es por qué no me dijo nunca quién era usted.
-Ay, mi querido Lácides -le contesté, más adolorido que él-, no podía decírselo porque todavía hoy ni yo mismo sé quién soy yo.
Es
verdad, en esa invitación al yo que propone el género, a veces,
felizmente, el autor logra que el yo se olvide de él. Lo contrario es
una utopía como otras. Ese tren fantasmal hace una parada en una
estación sin pueblo. Una finca bananera que tenía escrito el nombre en
el portal: Macondo:
Esta palabra me había llamado la atención
desde los primeros viajes con mi abuelo, pero sólo de adulto descubrí
que me gustaba su resonancia poética. Nunca se lo escuché a nadie ni me
pregunté siquiera qué significaba. Lo había usado ya en tres libros como
nombre de un pueblo imaginario, cuando me enteré en una enciclopedia
casual de que es un árbol del trópico parecido a la ceiba, que no
produce flores ni frutos, y cuya madera esponjosa sirve para hacer
canoas y esculpir trastos de cocina. Más tarde descubrí en la
Enciclopedia Británica que en Tanganica existe una etnia errante de los
makondos y pensé que aquél podía ser el origen de la palabra. Pero nunca
lo averigüé ni conocí el árbol, pues muchas veces pregunté por él en la
zona bananera y nadie supo decírmelo. Tal vez no existió nunca.
Es
posible. Pero si un lector leyera una edición actualizada de la
Enciclopedia Británica, seguramente en la entrada Macondo, se
encontraría con esta definición: pueblo real del trópico, inventado por
García Márquez...