Kirk Douglas rememora en un libro que saldrá en septiembre en España el rodaje de la película de Stanley Kubrick
Kirk Douglas, derecha, rueda a las órdenes de Stanley Kubrick la secuencia de la pelea de Espartaco con Draba (Woody Strode, de pie). / Universal Studios lincensing lcc/elpais.com |
En el prólogo de ¡Yo soy Espartaco!
el actor George Clooney escribe algo que siempre es bueno recordar: la
verdadera naturaleza de un hombre —su grandeza o, por el contrario, su
miseria— se manifiesta no por los principios que dice tener sino por los
que finalmente tiene cuando lo que está en juego son sus propias
habichuelas, su medio de vida y el de su familia. “En esos momentos es
cuando se comprende la pasta de la que uno está hecho”. Clooney lo
escribe para recordar uno de los episodios más valientes de la historia
de Hollywood. El día que marca el fin de las listas negras que provocó
la caza de brujas del Comité de Actividades Antiamericanas. Ese día fue el 19 de octubre de 1960, fecha del estreno de Espartaco, de Stanley Kubrick, cuando gracias al empeño de su productor y protagonista, Kirk Douglas,
se puso en los créditos de la superproducción el nombre de su verdadero
guionista, Dalton Trumbo, oculto hasta entonces en seudónimos que
perpetuaban la hipocresía en la que estaba instalada la industria del
cine desde que el inquisitorial miedo del macartismo se instaló en su
plácida vida.
¡Yo soy Espartaco! Rodar una película, acabar con las listas negras
es la memoria que el nonagenario Kirk Douglas (Ámsterdam, Estado de
Nueva York, 1916) publicó en 2012. Elegido mejor libro de cine editado
en 2013 en Francia, llega en septiembre a las librerías en español de la
mano de Capitán Swing
(con traducción de Ricardo García Pérez) para detallar todo lo que
ocurrió durante los 14 enloquecidos meses que duró el rodaje de la
película. Espartaco costó 12 millones de dólares, más del doble
de lo previsto, su fracaso implicaba llevarse por delante la productora
de Douglas, Bryna (nombre dedicado a su madre rusa) y su propia carrera
de actor. Más de cincuenta años después de aquella aventura, este
patriarca del viejo Hollywood dedica a sus nietos un relato conmovedor,
para que nunca olviden que en el mismo lugar donde hoy disfrutan de una
vida privilegiada se instauró el terror de un sistema enfermo. Arropado
por un equipo de documentalistas, echando mano de sus archivos y
recuerdos, Douglas da marcha atrás para rememorar aquel vergonzoso
capítulo histórico.
“Lo que me propongo contarles en este libro es cómo fue la producción de la película Espartaco
durante otro periodo de enfrentamiento interno en la historia de
nuestra nación”, escribe. “La década de 1950 fueron años de miedo y
paranoia. En aquel entonces, el enemigo eran los comunistas. Ahora, el
enemigo son los terroristas. Los nombres cambian, pero el miedo
permanece. Los políticos exacerban aún más el miedo y los medios de
comunicación lo explotan. Se benefician de mantenernos atemorizados. El
primer presidente estadounidense por quien voté fue Franklin Roosevelt.
Él dijo: ‘De lo único que debemos tener miedo es del propio miedo”.
Douglas nunca fue un activista político. Pero no pudo mantenerse
indiferente. Él lo achaca a la temeridad juvenil, a cierta ira innata
que le recuerda demasiado a la peor cara de su alcohólico padre y a un
sentido de la justicia donde la profesionalidad y el trabajo están por
encima de otras cuestiones. “Hoy en día todavía hay quien sigue tratando
de justificar las listas negras. Dicen que eran necesarias para
proteger a Estados Unidos. Dicen que las únicas personas que resultaron
perjudicadas fueron nuestros enemigos. Mienten. Hombres, mujeres y niños
inocentes vieron arruinada su vida debido a esta catástrofe nacional.
Lo sé. Estuve allí. Vi cómo sucedía”.
Hollywood se aprovechaba de su talento pero sin
reconocerle sus derechos. No podía pisar ni un estudio, ni una fiesta,
ni un rodaje
Dalton Trumbo no era amigo de Douglas, tampoco se conocían, pero le
contrató simplemente porque pensó que era el mejor guionista de
Hollywood. Trumbo había ganado con el seudónimo de Robert Rich el Oscar a
la mejor historia por Vacaciones en Roma (1953). Y, tres años después, al mejor guion por El Bravo.
Obviamente, ni pudo recoger las estatuillas ni su nombre se oyó en
ninguna gala. La doblez moral era absoluta. Después de pasar por la
cárcel y exiliarse en México, donde había formado parte de una colonia
de guionistas represaliados, vivía modestamente con su mujer y su hija
en una pequeña casa de Los Ángeles. Escribía sin parar, pero siempre
parapetado en falsas identidades. Hollywood se aprovechaba de su talento
pero sin reconocerle sus derechos. No podía pisar ni un estudio, ni una
fiesta, ni un rodaje. En 1947 se había negado a testificar ante el
Comité de Actividades Antiamericanas. Acogiéndose a la Primera Enmienda,
fue uno de los llamados Diez de Hollywood, que se negaron a
declarar ante un tribunal que violaba los derechos de libertad de
expresión y de libre asociación. Ni se confesó comunista ni delató a
compañeros. En un combate verbal que exasperó al juez, Trumbo gritó:
“¡Este es el comienzo en Estados Unidos de un campo de concentración
para guionistas!”. Lo sacaron de la sala por la fuerza. Su firmeza, al
contrario que la de otros compañeros suyos, no flaqueó. Antes moriría de
hambre. “Él era una especie de pararrayos de la división del país”,
escribe Douglas. “Después de haber pasado casi un año en la cárcel
seguía estando en la lista negra de los estudios de cine: la instrucción
de ‘no contratar a determinadas personas’ llevaba vigente más de una
década”.
Douglas recuerda algunas historias terribles. Suicidios ante la
impotencia de ver truncadas prometedoras carreras, la pobreza a la que
se veían abocadas muchas familias, la inquina de columnistas como Hedda
Hopper, que desde su tribuna de cotilleos señalaba sin piedad a los
inculpados o a los que les daban trabajo. Con pena y emoción, el actor
evoca a Carl Foreman, era el guionista de Solo ante peligro,
pero por miedo a las represalias los productores quitaron su nombre de
la película. Foreman no había pertenecido al Partido Comunista pero se
negó a delatar. Huyó a Inglaterra. Se quedó sin trabajos y sin amigos,
su mujer lo abandonó. “Se convirtió en un apátrida”, recuerda Douglas.
En un encuentro en Londres, Foreman le insinuó que por su bien era mejor
que no les vieran comer juntos. Douglas no daba crédito, muerto en
vida, se había quedado totalmente solo.
Espartaco estaba basada en una obra que Howard Fast, popular
autor de novela histórica, escribió cuando estuvo encarcelado por su
apoyo a un grupo antifranquista español, el Joint Anti Fascist Refugee.
El Comité de Actividades Antiamericanas quería saber el nombre de los
simpatizantes y Fast se negó a revelarlos. Acabó en prisión. Allí gestó
la novela que un tiempo después acabó en manos de Douglas. La historia
del esclavo tracio que dirigió la rebelión más importante contra la
República Romana era ese personaje épico que la incipiente estrella
necesitaba.
El rodaje del filme se fraguó con Trumbo escribiendo insomne y a la
sombra. Si los estudios averiguaban que él era el guionista, el proyecto
podría acabar en la papelera o víctima de una estampida dentro del
equipo. Años antes, cuando Frank Capra intuyó que detrás de Vacaciones en Roma
podría estar la mano de un escritor de la lista negra, fue claro: no se
arriesgaba. El clima era tóxico: Elia Kazan acababa de tirar la toalla
para sumarse a la ponzoña delatando a ocho compañeros.
En el relato de Douglas hay muchas escenas reales que superan la
mejor ficción. Como el día en que, finalizado ya el rodaje, Dalton
Trumbo entró con él y Stanley Kubrick en los comedores de Universal
después de años sin poder pisar un estudio. Todas las miradas se
volvieron hacia ellos, algunos incluso empezaron a señalar con el dedo.
El camarero, atónito, le cedió la carta a Douglas y este se la pasó al
guionista: “Empecemos por mi amigo. ¿Qué le apetece tomar, señor
Trumbo?”. Tembloroso y algo cabizbajo, el escritor añadió: “Tendrás que
darme unos minutos. Hace mucho que no vengo aquí”.
Hasta 2011, el nombre de Dalton Trumbo no figuró en los créditos de Vacaciones en Roma. En 1971, el escritor dirigió la película sobre su perturbador alegato antibelicista de 1939 Johnny cogió su fusil. Murió en 1976. Douglas, por su parte, afirma que Espartaco
no acabó con las listas negras sino con “las listas de la hipocresía”.
Trabajar con Trumbo fue una lección de vida que este honorable anciano
no quiere llevarse a su gloriosa tumba. Sus palabras sobre él no pueden
ser más hermosas: “Dalton era fiel a sus ideas hasta decir basta, pero
jamás se ofendía cuando alguien las ponía en duda. Albergaba una extraña
mezcla de seguridad en sí mismo aligerada también por una gran
distancia de sí mismo. Tomarse el trabajo muy en serio sin tomarse a uno
mismo muy en serio constituye un don muy inusual que en él era
abundante… Me enseñó mucho sobre la valentía y la elegancia. Y espero
que este libro contribuya a que se recuerde a Dalton Trumbo como el
auténtico héroe estadounidense que fue”.
De ostras, caracoles y Franco
Kirk Douglas suelta varias perlas del rodaje de Espartaco.Desde
los airados desplantes de Stanley Kubrick al no tener todo el control
de la película (de la que siempre renegó) a la famosa censura que se
ejerció sobre una escena homosexual entre Craso (Laurence Olivier) y su
esclavo Antonino (Tony Curtis) y en la que Olivier intenta seducir a
Curtis mientras este le frota la espalda en la bañera.
El diálogo llega a su punto álgido cuando Olivier le pregunta a
Curtis si le gusta por igual “comer ostras” que “comer caracoles”, en
clara alusión al sexo femenino y masculino.
—Cuestión de gustos, ¿no?
—Sí, amo.
—Y el gusto no es lo mismo que el apetito, y por tanto no se trata de una cuestión de moralidad, ¿no es así?
—Podría verse de esa manera, amo.
—Es suficiente. Mi toga, Antonino... Mi gusto incluye... tanto los caracoles como las ostras.
Los censores pusieron el grito en el cielo, solo autorizaban la
escena si sustituían “ostras y caracoles” por “alcachofas y trufas”.
Ante semejante disparate, la escena, hoy repuesta, quedó fuera.
La otra joya es sobre la filmación de las escenas de las batallas. Lo
que hoy se hace en una oficina con ayuda de un ordenador en 1960 pasaba
por contratar a un ejército disponible y barato: es decir, el Ejército
español. “El generalísimo fascista Francisco Franco ordenó a su ministro
de Defensa cancelar el proyecto cuando nuestro equipo ya había llegado a
Madrid. Tras una serie de negociaciones frenéticas —que, según me
enteré posteriormente, incluyeron un pago en efectivo realizado
directamente a la organización benéfica de la esposa de
Franco—, el rodaje volvía a ponerse en marcha. Contratamos 8.500
soldados españoles, a razón de ocho dólares diarios, para que
representaran el papel tanto de soldados romanos como de esclavos
rebeldes. La única orden terminante que dio Franco fue que no se
autorizaba que ninguno de sus soldados muriera en la película. No es que
le preocupara mucho su seguridad, simplemente no quería que nosotros
hiciéramos que pareciera como si murieran. Orgullo español”.