Cien Años de Soledad tuvo un inmenso y profundo influjo del vallenato que García Márquez desentrañó a comienzos de los 50, acompañado de Rafael Escalona
Gabriel García Márquez y Leandro Díaz en un Festival de la Leyenda Vallenata. / Archivo/elespectador.com |
La tarde era una de aquellas tardes de sol y de humedad, de cerveza,
de fiestas por llegar. Gabriel García Márquez acababa de comprender que
su obra, su gran obra, tendría que surgir del pasado, de sus raíces, e
incluso, de las raíces de sus ancestros. Y aquella tarde, en La Paz,
conoció a Lisandro Pacheco, el nieto de Medardo Pacheco Romero, aquel
muchacho que combatió con su abuelo Nicolás Márquez en la Guerra de los
Mil Días, y a quien el abuelo mató en un duelo, pues por aquellos
tiempos las afrentas contra el honor se dilucidaban en un duelo, a bala.
El 19 de octubre de 1908, el coronel Márquez Iguarán citó a su retador
en un oscuro callejón y le pegó un tiro. La muerte lo persiguió por años
y años. “Tú no sabes lo que pesa un muerto”, le diría a su nieto años
más tarde, mientras lo llevaba de la mano por las calles de Aracataca
para referirle sus historias y las historias del pueblo y las del país.
Las
historias que esa tarde de 1952 García Márquez buscaba por La Guajira y
el Magdalena, llevado por Rafael Escalona y sus cantos vallenatos. “De
tal manera que el interés de García Márquez por la música vallenata iba a
estar ligado a la concepción y a las fuentes de sus libros, lo que a su
vez estaría ligado de modo especial a su amistad con el compositor
Rafael Escalona, pues con éste continuó las discusiones en profundidad
sobre estos cantos y empezaron los viajes hacia abril de 1950, para
terminar hacia mediados de 1953”, escribiría 50 años más tarde Dasso
Saldívar en su libro El viaje a la semilla. El viaje a la semilla fue
ese, y comenzó en marzo del 52, cuando García Márquez acompañó a su
madre, Luisa Santiaga, a vender la vieja casa de Aracataca, donde él
había vivido su infancia, donde había visto llegar todos los días a las
once en punto el tren amarillo que pasaba por la finca de Macondo, y
donde había conversado con los muertos.
Mientras recorría las
calles de antes, que de niño le habían parecido infinitas, y veía las
casas y la iglesia y la escuela Montessori, donde aprendió a leer y se
sumergió en Las mil y una noches y se enamoró de su maestra, Rosa Elena
Fergusson, García Márquez comprendió que para escribir su gran obra
debía recorrer, ya como adulto, la tierra de antes. La recorrió con una
maleta repleta de libros y enciclopedias que debía vender para
sobrevivir. Y la recorrió con Escalona y sus cantos, con el espíritu y
el mito de Francisco el hombre y sus cuentos, con las rimas de Leandro
Díaz y sus versos. Fue hasta Barrancas, donde nació su abuelo, y a
Riohacha, y allá, cantando sin cantar, relató cerveza tras cerveza que
en esa ciudad se habían casado sus padres, que su madre había llegado
tarde a la cita en la catedral pues se había quedado dormida, y que se
prendó de Gabriel Eligio García cuando él le dijo que sólo muerto no se
casaba con ella.
Con Escalona, García Márquez se aprendió El
hambre del liceo, La vieja Sara, La patillalera y demás, y con él las
cantó una y mil veces, como había cantado otros sones en sus épocas de
bachiller en Zipaquirá con sus compañeros del Liceo Nacional, acompañado
de una improvisada guitarra y una dulzaina. García Márquez había
comenzado a interesarse por el vallenato a finales de los 40, “con un
fervor no sólo artístico sino casi científico —como escribiría
Saldívar—, bajo la influencia de Clemente Manuel Zabala y Manuel Zapata
Olivella (…). Al estudiar sus textos, el entonces novel escritor
constató que no sólo contenían una gran sabiduría y poesía, sino que
narraban anécdotas e historias con naturalidad, con la misma ‘cara de
palo’ de su abuela, de Las mil y una noches y del Romancero.
“Profundizando
más, vio que estas historias tenían sus fuentes reales en el entorno
personal, familiar y social de los mismos juglares, que eran un
repertorio no sólo artístico, sino cultural y moral de las regiones de
Valledupar y La Guajira, las mismas de sus abuelos. Esto le dio una de
las claves fundamentales para concebir sus libros, sobre todo Cien años
de soledad; este debía ser, como lo confesaría treinta años después, un
vallenato en versión novela, es decir, una larga, poética y fluida
historia construida sobre la infancia, los abuelos y la casa natal,
Aracataca, la zona bananera y el Caribe en general”. Cien años de soledad fue un vallenato de 300 páginas, como diría García Márquez. Un
vallenato que llevó bajo el brazo desde los 20 años y que construyó y
destruyó día tras día, desde sus tiempos de periodista en El Universal
de Cartagena, pasando por sus épocas en El Heraldo de Barranquilla, por
sus años en El Espectador de Bogotá y por sus viajes por Europa,
Venezuela, Cuba y México.
Para escribirlo pasó hambre, trabajó en
revistas de farándula, vendió libros, sufrió el síndrome de la hoja en
blanco y el dolor de la vanidad herida cuando le devolvieron de varias
editoriales sus primeras obras, como La hojarasca. Sus angustias, sus
vivencias, los personajes que fue conociendo, sus lecturas de Faulkner,
Hemingway, Virginia Woolf y Juan Rulfo, sus esporádicas amantes, y las
canciones que escuchaba por ahí, fueron formando sus Cien años de
soledad, o la historia de Cien años de soledad. La escritura, el tono,
fueron otro cuento del cuento, como él mismo decía, porque García
Márquez necesitaba que las ánimas de Macondo, la levitación de los
curas, la ascensión de Remedios, el aguacero de mil años y demás, fueran
creíbles, tan creíbles como los vallenatos de Escalona, como los
fantasmas de Pedro Páramo. Y para ello necesitaba encerrarse, como se
encerró, 14 meses con sus días y sus noches.
Se aisló del mundo
para enclaustrarse con su máquina Olivetti, y desde ahí surgieron el
tono, las imágenes, la trama y los personajes de su obra más importante,
aquella que comenzó titulando La casa, y que era y fue La casa, el
pueblo, el pasado, el país, la magia, el dolor y, entre líneas, los
legendarios cantos de los juglares vallenatos. Cuando la terminó, le
regaló un ejemplar a Escalona. “A Rafael Escalona, la persona que más
admiro en el mundo”.