sábado, 27 de septiembre de 2014

Minicuentos 92



Del amor y sus parejas   II                                                                                                     


La mujer impuntual
Patricia Garmam
Él ya no estaba ahí cuando ella llegó.
Sus ojos se adelantaron a su cuerpo para devorar el espacio, tan aprisa, que chocaron con el muro de vacío fabricado por la ausencia.
Corrió hasta la calle donde él vivía, como corre el náufrago por la arena esperando ser visto por el barco.
Pero al encontrarse con esa playa de asfalto, la nave ya había partido con su amnésica proa.
Resignada, bajó la cabeza, hundió los dedos en el rostro y extrajo los ojos cubiertos de telarañas, arrojándolas a espaldas de la noche para llenarlos con paisajes nuevos.

Sin esta hoguera infierno
Brenda Alcocer

Un hombre y una mujer se encuentran, se reconocen. Algo nuevo les recorre los huesos y las venas. A los ojos de cada uno, el otro se agiganta, deifica y hace la ofrenda de uno mismo. Deciden permanecer juntos.
En los ratos de ausencia, él la lleva en los ojos, ella se queda teniéndolo en la piel. Sigilosamente gotea sobre la relación el ácido de la rutina.
Cualquier día se odian, por falta de un botón en alguna camisa, periódico regado en el piso… El motivo es lo de menos.
Sin embargo, basta el roce de una piel, o que una mano los toque por descuido, para incendiarlos. No es por amor, sino por miedo. Pretenden que el fuego ilumine las noches para que, al ver la llamarada, no se acerque ese puma al acecho que es la muerte.

El vivir para que sea
Maritza Álvarez
Los amantes muertos entraron en un hotel, vivieron una noche juntos y después volvieron a morir.

El huésped
Ximena Rubio del Valle
Cansada de encontrarlo al acecho, esperando el menor descanso para abordarme, el mínimo descuido para iniciar el asalto, la más leve pausa para dejarme en pedazos, resolví matarlo.
Disparé hacia donde confluyen los ríos sobre los que él navega; cerré las tomas de aire; corté con navaja todas las vertientes que alimentan su mundo; ahorqué cada uno de los instantes que vivimos juntos; desintegré las partículas de pasión que formaban remolinos de ausencia, y cuando finalmente miré dentro de mí, lo vi al fondo, disfrazado de burla, danzando con sus propias carcajadas.
 

Todo tiene su límite
María Guadalupe Rangel

—En esta primera audiencia del Juicio Penal entablado en contra del Sr. Alfredo Sánchez por el delito de doble homicidio, tiene la palabra el acusado.
Alfredo se levantó rápidamente y con voz clara y firme declaró:
—Señor Juez, sólo puedo repetir lo que dije ante el Ministerio Público: Que sí es cierto que maté a mi esposa, cuando al llegar a mi casa la encontré en brazos de su amante; pero… no sé si usted sea casado y comprenda… casi creí morir de indignación por la escena que contemplaba. Mi esposa sin inmutarse siquiera, me miró burlonamente y exclamó:
—Bueno, sí, ahora ya lo sabes, por esta vez te gané la partida. Entonces ya no pude esperar más, saqué la pistola y disparé. Luego Guillermo, muy tranquilo, como si no hubiera pasado nada, se apartó de mi esposa y se dirigió a mí con su irresistible sonrisa, esa con la que me había conquistado dos años atrás.



Carámbanos
Juan Carlos Ghiano

Avanza con paso liviano sobre las baldosas ajedrezadas, donde los pies van eligiendo los cuadrados blancos, con una tranquilidad ajena a la agitación de las manos, que luchan con el aire demasiado cálido. Como su avance se demora, me adelantó a recibirla, atento a los harapos del vestido, manchados por extensiones de moho, la cara carcomida donde unas huellas sombrías marcan el lugar en que se han hundido los ojos, el pelo casi desvanecido, bajo el brillo de una forma transparente. Para aproximarse más debo superar el olor de desintegración que la rodea, como una aureola, más densa que el fulgor de su corona. Cerca de lo que fue su cara y para no mirarla en su desgarrada miseria levantó los ojos, hasta el esplendor vacilante, descubriendo la precariedad del hielo, una materia que se lleva bien con las devastaciones del vestido, que alguna vez fue blanco, con las manos, en las cuales quedan la piel sobre los huesos y los cambiantes anillos que le finge el verdín. Como no me atrevo a tocarla, murmuro las pobres palabras de una pregunta, que ella adivina con la penetración que debe ser costumbre del mundo del cual vuelve. La respuesta a mi perplejidad es un quejido, que no sale de su boca sin labios, sino del cuerpo vacilante —Soy aquella a quien nunca besaste— y dejándome de lado reinicia la marcha, con el temblor de los carámbanos que la coronan.