Del amor y sus parejas II
La mujer impuntual
Patricia Garmam
Él ya no estaba ahí cuando ella llegó.
Sus ojos se adelantaron a su cuerpo para devorar el espacio, tan aprisa,
que chocaron con el muro de vacío fabricado por la ausencia.
Corrió hasta la calle donde él vivía, como corre el náufrago por la
arena esperando ser visto por el barco.
Pero al encontrarse con esa playa de asfalto, la nave ya había partido
con su amnésica proa.
Resignada, bajó la cabeza, hundió los dedos en el rostro y extrajo los
ojos cubiertos de telarañas, arrojándolas a espaldas de la noche para llenarlos
con paisajes nuevos.
Sin esta
hoguera infierno
Brenda Alcocer
Un hombre y una mujer se encuentran, se reconocen.
Algo nuevo les recorre los huesos y las venas. A los ojos de cada uno, el otro
se agiganta, deifica y hace la ofrenda de uno mismo. Deciden permanecer juntos.
En los ratos de ausencia, él la lleva en los ojos,
ella se queda teniéndolo en la piel. Sigilosamente gotea sobre la relación el
ácido de la rutina.
Cualquier día se odian, por falta de un botón en
alguna camisa, periódico regado en el piso… El motivo es lo de menos.
Sin embargo, basta el roce de una piel, o que una mano
los toque por descuido, para incendiarlos. No es por amor, sino por miedo.
Pretenden que el fuego ilumine las noches para que, al ver la llamarada, no se
acerque ese puma al acecho que es la muerte.
El vivir para que sea
Maritza
Álvarez
Los
amantes muertos entraron en un hotel, vivieron una noche juntos y después
volvieron a morir.
El huésped
Ximena Rubio del Valle
Cansada de encontrarlo al acecho, esperando el menor
descanso para abordarme, el mínimo descuido para iniciar el asalto, la más leve
pausa para dejarme en pedazos, resolví matarlo.
Disparé hacia donde confluyen los ríos sobre los que
él navega; cerré las tomas de aire; corté con navaja todas las vertientes que
alimentan su mundo; ahorqué cada uno de los instantes que vivimos juntos;
desintegré las partículas de pasión que formaban remolinos de ausencia, y
cuando finalmente miré dentro de mí, lo vi al fondo, disfrazado de burla,
danzando con sus propias carcajadas.
Todo tiene su límite
María Guadalupe Rangel
—En esta primera audiencia del Juicio Penal entablado
en contra del Sr. Alfredo Sánchez por el delito de doble homicidio, tiene la
palabra el acusado.
Alfredo se levantó rápidamente y con voz clara y firme
declaró:
—Señor Juez, sólo puedo repetir lo que dije ante el
Ministerio Público: Que sí es cierto que maté a mi esposa, cuando al llegar a
mi casa la encontré en brazos de su amante; pero… no sé si usted sea casado y
comprenda… casi creí morir de indignación por la escena que contemplaba. Mi
esposa sin inmutarse siquiera, me miró burlonamente y exclamó:
—Bueno, sí, ahora ya lo sabes, por esta vez te gané la
partida. Entonces ya no pude esperar más, saqué la pistola y disparé. Luego
Guillermo, muy tranquilo, como si no hubiera pasado nada, se apartó de mi
esposa y se dirigió a mí con su irresistible sonrisa, esa con la que me había
conquistado dos años atrás.
Carámbanos
Juan Carlos Ghiano
Avanza con paso liviano sobre las
baldosas ajedrezadas, donde los pies van eligiendo los cuadrados blancos, con
una tranquilidad ajena a la agitación de las manos, que luchan con el aire
demasiado cálido. Como su avance se demora, me adelantó a recibirla, atento a
los harapos del vestido, manchados por extensiones de moho, la cara carcomida
donde unas huellas sombrías marcan el lugar en que se han hundido los ojos, el
pelo casi desvanecido, bajo el brillo de una forma transparente. Para
aproximarse más debo superar el olor de desintegración que la rodea, como una
aureola, más densa que el fulgor de su corona. Cerca de lo que fue su cara y
para no mirarla en su desgarrada miseria levantó los ojos, hasta el esplendor
vacilante, descubriendo la precariedad del hielo, una materia que se lleva bien
con las devastaciones del vestido, que alguna vez fue blanco, con las manos, en
las cuales quedan la piel sobre los huesos y los cambiantes anillos que le
finge el verdín. Como no me atrevo a tocarla, murmuro las pobres palabras de
una pregunta, que ella adivina con la penetración que debe ser costumbre del
mundo del cual vuelve. La respuesta a mi perplejidad es un quejido, que no sale
de su boca sin labios, sino del cuerpo vacilante —Soy aquella a quien nunca
besaste— y dejándome de lado reinicia la marcha, con el temblor de los
carámbanos que la coronan.