Alberto Salcedo Ramos y Juan José Hoyos, dos de los principales cronistas del país, hablaron en la Fiesta del Libro de Medellín sobre sus inicios literarios, el ejercicio del periodismo y algunos de sus textos preferidos
Alberto Salcedo Ramos y Juan José Hoyos, dos de los principales cronistas del país./revistaarcadia.com |
Salcedo y Hoyos tienen mucho en
común. Ambos han ganados varios premios por sus crónicas de largo
aliento y desde pequeños han amado las historias. Pero sobretodo
coinciden en un aspecto fundamental: que el periodista debe ser, ante
todo, un observador. Y en esa medida, debe ser capaz de callar –para
escuchar al otro- y tener paciencia, el primer requisito para contar una
historia matizada, que evoluciona, se enreda y está colmada de
detalles. En otras palabras, una crónica.
“Aprendí
a leer con los oídos”, aseguró Salcedo en la charla mediada por Luz
María Montoya. Su infancia transcurrió en un pequeño pueblo cerca de
Barranquilla, donde no había librerías ni libros. Telenovelas
venezolanas, narraciones radiales sobre Kid Pambelé y las historias que
le contaban los campesinos conformaron su educación literaria. Su
timidez –característica que, según Hoyos, comparten todos los buenos
escritores– le impedía bailar con niñas en las fiestas o desenvolverse
con naturalidad en los deportes. Así que recurrió al arte de narrar para
acercarse a la gente. Contaba historias en el parque del pueblo o ponía
a otros niños a actuar. “En la costa todo el mundo habla mucho y diría
que nos llevamos el premio de ser los más chismosos. Porque en la costa
hay tantos virtuosos del chisme que se chismosea en tiempo futuro. Allá
te dicen: esa niña va a quedar embarazada”.
Hoyos,
oriundo de Antioquia, creció enamorado de la voz de su padre y las
historias de su abuelo, un hombre que recorría a burro los montes del
oriente antioqueño. “Un buen lector siempre termina escribiendo, no para
publicar, sino por el placer de hacerlo”, dijo en la charla. Aficionado
a la literatura desde niño, gracias a las recomendaciones de su padre
decidió que no quería una vida sin escritura. Así que en el Bachillerato
empezó a hacer crónicas deportivas. La primera fue sobre el jugador de
fútbol Gilberto Osorio, uno de sus ídolos. Temeroso, lo buscó en un café
y para su sorpresa este le concedió la entrevista. Cuando público el
relato en el periódico de su escuela, sus compañeros de clase creyeron
que se la había inventado.
En la
charla Hoyos habló, para el deleite del público, de “la guevonada del
escritor”. El autor definió a las personas que escriben como seres
sensibles, observadores e incluso temerosos. Como individuos que lo
sienten todo, en especial el dolor ajeno. Para él, solo aquellos que son
capaces de relacionarse con la tragedia de los demás pueden hacer una
crónica. Salcedo opinó lo mismo y además valoró la importancia del ego,
que no es lo mismo que la vanidad o la egolatría. “La gente ve al ego
como algo malo, como ruindad. Pero hay que tener ambición. Cuando un
estudiante me dice que está escribiendo una novelita de inmediato pienso
que no le va a llegar lejos. No creo que Dostoievski o García Márquez
hablaran de hacer novelitas”, aseguró.
De
jóvenes, tanto Ramos como Hoyos trabajaron en medios impresos haciendo
reportajes de todo tipo, desde judiciales hasta económicos. Ramos, por
ejemplo, aseguró que al comienzo podía hacer una nota sobre cualquier
cosa, se sentía “como un cazador en medio de la selva, disparando a
cualquier cosa que se moviera”. Pero hoy solo hace los temas que lo
impactan de forma profunda, que no le dejan dormir. Un derecho, dice,
que se ganó. Pero también resaltó que se puede encontrar una gran
historia en cualquier lugar. Como ejempló, habló de una vez que, a los
22 años, tuvo que entrevistar a una reina de belleza. Al comienzo no
quería, pero un episodio que vivió cuando almorzó con ella le hizo
cambiar de parecer. Durante la comida, le sirvieron un sancocho lleno de
grasa, mientras que la reina se comió un plato insípido de verduras.
“Ella miraba mi plato con interés, yo miraba el de ella con desdén”. Fue
entonces que encontró un ángulo para su crónica: la belleza es una
prisión. “Ella estaba en una prisión porque era bonita. Yo soy feo, así
que era libre”, dijo.
“Alberto
siempre dice que todo envejece rápido, menos las buenas historias”,
afirmó Hoyos, quien también aseguró que en el periodismo narrativo cada
tema es único y que el tiempo de escritura varía. Contó que una vez hizo
una nota sobre un río que se había desbordado y se llevó a cien
personas. Cuando llegó al lugar de los hechos, solo encontró los
cuadernos mojados de los niños. Esa escena lo sacudió y esa noche
redactó todo el informe. En otros casos, como cuando hizo su famosa
crónica El Oro y la Sangre, tardó meses escribiéndola. “Hay que entender
que el tiempo de vivir una historia es distinto al tiempo de
escribirla. Hay muchas clases de urgencia”, afirmó.
Ramos,
por su lado, relató que se demoró un año en crear el perfil del cabo
William Pérez, el soldado que fue rescatado en la operación Jaque y que
durante su secuestro fue el médico tanto de la guerrilla como de Ingrid
Betancourt. “Cuando sale de atrás ese hombre desgreñado y esquelético en
el aeropuerto militar de CATAM, sentí una necesidad profunda de contar
su historia. Pero no de inmediato. Así que lo busqué un año después. Las
primeras veces que me reuní con él no le hice preguntas”, cuenta. Ramos
resaltó que hoy en día hay una obsesión con hacer preguntas en el
periodismo. Esa manía, la del entrecomillado, no permite que el
entrevistador realmente oiga al entrevistado. Además piensa que una
buena crónica por lo general necesita de humildad y de tiempo para que
el sujeto evolucione y se muestre con todos sus detalles, como la forma
en que respira y se viste.
La
charla, una de las mejores de la fiesta por el humor y la buena relación
entre los cronistas, culminó con un detalle extraordinario, ya cuando
varia gente salía del auditorio y el público hacía preguntas. Una señora
de 80 años se paró frente al micrófono y le dijo a Hoyos que uno de los
mayores placeres de su vida había sido poder conocerlo. Enseguida le
pidió dos cosas: un abrazo y una foto. El antioqueño, conmovido, accedió
y, tras recibir el aplauso del público, dijo con emoción: “Se dice que
el periodismo es un oficio mal pago. Pero la verdad es que a uno le
pagan con monedas mucho más valiosas que el oro. Monedas como usted,
señora”.