Se cumple el centenario del autor de La invención de Morel, un escritor que, a su capacidad literaria, suma el hecho de haber sido el amigo y confidente de Borges durante más de cincuenta años
Adolfo Bioy Casares (1914-1999) de centenario./Gorka Lejarcegi./elcultural.es |
Los
homenajes a Adolfo Bioy Casares (1914-1999) se suceden en Argentina cien
años después de su muerte. Reediciones y tomos conmemorativos celebran a
un escritor hoy fundamental, pero cuya obra, a menudo, ha sido
eclipsada -o al menos su recepción se ha visto condicionada- por la cercanía al genio de Borges, quien fuera su influencia decisiva y su amigo inseparable durante más de cinco décadas.
Pero antes de conocer a Borges -eso ocurrió en 1932-, Bioy, premio Cervantes en 1990, ya tenía claro cuál era su vocación. Nacido en el seno de una familia acomodada, Bioy Casares gozó siempre de una posición desahogada; así pudo abandonar los estudios: dejar el derecho, después la facultad de filosofía, y dedicarse a un ejercicio tan loable como el de leer. Eran conocidos sus retiros al campo -a donde casi nunca lo acompañaba Borges, reticente a moverse de Buenos Aires- en donde escribía y leía -sobre todo leía- en una casa hoy convertida en museo sobre su figura. Su concienzudo desempeño intelectual -él habría desaprobado el término, pues consideraba, con Borges, un error calificar a los escritores de intelectuales- dejó multitud de novelas y cuentos, artículos y estudios literarios. La invención de Morel, Plan de evasión, El sueño de los héroes, Diario de la guerra del cerdo, Dormir al sol o La aventura de un fotógrafo en La Plata son solo algunos ejemplos de la narrativa de un autor que, entre el serio, erudito rigor cerebral y la más fina e irónica de las parodias, trató de airear los polvorientos espacios en que se movían géneros como el fantástico, el policíaco o la ciencia ficción.
Parece haber un consenso en que La invención de Morel fue su mejor novela. Borges no tuvo reparo en escribir, en el prólogo, que se trataba de una ficción "perfecta". Se trata de la historia de un fugitivo que llega a una isla en donde pronto se desencadenan inquietantes sucesos fantásticos. Y entre ellos, un elemento asombroso: la invención de Morel, una máquina que reproduce imágenes indistinguibles de la realidad. Son imágenes fieles, perfectas, que hunden al protagonista en un estado absoluto de confusión. La cultura popular ha vuelto en varias ocasiones a esta novela. Desde El año pasado en Marienbrad, de Alain Resnais, a la serie Lost o, aún más recientemente, la última ficción de Andrés Ibáñez, Brilla, mar del Edén, muchos escritores y cineastas se han sentido atraídos por esta ficción maestra, ya clásica, de la literatura fantástica, una historia que, bajo la superficie, esconde agudas metáforas sobre la realidad, la escritura o la soledad. Peor fortuna, al menos desde la perspectiva de los lectores, tuvieron algunas de sus obras posteriores, que nunca llegarían a interesar tanto como aquella primera novela.
Pero antes de conocer a Borges -eso ocurrió en 1932-, Bioy, premio Cervantes en 1990, ya tenía claro cuál era su vocación. Nacido en el seno de una familia acomodada, Bioy Casares gozó siempre de una posición desahogada; así pudo abandonar los estudios: dejar el derecho, después la facultad de filosofía, y dedicarse a un ejercicio tan loable como el de leer. Eran conocidos sus retiros al campo -a donde casi nunca lo acompañaba Borges, reticente a moverse de Buenos Aires- en donde escribía y leía -sobre todo leía- en una casa hoy convertida en museo sobre su figura. Su concienzudo desempeño intelectual -él habría desaprobado el término, pues consideraba, con Borges, un error calificar a los escritores de intelectuales- dejó multitud de novelas y cuentos, artículos y estudios literarios. La invención de Morel, Plan de evasión, El sueño de los héroes, Diario de la guerra del cerdo, Dormir al sol o La aventura de un fotógrafo en La Plata son solo algunos ejemplos de la narrativa de un autor que, entre el serio, erudito rigor cerebral y la más fina e irónica de las parodias, trató de airear los polvorientos espacios en que se movían géneros como el fantástico, el policíaco o la ciencia ficción.
Parece haber un consenso en que La invención de Morel fue su mejor novela. Borges no tuvo reparo en escribir, en el prólogo, que se trataba de una ficción "perfecta". Se trata de la historia de un fugitivo que llega a una isla en donde pronto se desencadenan inquietantes sucesos fantásticos. Y entre ellos, un elemento asombroso: la invención de Morel, una máquina que reproduce imágenes indistinguibles de la realidad. Son imágenes fieles, perfectas, que hunden al protagonista en un estado absoluto de confusión. La cultura popular ha vuelto en varias ocasiones a esta novela. Desde El año pasado en Marienbrad, de Alain Resnais, a la serie Lost o, aún más recientemente, la última ficción de Andrés Ibáñez, Brilla, mar del Edén, muchos escritores y cineastas se han sentido atraídos por esta ficción maestra, ya clásica, de la literatura fantástica, una historia que, bajo la superficie, esconde agudas metáforas sobre la realidad, la escritura o la soledad. Peor fortuna, al menos desde la perspectiva de los lectores, tuvieron algunas de sus obras posteriores, que nunca llegarían a interesar tanto como aquella primera novela.
Borges y Bioy
Borges y Bioy cultivaron una amistad de más de cincuenta años.
Pero ninguna obra le daría a Bioy Casares, decimos, una fama comparable a
la que le otorgó su amistad con Borges, con quien escribió no pocas
historias bajo los pseudónimos de Honorio Bustos Domecq, Suárez Lynch y
B. Lynch Davis. No es posible obviar esta relación fraternal entre
escritores: ahí está Bioy como personaje, Bioy como discípulo y después
consejero, Bioy como un complemento perfecto, una especie de hilo
conductor de toda una vida, del más grande de los escritores argentinos.
Incluso hablando de su obra es inevitable hablar de Borges: además de
todos los relatos, con él y con Silvina Ocampo, Bioy escribió el
fundamental prólogo a La antología de la literatura fantástica (1940), y casi siempre -como se ha hecho aquí- se recuerda, al hablar de La invención de Morel, la opinión que le mereció al autor de Ficciones.
Borges y Bioy Casares se conocieron de jóvenes, en una fiesta organizada por Victoria Ocampo. Aquella noche ambos se apartaron a una esquina y dejaron pasar el tiempo hablando de literatura. Bioy lo contó años después. Pero tuvo que publicarse su monumental Borges (que aspira ya a clásico de un género, el del retrato a través de la conversación, sobre el que reina, triunfante, La vida de Samuel Johnson) para que algunos reconocieran la relación de iguales que los unía. Borges, un hombre tímido y muy retraído con las mujeres -son célebres sus desventuras amorosas-, admiraba el arrojo de Bioy, y sentía que podía confiar en él. "Borges muchas veces me confió sus amores -consigna el escritor en su diario- y me consultó sobre la conducta a seguir; yo a él nunca". El retrato de Bioy no escatima, tampoco, en sutilezas, y dibuja un Borges inestable, inseguro, un hombre profundamente sentimental: "Prorrumpe en gritos de risa -ayes agudos y altos-, de los que baja, todo él, a una suerte de sollozo". Borges se fiaba del criterio de Bioy y en él, en sus largas noches de conversación, depositaba sus dudas. Aquejado de un pesimismo kafkiano, casi enfermizo, el maestro reconocía en el discípulo el impulso vital de la juventud. La omnipresente madre del autor de El Aleph también dio cuenta de esta realidad: "Ante cualquier dificultad, Borges dice: tengo que consultar con Adolfito".
Cuando conoció a Borges, Bioy, a sus 18 años, quedó prendado de aquel sabio de apenas 32 años, aunque, pasado el tiempo, esa relación desigual se transformó en mutuo reconocimiento: discutían argumentos, escribían cuentos y guiones a cuatro manos, gustaban de hacer las mismas travesuras literarias, esto es, adjudicaban obras a autores que no existían o autores que sí existían a obras que nunca se habían escrito, y tenían parecidos juicios -todos tajantes, algunos injustos- sobre aquello que no les gustaba, juicios que en absoluto obedecían no ya a la corriente cultural del momento, si no, más allá, a la noción clásica de lo que merece el ribete de literatura. Así, Borges le dice a Bioy que Goethe es "el mayor bluff de la literatura"; Shakespeare, "un amateur de la literatura, une divine amateur"; Thomas Mann, "un idiota"; Azorín, un escritor con "estilo de pan rallado…"; Sábato, "tan vulgar que su escasa obra nos abruma como una obra copiosa"; y, en fin, podríamos seguir eternamente.
Ante las abrumadoras críticas de Borges, muchas veces espoleadas por el propio Bioy, que le pregunta maliciosamente, éste, sin embargo, suele ser mucho más discreto. Un día incluso apunta en su diario que "Borges tiene aberraciones terribles". Quizás del poliédrico retrato que del gigante argentino hizo su inseparable amigo, cabría pensar que le falta un lado, pues habría que leer lo que Borges decía de Bioy cuando Bioy no estaba.
Borges y Bioy Casares se conocieron de jóvenes, en una fiesta organizada por Victoria Ocampo. Aquella noche ambos se apartaron a una esquina y dejaron pasar el tiempo hablando de literatura. Bioy lo contó años después. Pero tuvo que publicarse su monumental Borges (que aspira ya a clásico de un género, el del retrato a través de la conversación, sobre el que reina, triunfante, La vida de Samuel Johnson) para que algunos reconocieran la relación de iguales que los unía. Borges, un hombre tímido y muy retraído con las mujeres -son célebres sus desventuras amorosas-, admiraba el arrojo de Bioy, y sentía que podía confiar en él. "Borges muchas veces me confió sus amores -consigna el escritor en su diario- y me consultó sobre la conducta a seguir; yo a él nunca". El retrato de Bioy no escatima, tampoco, en sutilezas, y dibuja un Borges inestable, inseguro, un hombre profundamente sentimental: "Prorrumpe en gritos de risa -ayes agudos y altos-, de los que baja, todo él, a una suerte de sollozo". Borges se fiaba del criterio de Bioy y en él, en sus largas noches de conversación, depositaba sus dudas. Aquejado de un pesimismo kafkiano, casi enfermizo, el maestro reconocía en el discípulo el impulso vital de la juventud. La omnipresente madre del autor de El Aleph también dio cuenta de esta realidad: "Ante cualquier dificultad, Borges dice: tengo que consultar con Adolfito".
Cuando conoció a Borges, Bioy, a sus 18 años, quedó prendado de aquel sabio de apenas 32 años, aunque, pasado el tiempo, esa relación desigual se transformó en mutuo reconocimiento: discutían argumentos, escribían cuentos y guiones a cuatro manos, gustaban de hacer las mismas travesuras literarias, esto es, adjudicaban obras a autores que no existían o autores que sí existían a obras que nunca se habían escrito, y tenían parecidos juicios -todos tajantes, algunos injustos- sobre aquello que no les gustaba, juicios que en absoluto obedecían no ya a la corriente cultural del momento, si no, más allá, a la noción clásica de lo que merece el ribete de literatura. Así, Borges le dice a Bioy que Goethe es "el mayor bluff de la literatura"; Shakespeare, "un amateur de la literatura, une divine amateur"; Thomas Mann, "un idiota"; Azorín, un escritor con "estilo de pan rallado…"; Sábato, "tan vulgar que su escasa obra nos abruma como una obra copiosa"; y, en fin, podríamos seguir eternamente.
Ante las abrumadoras críticas de Borges, muchas veces espoleadas por el propio Bioy, que le pregunta maliciosamente, éste, sin embargo, suele ser mucho más discreto. Un día incluso apunta en su diario que "Borges tiene aberraciones terribles". Quizás del poliédrico retrato que del gigante argentino hizo su inseparable amigo, cabría pensar que le falta un lado, pues habría que leer lo que Borges decía de Bioy cuando Bioy no estaba.