Fue víctima de una capacidad de anticipación asombrosa. Su cabeza concibió, antes de que llegaran a la realidad, el submarino, el helicóptero, el rayo láser, los paneles solares… e incluso Internet. El escritor Juan José Millás evoca sus experiencias con los universos de Verne
Julio Verne.
He ahí un tipo que descubrió el siglo XX dentro del siglo XIX, lo que
viene a ser como adivinar la edad de los metales en medio de la edad de
piedra. Supongamos que estás cortando un pedazo de carne cruda de jabalí
con una grosera hacha de sílex conociendo ya intelectualmente la
posibilidad del hierro. Lo lógico es que te lleven los diablos. A mí me
parece que a Julio Verne le llevaban los diablos porque el traje del XIX
le venía pequeño. Podría haber acabado en el frenopático, pero canalizó
a través de la escritura la mala sangre que le provocaba vivir dentro
de una época con cuatro tallas mentales menos de las que le
correspondían.
Aun así, y pese al éxito literario, su vida fue en muchos aspectos un
desastre. No se pierdan este fragmento, tomado de la Wikipedia, de una
carta en la que le habla de sí mismo a su madre: “Una vida que limita al
norte con el estreñimiento, al sur con la descomposición, al este con
las lavativas exageradas, al oeste con las lavativas astringentes (…).
Es probable que estés enterada, mi querida madre, de que existe un hiato
que separa ambas posaderas y no es sino el remate del intestino. Ahora
bien, en mi caso, el recto, presa de una impaciencia muy natural, tiene
tendencia a salirse y por consiguiente a no retener tan herméticamente
como sería posible su gratísimo contenido (…), graves inconvenientes
para un joven cuya intención es alternar en sociedad”.
Verne fue atacado también por fiebres de origen desconocido y sufrió
una paralización facial de difícil diagnóstico. Somatizaciones, tal vez,
de un desacuerdo emocional con el entorno, aunque él prefería
atribuirlas a la deficiente alimentación provocada por sus penurias
económicas, ya que su padre le había retirado el estipendio por no
dedicarse a las leyes. En la nota citada más arriba trata de estimular
la mala conciencia de su madre a la manera en que Van Gogh, en las
célebres cartas, estimulaba las de Teo, su hermano y mecenas. En
cualquier caso, llamar hiato al culo constituye un acierto literario que
vale por las penalidades que describe.
En sus novelas, la máquina no está al servicio del hombre como mera herramienta, sino a modo de prótesis
De acuerdo, Verne padecía hemorroides, como indica delicadamente en
su carta, pero las combatía con cocaína, una cosa por otra. Una
producción literaria tan extensa como la suya se explica mal sin la
ayuda de algún tipo de estimulante. La coca proporciona una excitación
tranquila, o una tranquilidad excitante, que le viene muy bien a la
actividad creadora. Cabe señalar, de otro lado, que esa “impaciencia muy
natural” de salirse de su sitio que atribuye a su recto parece una
metáfora de la que le consumía a él por salirse del siglo que le tocó
vivir.
Nacido en 1828, año de la invención del hormigón, vivió hasta 1905,
en que se descubrió el acero inoxidable. Tanto el primero como el
segundo, debido a su potente presencia material, simbolizan el mundo del
que venía, que era el de una racionalidad sin fisuras, una lógica de
circuito cerrado, cuando él ya intuía que detrás de la electricidad
vendría la electrónica. Eso le hacía vivir fuera de sí, obligándole a
escribir como un poseso, pues en solo 13 años (de 1863 a 1876)
publicaría, entre otros muchos, títulos tan definitivos como Cinco semanas en globo, Viaje al centro de la Tierra, De la Tierra a la Luna, Veinte mil leguas de viaje submarino, Los hijos del capitán Grant, La vuelta al mundo en 80 días y Miguel Strogoff.
En las novelas de Verne, la máquina no está al servicio del hombre
como mera herramienta, sino a modo de prótesis; como si, más que un
hallazgo para multiplicar sus posibilidades, se hubiera inventado para
sustituir una amputación. De este modo, en su fantasía se configura ya
el advenimiento del ciborg, esa criatura en la que la biología y la
tecnología se confunden como los materiales en una amalgama. ¿Cómo se
relacionan, si no, el Capitán Nemo y el Nautilus?
Julio Verne fue víctima de una capacidad de anticipación asombrosa.
Por su cabeza, y antes de que llegaran a la realidad, pasaron el
submarino, el helicóptero, el rayo láser, la videoconferencia, los
paneles solares, incluso, como se verá más adelante, Internet.
Exageraciones, dirán algunos. Bueno, basta observar las coincidencias
entre su vuelo imaginario a la Luna y el del Apolo 11,
llevado a cabo realmente cien años más tarde, para aceptar sin reservas
el adjetivo de visionario que tantas veces se le atribuye. Tanto en la
novela como en la realidad, por ejemplo, la tripulación se compone de
tres personas. La nave de Verne y la de la NASA
tenían ambas forma cónica y medían y pesaban prácticamente igual. Lo
mismo podemos decir de la velocidad alcanzada por una y por otra nave,
así como de la duración del viaje. Las dos cápsulas aterrizan en el
llamado Mar de la Tranquilidad y amerizan, de regreso a la Tierra, a
solo cuatro kilómetros la una de la otra. Por cierto que la de los
americanos despegó de Cabo Kennedy, muy cerca de la del escritor, que
salió de Tampa, Florida.
Verne ejemplificó la idea de que el sueño y la vigilia forman un ‘continuum’ en el que no existe una línea de puntos donde meter la tijera
Aseguraba Verne que todo lo imaginable es realizable. Sabía, pues,
que lo que llega a la vida pasa antes por la cabeza. Poseía una
conciencia excepcional de que lo que llamamos realidad no es más que una
pequeña parte de ella, pues también los sueños y las fantasías lo son.
Más aún: no es que sean realidad, es que conforman lo que nombramos de
este modo. No se puede fabricar un objeto que no haya sido antes un
fantasma en la mente de alguien. No se puede llevar a cabo un viaje
(como el de la Tierra a la Luna) que no se haya soñado previamente, ni
escribir una novela sobre la que no se haya fantaseado, ni construir una
nave de la que no existiera una visión previa. Pese a esta evidencia,
todavía hoy se insiste en colocar entre la imaginación y la realidad una
valla electrificada de tres metros. Es inútil, la imaginación atraviesa
la valla por la noche y aparece como realidad al día siguiente. De ahí
la importancia de una imaginación bien amueblada. Cuando, encontrándonos
en el cine, las imágenes comienzan a salir distorsionadas, a nadie se
le ocurre que el problema sea de la pantalla, que no es más que una
sábana blanca, sino del proyector. Así, lo que llamamos realidad es una
proyección de lo que sucede en nuestras cabezas. Cuando la realidad está
mal, y está mal siempre, nos entretenemos sin embargo en ajustarle las
cuentas a la pantalla en vez de analizar los problemas del proyector. Un
plan educativo verdaderamente revolucionario consistiría en aceptar la
premisa de que la fantasía conforma la realidad. Curiosamente, se
combate desde todos los ámbitos. Por eso hablamos siempre de lo que nos
ocurre en vez de hablar de lo que se nos ocurre. Lo que se nos ocurre,
bueno o malo, llega tarde o temprano a la vida, a esa pequeña parte de
la vida que llamamos realidad.
Todo esto era para señalar que Verne ejemplificó la idea de que el sueño y la vigilia (o el delirio y la vida) forman un continuum
en el que no existe una línea de puntos donde meter la tijera. Si él
fue capaz de inventar el siglo XX en la mitad del XIX, nosotros podemos
reinventar (o volver a encontrar) a Verne en el XXI. Como en una
relación especular, Verne se proyecta desde su época hacia la nuestra y
la nuestra le devuelve la imagen gracias a los avances prefigurados por
él. Uno de ellos es precisamente Internet. En 1863, y después del gran
éxito de Cinco semanas en globo, escribió una novela titulada París en el siglo XX
que su editor habitual, Pierre Jules Hetzel, le aconsejó guardar en el
cajón, pues, además de no alcanzar el nivel de la anterior, se mostraba
en ella muy pesimista respecto al futuro. La acción discurre en 1960, en
un París en el que hay rascacielos de vidrio, automóviles, calculadoras
y, ¡atención!, una red mundial de comunicaciones que se concreta en una
especie de telégrafo global que evoca la idea de la Red. En ese París
imaginado, las humanidades ya no forman parte de los planes de estudio y
escritores de la talla de Victor Hugo han pasado al olvido. Las
finanzas, en cambio, ocupan un espacio tal que el dinero ha dejado
también de ser un instrumento del hombre para convertirse el hombre en
un instrumento de él.
Bueno, profecía pesimista cumplida. La novela
permaneció perdida hasta 1994, cuando el internet embrionario imaginado
por Verne en esa novela ya funcionaba en la realidad. La Red, si uno lo
desea, se vuelve hacia el siglo XIX y encuentra al autor de Miguel Strogoff.
Imagínense, si no, a un escritor actual de vacaciones, en medio del
campo, a 500 kilómetros de su mesa de trabajo, de sus libros de
consulta, de sus fetiches, prácticamente a 500 kilómetros de sí mismo.
Supongamos que le llaman del periódico para encargarle unos folios sobre
Julio Verne. Precisemos que solo cuenta, para comprobar fechas,
títulos, argumentos, datos históricos, etcétera, con la memoria de las
lecturas de las novelas del autor francés, ya demasiado antiguas, y con
un ordenador portátil de apenas dos kilos de peso. Ese escritor soy yo.
Ese escritor pone en el buscador de su portátil las palabras Julio Verne
y en menos de 30 segundos le aparecen casi 500.000 entradas sobre el
autor de El Chancellor. Significa que así como Verne navegó por
nuestra época, nos radiografió en cierto modo antes de que naciéramos,
nosotros podemos navegar por la suya con herramientas (o prótesis) que
él intuyó, o con las que soñó. Esa es una parte del juego especular
entre él y nosotros. Usted y yo estábamos en él y él, ahora, está en
nosotros. Y de qué modo, pues no hay hallazgo de carácter técnico o
científico que no nos lo recuerde. Somos los herederos de sus delirios y
quienes los hemos llevado a la práctica. Esos delirios nos ayudaron,
como lectores jóvenes, a sobrevivir a la realidad y, como personas
adultas, a progresar técnicamente.
Es raro el lector cuyo encuentro con la obra de Verne no le haya
movido los cimientos. Cada uno, si fuera posible preguntarle, tendría
una historia propia que contar acerca de ese encuentro. Una historia
sugestiva, queremos decir, de las que modifican la trayectoria de una
vida, pues las novelas de Verne poseen muchos de los ingredientes de ese
género que llamamos “de iniciación”. Son efecto, iniciáticas, tienen la
capacidad de fundar un proyecto, de colocar las bases de una
existencia.
Por mi parte, quiso el azar (esa forma, según Borges, de causalidad
cuyas leyes ignoramos) que la primera novela que leyera en mi vida fuera
Cinco semanas en globo. Aclarémonos: yo no era lector. Yo era
un niño que pasaba muchas horas en la calle y que en invierno, para
combatir el frío, se metía a ratos en una biblioteca pública de su
barrio en la que había calefacción, pero donde era obligatorio
permanecer callado y quieto: tal era el precio del calor. Un día, por
puro aburrimiento, ese niño se levantó de la mesa, se acercó a una de
las estanterías, extrajo de ella un par de libros que devolvió a su
lugar después de examinar sus portadas. Su dedo índice continuó
recorriendo los lomos de los volúmenes, como la aguja de la ruleta
recorre las casetas de los números, hasta que se detuvo en Cinco semanas en globo.
La ilustración de cubierta mostraba un globo con la canasta medio
desprendida y a cuyos restos se aferraban desesperadamente dos o tres
personas. El niño regresó perezosamente con el libro a la mesa, lo
abrió, leyó sus primeras líneas y se precipitó en el interior del relato
como el que tropieza y cae por las escaleras que conducen al sótano. Un
instante fundacional. Allí nació, sin duda, la idea del libro como
sótano, como lugar simbólico en cuyo interior estás a salvo de todo
excepto de ti mismo. El libro como salvación, la lectura como venganza.
El niño no era socio de la biblioteca, por lo que no podía tomar el
libro prestado para llevárselo a casa. Cuando llegó la hora de cerrar,
se desprendió de él como si se desprendiera de un brazo o una pierna.
Regresó al hogar incompleto. Los libros, desde ese instante, se habían
convertido para él, no en una herramienta, sino en una prótesis, es
decir, en algo que venía a sustituir una amputación misteriosa de la que
hasta ese momento no había sido consciente. Ya no podría vivir sin
ellos. Al día siguiente, media hora antes de que abrieran la biblioteca,
el niño ya estaba a sus puertas para ser el primero en entrar, no fuera
a ser que alguien cogiera antes que él la novela comenzada el día
anterior. No habría podido soportarlo. Durante los siguientes días viajó
en aquel globo junto al Doctor Fergusson, su criado Joe y su amigo Dick
Kennedy. Partieron de Zanzíbar y observaron África desde el cielo. El
niño todavía no se ha bajado de ese globo.
Curiosamente, esta primera novela de mi vida fue la primera escrita
por Verne y la que lo lanzó al éxito después de flirtear sin éxito con
el teatro. Pero hay una coincidencia más, verdaderamente extraordinaria,
y es que Cinco semanas en globo apareció el 31 de enero de
1863. El 31 de enero es mi cumpleaños, de modo que siempre la acepté
como un regalo, el mejor de mi vida. A Verne, tan aficionado a la
cabalística, le habrían encantado este cúmulo de casualidades. Pero
hablando de viajes, en globo o en nave espacial, ¿acaso no resulta
asombroso que una novela publicada en francés en 1863 sea leída un siglo
después en español por un crío que vive en la periferia de Madrid?
Después de la lectura de Cinco semanas en globo vino inevitablemente la del Viaje al centro de la Tierra, y la de Veinte mil leguas de viaje submarino, y la de Miguel Strogoff, y la de De la Tierra a la Luna, y la de La vuelta al mundo en 80 días…
Verne parecía un territorio inagotable, una comarca de la realidad tan
vasta y turbulenta como nuestro propio mundo interior, que recorríamos
sin darnos cuenta al descender a las profundidades del volcán Sneffels, o
al precipitarnos en el espacio intentando hacer diana en la Luna, o al
atravesar Siberia como correos del zar de Rusia… Cada lector tiene su
propio mapa de las lecturas de Julio Verne. Ese mapa constituye una
excelente representación de aquellas tardes muertas, de aquellas tardes
consumidas en una esquina de la biblioteca pública del barrio; de
aquellas tardes que luego resultaron las más vivas; aquellas tardes en
las que la relación con Verne, al tiempo de enseñarnos a leer novelas,
nos enseñó a leernos a nosotros mismos. Si aprender a leer es aprender a
leerse, la deuda con este autor, tanto en el plano individual como en
el colectivo, es impagable.
Como ya se ha dicho, murió en 1905, año de la publicación de la Teoría de la relatividad especial, de Einstein. Poco antes había aparecido la Interpretación de los sueños,
de Freud. Verne rozó, pues, con la yema de los dedos, teorías
científicas que modificaron la percepción de la realidad física y de la
psíquica, previamente alteradas por su literatura. Pocos años después
encontraríamos también sus huellas en el surrealismo. Verne no solo
descubre el siglo XX, lo prologa, lo divide en capítulos, confecciona su
índice…
Sus relaciones con la vida doméstica, para la que parecía poco
dotado, no mejoraron con el paso del tiempo. A la mala relación de
siempre con su hijo se añadió la agresión de que fue víctima por parte
de un sobrino que una noche, regresando juntos a casa, le pegó dos tiros
dejándolo cojo para siempre. Por cierto, que el hijo mencionado,
Michel, publicó varias novelas póstumas de su padre, la mayor parte de
ellas retocadas por él.
Dicen que durante sus últimos años se acentuó el pesimismo latente
que algunos han visto a lo largo de su obra, y que vivió una vejez
marcada por la depresión y el aislamiento. Quizá le amargaba la idea de
no haber escrito todo lo que tenía en la cabeza. Aun así, su obra es
oceánica. De sus novelas (más de medio centenar) se han hecho casi cien películas (solo de Miguel Strogoff se han rodado 16 versiones) y se encuentra entre los autores más traducidos de la historia. Es como para no creérselo.