sábado, 27 de septiembre de 2014

Austerlitz y yo

Ante la brega de escribir una crítica sobre un libro leído, o releído, el articulista se ha de ubicar en un extraño lugar en el que no cabe la objetividad –ya que toda crítica debe emanar temperatura–, pero tampoco se consiente la extrema implicación del crítico con la obra

W.G. Sebald./Jerry Bauer./revistadeletras.net
Ni fervor extremo, ni aversión enfermiza. Ecuanimidad, pero con un necesario color personal, con latidos. El articulista que habla sobre libros –o sobre películas, o sobre restaurantes– ha de situarse a dos o tres palmos de distancia del objeto observado si quiere que sus palabras sean útiles para quien tenga la bondad de pasar sus ojos sobre ellas. Dos o tres palmos: no sumergidos hasta el cuello, tampoco a treinta leguas de distancia.
Confieso que he eliminado varias veces los primeros párrafos con los cuales quería iniciar esta reseña. Nada me resultaba natural, todo era cartón seco, todo me sabía a rancio. Mi tendencia a desplegar un bastimento estilístico a caballo de citas memorables, tips de lectura o reflexiones varias no encajaban del todo en estas líneas dedicadas a Austerlitz (2001) de W. G. Sebald. Además, no puede negarse que es un handicap referirse a una obra sobre la cual todo ya se ha dicho y redicho: las sombras de las palabras pretéritas –recordemos aquel “círculo hermenéutico” de Gadamer– inevitablemente sobrevuelan el trabajo del crítico.
Fue por ello que decidí reiniciar la escritura de estas líneas con un espíritu diferente, ya que no podía evitar que cada escena de Austerlitz trajera a mi conciencia buena parte de mi pasado, de mi historia personal. Pido, pues, disculpas adelantadas a los lectores por el tono de este artículo. Disculpas por utilizar en más de una ocasión la primera persona. Disculpas por introducir referencias personales que quizá a nadie le importe. Disculpas por no haber conseguido ubicarme, como hubiese querido, a dos o tres palmos de la obra.
La quinta y última novela publicada en vida por Winfried Georg Maximilian Sebald puede parecer, a priori, un himno a la esperanza, si tenemos en cuenta la perenne intención del protagonista de querer conocer su verdadera identidad. Sin embargo, yo creo que es un himno a la resignación. El ser, dijera Heidegger, es suceder, acaecer –de accadĕre, cuya etimología proviene del verbo caer–; o sea: el acto de ser viene ligado al de la inherente caducidad, a la entrega a la muerte. Sebald recoge este espíritu al ponernos en nuestras narices la tragedia más amarga de la Historia moderna personificada en un hombre solitario y perdido, sin tierra ni brújula, cuya madre residente en Praga es asesinada por los nazis en el campo de concentración de Theresienstad, su padre huye a Francia sin dejar rastro, y él, a sus cuatro años, es metido en un vagón atestado de niños iguales a él camino a algún país del oeste que lo acoja y lo ponga a salvo. Desde entonces, el pequeño aprende a olvidar su corto pasado junto a un viejo párroco galés y su enfermiza esposa, olvida su lengua materna, erradica recuerdos, recibe el nombre de Dafydd.
Varios años después, descubre que su verdadero nombre es Jacques Austerlitz y que proviene de Praga. Entiende entonces por qué siempre se ha sentido un extranjero de la vida, por qué era invadido a diario por ácidas e inexplicables remembranzas. Es esta la circunstancia que lo empuja a deambular por ciudades europeas en busca de ese yo: en Praga se entrevista con una vieja amiga de su madre; acude a ciudades llenas de eco, a bibliotecas, a museos; en París visita centros de documentación; vaga por las calles de Amberes, de Londres; visita el balneario de Marienbad, el poblado de Terezin… Reconstruye ligeramente la figura de su madre, una bella actriz de variedades. No consigue, empero, dar con datos fehacientes de su padre. En el camino, su apatía por la vida le hace perder el que quizás será el único amor de su vida. Y si bien Austerlitz no claudica en su búsqueda vital, en el fondo, uno, como lector, atisba que en definitiva es una búsqueda sonámbula, el camino hacia una respuesta que no acercará al personaje a ese yo perdido, hacia datos a punto de borrarse para siempre. Austerlitz busca y busca, deambula y se pierde en las calles de cualquier ciudad, camina hacia delante no con esperanza sino con un abatimiento granítico, porque bien sabe que ya nunca podrá asir ese yo arrancado ilegítimamente. Buscar por buscar es lo único que le queda a alguien condenado a convivir con un yo impuesto.
Yo arrancado, yo impuesto
Abro paréntesis. Quien escribe estas líneas nació en un momento y un lugar de la Historia argentina en los que sus raíces fácilmente podrían haberse esfumado: un hospital público de Buenos Aires en el año 1979, justo al lado de una clínica policial, al tiempo que por las calles circundantes deambulaban siniestros Ford Falcon de color verde. Es sabido que, como en otros países latinoamericanos a merced del Plan Cóndor, la dictadura militar de Videla había activado el eugenésico proyecto de erradicar aquello que denominaban “subversión” mediante el secuestro, tortura y asesinato de cualquiera que sea mínimamente sospechoso de oponerse al régimen; y ante tal panorama, las mujeres subversivas que en esos momentos estaban cerca de parir eran el plato más codiciado, porque tras el cautiverio y el alumbramiento solo debían asesinar a la sediciosa madre y entregar el retoño a familias menos contaminadas por tanto zurdaje. Familias que, generalmente, o bien provenían de respetables estirpes militares, o bien eran parejas que entregaban una suma de dinero a cambio del niño, ignorantes –o no tanto– de lo que ocurría allí fuera.
Aunque la dictadura de Videla dirigía sus balas principalmente a las fuerzas subversivas, nadie estaba exento del terror. Los tres días que tardé en nacer fueron para mis progenitores la eternidad, no solo por la salud de mi madre sino también por aquella amenaza. Si bien, evidentemente, nada me ha ocurrido –mis padres no militaban–, conozco a varias personas que han sido secuestradas apenas nacer, que sus identidades han sido ocultadas por sus padres adoptivos, que muchos de ellos han decidido investigar para saber quiénes son realmente, que algunos han dado con la respuesta, que otros aún la están esperando. Y otros, muchos otros, creen saber que no son quienes son pero aún no han decidido ir en busca de la verdad, de su verdadera identidad. Mi identidad no padeció cambios, aunque creció rodeada de retoños de raíces arrancadas.
Quien escribe estas líneas, décadas después, decidió emigrar debido a conflictos varios –personales, económicos, familiares, existenciales–. Mi familia lo perdió todo, literalmente. Yo lo vendí todo, y con los dólares resultantes me pagué un viaje a Europa. Creía que lo mejor era darle al reset: renegué de aquellas raíces que por poco no me habían arrancado al nacer, renegué de mi familia, vagué, busqué, creí encontrar. Me mimeticé en el nuevo mundo que me acogía casi por vergüenza. Intenté construir un nuevo yo. Absurda meta, pienso hoy. Absurda, me subraya Sebald. Querer resetear la propia vida es la cara B de la búsqueda de Austerlitz, otra manera de acometer una búsqueda sonámbula, más bien una búsqueda zombi. Ni Austerlitz ni quien escribe estas líneas claudican en sus búsquedas ilusorias, en sus placebos vitales. Este juego de espejos surgido a instancias de Austerlitz, ha activado en mí una experiencia lectora que más que vicaria es visceral. El personaje de la novela me refriega en la cara ese yo que soy y no soy, ese lector que también es personaje, ese personaje que interpela al yo-lector hasta el límite de lo soportable. Austerlitz es un himno a la resignación porque el propio protagonista se esconde en sus indagaciones, pero ese lector que también es protagonista –yo, tú, quien sea– se siente demasiado aludido: Sebald nos da una bofetada en la nuca para despertarnos y tocarnos las narices: “¿para qué buscas constantemente un yo, si ese yo jamás acabará satisfaciéndote?”. Y acto seguido mi yo-lector se levanta de la silla, entonces me formulo preguntas, entrecierro los ojos, me muevo. Los libros que trascienden son aquellos que te despeinan, que te levantan de la silla y te hacen salir a la calle, a respirar hondo y a deambular. En mi caso, el de mi yo-lector, así ha ocurrido. De ahí la imposibilidad de situarme a dos o tres palmos de Jacques Austerlitz, sino a su lado, con el oído bien pegado a sus palabras entrecortadas. Ya lo decía Susan Sontag: Sebald sabe muy bien cómo intimar con el lector. Cierro paréntesis.
Testigos de Austerlitz
Anagrama
Anagrama
Una de las claves para que el lector, ese yo-lector interpelado y despeinado, se sienta tan cerca de la búsqueda del protagonista –ergo, de la suya propia– es la voz narradora elegida por Sebald para hilar el relato, una estrategia frecuente en la obra del autor alemán: se trata de un narrador testigo que solo se limita a acudir a las llamadas de Austerlitz –cualquiera sea el lugar donde se encuentre el personaje– para escuchar sus vivencias y tomar cuidada nota de cada una de ellas. ¿Por qué Sebald no le dio voz protagónica al propio Austerlitz? Porque de este modo se activa un lúcido doble juego. En primer lugar, este personaje-narrador de quien nada sabemos lleva a cabo la misma tarea que cualquier lector: acceder lentamente a un relato, al principio con la precaución que tendría un explorador que atraviesa por primera vez una estepa helada; si lo que se le narra le resulta interesante, si se tienden puentes emocionales e intelectuales entre lector y personaje, ese lector es capturado por la intriga, indaga, se pregunta, va en busca de más información, se moja en las aguas de las emociones del personaje. Esta voz narradora es el propio Sebald y somos nosotros mismos, que respondemos a las cartas de Austerlitz y acudimos a sus llamadas, ya que cada episodio de su discurso nos embarra más y más en sus vísceras, en las nuestras, en la relato de la tragedia moderna. La experiencia lectora, de esta manera, no solo se duplica, también se enaltece.
Y, en segundo lugar, la elección de esta particular voz narradora cumple otra función característica de la poética de Sebald: supone una loa al acto de documentarse. Y documentarse es no olvidar, es exprimir la Historia hasta el final aunque exista resignación, porque si bien no conseguiremos llenar nuestro vacío, esta encomiable tarea jamás será en vano: trascenderá los tiempos, llegará al conocimiento de las generaciones futuras los detalles y las nimiedades de una época infernal. De este modo –¿por qué no?– puede que el tópico del eterno retorno un día se resquebraje. El trabajo del personaje testigo que nos relata la historia consiste en un abnegado acto de registrar, tanto palabras como imágenes, ya que, en típico acto sebaldiano, el texto es salpicado por fotografías que refuerzan el discurso a fin de que los hechos narrados se nos graben a fuego, aún más, otra estrategia para eludir el habitual territorio del olvido.
Posmoderno Baudelaire
Este personaje-narrador que presenta al protagonista es tan testigo de la trama como nuestro yo-lector. Compartimos el mismo grado de conocimiento, somos invadidos por la misma sensación de empatía, vivimos la historia con la misma perplejidad de quien se encariña con este hombre a la deriva que, mochila al hombro, nos relata la infinita cantidad de veces que ha visionado un viejo vídeo de propaganda nazi solo para dar con alguna facción del rostro de su madre, o cuando nos describe la vida de sesenta mil personas en un kilómetro cuadrado rodeado de alambre de espinos, o cuando nos pinta un cuadro magistral de la muerte de su madrastra, cuadro que bien podría haber sido pintado por Turner…
De algún modo, los tres componentes de la tríada literaria –lector, narrador, protagonista– compartimos el mismo grado de vulnerabilidad ante la realidad, tan vulnerables como las polillas que fascinan a Austerlitz, esos animalejos “sujetos por sus garras diminutas, rígidas por el espasmo de la muerte, aferrados al lugar de su desgracia hasta después de acabar su vida, hasta que un soplo de aire los suelta y los hecha a un rincón polvoriento”.
¿Cómo no sentirnos abatidos nosotros tres ante tanto hierro? ¿Cómo no experimentar ese “sordo sentimiento de no pertenecer a ningún Estado”, esa nada propia del yo arrancado, del yo de posguerra? En efecto, si algo es Austerlitz es un Baudelaire de posguerra, ya que cae atrapado en un spleen espeso, mucho más doloroso y asfixiante que aquella melancolía perenne que padecía el poeta francés. Advertimos, ergo, que hasta eso ha conseguido el nefasto siglo XX: se las ingenió para que ese spleen ya no solo sea un límbico estado de conciencia donde las emociones se aletargan, sino que ahora es un territorio de pesimismo que abarca todos y cada uno de los estratos conscientes del ser, un convencimiento de que ya no hay ni habrá nunca respuestas, ya no hay nada, ya ni siquiera es posible convivir con el vacío. Un spleen al cuadrado. No obstante, como ya he señalado, el tozudo Austerlitz lo intenta, claro que lo intenta: quiere respuestas, las busca, sus venas laten con la única necesidad de saber quién demonios es, de dónde demonios proviene. La posmodernidad ha conseguido hacer trizas el concepto de esperanza, y así como Nietzche afirmaba que tras la muerte de Dios hoy el hombre solo venera las sombras de aquel Dios, hoy también la humanidad acaricia las sombras de una esperanza que antes tenía cuerpo y raíces, y de la que hoy solo acariciamos sus ecos.
Y esa sensación de melancolía desesperanzada trabaja en consonancia con otro procedimiento baudeleriano: el flâneur. Baudelaire vagaba por las calles parisinas para lanzar una mirada rancia hacia la aplastante pero aún incipiente urbanidad. Austerlitz, en cambio, se pierde en unas ciudades cancerígenas solo con el fin de visitar obras en ruinas, contemplar cúpulas inalcanzables, o, tan solo, para hallar en el camino algún “espectro nocturno aislado”. Si en el siglo XIX el flâneur era un espécimen propio de la modernidad, el flâneur de Sebald es una rama seca que mira sin ver. Un sonámbulo.
Mirar hacia arriba para mirarse uno mismo
Antes he dicho cúpulas. En efecto, Austerlitz, la novela, está plagada de cúpulas. Austerlitz, el personaje, interesado en la historia de la arquitectura, se detiene varias veces a describir las cúpulas de los edificios que visita, y esa contemplación supone un símbolo que se agudiza cúpula tras cúpula. Esta clase de construcciones es fuente de una luz que nos fascina a la vez que nos enceguece, inalcanzable luz que solo podemos admirar y describir, jamás asir, un espejismo con el cual construimos dioses que no existen. Para Austerlitz, las cúpulas son una representación del dios contemporáneo, dios hecho de vigas oxidadas, vidrio y cagadas de paloma. Austerlitz nos señala las cúpulas de la estación de trenes de Wilson o de Lucerna con el propósito de obligarnos a mirar hacia arriba, hacia un cielo imaginario que, en lugar de traernos rayos de sol, bloquea o filtra esa luz. Y esa sensación la tuvo Austerlitz, el personaje, desde su época de estudiante en París, cuando se quedaba boquiabierto mirando el techo de Austerlitz –no la novela, tampoco el personaje, sino la estación de trenes parisina–, a la que considera “la imagen más misteriosa de París”.
E incluso Sebald, el autor, escarba en sí mismo y en sus raíces al volcar una mirada impávida sobre aquella Alemania que abandonara cuando joven pero cuya lengua jamás atinó a olvidar –a diferencia de expatriados como Conrad o Kundera–, actitud que supone toda una declaración de principios, ya que representa el antídoto contra la resignación que invade a Austerlitz. Y creo que no es baladí esta interpretación, porque en muchos sentidos Austerlitz es la contracara de Sebald: si exploramos la biografía del autor alemán, son evidentes las similitudes entre la vida de ambos –la sombra de la guerra, el desarraigo–, con la diferencia de que Sebald transforma su búsqueda en un generador de respuestas, no en una búsqueda por sí misma. La distancia con su tierra natal le otorga la necesaria mirada de extrañeza que solo puede dar el exilio, lo que le da la potestad –a él, a Austerlitz, a mí mismo y a cualquier desarraigado– de considerar su lugar de origen un lugar ajeno, apartado, una Alemania que en ocasiones puede ser “tan ajena como Afganistán o Paraguay”.
Y este contrapunto entre autor y personaje se magnifica con la ironía de que, poco tiempo después de la publicación de Austerlitz, Sebald muere en un accidente de tránsito en Norfolk, bien lejos de su tierra, justo cuando había alcanzado el cenit de su producción literaria. Austerlitz, el personaje, se pierde de la vista de los lectores en un amargo fundido a negro, lleno de preguntas e insinuaciones. Sebald, el autor, se esfuma en un abrupto corte de cinta justo cuando esperábamos más de esas respuestas que ahora no podrá darnos.
A poco de comenzar a redactar las primeras líneas de este artículo, me invadió un sentir parecido al que acudía en ocasiones a la conciencia de Austerlitz cuando se ponía a escribir, según relata en la mitad de la novela: “una especie de angustia difusa pero luego cada vez más densa, que hacía que el hermoso espectáculo de colores que iban desvaneciéndose se tornase en una palidez malvada y sin luz”. Lo que hemos de hacer con este spleen austerlitziano –en el que todo suena “vacío y falaz”– es combatirlo. Y la única manera de conseguirlo es aceptar con naturalidad que la resignación ha de ser en realidad aceptación, que el yo que pudimos haber sido no existe, son solo papeles, solo está en los libros, los documentos y las ilusiones. Pero no existe. Buscar respuestas, sí, identificar nuestro yo, también. Pero el yo verdadero es aquel que nos da las circunstancias actuales, no el pasado, el que solo tengo ahora y con el que he de convivir eternamente hasta el final de mis días. Austerlitz, esa opera magna, es resignación, sí. Una desesperanza activa, la búsqueda por la búsqueda misma. Porque lo único que nos queda es buscar, y hemos de buscar, claro que sí. Aunque no para nosotros, sino para el futuro.