El pésimo uso del idioma hace que nuestra realidad y capacidad de pensar sean más pobres, dice. Cada tilde mal puesta debe causar alarma
El escritor español Juan José Millás, durante su visita de esta semana a Bogotá. / Luis Ángel. elespectador.com |
Pulcro como es en el manejo del lenguaje, Juan José Millás
no perdona una palabra en el lugar equivocado, independientemente de que
el soporte para el que fue escrita sea electrónico o un papel
tradicional. Le da tedio, piquiña, malestar. Le duele el doble si el
gazapo aparece en un medio de comunicación y le resulta inexplicable
cuando está en las comunicaciones informales de algún colega, pues el
uso correcto del idioma tampoco se limita a la producción literaria de
un autor.
Como no anda por el mundo con ínfulas de bienhablado, sino más en condición de observador permanente de los modismos propios de cada región, es capaz de asombrarse con la elocuencia de los latinoamericanos y hasta se dejó descrestar con la sintaxis de un adolescente de las comunas menos favorecidas de Medellín, el día que fue a conocer las escaleras eléctricas de la capital antioqueña. Sabe de los problemas de la zona y que no estaba ante una persona con elevado grado de escolaridad, pero el relato del joven paisa le hizo evocar textos del siglo de oro español. Lo cuenta con hipérboles. Y entre signos de admiración.
Para decirlo al compás de una de las obras de su gran amigo Álex Grijelmo —exdirector de la agencia EFE— Millás ejerce de manera permanente una defensa apasionada del idioma español. Desempeñó mil oficios y nunca escribió para vivir. Vive para escribir, como lo demuestran sus más de 30 libros, traducidos a 23 idiomas. Hace dos décadas trabaja también con éxito en prensa, televisión y radio. ¡En radio! Con esa dicción imperfecta que desnuda una infancia de dificultades mayores para hablar.
El Espectador lo abordó durante su visita de esta semana a Colombia, en donde promociona La mujer loca (Seix Barral), la más reciente de sus creaciones. En ella, una vez más, la gramática, la filología y hasta el psicoanálisis cumplen roles protagónicos.
Vuelve Juan José Millás a las librerías y lo hace con otra obra en donde la palabra es protagonista. ¿De dónde nació esa obsesión por la lengua?
Es mi esencia. Seguramente de niño tuve dificultades para hablar. El lenguaje siempre me ha provocado mucha extrañeza. Es una cosa psicótica, los niños piensan que las palabras forman parte de un objeto y hay casos extremos en los que se confunde la palabra con un objeto, y yo lo hacía. Ese proceso por el que uno va comprendiendo la relación de la palabra con el objeto es arbitrario. Saber que entre la palabra mesa y el objeto no hay más relación que la de consenso, que la que hemos puesto. Suelo contar una anécdota que la gente no comprendía: ¿Por qué, si yo decía “casa” veía dentro de mi cabeza una casa, pero si decía “ca” no veía media casa?
Ese es el argumento de ‘El orden alfabético’, el libro en el que usted plantea un mundo en el que las letras desaparecen y con ellas se van los objetos representados por palabras escritas con esas letras.
Efectivamente. Estoy muy satisfecho de esa novela. Siempre me ha gustado mucho la idea de que si el lenguaje se deterioraba, se deterioraría la realidad también. Esto tiene mucho de verdad. Las sociedades que escriben mal piensan mal. Vivimos en un mundo donde el vocabulario es cada vez más pobre: el vocabulario de la televisión, donde la gente se maneja con 700 palabras. Eso empobrece la lengua, pero empobrece también la realidad.
¿Y por qué cree usted que no le damos a la lengua el cuidado que se merece?
Porque siempre que hay que hacer un ajuste paga el pato la lengua. Siempre se reducen las humanidades. En España están prácticamente descontinuadas. El latín está prácticamente desaparecido, siendo tan importante para comprender el español. No hay nada más interesante que hacer traducciones del latín, que hacer análisis sintácticos y morfológicos, pero nosotros vivimos en un mundo en donde aquello que no se puede cuantificar no existe. Si aprendes a dividir, te vas a la cama diciendo que aprendiste algo. Si lees Madame Bovary no, porque esa sabiduría no es cuantificable.
Lo curioso es que eso ocurre justo cuando la oferta educativa parece haber crecido…
Se aprenden idiomas y, en muchos casos, un inglés de aeropuerto, que sirve sólo para saber dónde están los servicios o la cafetería. Una metáfora del encogimiento del lenguaje, por eso nuestra comunicación es más pobre cada día.
¿Qué opina entonces de la forma como escribe la gente en eso que llaman ‘chats’?
Es un desastre. ¡Y nadie se queja! No hay ortografía ni sintaxis. Eso desordena el pensamiento. Me sorprende que estas licencias se las permitan personas que escriben bien, escritores que uno conoce y que se descuidan absolutamente en un correo electrónico. Empiezas a descuidar las mayúsculas en un mensaje de móvil y no sabes dónde vas a parar. En muchos textos, además, no hay relato. Relato proviene de relación y hacer un relato consiste en relacionar hechos, en articularlos bien. Lo otro son disparates.
En este sentido critica usted muy duro a los diarios de su país.
En España venimos de una tradición de periódicos y revistas muy bien escritos, pero ahora encuentra uno textos en que desde el primer párrafo se nota el disparate. A veces sigo leyendo a ver si en algún momento el autor es capaz de abrochar, pero no, es como el que tira palabras a lo loco. No hay fomento de pensamiento. Por eso dicen que la sociedad de la información no necesariamente es la sociedad del conocimiento. Al despertar escuchamos radio, entramos en internet 10 veces antes de desayunar y en un día hemos recibido más datos que un hombre del siglo XIX en toda su vida. Pero eso no es conocimiento. Los datos se convierten en conocimiento cuando se articulan, cuando se les da sentido. Confundimos los datos con sabiduría, es lo que pasa cuando uno se convierte en un lector de titulares.
¿Y cómo debe ser el periódico del futuro para no sucumbir ante ese desafío?
Hoy sería un éxito un periódico que no te diera los datos. Si me dormí escuchando radio y entré a internet 10 veces antes de comprar el diario es absurdo que el periódico me diga qué pasó. Lo que debe es explicarme por qué pasó. Lo otro ya lo sé.
¿En qué terminará esa tensión entre diarios tradicionales y nuevas tecnologías?
Soy lo suficiente mayor como para no ver cómo acabará esto, pero está claro que, aunque el papel no es el futuro, convivirá mucho tiempo con internet, hablando de libros. En periódico la situación es muy grave, porque los lectores cada vez son menos. No sé si fue The New York Times el que pronosticó que los diarios de papel durarían hasta 2044, basado en conjeturas científicas. Creo que hoy cualquier editor firmaría por llegar al 2044. Es un futuro muy incierto.
Como no anda por el mundo con ínfulas de bienhablado, sino más en condición de observador permanente de los modismos propios de cada región, es capaz de asombrarse con la elocuencia de los latinoamericanos y hasta se dejó descrestar con la sintaxis de un adolescente de las comunas menos favorecidas de Medellín, el día que fue a conocer las escaleras eléctricas de la capital antioqueña. Sabe de los problemas de la zona y que no estaba ante una persona con elevado grado de escolaridad, pero el relato del joven paisa le hizo evocar textos del siglo de oro español. Lo cuenta con hipérboles. Y entre signos de admiración.
Para decirlo al compás de una de las obras de su gran amigo Álex Grijelmo —exdirector de la agencia EFE— Millás ejerce de manera permanente una defensa apasionada del idioma español. Desempeñó mil oficios y nunca escribió para vivir. Vive para escribir, como lo demuestran sus más de 30 libros, traducidos a 23 idiomas. Hace dos décadas trabaja también con éxito en prensa, televisión y radio. ¡En radio! Con esa dicción imperfecta que desnuda una infancia de dificultades mayores para hablar.
El Espectador lo abordó durante su visita de esta semana a Colombia, en donde promociona La mujer loca (Seix Barral), la más reciente de sus creaciones. En ella, una vez más, la gramática, la filología y hasta el psicoanálisis cumplen roles protagónicos.
Vuelve Juan José Millás a las librerías y lo hace con otra obra en donde la palabra es protagonista. ¿De dónde nació esa obsesión por la lengua?
Es mi esencia. Seguramente de niño tuve dificultades para hablar. El lenguaje siempre me ha provocado mucha extrañeza. Es una cosa psicótica, los niños piensan que las palabras forman parte de un objeto y hay casos extremos en los que se confunde la palabra con un objeto, y yo lo hacía. Ese proceso por el que uno va comprendiendo la relación de la palabra con el objeto es arbitrario. Saber que entre la palabra mesa y el objeto no hay más relación que la de consenso, que la que hemos puesto. Suelo contar una anécdota que la gente no comprendía: ¿Por qué, si yo decía “casa” veía dentro de mi cabeza una casa, pero si decía “ca” no veía media casa?
Ese es el argumento de ‘El orden alfabético’, el libro en el que usted plantea un mundo en el que las letras desaparecen y con ellas se van los objetos representados por palabras escritas con esas letras.
Efectivamente. Estoy muy satisfecho de esa novela. Siempre me ha gustado mucho la idea de que si el lenguaje se deterioraba, se deterioraría la realidad también. Esto tiene mucho de verdad. Las sociedades que escriben mal piensan mal. Vivimos en un mundo donde el vocabulario es cada vez más pobre: el vocabulario de la televisión, donde la gente se maneja con 700 palabras. Eso empobrece la lengua, pero empobrece también la realidad.
¿Y por qué cree usted que no le damos a la lengua el cuidado que se merece?
Porque siempre que hay que hacer un ajuste paga el pato la lengua. Siempre se reducen las humanidades. En España están prácticamente descontinuadas. El latín está prácticamente desaparecido, siendo tan importante para comprender el español. No hay nada más interesante que hacer traducciones del latín, que hacer análisis sintácticos y morfológicos, pero nosotros vivimos en un mundo en donde aquello que no se puede cuantificar no existe. Si aprendes a dividir, te vas a la cama diciendo que aprendiste algo. Si lees Madame Bovary no, porque esa sabiduría no es cuantificable.
Lo curioso es que eso ocurre justo cuando la oferta educativa parece haber crecido…
Se aprenden idiomas y, en muchos casos, un inglés de aeropuerto, que sirve sólo para saber dónde están los servicios o la cafetería. Una metáfora del encogimiento del lenguaje, por eso nuestra comunicación es más pobre cada día.
¿Qué opina entonces de la forma como escribe la gente en eso que llaman ‘chats’?
Es un desastre. ¡Y nadie se queja! No hay ortografía ni sintaxis. Eso desordena el pensamiento. Me sorprende que estas licencias se las permitan personas que escriben bien, escritores que uno conoce y que se descuidan absolutamente en un correo electrónico. Empiezas a descuidar las mayúsculas en un mensaje de móvil y no sabes dónde vas a parar. En muchos textos, además, no hay relato. Relato proviene de relación y hacer un relato consiste en relacionar hechos, en articularlos bien. Lo otro son disparates.
En este sentido critica usted muy duro a los diarios de su país.
En España venimos de una tradición de periódicos y revistas muy bien escritos, pero ahora encuentra uno textos en que desde el primer párrafo se nota el disparate. A veces sigo leyendo a ver si en algún momento el autor es capaz de abrochar, pero no, es como el que tira palabras a lo loco. No hay fomento de pensamiento. Por eso dicen que la sociedad de la información no necesariamente es la sociedad del conocimiento. Al despertar escuchamos radio, entramos en internet 10 veces antes de desayunar y en un día hemos recibido más datos que un hombre del siglo XIX en toda su vida. Pero eso no es conocimiento. Los datos se convierten en conocimiento cuando se articulan, cuando se les da sentido. Confundimos los datos con sabiduría, es lo que pasa cuando uno se convierte en un lector de titulares.
¿Y cómo debe ser el periódico del futuro para no sucumbir ante ese desafío?
Hoy sería un éxito un periódico que no te diera los datos. Si me dormí escuchando radio y entré a internet 10 veces antes de comprar el diario es absurdo que el periódico me diga qué pasó. Lo que debe es explicarme por qué pasó. Lo otro ya lo sé.
¿En qué terminará esa tensión entre diarios tradicionales y nuevas tecnologías?
Soy lo suficiente mayor como para no ver cómo acabará esto, pero está claro que, aunque el papel no es el futuro, convivirá mucho tiempo con internet, hablando de libros. En periódico la situación es muy grave, porque los lectores cada vez son menos. No sé si fue The New York Times el que pronosticó que los diarios de papel durarían hasta 2044, basado en conjeturas científicas. Creo que hoy cualquier editor firmaría por llegar al 2044. Es un futuro muy incierto.