Es raro pensar en la celebración del centenario de Bioy Casares.
Un centenario es una cosa póstuma y marmórea, y en Bioy hay una
liviandad que elude todo lo solemne, una transparencia que hace visible
la hondura, pero que excluye la pompa. Bioy parecía un caballero porteño
de otra época, y cuando fue viejo se veía irónicamente a sí mismo como
un viajero del pasado sin máquina del tiempo. Pero lo cierto es que, sin
ningún énfasis, escribió una literatura en gran medida intemporal, que
tenía simultáneamente la pureza de las fábulas y un arraigo muy poderoso
en la realidad que él conocía y recordaba, en la vida de Buenos Aires y
de las capitales interiores del país, en los paisajes del campo y en
esas ciudades europeas por las que se movían volublemente sus viajeros
argentinos de clase alta.
En su primera obra maestra, La invención de Morel,
el espacio y los personajes son tan abstractos como en un cuento de
Kafka o en algunas historias de Wells. A partir de entonces, según se
hacía mayor y más sabio, sus ficciones fueron acercándose a los lugares
precisos de la realidad y a las variedades del habla argentina, que
percibía y escuchaba con un oído a la vez exacto y paródico, que
revelaba en él un instinto natural para la comedia. Pero su talento
cordial para la observación del mundo quedaba siempre matizado por la
atracción de lo extravagante y lo fantástico, por su devoción hacia las
simetrías y las formas perfectas de las tramas policiales. En la mejor
de sus novelas, El sueño de los héroes,
esos dos impulsos de Bioy alcanzan un equilibrio insuperable. Debajo
del azar de la vida actúa sobre los personajes la geometría del destino.
El sueño masculino del coraje está hecho de mezquindad, de jactancia
grosera, de fuerza bruta. La lectura es un ejercicio de indagación
equivalente a la búsqueda en la que acaba extraviándose ese pobre héroe
de clase trabajadora, Emilio Gauna, émulo incompetente de esos malevos
de arrabal que fascinaban tan literariamente a Borges. (Entre Borges y Bioy, contra lo que pueda pensarse, las diferencias son mucho mayores que las semejanzas).
El sueño de los héroes es una de esas raras novelas a las
que uno vuelve y vuelve sin desilusión a lo largo de la vida, con una
familiaridad casi como la de un poema aprendido de memoria. Hay que
decir de memoria y en voz alta la primera frase: "Durante tres días y
tres noches del carnaval de 1927 la vida de Emilio Gauna logró su
primera y misteriosa culminación". La última frase no es menos digna de
recuerdo, pero sí mucho más triste. Uno la olvida y cuando llega a ella
siempre lo deja para después del final con su punzada de amargura. Hace
100 años que nació en Buenos Aires Adolfo Bioy Casares y 60 años justos
que se publicó El sueño de los héroes, pero la novela
se mantiene tan tersa como si el tiempo no pasara por ella, dispuesta a
revelar nuevos tesoros escondidos a cada lectura, a sumergirlo a uno en
sus extrañas claridades de amaneceres y ensueños, en sus tierras de
nadie entre el suburbio y el campo, entre el recuerdo y el olvido, el
éxtasis y la desgracia. Frases que uno subrayó hace muchos años en
ejemplares perdidos de la novela vuelven a brillar con toda su belleza
intacta: "Un momento lila y abstracto, con anticipaciones del alba";
"Aquellas conversaciones con Larsen eran la patria de su alma".
Ahora cuesta explicar lo que para un aspirante a escritor significaba
descubrir una literatura así en la poco ventilada atmósfera española de
mediados de los años setenta. En una época propensa a los potingues
espesos —ideológicos, literarios, hasta psicotrópicos—, leer a Bioy era
como beber un agua transparente y muy fresca, como escuchar a Bill Evans después de haberse abotargado con Pink Floyd. Yo me acuerdo de ir por el centro de Granada leyendo por primera vez La invención de Morel
en aquel volumen de tapas negras de Alianza, y la limpia luz matinal
que me devuelve la memoria no sé si procede de mi caminata por la ciudad
o de la pura irradiación de las palabras de la novela. Luego vinieron
los cuentos, el humorismo y la agudeza de las historias policiales en
colaboración con Borges, las otras novelas mayores: Diario de la guerra del cerdo, Plan de evasión, Dormir al sol, La aventura de un fotógrafo en La Plata.
Bioy, tan escéptico de la grandilocuencia, tan partidario de las formas
breves, permaneció inmune a la tentación catedralicia y hasta
cosmológica de una parte de la novela latinoamericana de aquellos años.
Le gustaba inventar tramas cuidadosas, mecanismos narrativos de alta
precisión, y al mismo tiempo, supimos después, cultivó con asiduidad
durante toda su vida la escritura más fragmentaria y abierta de todas,
la del diario íntimo y la anotación suelta en un cuaderno, el apunte, el
borrador, la observación instantánea, la cita, el collage.
De las 20.000 páginas de ese diario que dejó al morir
proceden algunas de las alegrías que ha seguido dándonos Bioy. Hace
unos siete años, Destino publicó el tomo formidable de los apuntes de
sus conversaciones con Borges, anotadas con fidelidad cada noche,
durante media vida, frescas todavía en la memoria inmediata. En Páginas
de Espuma salió después, en un volumen editado muy cuidadosamente, el diario de un viaje breve a Brasil que hizo Bioy en 1960. Lo cotidiano, lo menor, lo olvidable, lo que casi no sucede, son la materia valiosa de la literatura.
Pero de ese Bioy póstumo, confesional, pudoroso, el libro que yo prefiero es Descanso de caminantes,
que publicó Sudamericana en Buenos Aires en 2001, en una edición de
Daniel Martino. Qué pocos libros así hay en español. Es el diario de
Bioy entre 1975 y 1989: los años de la llegada de la vejez y de la
enfermedad, para un hombre que había sido vigoroso y muy atractivo para
las mujeres, muy enamoradizo de ellas; los años sórdidos de la
descomposición política en Argentina, la dictadura militar, el regreso
inseguro de la democracia. El español, lo mismo el de aquí que el de
América, no parece un idioma propicio a la confesión en voz baja, a los
matices de lo íntimo en primera persona. O nos ponemos solemnes, o nos
ponemos hipócritas o pudibundos, por miedo al ridículo y al viejo qué
dirán provinciano, por pánicos a parecer sentimentales, por una falta
congénita de naturalidad. En Bioy hay una desenvoltura de escritor de
diarios inglés, con toda su ironía y su melancolía. Anota encuentros
amorosos furtivos, percances de salud, conversaciones oídas sobre la
marcha, monólogos de taxistas, sueños, ideas para cuentos. En 1976
asiste en la calle a un asesinato cometido a plena luz del día por
policías de paisano. Una mañana de marzo de 1985, a pesar de la
decadencia física y los desengaños de la edad, se despierta feliz:
"Suena el despertador y siento el júbilo de estar vivo, de empezar un
día nuevo. Es un júbilo minúsculo y nítido, como la moneda de cinco
centavos de los buenos tiempos".
Júbilo es la palabra exacta que define la literatura de Bioy Casares.
Entrevista de 1994 con Adolfo Bioy Casares
Entrevista de 1994 con Adolfo Bioy Casares