Marguerite Yourcenar
La leche de la muerte
La larga hilera beige y gris de turistas se extendía por la calle
principal de Ragusa; los gorros, las elegantes chaquetas bordadas que se
movían con el viento a la entrada de las tiendas, iluminaban los ojos
de los viajeros en busca de regalos a buen precio o de disfraces para
los bailes de a bordo. Hacía tanto calor como sólo puede hacer en el
Infierno. Las montañas desnudas de Herzegovina mantenían a Ragusa bajo
el fuego de espejos ardientes. Philip Mild pasó al interior de una
cervecería alemana donde algunas moscas gordas zumbaban en una
semioscuridad sofocante. Paradójicamente, la terraza del restaurant daba
sobre el Adriático que aparecía allí en plena ciudad, en el lugar más
inesperado, sin que esa súbita aparición azul sirviera para otra cosa
que para añadir un color de más al mosaico de la plaza del mercado. Una
peste subía de un montón de desperdicios de pescado que algunas gaviotas
casi insoportablemente blancas hurgaban. Ningún viento llegaba del mar.
El compañero de camarote de Philip, el ingeniero Jules Boutrin, bebía
recargado en un velador de zinc, a la sombra de un parasol color fuego
que de lejos parecía una naranja flotando sobre el mar.
-Cuéntame
otra historia, viejo- dijo Philip dejándose caer pesadamente en una
silla. -Necesito un whisky y un buen relato frente al mar… El relato más
hermoso y el menos verosímil posible que me haga olvidar las mentiras
patrióticas y contradictorias de algunos periódicos que acabo de comprar
en el malecón. Los italianos insultan a los eslavos, los eslavos a los
griegos, los alemanes a los rusos, los franceses a Alemania y casi del
mismo modo a Inglaterra. Imagino que todos tienen razón. Hablemos de
otra cosa. ¿Qué hiciste ayer en Scutari donde estabas tan ansioso por ir
a ver no sé qué turbinas?
-Nada -dijo el ingeniero-. Aparte de
echar un vistazo a unos torpes trabajos de la presa, dediqué la mayor
parte de mi tiempo a buscar una torre. He escuchado a tantas ancianas
servias contarme la historia de la torre de Scutari, que necesitaba
localizar sus gastados ladrillos para ver si no tienen una marca blanca.
Pero el tiempo, las guerras y los campesinos de los alrededores,
preocupados por consolidar las paredes de sus granjas, la demolieron
piedra por piedra y su memoria ya no se mantiene sino en los cuentos… A
propósito, Philip, ¿eres lo suficientemente afortunado para tener lo que
se llama una buena madre?
-Qué pregunta -respondió
negligentemente el joven inglés-. Mi madre es hermosa, delgada,
distinguida, resistente como el espejo de una vitrina. ¿Qué otra cosa te
puedo decir? Cuando salimos juntos me toman por su hermano mayor.
-Eso
es. Eres como todos nosotros. Cuando pienso que algunos idiotas suponen
que nuestra época carece de poesía, como si no tuviera sus
surrealistas, sus profetas, sus estrellas de cine y sus dictadores.
Créeme, Philip, de lo que carecemos es de realidades. La seda es
artificial; los alimentos detestablemente sintéticos se parecen a esa
copia de alimentos con los que llenan a las momias, y las mujeres ya no
toleran la tristeza ni la vejez. Sólo en las leyendas de países
semibárbaros se pueden encontrar todavía esas criaturas colmadas de
leche y lágrimas de las que uno estaría orgulloso de ser hijo… ¿Dónde oí
hablar de aquel poeta que no podía amar a ninguna mujer porque en otra
vida había conocido a Antígona? Un hombre como yo. Algunas docenas de
madres y enamoradas, desde Andrómaca hasta Griselda, me han vuelto
exigente frente a esas muñecas irrompibles que pasan por ser la
realidad.
“Isolda como amante y, por hermana la dulce Aude… Sí,
pero la que yo hubiera querido por madre es una muchacha de una leyenda
albanesa, la mujer de un joven noble de por aquí.”
“Eran tres
hermanos que trabajaban en construir una torre desde donde pudieran
observar a los invasores turcos. Todos los días una de sus mujeres les
llevaba de comer. Se habían dedicado ellos mismos al trabajo, ya porque
la mano de obra fuera escasa, cara, o porque como buenos campesinos no
confiaran sino en sus propios brazos. Sin embargo, cada vez que lograban
llevar lo suficientemente bien el trabajo para colocar un montón de
hierbas en el tejado, el viento de la noche y las brujas de la montaña
tiraban su torre como Dios hizo derrumbar Babel. Hay muchas razones para
que una torre no se mantenga en pie, se puede inculpar a la torpeza de
los obreros, a lo difícil del terreno o a la mala calidad del cemento
que se utiliza. Pero los campesinos servios, albaneses o búlgaros no
reconocen en este desastre sino una sola causa: saben que un edificio se
desploma si no se ha tomado el cuidado de encerrar en su cimiento a un
hombre o una mujer cuyo cuerpo llevará hasta el día del Juicio Final
este pesado vestido de piedras. Así en Arta, en Grecia, hay un puente
donde fue encerrada una joven -aún se ve su cabellera que sale por una
fisura y cuelga sobre el agua como una planta rubia.”
“Los tres
hermanos comenzaron entonces a mirarse con desconfianza. Incluso
cuidaban de no proyectar su sombra sobre el muro sin terminar porque se
puede, a falta de algo mejor, encerrar en una obra en construcción a esa
obscura prolongación del hombre que probablemente es su alma. Aquél
cuya sombra es hecha prisionera, muere como un desdichado enfermo de una
pena de amor.
Durante la noche cada uno de los tres hermanos se
sentaba lo más lejos posible del fuego por miedo a que alguno se
aproximara silenciosamente por detrás, echara una bolsa de tela sobre su
sombra y la llevara semiasfixiada como un pichón negro. Su entusiasmo
en el trabajo disminuía y la angustia, que ya no la fatiga, bañaba de
sudor sus rostros cafés. Por fin un día, el mayor de los hermanos reunió
a su alrededor a los otros dos y les dijo:
-Hermanos, hermanos
por la sangre, la leche y el bautizo, si nuestra torre permanece
inconclusa los turcos se arrastrarán de nuevo por las orillas de este
lago ocultos entre las cañas. Violarán a nuestras criadas, quemarán en
nuestros campos la esperanza del pan futuro, crucificarán a nuestros
siervos en los espantapájaros levantados en los vergeles que se
transformarán así en alimento para los cuervos. Hermanos míos; los unos
necesitamos de los otros y no hay razón para que el trébol pierda una de
sus tres hojas. Pero cada uno de nosotros tiene una mujer joven y
vigorosa cuyos hombros y hermosa nuca están acostumbrados a cargar
bultos. No decidamos nada, hermanos, dejemos la elección al Azar, ese
prestanombres de Dios. Mañana al amanecer tomaremos para enterrarla en
los cimientos a aquélla de nuestras mujeres que venga a traernos de
comer. No les pido sino el silencio de una noche, y no besemos con
demasiadas lágrimas y suspiros a la que, después de todo, tiene dos
oportunidades sobre tres de respirar todavía cuando el sol se oculte.
“Para
él era fácil hablar así, pues en secreto detestaba a su joven mujer y
quería deshacerse de ella para tomar en su lugar a una hermosa muchacha
griega que tenía los cabellos rojos. El segundo hermano no hizo ninguna
objeción porque contaba con prevenir a su mujer desde su regreso, y el
único que protestó fue el más joven porque tenía la costumbre de
mantener sus promesas. Conmovido por la magnanimidad de sus hermanos
mayores que renunciaban en favor de la obra común a lo más querido que
tenían en el mundo, terminó por dejarse convencer y prometió callarse
toda la noche.
“Regresaron a las tiendas a esa hora del crepúsculo
en que el fantasma de la luz muerta merodea todavía por los campos. El
segundo hermano llegó a su tienda de muy mal humor y ordenó rudamente a
su mujer que le ayudara a quitarse las botas. Cuando estuvo sentada
frente a él, le tiró los zapatos en plena cara y gritó:
-Hace ocho
días que llevo la misma camisa y llegará el domingo sin que me pueda
poner algo limpio. Maldita fodonga, mañana desde el amanecer irás al
lago con tu canasto de ropa y te quedarás ahí hasta la noche, entre tu
jabón y tu bandeja. Si te alejas el largo de un pie, morirás.
“Y la joven mujer prometió temblando lavar durante todo el día siguiente.
“El
hermano mayor regresó a su casa dispuesto a no decir nada a su esposa
cuyos besos lo ahogaban y de la que ya no le gustaba su flácida belleza.
Pero tenía una debilidad: hablaba en sueños. La abundante matrona
albanesa no durmió esa noche pensando qué habría podido disgustar a su
señor. De pronto escuchó a su marido mascullar, al jalar el cobertor:
-Ah,
corazón, dulce corazón de mí mismo, pronto serás viudo… Cómo estaremos
tranquilos separados de la morena por los buenos ladrillos de la torre.
“El
más joven regresó a su tienda pálido y resignado como un hombre que ha
encontrado en el camino a la misma Muerte, guadaña al hombro, yendo por
su cosecha. Besó a su hijo que dormía en la cuna de mimbre, tomó
dulcemente entre sus brazos a su joven mujer, y durante toda la noche
ella lo escuchó sollozar contra su corazón. La discreta joven no le
preguntó la causa de esa gran pena, porque no quería obligarlo a hacerle
confidencias y no necesitaba saber cuáles eran sus penas para tratar de
consolarlas.
“A la mañana siguiente los tres hermanos tomaron sus
picos y sus martillos y partieron con dirección a la torre. La mujer
del segundo hermano preparó su canasto de ropa y fue a arrodillarse ante
la mujer del hermano mayor:
-Hermana -dijo-, querida hermana, es
mi día de llevar la comida a los hombres; pero mi marido me ha ordenado
bajo pena de muerte lavar sus camisas y mi canasto está repleto.
-Hermana,
querida hermana, dijo la mujer del mayor, llevaría con gran gusto la
comida de nuestros hombres, pero un demonio se escondió esta noche
dentro de uno de mis dientes. Ay, ay, ay, sólo sirvo para gritar de
dolor.
“Y aplaudió sin ceremonia para llamar a la mujer del más joven:
-Mujer
de nuestro hermano pequeño -dijo-, querida mujercita del más joven,
lleva en nuestro lugar la comida para nuestros hombres pues el camino es
largo, nuestros pies están cansados y nosotras somos menos jóvenes y
menos ligeras que tú. Ve, querida, y llenaremos tu canasta de buenas
viandas para que nuestros hombres te reciban con una sonrisa, mensajera
que les quitará el hambre.
“Y llenaron la canasta de pescados
confitados con miel y uvas de Corinto, de arroz envuelto en hojas de
parra, de queso de cabra y pasteles de almendra salada. La joven mujer
puso tiernamente a su hijo en los brazos de sus nueras y se fue por el
camino sola, con su fardo sobre la cabeza y su destino alrededor del
cuello, como una medalla bendita e invisible para todos, sobre la que el
mismo Dios hubiera escrito a qué clase de muerte estaba destinada y a
qué lugar en su cielo.
“Cuando los tres hombres la vieron a lo
lejos, pequeña silueta aún indistinta, corrieron hacia ella; los dos
primeros inquietos por el buen éxito de su estratagema y el más joven
rogando a Dios. El mayor lanzó una maldición al descubrir que no era su
matrona y el segundo agradeció al Señor en voz alta por haber salvado a
su lavandera. Pero el más joven se arrodilló, rodeando con sus brazos la
cadera de su joven mujer, y sollozando le pidió perdón. Enseguida se
arrastró a los pies de sus hermanos y les suplicó tener piedad. En fin,
se levantó e hizo brillar al sol el acero de su puñal. Un martillazo en
la nuca lo derrumbó, jadeante, al borde del camino. La joven, asustada,
había dejado caer su canasta y la comida llegó hasta los hocicos de los
perros. Cuando por fin comprendió de qué se trataba, levantó las manos
al cielo:
-Hermanos a los que nunca he faltado, hermanos por la
sortija de matrimonio y la bendición del padre, no me hagan morir. Mejor
avisen a mi padre, que es jefe de clan en la montaña; él les procurará
mil sirvientes que ustedes podrán sacrificar. No me maten, amo tanto la
vida. No coloquen entre mi amado y yo la frialdad de la piedra.
Bruscamente
enmudeció al darse cuenta de que su joven marido, tirado al borde del
camino, no movía los párpados y que sus cabellos negros estaban sucios
de sangre y pedazos de cerebro. Entonces, sin gritos y sin lágrimas, se
dejó conducir por los dos hermanos hasta el hueco abierto en la muralla
redonda de la torre. Ya que ella iba a la muerte por su propio pie,
podía ahorrarse el llanto. Pero en el momento en que ponían el primer
ladrillo sobre sus pies, calzados con sandalias rojas, recordó a su hijo
que tenía la costumbre de mordisquear sus zapatos como un cachorro
juguetón. Algunas lágrimas tibias rodaron por sus mejillas y vinieron a
confundirse con el cemento que la cuchara extendía sobre la piedra:
-Ay,
mis pies -dijo ella0-. Ya no me llevarán hasta la cima de la colina
para que mi amado me vea más pronto. Ya no conocerán la frescura del
agua corriente; sólo los ángeles los lavarán en la mañana de la
Resurrección.
“La pila de ladrillos y de piedras se levantó hasta
sus rodillas cubiertas por un faldón amarillo. Erguida, en el fondo de
su tumba parecía una virgen parada detrás de su altar.
-Adiós,
queridas rodillas -dijo la joven mujer-. Ya no mecerán a mi niño;
sentada bajo el vergel que a la vez da sombra y alimento, ya no les daré
frutas.
“El muro se elevó un poco más arriba y la joven continuó:
-Adiós,
queridas manos que cuelgan a lo largo de mi cuerpo, manos que ya no
harán la comida, manos que ya no tejerán la lana, manos que ya no
estrecharán el cuerpo de mi amado. Adiós, cadera mía y tú, mi vientre,
que ya no conocerás ni el parto ni el amor. Niños que yo hubiera podido
traer al mundo, hermanos que no tuve el tiempo de dar a mi hijo único.
Ustedes me acompañarán en esta prisión que me sirve de tumba donde
permaneceré de pie, sin sueño, hasta el día del Juicio Final.
“El
muro llegaba ya al pecho. En ese momento un escalofrío recorrió el torso
de la mujer y sus ojos suplicantes tuvieron una mirada parecida al
gesto de dos manos tendidas.
-Cuñados -dijo ella-, por
consideración no para mí sino para su hermano muerto, piensen en mi hijo
y no lo dejen morir de hambre. No encierren mi pecho, hermanos, que mis
dos senos queden accesibles bajo mi blusa bordada y que todos los días
me traigan a mi hijo al amanecer, al mediodía y con el crepúsculo.
Mientras me queden algunas gotas de vida, resbalarán hasta la punta de
mis dos tetas para alimentar al niño que yo traje al mundo. El día que
no tenga más leche beberá mi alma. Háganlo, malos hermanos, y si así lo
hacen mi querido marido y yo no les haremos ningún reproche el día en
que nos encontremos frente a Dios.
“Asustados, los hermanos
consintieron en satisfacer este último deseo y dejaron un espacio de dos
ladrillos a la altura de los senos. Entonces, la joven mujer murmuró:
-Hermanos
queridos, coloquen sus ladrillos delante de mi boca porque los besos de
los muertos atemorizan a los vivos, pero dejen una ranura delante de
mis ojos para que pueda ver si mi leche le sirve a mi hijo.
“Lo
hicieron como ella lo había dicho y dejaron una ranura horizontal a la
altura de los ojos. Con el crepúsculo, a la hora en que su madre tenía
costumbre de amamantarlo, llevaron al niño por el camino polvoriento
bordeado de arbustos bajos que servían de alimento a las cabras. La
emparedada saludó la llegada del bebé con gritos de alegría y
bendiciones para los dos hermanos. Chorros de leche corrieron de sus
senos duros y tibios, y cuando el niño, hecho de la misma substancia de
su corazón, quedó dormido contra su pecho, cantó con una voz que
amortiguaba el muro de ladrillos. En el momento en que su bebé se separó
del pecho, ordenó que se le regresara al campamento para dormir; toda
la noche la dulce canción se escuchó bajo las estrellas y entonada a la
distancia esta melodía bastaba para no dejarle llorar. A la mañana
siguiente ya no cantaba, fue con voz débil que preguntó cómo había
pasado la noche Vania. Al otro día se calló, pero respiraba todavía pues
sus senos, animados por su aliento, subían y bajaban imperceptiblemente
en su encierro. Días más tarde su respiración fue a hacerle compañía a
su voz, pero sus senos inmóviles no habían perdido nada de su dulce
abundancia de manantial y el niño, dormido en el hueco de su pecho,
escuchaba todavía su corazón. Después, este corazón tan bien conciliado
con la vida espació sus latidos. Sus ojos lánguidos se apagaron como el
reflejo de las estrellas en una cisterna sin agua; por la ranura se
veían ahora dos pupilas vidriosas que ya no miraban al cielo. A su vez,
estas pupilas se licuaron y dejaron el lugar a dos órbitas vacías sólo
habitadas por la Muerte, mas el joven pecho permanecía intacto y durante
dos años, con la aurora, al mediodía y con el crepúsculo, la milagrosa
abundancia continuó hasta que el niño, más grande, se alejó por sí mismo
del pecho.
“Entonces solamente las tetas agotadas se desmoronaron
y no hubo en el reborde de ladrillos sino un puñado de cenizas blancas.
Durante algunos siglos las madres conmovidas vinieron a seguir con el
dedo las huellas dejadas por la leche maravillosa. Después, la misma
torre desapareció y el peso de las bóvedas dejó de aplastar ese ligero
esqueleto de mujer. En fin, los mismos huesos frágiles se dispersaron y
ya no queda aquí sino un viejo francés, asado por este calor del
demonio, que repite al primer llegado esta historia digna de inspirar a
los poetas tantas lágrimas como la de Andrómaca.
“En ese momento
una gitana cubierta con una espantosa y dorada sarna se aproximó a la
mesa en que estaban acodados los dos hombres. Llevaba en sus brazos a un
niño que tenía los ojos cubiertos con un vendaje hecho de andrajos.
Dobló la espalda con el insolente servilismo característico de las razas
miserables o imperiales, y sus faldones amarillentos barrieron la
tierra. El ingeniero la alejó rudamente sin preocuparse por su voz que
subía del tono de la súplica al de la maldición. El Inglés la volvió a
llamar para darle un dinar
¿Qué te pasa, viejo soñador? -dijo con
impaciencia-. Sus senos y sus collares bien valen los de tu heroína
albanesa. Y el niño que la acompaña está ciego.
-Yo conozco a esa
mujer, respondió Joseph Boutrin. Un médico de Ragusa me contó su
historia. Hace meses que aplica a su hijo emplastos que le inflaman los
ojos y apiadan a los pasantes. Todavía ve, más pronto será lo que ella
desea: un ciego. Esa mujer tendrá entonces su comida segura para toda la
vida, porque el cuidado de un enfermo es una profesión lucrativa. Hay
de madres a madres.
Marguerite Antoinette Jeanne Marie Ghislaine Cleenewerck de Crayencour nació en Bruselas (Bélgica). Su madre, Fernande de Cartier de Marchienne,2
que provenía de una familia aristocrática belga, murió a los diez días
de su nacimiento por complicaciones en el parto, y la niña fue educada
por su padre, Michel-René Cleenewerck de Crayencour, que provenía de una
familia aristocrática francesa, en la casa de la abuela paterna, en el
norte de Francia, Mont Noir, cerca de la frontera con Bélgica. Yourcenar
leía a Racine y a Aristófanes a la edad de ocho años. Su padre le enseñó latín a los 10 y griego clásico a los 12.
A partir de 1919 abandona su apellido real y empieza a firmar como Marguerite Yourcenar, siendo éste un anagrama de Crayencour. Su primera novela, Alexis, fue publicada en 1929.
En 1939, para que pudiera escapar de los problemas bélicos, su mejor
amiga en ese momento, una traductora norteamericana llamada Grace Frick a
la que había conocido en París en 1937, la invita a Estados Unidos, donde dará clases de Literatura comparada en la ciudad de Nueva York. Yourcenar era bisexual,3 ella y Frick se harán amantes y seguirán juntas hasta la muerte de ésta en 1979 a consecuencia de un cáncer de mama.4
Tradujo al francés Las olas de Virginia Woolf, en 1937, Lo que Maisie sabía de Henry James, en 1947, y obras de Yukio Mishima.
En 1947 obtuvo la nacionalidad norteamericana. En 1951 publica en París su muy documentada novela histórica Mémoires d'Hadrien (en español Memorias de Adriano),
en la que estuvo trabajando a lo largo de una década. La novela fue un
éxito inmediato y tuvo una gran acogida por parte de la crítica. Su
presentación fue el motivo para volver a Francia después de doce años de
ausencia.
En Memorias de Adriano, Yourcenar recrea la vida y muerte de una de las figuras más importantes del mundo antiguo, el emperador romano Adriano. La obra está escrita a modo de larga carta del emperador a su nieto adoptivo y futuro sucesor, Marco Aurelio. Adriano le explica su pasado, describiendo sus triunfos, su amor por Antinoo y su filosofía. Memorias de Adriano
fue una novela pionera que ha servido de influencia en la posterior
novelística histórica y se ha convertido en una obra maestra moderna.
En 1965 publica su obra "Opus Nigrum"-La obra en negro-, que lleva
como protagonista al médico, filósofo y alquimista Zenón, de ambiente en
la Europa del siglo XVI. Marguerite marca la transición entre la Edad
Media y el Renacimiento. Zenón es un sabio con "La rabia del saber" que
se ve expuesto a los prejuicios, dogmas religiosos y supersticiones
fuertemente arraigados en el pensamiento Europeo de aquel siglo.
Otra de sus obras más aclamadas es "Fuegos", escrita en 1935, y que
alterna relatos basados en mitos clásicos con algunos fragmentos sobre
la pasión amorosa, he aquí unos cuantos fragmentos extraídos de este
libro:
-"Espero que este libro no sea leído jamás". -"Soledad...yo no creo
como ellos creen, no vivio como ellos viven,no amo como ellos
aman...Moriré como ellos mueren". -"No hay nada que temer. He tocado
fondo. No puedo caer más bajo que tu corazón". -"¿Adónde huir? Tú llenas
el mundo. No puedo huir más que en ti". -"Soporto tus defectos. Uno se
resigna a los defectos de Dios. Soporto tu ausencia. Uno se resigna a la
ausencia de Dios".
Ganadora de los premios Femina y Erasmus, en 1980 fue la primera mujer elegida miembro de número de la Academia francesa, aunque desde 1970 ya pertenecía a la Academia belga. Una de las más respetadas escritoras en lengua francesa, tras el éxito de Memorias de Adriano, siguió publicando novela, ensayo, poesía y tres volúmenes de memorias.
Existe una anécdota ya bien conocida del encuentro de esta autora con
el célebre escritor Jorge Luis Borges. En 1986, seis días antes de la
muerte de Borges, estos dos autores se encontraron en Ginebra, donde
Marguerite le preguntó:"Borges,¿cuándo saldrás del laberinto". Él le
respondió:"Cuando hayan salido todos".
Yourcenar vivió la mayor parte de su vida en su casa Petite Plaisance, en Mount Desert Island, en el estado de Maine, y sus restos descansan en la misma isla junto a los de la compañera de toda su vida Grace Frick,5 en una sencilla tumba en el Brookside Cemetery de Somesville[2].6 La casa de ambas es ahora un museo dedicado a su memoria, abierto al público durante los veranos.
Legó sus archivos personales y literarios a la Harvard University de Cambridge. En su Houghton Library pueden ser consultados libremente miles de cartas, fotografías y manuscritos (cf. Marguerite Yourcenar additional papers: Guide), excepto algunos documentos, que quedarán liberados en 2057. En Bruselas, su ciudad natal, existe también, desde 1989, el CIDMY: Centre International de Documentation Marguerite Yourcenar,
que atesora numerosos fondos gráficos y escritos y ofrece información
puntual sobre actividades y publicaciones relacionadas con la afamada
autora.
Semblanza biográfica:Wikipedia. Texto: El cuento del día.Foto:sinjania.es