Fantástico, cómico, surreal: al escritor argentino lo definen de esta manera por ser deudor de la ciencia ficción. Sin embargo, por su cercanía con Borges, ha sido puesto a un lado. ¿Quién era y qué había en su ficción?
Adolfo Bioy Casares nació el 15 de septiembre de 1914 y falleció en 1999. Esta fotografía, tomada en Francia, es de mayo de 1996./elespectador.com |
¿Por qué escribió?
Adolfo Bioy Casares tenía
todo en su vida: una familia con residencias y haciendas, que recorría a
caballo, extensas tierras que administraban y los proveían de una
robusta fortuna. Tuvo una niñez privilegiada, estudió cuanto quiso, se
retiró de la universidad por mero tedio. Cuando no había más que hacer, y
era menester el ocio, Bioy Casares leía mañanas y tardes a Kipling,
Goethe, Hegel, Kant, Shaw, Chesterton. Su vida era, en términos del
siglo pasado, burguesa; la palabra carestía no estaba en su lengua.
¿Por qué, entonces, escribió?
Quizá,
y sólo quizá, buscaba una verdad. La verdad que de pequeño se le había
escapado cuando ganó un perro en una feria, Gabriel, y al día siguiente
ya lo había perdido. Sus padres nunca le dijeron qué pasó. Quizá, y sólo
quizá, buscaba en la fantasía una hipótesis y una forma de
contrarrestar la incertidumbre. El modo de la resistencia: imaginarse,
por ejemplo, que es un caballo y comer pasto y darse cuenta de que sus
padres lo envían al médico para recetarle alguna medicina.
Su
forma de la resistencia viene de arriba, de una clase social adinerada y
con ventajas. Esa posición parece contradictoria, pero no lo es en
ningún sentido: también desde dentro es posible (y más efectivo) luchar.
Cualquiera vería a Bioy Casares, entonces, como un hombre entre los
matorrales, atacando a destiempo. La imagen, sin embargo, es errada.
Bioy Casares, como todos los hombres, bien podía ser dos cosas al mismo
tiempo: elegante y directo, de élite y de pueblo.
Su literatura es
tomada en ocasiones, por su cercanía a la ciencia ficción, como un
llamado a una tierra nueva y desconocida, un aterrizaje en las costas de
una realidad poco probable. La invención de Morel, una de sus obras
principales, sería juzgada de ese modo en primer lugar. Pero hay un
detalle, que el escritor Patricio Pron indicó en una conversación con
Rodrigo Fresán para la revista Letras Libres: “Bioy parece un buen
ejemplo de lo que sucede cuando escribes para adherirte a una serie de
valores en vez de para transformarlos: cuando murió, los valores de sus
personajes se remontaban a un siglo atrás y sólo podían provocar en los
lectores una curiosidad, digamos, antropológica
Quizás eso suceda todavía con muchos de sus libros. ¿El futuro de Bioy no es algo del pasado?”.
Esa
división de contrarios, que podría resultar inocua, tiene mucho sentido
más allá de su propia vida. Bioy Casares encontró que la literatura no
se formaba de otro modo más que en una constante pelea de las formas,
los tiempos, las personas, los amores. Debían existir un punto de choque
y una secuencia temblorosa antes de la explosión. Lo supo en sus libros
tempranos, que nunca quiso editar de nuevo, y también en sus obras
siguientes: Plan de evasión, El sueño de los héroes, Diario de la guerra
del cerdo.
Lo supo cuando escribía en su diario sobre Jorge Luis
Borges, a quien conoció en la Villa Ocampo, con quien tuvo paseos
nocturnos en los que hablaban de literatura y de posibles argumentos
para novelas, cuentos, para su fantasía. Fue su gran amigo y también su
gran contradictor: de otro modo no hubieran podido escribir todo cuanto
escribieron juntos (bajo los seudónimos de H. Bustos Domecq y Benito
Suárez Lynch), ni siquiera su primera colaboración, un folleto sobre
leche cuajada.
Bioy Casares pudo ser un hombre de buena vida,
entregado a placeres más hedonistas (la literatura es, a su modo, un
placer más que hedonista). Fue escritor, sin embargo, porque la tesis de
la vida le sabía insuficiente. Y fue así, insuficiente y llevadero, en
todo, incluso en el amor: “Cuando llegó el amor yo descarté muchas cosas
porque me la pasaba preocupadísimo y muy triste. Tardé en comprender la
enseñanza de esos amores hasta que un día comprendí que me convenía
tener más de una mujer, engañarlas para que ellas supieran que su
situación no era tan segura y se esforzaran por ganarme para ellas.
Tenía doce o trece años. Mis intenciones eran un tanto precoces pero las
intenciones, no así los actos, siempre son precoces”.