Yukio Mishima
El sacerdote y su amor
De acuerdo con La esencia de la
Salvación, de Eshin, los Diez Placeres no son nada más que una gota de agua
en el océano comparados con los goces de la Tierra Pura. El suelo es, allí, de
esmeralda y los caminos que la cruzan, de cordones de oro. No hay fronteras y su
superficie es plana. Cincuenta mil millones de salones y torres trabajadas en
oro, plata, cristal y coral se levantan en cada uno de los Precintos sagrados.
Hay maravillosos ropajes diseminados sobre enjoyadas margaritas. Dentro de los
salones y sobre las torres una multitud de ángeles tocan eternamente música
sagrada y entonan himnos de alabanza al Tathagata Buda. Existen grandes
estanques de oro y esmeralda en los jardines para que los fieles realicen sus
abluciones. Los estanques de oro están rodeados de arena de plata y los de
esmeralda, de arena de cristal. Hay plantas de loto en las fuentes que brillan
con mil fuegos cuando el viento acaricia la superficie del agua. Día y noche el
aire se colma con el canto de las grullas, gansos, pavos reales, papagayos y
Kalavinkas de dulce acento que tienen rostros de mujeres hermosas. Estos y otras
miríadas de pájaros cien veces alhajados elevan sus melodiosos cantos en
alabanza a Buda. (Aun cuando sus voces resuenen dulcemente, esta inmensa
colección de aves debe resultar extremadamente ruidosa).
Las orillas de estanques y ríos están cubiertas de
bosquecillos con preciosos árboles sagrados que poseen troncos de oro, ramas de
plata y flores de coral. Su belleza se refleja en las aguas. El aire está
colmado de cuerdas enjoyadas de las que cuelgan legiones de campanas preciosas
que tañen por siempre la Ley Suprema de Buda, y extraños instrumentos musicales,
que resuenan sin ser pulsados, se extienden en lontananza por el diáfano cielo.
Una mesa con siete joyas, sobre cuya
resplandeciente superficie se encuentran siete recipientes colmados por los más
exquisitos manjares, aparece frente a aquellos que sienten algún tipo de
apetito. No es necesario llevarse a la boca estas viandas. Basta deleitarse con
su aroma y colores. En tal forma, el estómago se satisface y el cuerpo se nutre
mientras que el sujeto se mantiene espiritual y físicamente puro. Una vez
terminada la merienda, los recipientes y la mesa desaparecen.
De la misma manera, el cuerpo se viste
automáticamente sin necesidad de coser, lavar, teñir o zurcir.
Las lámparas tampoco son necesarias, pues el cielo
está iluminado por una luz omnipresente. Además, la Tierra Pura goza de una
temperatura moderada durante todo el año, haciendo innecesario refrescarse o
abrigarse. Cien mil esencias tenues perfuman el aire y pétalos de loto caen en
constante lluvia.
En el capítulo de "El Portal de Inspección" se nos
enseña que, visto y considerando que los no iniciados no pueden adentrarse
profundamente en la Tierra Pura, deben ocuparse en despertar sus poderes de
"imaginación exterior" y, luego, en engrandecerlos continuamente. El poder de la
imaginación permite escapar a las trabas de nuestra vida mundana y contemplar a
Buda. Si estamos dotados de una rica y turbulenta fantasía, podremos concentrar
nuestra atención en una sola flor de loto y, desde allí, expandirnos hacia
infinitos horizontes.
A través de una observación microscópica y de
cierta proyección astronómica, la flor de loto puede convertirse en los
cimientos de una teoría del universo y en el agente por medio del cual nos será
posible percibir la Verdad. En primer lugar, debemos saber que cada pétalo tiene
ochenta y cuatro mil nervaduras, y que cada nervadura posee ochenta y cuatro mil
luces. Más aún, la más pequeña de estas flores tiene un diámetro de doscientos
cincuenta yojana. Presumiendo que el yoyana del cual hablan las Sagradas
Escrituras corresponde a setenta y cinco millas cada uno, podemos llegar a la
conclusión de que una flor de loto de un diámetro de diecinueve mil millas no es
de las más grandes.
Pues bien, esa flor tiene ochenta y cuatro mil
pétalos y dentro de cada uno hay un millón de joyas resplandecientes con mil
luces diferentes. Sobre el cáliz bellamente adornado de la flor se levantan
cuatro alhajados pilares, cada uno de los cuales es cien billones de veces más
grande que el Monte Sumeru, que sobresale en el centro del universo budista.
Grandes tapices cuelgan de sus pilares. Cada uno de ellos está adornado con
cincuenta mil millones de joyas que emiten ochenta y cuatro mil luces por
unidad. Cada luz está compuesta de ochenta y cuatro mil tonos diferentes de oro.
La concentración en tales imágenes es conocida como
"Pensamiento del asiento de Loto en el que se sienta Buda", y el mundo que se
vislumbra como fondo de nuestra historia es un mundo imaginado en esa escala.
El sacerdote del Templo de Shiga era un hombre de
gran virtud. Sus cejas eran muy blancas y apenas podía con sus huesos. Recorría
el templo de un lado a otro, apoyado en un bastón.
A los ojos de este sabio asceta el mundo sólo era
un montón de basura. Había vivido retirado durante muchos años y el pequeño
retoño de pino que había plantado con sus propias manos, al mudarse a su celda
actual era ya un gran árbol cuyas ramas se agitaban al viento. Un monje que
había logrado abandonar el Mundo Fluctuante desde tanto tiempo atrás, debía
nutrir gran seguridad respecto a su futuro.
Sonreía, compasivo, frente a nobles poderosos, y
reflexionaba acerca de la imposibilidad que demostraba aquella gente en advertir
que los placeres no eran sino sueños vacíos. Cuando contemplaba a alguna mujer
hermosa, su única reacción era experimentar piedad por los hombres que aún
habitan el mundo de las desilusiones y se sacuden en las olas del deseo carnal.
Cuando un hombre no responde a las motivaciones que
regulan el mundo material, ese mundo parece sumergirse en un completo reposo.
Para los ojos del Gran Sacerdote, el mundo sólo ofrecía reposo, estaba reducido
a un dibujo, al mapa de cierta tierra extranjera. Cuando se ha alcanzado el
estado de ánimo en el cual las pasiones indignas del mundo han desaparecido,
también se olvida el temor. Es por esta razón que el Sacerdote no podía
explicarse la existencia del Infierno. Sabía, más allá de toda duda, que el
mundo no ejercía ya ningún poder sobre él, pero como carecía por completo de
soberbia no se detenía a pensar que ello se debía a su enorme virtud.
En cuanto a su cuerpo, podía decirse que ya no
tenía casi carne. Al bañarse se regocijaba viendo cómo sus huesos salientes
estaban precariamente cubiertos por carne marchita. Habiendo su cuerpo alcanzado
ese estado, podía avenirse a él como si perteneciera a otra persona. Un cuerpo
en tales condiciones parecía estar más calificado para ser nutrido por la Tierra
Pura que por alimentos y bebidas terrestres.
Soñaba noche a noche con la Tierra Pura y, al
despertar, sólo sabía que subsistir en este mundo significaba estar atado a una
triste ensoñación evanescente.
Cuando llegaba la época de admirar las flores, gran
cantidad de gente venía de la capital con el objeto de visitar la villa de
Shiga. Esto no molestaba al sacerdote, ya que hacía tiempo que había superado el
estado en el que los ruidos del mundo pueden irritar la mente.
Abandonó su celda, en un atardecer de primavera, y
caminó hacia el lago. Era la hora en que las sombras del crepúsculo avanzan
lentamente sobre la brillante luz de la tarde. Ni el más leve movimiento agitaba
la superficie del agua. El sacerdote se detuvo en la orilla y comenzó a
practicar el sagrado rito de la Contemplación del Agua.
En aquel momento, un carruaje tirado por bueyes,
perteneciente a todas luces a una persona de alto rango, rodeó el lago y se
detuvo cerca del sacerdote. Su dueña, una dama de la Corte del distrito Kyogoku
de la Capital, poseía el alto título de Gran Concubina Imperial. Esta dama
deseaba contemplar el paisaje de Shiga en la recién llegada primavera y, al
regresar, había hecho detener el carruaje. Alzó la cortina para echar una última
mirada al lago.
El Gran Sacerdote miró, casualmente, en esa
dirección y, de inmediato se sintió abrumado por tanta belleza. Sus ojos se
encontraron con los de la mujer y, como no hiciera nada por apartarlos, ella no
trató de ocultarse.
Su liberalidad no era tanta como para permitir que
los hombres la miraran con apasionamiento; pero reflexionó que los motivos de
aquel austero y viejo asceta no podían ser los mismos que los de los hombres
comunes.
La dama bajó la cortina tras algunos minutos. El
carruaje echó a andar y, después de cruzar el Paso de Shiga, se encaminó
lentamente por la ruta que conducía a la Capital. Cayó la noche. Hasta que el
carruaje no fue más que un punto entre los árboles lejanos, el Gran Sacerdote
permaneció como petrificado en el mismo lugar.
En un abrir y cerrar de ojos el mundo se había
vengado del sacerdote con terrible saña. Todo cuanto había creído tan
inexpugnable, caía en ruinas.
Volvió al templo, contempló la imagen de Buda e
invocó su Sagrado Nombre. Pero las sombras opacas de los pensamientos impuros se
cernían sobre él. Se dijo que la belleza de una mujer no era más que una
aparición fugaz, un fenómeno temporario compuesto de carne perecedera. Sin
embargo, aunque intentaba borrarla, la inefable belleza que había contemplado
junto al lago, pesaba ahora sobre su corazón con la fuerza de algo llegado desde
una infinita distancia. El Gran Sacerdote no era lo suficientemente joven, ni
física ni espiritualmente, como para creer que ese nuevo sentimiento era sólo
una trampa que su carne le jugaba. La carne de un hombre, y lo sabía bien, no se
agita tan rápidamente. Antes bien, tenía la sensación de haber sido sumergido en
algún veneno sutil y poderoso que había alterado su espíritu.
El Gran Sacerdote no había quebrantado nunca su
voto de castidad. La lucha interior librada en su juventud contra el deseo lo
había llevado a considerar a las mujeres sólo como meros seres materiales. La
única carne era la que existía realmente en su imaginación. Considerándola más
como una abstracción ideal que como un hecho físico, confiaba en su fortaleza
espiritual para subyugarla. En ese sentido, el sacerdote había triunfado. Nadie
que lo conociera podría ponerlo en duda.
Pero el rostro de mujer que había levantado la
cortina del carruaje era demasiado armonioso y refulgente como para ser
designado como un mero objeto de la carne. El sacerdote no supo qué nombre
darle. Sólo pudo reflexionar en que, para que tan portentoso hecho se produjera,
algo hasta aquel momento oculto y al acecho en su interior, se había revelado
finalmente. Ese algo no era sino este mundo, que hasta entonces había
permanecido en reposo, y que, súbitamente, emergía de la oscuridad y comenzaba a
agitarse.
Era como si hubiera permanecido, de pie, junto al
camino que lleva a la capital, con las manos firmemente apretadas sobre los
oídos, y hubiera visto cruzar con gran estrépito dos grandes carros tirados por
bueyes. Al destaparse los oídos, bruscamente, el estruendo lo envolvía.
Percibir el flujo y reflujo de fenómenos
transitorios, sentir su fragor rugiente en los oídos, era entrar dentro del
círculo de este mundo. Para un hombre como el Gran Sacerdote, que no había
admitido concesiones en su contacto con el mundo exterior, significaba someterse
nuevamente a un estado de dependencia.
Aun leyendo a los Sutras exhalaba grandes suspiros
de angustia. Pensó, entonces, que la naturaleza servía para distraer su espíritu
e intentó concentrarse en las montañas que, a través de la ventana de su celda,
se destacaban en la distancia contra el cielo nocturno. Pero sus pensamientos,
en vez de concentrarse en la belleza, se desvanecían como nubes y desaparecían.
Fijaba su mirada en la luna, pero sus pensamientos
fluctuaban como antes, y cuando fue a inclinarse, nuevamente, frente a la
Suprema Imagen, en un desesperado esfuerzo por recobrar la pureza de su mente,
el rostro de Buda se transformó y se convirtió en las facciones de la dama del
carruaje. Su universo había quedado aprisionado dentro de los límites de un
estrecho círculo donde se enfrentaban el Gran Sacerdote y la Gran Concubina
Imperial.
La Gran Concubina Imperial de Kyogoku olvidó
rápidamente al viejo sacerdote que la observara con tanta atención en el lago de
Shiga. Sin embargo, poco tiempo después llegó a sus oídos un rumor que le
recordó el incidente. Uno de los habitantes del villorrio había sorprendido al
Gran Sacerdote mirando cómo se perdía en la distancia el carruaje de la dama. Se
lo había comentado a un caballero de la Corte que admiraba las flores de Shiga,
agregando que, desde aquel día, el Sacerdote se comportaba como quien ha perdido
la razón.
La Concubina Imperial fingió no creer en tales
habladurías, pero la virtud del sacerdote era conocida en toda la capital y el
suceso sirvió para alimentar la vanidad de la dama.
Estaba verdaderamente cansada del amor que recibía
de los hombres de este mundo. La Concubina Imperial tenía clara conciencia de lo
hermosa que era y se inclinaba hacia otras disciplinas, como la religión, que
trataran a su belleza y a su alto rango como cosas desprovistas de valor. El
mundo la aburría soberanamente y, por ende, creía también en la Tierra Pura. Era
inevitable que el Budismo Jodo, que rechazaba toda la belleza y el brillo del
mundo visible como si fuera corrupción y contaminación, tuviera un atractivo
especial para quien, como la Concubina Imperial, estaba tan desilusionada de la
elegante superficialidad de la vida cortesana. Elegancia que, por otra parte,
parecía anunciar inequívocamente los Últimos Días de la Ley y su degeneración.
Entre aquellos que consideraban al amor como su
principal preocupación, la Concubina Imperial ocupaba un alto puesto como la
personificación misma del refinamiento. El hecho de que jamás hubiera brindado
su amor a hombre alguno no hacía sino acrecentar su fama. Aun cuando cumplía sus
deberes para con el Emperador con el más absoluto decoro, nadie creía, ni por un
momento, que estuviera enamorada de él. La Gran Concubina Imperial soñaba con
una pasión al borde de lo imposible.
El Gran Sacerdote del Templo de Shiga era famoso
por su virtud y todos en la Capital sabían hasta qué punto este anciano prelado
había hecho abandono del mundo. Tanto más sorprendente era, entonces, el rumor
de que había sido prendado por los encantos de la Concubina Imperial, y que, por
ella, había sacrificado la vida eterna. Rehusar los goces de la Tierra Pura que
estaban casi al alcance de su mano, equivalía al mayor sacrificio y a la más
importante ofrenda.
La Gran Concubina Imperial se mostraba totalmente
indiferente a los encantos de los nobles y jóvenes libertinos que abundaban en
la Corte. Los atributos físicos de los hombres ya no representaban nada para
ella. Su única ambición era encontrar a alguien que pudiera ofrecerle un amor
fuerte y profundo.
Una mujer con tales aspiraciones se convierte en
una criatura aterradora. Si hubiera sido sólo una cortesana, la habrían
conformado las riquezas y la frivolidad. La Gran Concubina poseía todo lo que la
riqueza del mundo puede brindar. El hombre que aguardaba tendría que ofrecerle,
pues, los bienes del universo del futuro.
Los comentarios sobre el enamoramiento del Gran
Sacerdote inundaron la Corte, hasta que, finalmente, y en son de broma, la
historia fue repetida hasta al mismo Emperador. Esta chismografía desagradaba a
la Gran Concubina, que guardaba una actitud fría e indiferente. Comprendía
perfectamente que existían dos motivos para que los cortesanos pudieran bromear
libremente sobre un asunto cuyo comentario, normalmente, les estaría vedado. El
primero, que, refiriéndose al amor del Gran Sacerdote, estaban halagando la
belleza de la mujer que inspiraba aun a un eclesiástico de tan gran virtud,
tamaña distracción y, en segundo término, todos sabían que el amor del anciano
por la noble dama jamás podría ser retribuido.
La Gran Concubina Imperial reconstruyó mentalmente
los rasgos del viejo sacerdote que había visto a través de la ventana del
carruaje. No se parecía en absoluto a los rostros de ninguno de los hombres que
la habían amado hasta entonces. Era extraño que el amor surgiera en el corazón
de un hombre que no poseía ninguna condición como para ser amado. La dama
recordó frases tales como "mi amor perdido y sin esperanzas" que eran usadas a
menudo por los poetastros de Palacio cuando deseaban despertar eco en los
corazones de sus indiferentes amadas. La situación del más desgraciado de
aquellos elegantes resultaba envidiable frente a la del Gran Sacerdote. Sin
embargo, a la Concubina Imperial los escarceos poéticos de tales jóvenes se le
antojaron adornos mundanos, inspirados por la vanidad y totalmente desprovistos
de sentimiento.
A esta altura, el lector comprenderá claramente que
la Gran Concubina Imperial no era, como comúnmente se la creía, la
personificación de la elegancia cortesana, sino una persona que encontraba en la
evidencia de ser amada una verdadera razón de vivir. Pese a su alto rango era,
antes que nada, una mujer, y todo el poder y la autoridad del mundo carecían de
valor si no le brindaban tal evidencia. Los hombres que la rodeaban se
entregaban a luchar sin fin para alcanzar el poder político. Ella soñaba con
dominar el mundo por otros medios puramente femeninos.
Había conocido a muchas mujeres que habían tomado
los hábitos que se habían retirado del mundo. Tales mujeres la hacían reír.
Cualquiera sea la razón alegada por una mujer para abandonar el mundo, le es
casi imposible desprenderse de sus posesiones. Sólo los hombres son
verdaderamente capaces de abandonar cuanto poseen.
El viejo sacerdote del lago había dejado, en
determinada etapa de su vida, el Mundo Fluctuante y sus placeres. Ante los ojos
de la Concubina Imperial era más hombre que todos los nobles que poblaban la
Corte. Y así como había abandonado una vez este Mundo Fluctuante, estaba
dispuesto ahora, por ella, a renunciar también al mundo futuro.
La Concubina recordó la idea de la sagrada flor de
loto que su profunda fe había impreso vívidamente en su mente. Pensó en el
enorme loto con una anchura de doscientas cincuenta yojana. Aquella planta
absurda se ajustaba más a sus gustos que las mezquinas flores flotantes de los
estanques de la Capital. Por las noches, el susurro del viento entre los árboles
del jardín le parecía insípido comparado con la música delicada que produce la
brisa, en la Tierra Pura, cuando sacude a las plantas sagradas.
Al recordar los extraños instrumentos que colgaban
del cielo y tañían sin ser tocados, el sonido del arpa de Palacio sólo se le
antojaba una despreciable imitación.
El Sacerdote del Templo de Shiga luchaba. En sus
combates juveniles contra la carne, lo había sostenido siempre la esperanza de
alcanzar el mundo futuro. Pero, en cambio, esta lucha desesperada de su vejez se
asociaba con un sentimiento de pérdida irreparable.
La imposibilidad de consumar su amor por la Gran
Concubina Imperial se le aparecía tan clara como el sol en el cielo. Al mismo
tiempo, tenía perfecta conciencia de la imposibilidad de avanzar hacia la Tierra
Pura, mientras permaneciera esclavo de aquel amor. El Gran Sacerdote había
vivido en un estado de incomparable libertad y ahora, en un abrir y cerrar de
ojos, se encontraba sin futuro y en la más completa oscuridad. El coraje que lo
había acompañado durante las luchas de su juventud había tenido, quizás, sus
raíces en su propio orgullo y confianza, en saber que se estaba privando
voluntariamente del placer que tenía al alcance de la mano.
El Gran Sacerdote sentía miedo nuevamente. Hasta
que aquel noble carruaje se aproximara a la orilla del Lago Shiga, su
convencimiento era que cuanto le esperaba ya no era sino la liberación del
Nirvana. Ahora se encontraba, de pronto, frente a la oscuridad del mundo donde
es imposible adivinar lo que nos acecha a cada paso.
En vano acudía a todas las formas de meditación
religiosa. Ensayó la Contemplación del Crisantemo, la Contemplación del Aspecto
Total y la Contemplación de las Partes; pero cada vez que intentaba
concentrarse, el hermoso rostro de la Concubina aparecía ante sus ojos. Tampoco
fue un remedio la Contemplación del Agua, pues invariablemente aparecían los
bellos rasgos resplandecientes entre las ondas del lago.
Todo esto, sin duda, era sólo una consecuencia de
su apasionamiento. Bien pronto, el sacerdote advirtió que la concentración le
producía más mal que bien, y fue entonces cuando ensayó aliviar su espíritu por
medio de la dispersión. Le asombraba constatar que la meditación lo hundía,
paradójicamente, en una desilusión aún más profunda. A medida que su espíritu
iba sucumbiendo bajo tal peso, el sacerdote decidió que antes de proseguir una
lucha estéril, era mejor concentrar deliberadamente sus pensamientos en la
figura de la Gran Concubina Imperial.
El Gran Sacerdote hallaba una nueva satisfacción al
adornar su visión de la dama en las más variadas formas, como si se tratara de
una imagen budista cubierta de diademas y baldaquines. Al hacerlo, el objeto de
su amor se transformaba en un ser de creciente esplendor, distante e imposible.
Esto le producía una alegría especial, seguramente porque de lo contrario, el
ver a la Gran Concubina Imperial como a una mujer común y corriente era más
peligroso. La revestía de todas las humanas fragilidades.
Mientras reflexionaba sobre este asunto, la verdad
se hizo en su corazón. No veía en la Gran Concubina Imperial a una criatura de
carne y hueso, ni tampoco a una visión. Era, en todo caso, un símbolo de la
realidad, un símbolo de la esencia de las cosas. Resulta verdaderamente extraño
perseguir esa esencia en la figura de una mujer. Y, sin embargo, existía un
motivo. Aun al enamorarse, el sacerdote de Shiga no había perdido el hábito,
adquirido tras largos años de contemplación, de esforzarse por alcanzar la
esencia de las cosas a través de una constante abstracción. La Gran Concubina
Imperial de Kyogoku, se había identificado con la visión del inmenso loto de
doscientos cincuenta yojana. Reclinada en el agua y sostenida por todas las
flores de loto, la Cortesana se volvía. tan grande como el Monte Sumeru.
Cuanto más convertía a su amor en un imposible, más
profundamente traicionaba el sacerdote a Buda, pues la imposibilidad de su amor
se encontraba aparejada con la imposibilidad de llegar a la iluminación. Y
cuanto más advertía que su amor no podía tener esperanza, más crecía la fantasía
que lo alimentaba y más se arraigaban sus pensamientos impuros. Mientras
consideraba que su amor tenía alguna remota posibilidad, le había sido más fácil
renunciar a él; pero ahora que la Gran Concubina se había convertido en una
criatura fabulosa y totalmente inalcanzable, el amor del Gran Sacerdote se
inmovilizaba como un gran lago de aguas calmas que cubría, inexorablemente, la
superficie de la tierra.
Esperaba ver el rostro de su dama aún una vez más,
pero temía que esa figura, que ahora se había vuelto una gigantesca flor de
loto, se desvaneciera sin dejar rastros. Si aquello sucedía, el Gran Sacerdote
se salvaría. Esta vez no dudaba de alcanzar la verdad. Y aquella mera
perspectiva llenó al sacerdote de miedo y reverencia.
El melancólico amor del anciano había comenzado a
crear curiosas estratagemas. Cuando, por fin, se decidió a visitar a la Gran
Concubina, creyó en la ilusión de estar saliendo de una enfermedad que estaba
marchitando su cuerpo. El caviloso sacerdote interpretó la alegría que
acompañaba a su determinación como el alivio de haber escapado finalmente a las
trabas de su amor.
Ninguno de los servidores de la Gran Concubina
halló nada extraño en el hecho de que un anciano sacerdote permaneciera de pie
en un rincón del jardín, apoyado en su bastón y mirando tristemente la
Residencia. Era frecuente encontrar a ascetas y mendigos frente a las grandes
casas de la Capital, aguardando limosnas.
Una de las cortesanas mencionó el hecho a su
señora. La Gran Concubina miró, casualmente, a través del postigo que la
separaba del jardín. Bajo las sombras del verde follaje, un anciano sacerdote
macilento y de raídas vestiduras negras, inclinaba la cabeza. La dama lo observó
por algún tiempo, y cuando hubo reconocido al sacerdote del lago de Shiga, su
pálido rostro se volvió aún más demacrado.
Pasados algunos minutos de indecisión, impartió las
órdenes necesarias para que la presencia del sacerdote en el jardín fuera
ignorada.
Por primera vez el desasosiego hizo presa de ella.
Había visto a mucha gente hacer abandono del mundo, pero ahora se encontraba por
primera vez con alguien que renunciaba al mundo futuro. La visión resultaba
siniestra y aterradora. Todos los placeres que había extraído su imaginación
ante la idea del amor del sacerdote, desaparecieron en un segundo. Aunque aquel
hombre hubiera renunciado al mundo futuro por ella, ahora comprendía que ese
mundo jamás pasaría a sus propias manos.
La Gran Concubina Imperial contempló sus ropas
elegantes y su hermoso cuerpo. Luego, miró hacia el jardín y observó al feo
anciano andrajoso. El hecho de que pudiera existir alguna relación entre ambos
tenia una extraña fascinación.
¡Qué diferente de la espléndida visión resultaba
todo! El Gran Sacerdote parecía ahora una persona salida del Infierno mismo.
Nada quedaba del hombre de virtuosa presencia que traía consigo el destello de
la Tierra Pura. Su luz interior, que hacía evocar la gloria, se había
desvanecido totalmente. Aun cuando se trataba del hombre del Lago de Shiga, era
una persona completamente distinta.
Como la mayoría de los cortesanos, la Gran
Concubina Imperial tendía a estar en guardia contra sus propias emociones,
especialmente cuando se enfrentaba con algo que podía afectarla profundamente.
Al comprobar el amor del Gran Sacerdote, la invadió
el descorazonamiento. La pasión consumada con la cual tanto había soñado durante
años, adquiría una forma, preciso es reconocerlo, harto descolorida.
Cuando el sacerdote, apoyado en su bastón, llegó a
la capital, casi había olvidado su fatiga. Penetró sigilosamente en las
posesiones de la Gran Concubina Imperial en Kyogoku y observó desde el jardín.
Tras aquellos postigos estaba la dama de sus pensamientos.
Al asumir su adoración una forma sin mácula, el
mundo futuro comenzó a ejercer nuevamente su fascinación sobre el Gran
Sacerdote. Nunca antes había vislumbrado la Tierra Pura con tanta intensidad. Su
anhelo hacia ella se volvió casi sensual. Sólo debía pasar ahora por la
formalidad de presentarse ante la Gran Concubina, declararle su amor y, de tal
manera, librarse de una vez por todas de pensamientos impuros que lo ataban aún
a este mundo. Faltaba ese único requisito para acercarse aún más a la Tierra
Pura.
Le resultaba doloroso permanecer de pie, apoyado en
el bastón. Los ardientes rayos del sol de mayo atravesaban las hojas y caían
sobre su cabeza afeitada. Una y otra vez creyó perder el sentido. ¡Si tan sólo
la dama advirtiera su propósito y lo invitara a saludarla para cumplir así con
aquella formalidad! El Gran Sacerdote esperaba y, apoyado en su bastón, luchaba
contra su creciente debilidad.
Finalmente llegó el crepúsculo. Nada sabía aún de
la Gran Concubina, quien, por lógica, no podía conocer el pensamiento del
sacerdote que, a través de ella, vislumbraba la Tierra Pura. Se limitaba a
observarlo a través de los postigos. El sacerdote continuaba en el mismo sitio,
inmóvil. La claridad nocturna iluminó el jardín.
La Gran Concubina Imperial se atemorizó. Presintió
que cuanto veía en el jardín no era sino la encarnación de aquella "desilusión
profundamente arraigada" de la que hablan los Sutras. Quedó abrumada ante la
posibilidad de merecer las penas del Infierno.
Después de haber llevado a la perdición a un
sacerdote de tan gran virtud, no era, seguramente, la Tierra Pura cuanto podía
esperar, sino, en cambio, el Infierno mismo con todos los terrores que ella tan
bien conocía. El amor supremo con el cual soñara se había derrumbado. Ser amada
así, equivalía a una forma de condenación. Del mismo modo en que el Gran
Sacerdote vislumbraba por su intermedio la Tierra Pura, la Gran Concubina
contemplaba el horrible reino del Infierno a través del amor de aquel anciano.
Sin embargo, esta noble dama de Kyogoku era
demasiado orgullosa como para sucumbir a sus temores sin luchar, y decidió poner
en juego todos los recursos de su innata crueldad.
"El Gran Sacerdote -se dijo- tendrá que sucumbir,
tarde o temprano, al mareo." Lo observó a través de los postigos esperando verlo
en el suelo; pero, para su fastidio, la silenciosa figura continuaba inmóvil.
Cayó la noche y, a la luz de la luna, la figura del
sacerdote se asemejaba a un montón de huesos blancos.
La dama, llena de temor, no podía conciliar el
sueño. Dejó de mirar a través de los postigos y dio la espalda al jardín. Sin
embargo, le parecía sentir constantemente la penetrante mirada del sacerdote.
Sabía que aquél no era un amor vulgar. Por temor a
ser amada y, por ende, de terminar en el Infierno, la Gran Concubina Imperial
rezaba con más fervor que nunca por la Tierra Pura. Una Tierra Pura propia e
invulnerable que ansiaba conservar en su corazón. Era diferente a la del
sacerdote y no tenía relación con su amor. No dudaba de que, si alguna vez la
mencionaba ante el anciano, aquella interpretación personal se desintegraría
inmediatamente.
El amor del sacerdote, se decía, no tenía nada que
ver con ella. Era una aventura unilateral en la que sus sentimientos no tenían
parte alguna. No había, pues, razón por la cual se la descalificara en su
admisión en la Tierra Pura. Aun cuando el Gran Sacerdote perdiera el sentido y
falleciera, ella se mantendría indemne. Sin embargo, a medida que avanzaba la
noche y la temperatura se hacía más fría, su confianza comenzó a abandonarla.
El Sacerdote permanecía en el jardín. Cuando las
nubes ocultaban la luna, se asemejaba a un extraño árbol viejo y nudoso.
La dama, consumida de angustia, insistía en que
aquel anciano le era totalmente ajeno. Las palabras parecían explotar en su
corazón. ¿Por qué, en nombre del Cielo, tenía que ocurrir esto?
En aquellos momentos, y por extraño que parezca, la
Gran Concubina Imperial se había olvidado completamente de su belleza. Quizás
fuera más correcto decir que se había visto obligada a hacerlo.
Finalmente, los tenues matices del amanecer
irrumpieron en el cielo oscuro y la figura del sacerdote se destacó en la media
luz. Todavía permanecía en pie. La Gran Concubina Imperial estaba derrotada.
Llamó a una doncella y le ordenó invitar al
sacerdote a dejar el jardín y a arrodillarse junto al postigo.
El Gran Sacerdote se hallaba en la frontera del
olvido, donde la carne se desintegra. Ya no sabía si esperaba a la Gran
Concubina Imperial o al mundo futuro. Aun cuando distinguió la figura de la
doncella aproximándose desde la residencia en la pálida luz del amanecer, ni
siquiera comprendió que cuanto había esperado con tantas ansias, se hallaba
finalmente al alcance de su mano.
La doncella trasmitió el mensaje de su señora. Al
escucharlo, el sacerdote profirió un grito horrendo e inhumano. La doncella
intentó guiarlo de la mano, pero él no se lo permitió y se dirigió hacia la casa
con pasos increíblemente rápidos y seguros.
La oscuridad reinaba tras el postigo y resultaba
imposible ver, desde afuera, a la Gran Concubina. El sacerdote cayó de rodillas
y, cubriéndose el rostro con las manos, rompió a llorar. Estuvo allí por largo
rato con el cuerpo sacudido por esporádicas convulsiones.
Entonces, en la semi
penumbra del amanecer, una
blanca mano emergió dulcemente del postigo. El sacerdote del Templo de
Shiga la tomó entre las suyas y se la llev6 a la frente y a las
mejillas.
La Gran Concubina Imperial de Kyogoku tocó unos
dedos extrañamente fríos. Al mismo tiempo, sintió algo húmedo y tibio. Alguien
mojaba sus manos con tristes lágrimas.
Cuando los pálidos reflejos de la luz matutina
comenzaron a iluminarla a través del postigo, la ferviente fe de la dama le
infundió una maravillosa inspiración. No dudó ni por un instante de que aquella
mano extraña era la de Buda.
Entonces, la gran visión surgió nuevamente en el
corazón de la Concubina. El suelo de esmeraldas de la Tierra Pura; los millones
de torres de siete joyas; los ángeles y su música; los estanques dorados con
arenas de plata; los lotos resplandecientes y la dulce voz de las Kalavinkas. Si
aquella era la Tierra Pura que le tocaría en suerte -y en aquel momento no dudaba
de que así sería-, ¿por qué no aceptar el amor del Gran Sacerdote?
Aguardó a que el hombre con las manos de Buda le
rogara abrir el postigo que los separaba. Cuando se lo pidiera, ella levantaría
tal barrera y su cuerpo incomparablemente hermoso aparecería frente a él como en
su primer encuentro junto al lago. Ella lo invitaría a entrar.
La Gran Concubina Imperial esperó.
Pero el Gran Sacerdote del Templo de Shiga no dijo
nada. No pidió nada. Después de cierto tiempo, las viejas manos aflojaron su
presión y los blancos dedos de la dama quedaron solos en la penumbra del
amanecer. El Sacerdote se alejó. Un frío mortal descendió sobre el corazón de la
Gran Concubina Imperial.
Pocos días después llegó a la Corte el rumor de que
el espíritu del Gran Sacerdote había alcanzado la liberación final en su celda
de Shiga. Al enterarse de tal noticia, la dama de Kyogoku se dedicó a copiar en
rollos y rollos, con la más hermosa escritura, el pensamiento de los Sutras.
Yukio Mishima.(Hiraoka Kimitake; Tokio, 1925 - 1970). Prolífico escritor japonés, autor de más de veinte novelas, decenas de piezas teatrales y numerosos cuentos, poemas, artículos y ensayos. Su temática audaz y descarnada, atenta a los aspectos más oscuros de las pasiones humanas, contrasta con la delicadeza y contención de su estilo. Probablemente el escritor nipón más conocido en el extranjero, trazó con doloroso detalle el desarrollo de la personalidad y el efecto devastador de las crueles paradojas de deseo y rechazo, de belleza y violencia, que la van conformando. De él dijo el galardonado Y. Kawabata: "No comprendo cómo me han dado el premio Nobel a mí existiendo Mishima. Un genio literario como el suyo lo produce la humanidad sólo cada dos o tres siglos. Tiene un don casi milagroso para las palabras".Nacido en una familia de burguesía media, Mishima se vanagloriaba sin embargo de pertenecer por sus antepasados a la clase de los samuráis. Criado por su abuela, realizó los estudios en Gakushüim, la escuela por tradición reservada a la nobleza. Escribió su primer cuento a los trece años y a los dieciséis su primer libro de relatos, que coincidió con su ingreso en la Facultad de Derecho. Durante la Segunda Guerra Mundial trabajó en una fábrica aeronáutica, tras ser desestimado como piloto suicida. Sobrevivir a una guerra en la que habían muerto tantos compatriotas se convirtió para él en un trauma lacerante e imborrable.
Mishima recibió el influjo del Nihon romanha,
o romanticismo japonés, que poniendo énfasis en la unidad del Japón y
de sus valores culturales, servía de base de apoyo a la ideología
nacionalista y dominaba el mundo literario de los años de la guerra. Sin
embargo, también la literatura occidental moderna fue para Mishima
objeto de destacado interés y de atenta lectura. Su primer trabajo
extenso, El bosque en flor, fue publicado en 1941. Una característica de esta obra, como de El cigarrillo (1946), Ladrones
(1946-48) y de otras que escribió en el período de la Segunda Guerra
Mundial y en los años inmediatamente subsiguientes, es el total
alejamiento de la trágica realidad de la guerra y de la derrota.
Tras obtener el doctorado en Derecho en 1947,
fue encargado del Ministerio de Finanzas, pero tras un breve tiempo
abandonó el empleo para dedicarse por entero a la actividad literaria.
En junio de 1949 publicó Confesiones de una máscara, obra que
cosechó un inmediato éxito y que supuso su definitiva consagración en el
mundo literario. Aunque en general se acogió la novela con un juicio
favorable, algunos críticos mostraron perplejidad y reservas frente a la
particularidad del tema (la confesión por parte del protagonista de su
homosexualidad) que ciertamente representaba una novedad en la
literatura japonesa. Confesiones de una máscara
es la historia del itinerario interior del protagonista a través de los
recuerdos de la primera infancia hasta las fantasías de la
adolescencia, y del lento y aceptado proceso de toma de conciencia de su
diferencia y de la incapacidad, experimentada hasta el límite, de amar
al sexo opuesto.
Mishima buscó a menudo en la literatura clásica
japonesa una fuente de inspiración: prueba de ello es la recreación en
clave moderna de algunos dramas No en su Colección de cinco No modernos (1956), pero se sintió también atraído por los valores estéticos del clasicismo occidental. El pabellón de oro
(1956) fue su obra de mayor éxito en los años cincuenta. Se trata del
retrato de un joven monje fascinado y al mismo tiempo oprimido por la
belleza de un famoso templo budista. En 1958, a su vuelta de un viaje a
los Estados Unidos, Mishima se casó con la hija de un conocido pintor.
La publicación en 1959 de la larga novela La casa de Kyoko no recibió los favores de la crítica.
En los años sesenta la figura de Mishima
es vista siguiendo las dos distintas pero inseparables facetas de su
personalidad. El Mishima hombre de acción encontró su soporte teórico en
la idea de que la verdad puede ser alcanzada sólo a través de un
proceso intuitivo en el que pensamiento y acción no son dos modalidades
distintas. Encontró la ejemplificación de ello y la summa de los
más auténticos valores nipones en la ética de los samuráis. Fascinado
por la ideología transmitida de los guerreros escribió El camino del samurai. En defensa de la cultura (1968). Mishima se hace portavoz de la necesidad de restaurar los valores de la cultura prebélica y militarista.
La obsesión por la decadencia física y una
concepción esteticista y masoquista del heroísmo le impulsaron a
practicar halterofilia y artes marciales, y a llevar una vida
turbulenta, signada por las actitudes retóricas y las posturas extremas.
Era un maestro de la representación: actor de teatro, espadachín
ritual, modelo de fotografías de simbología inquietante, adalid de una
misoginia espartana. Desde 1955 Mishima había emprendido un intenso
programa de actividad física que comprendía, además del body building,
la práctica de las artes marciales. El paso siguiente fue el inicio del
adiestramiento militar en la base de Sietai, junto con un grupo de
estudiantes universitarios.
Sin embargo, jamás descuidó su ingente
producción literaria. Tras la posguerra publicaría un gran número de
novelas, entre las que destacan, junto a las ya citadas, El color prohibido (1951), La muerte de la mitad del verano (1953), La voz de la onda (1954), El sabor de la gloria (1963) y Sed de amor (1964). Después del banquete (1960) fue una de sus novelas de más éxito. Poco tiempo después escribió Patriotismo (1961) y Muerte en la tarde y otros cuentos
(1971), recopilación de relatos breves muy representativos de su
romántica nostalgia por una época en la que todavía se podía morir en
nombre de nobles ideales. Entre su producción teatral de estos años cabe
destacar Madame de Sade (1965) y Mi amigo Hitler (1968).
Su obra cumbre es, no obstante, la tetralogía El mar de la fertilidad, compuesta por las novelas Nieve de primavera (1966), Caballos desbocados (1968), El templo de la aurora (1970) y La corrupción de un ángel,
completada esta última el mismo día de su muerte. Cada una corresponde a
una reencarnación distinta del mismo ser: primero es un joven
aristócrata, luego un fanático político de los años treinta, una
princesa thai antes y después de la guerra y por fin un perverso
huérfano de la década del sesenta.
El tema central en esta singular obra es la
crítica a la sociedad nipona por la pérdida de los valores
tradicionales; en resumen: una historia épica del "país del sol
naciente" moderno. A Yukio Mishima le preocupaba la creciente
occidentalización de su país y analizaba la transformación del Japón
desde una perspectiva pesimista y crítica; para él esta metamorfosis
resultaría estéril en el futuro de un país dueño de tantas y tan sabias
tradiciones. Sus héroes son jóvenes rebeldes aspirantes a una pureza
utópica. El autor recrea los rituales de la vida y de la muerte, de la
transmigración y la purificación del alma, tan presentes en años de
tradición japonesa.
La última novela de esta novedosa tetralogía, La corrupción de un ángel,
terminada prácticamente el día del suicidio de su autor, se centra en
la transformación hacia el individualismo de Toru, un joven
imperturbable, prototipo de belleza masculina. Una evolución-involución,
que a Toru le lleva a lograr una sublimación tal que es capaz de
destruir su propia personalidad. Esta obra personal de notable belleza
literaria, sin precedentes en la literatura moderna japonesa, contiene e
invoca el sentido que para Mishima guardaba el honor y el respeto a las
tradiciones. Su compromiso con la literatura y la cultura lo llevaba a
rebelarse contra una sociedad sumida en el vacío espiritual y la
decadencia moral.
En 1968 fundó con un grupo de amigos la Sociedad
de los Escudos, una organización paramilitar de jóvenes que,
desencantados con la debilidad de las instituciones imperiales y la
obsecuencia constitucional del ejército, propiciaban un resurgimiento
del Bushido, el tradicional código de honor samurai. Dos años más tarde,
ocupó con su grupo, aunque sin uso de armas, la sede del estado mayor
nipón en un intento de forzar la recuperación de los ideales heroicos de
preguerra. El 25 de noviembre de 1970, ante el fracaso de su acción, se
suicidó mediante el rito del seppuku al grito de "Larga vida al emperador".
Semblanza biográfica:biografiasyvidas.com.Texto: ciudadseva.com.Foto:Archivo.