viernes, 6 de marzo de 2015

Seis estrenos de Literatura

Si algo está claro es que, aunque la crisis haya impuesto también recortes en el mercado de los libros y aplacado las ganas de asumir riesgos, se sigue escribiendo mucho


Seis nuevos narradores españoles./lecturassumergidas.com
Más de 1.000 manuscritos se presentaron a la convocatoria del Premio Dos Passos a una primera novela inédita, un galardón nacido con la vocación de apostar por nuevas voces, siguiendo la estela de la andadura inicial del célebre Nadal, que allá en la oscura etapa de la posguerra, nos dio a conocer los nombres de Carmen Laforet, Carmen Martín Gaite y Miguel Delibes, entre otros, o del Biblioteca Breve, que hizo lo propio con autores como Luis Goytisolo, Juan García Hortelano o Mario Vargas Llosa. No es fácil, hoy, en un panorama editorial tan mercantilizado, optar por descubrir territorios literarios cuyos mapas aún no han sido desplegados. No es fácil hallar, entre todo lo que se narra una historia diferente, un ángulo de visión capaz de sorprendernos.
Si algo está claro es que, aunque la crisis haya impuesto también recortes en el mercado de los libros y aplacado las ganas de asumir riesgos, se sigue escribiendo mucho. Si algo está claro es que entusiastas autores en ciernes siguen enviando sus textos inéditos a las editoriales con la ilusión de tocar al corazón, de llamar la atención del editor atento. Si algo está claro –y de ello da cuenta la proliferación de cursos y talleres de escritura– es que sigue habiendo un gran interés por contar, por contar historias, por apresar con palabras el mundo en el que vivimos.
Tomando como punto de partida el nacimiento del Premio Dos Passos, promovido por la agencia literaria del mismo nombre, este reportaje intenta explorar el nacimiento, el estreno literario de seis autores: Roberto Wong, primer ganador del Dos Passos, Alia Trabucco, Noelia Pena, Isabel González, Sergi Bellver y Édouard Louis, un fenómeno literario en Francia, a sus 24, años con su impactante primera novela, Para acabar con Eddy Bellegueule, publicada en nuestro país por Salamandra. Conscientes de que hay otras muchas óperas primas que merecen la pena, otros muchos noveles a los que llegar, los que aquí están demuestran ser poseedores de un lugar propio, de una atractiva manera de mirar, de plantearse la literatura. Ya se trate de relatos o de novelas, pese a los distintos rumbos y vertientes que representan, todos tienen en común la huida de los convencionalismos, la originalidad, la búsqueda de un lenguaje capaz de nombrar de otra manera, la exploración de la identidad, la indagación en las contradicciones de un presente que nos hace sentir muy vulnerables.

Nuestros seis protagonistas desmienten la leyenda de que el camino hacia la primera edición de un libro es muy complicado. Ninguna de sus historias nos habla de un manuscrito dando vueltas y vueltas por todo tipo de editoriales y premios hasta ser reconocido. En el caso del mexicano Roberto Wong y de la chilena Alia Trabucco, hubo galardones de por medio. Noelia Pena tuvo la suerte de encontrarse con un editor como Constantino Bértolo, conocido por su afán por explorar islas literarias a contracorriente y que en el tiempo que permaneció al frente del sello Caballo de Troya dio alas a una nueva generación de autores con ganas de hacerse preguntas, de subvertir los géneros, de narrar historias con descaro. Lo de Isabel González con Páginas de Espuma fue un flechazo. Sergi Bellver encontró en Ediciones del Viento la horma de su zapato y el francés Édouard Louis confiesa haber llorado cuando Éditions du Seuil le dio el visto bueno al día siguiente de enviar su novela.
Noelia Pena tuvo la suerte de encontrarse con un editor como Constantino Bértolo, conocido por su afán por explorar islas literarias a contracorriente y que en el tiempo que permaneció al frente del sello Caballo de Troya dio alas a una nueva generación de autores con ganas de hacerse preguntas, de subvertir los géneros, de narrar historias con descaro.
Sin embargo, esa relativa facilidad, no impide que se muestren críticos con el rumbo del mundo editorial, con sus inconsistencias, con su velocidad. “Me disgusta, y supongo que a muchos editores les pasa lo mismo, la brutal mercantilización. Ya hasta empiezo a desconfiar de cualquier libro publicado”, señala Isabel González, autora del irreverente conjunto de relatos Casi tan salvaje, quien, sin embargo suspira cuando constata que “aún quedan editoriales independientes y gente que se enfrenta a la hoja limpia con miedo”, con ganas de asumir riesgos.
La ausencia de riesgos centra también la argumentación de Noelia Pena, quien muestra en El agua que falta la capacidad de los géneros para dialogar entre sí y para abrir todo un territorio de atractivos interrogantes. “Como autora, mi tarea principal tendría que ser escribir libros y no venderlos. Al menos en teoría. Lo preocupante es que cada vez se asumen menos riesgos (pienso no sólo en autores jóvenes, sino también en propuestas que ofrezcan rupturas a nivel formal). El peligro es –creo que ha sido siempre- el conservadurismo y la uniformización que se deriva de él”, señala. “Los problemas del mundo editorial se diferencian cada vez menos de los problemas de otros sectores empresariales, si bien existe una diferencia entre un libro y un electrodoméstico (entre la literatura y el mercado). Que uno de los mayores vendedores de libros venda también electrodomésticos no parece ser una cuestión menor…”, prosigue su reflexión.
“Como en cualquier actividad humana, en el mundo editorial también aparece todo el registro de nuestras miserias y grandezas. Hay profesionales valiosos y gente incompetente, grandes maestros, verdaderos patanes y todos los grados intermedios”, toma la palabra Sergi Bellver. “Al margen de lo artístico y vocacional, el sector editorial es también un negocio y, como tal, padece a menudo la misma falta de ética y mesura que otras actividades comerciales. Me disgusta pues que se publiquen demasiados libros de escasa calidad literaria por otros intereses; que en los grandes grupos parezcan tener más voz los contables que los directores editoriales o que se le preste más atención a cualquier divo que a un verdadero escritor, pero tampoco tiene sentido rasgarse de más las vestiduras cuando vemos cosas peores en cualquier otro ámbito de la sociedad. Me parece mucho más grave, por ejemplo, que las televisiones públicas renuncien cada vez más a la cultura y al conocimiento o que la educación no sea el programa prioritario de cualquier gobierno, por no hablar de los recortes salvajes en sanidad y prestaciones sociales. Así que tampoco tenemos por qué llorar más de la cuenta desde el mundo del libro”, argumenta.
“Me disgusta pues que se publiquen demasiados libros de escasa calidad literaria por otros intereses; que en los grandes grupos parezcan tener más voz los contables que los directores editoriales o que se le preste más atención a cualquier divo que a un verdadero escritor”, señala Sergi Bellver, autor de “Agua dura”.
Autor del libro de relatos Agua dura, un primer acercamiento a sus obsesiones, marcado, de fondo, por el latido de sus aprendizajes literarios, Bellver habla con conocimiento de causa, pues ha tomado el pulso al territorio editorial desde sus muchas vertientes. Por eso se muestra muy crítico con “los grandes premios literarios amañados”, que campan a sus anchas “mientras no pocos editores, autores y periodistas elevan la voz y ejercen su conciencia social a la hora de criticar la corrupción de los políticos”. Y también con “el amiguismo, las filias y las fobias personales, que parecen seguir contando más que la meritocracia, el esfuerzo y el talento a la hora de defender y difundir una obra literaria”. Pero no es nada que no suceda en cualquier otra actividad humana, constata el escritor. “Por suerte”, dice, “en literatura sólo hay que dejar que se apague el ruido de la fiesta y el tiempo ponga a cada uno en su sitio”. Totalmente de acuerdo con sus apreciaciones –difícil expresarlo de manera más clara y contundente– dejamos que se apague el ruido y la luz de la sala, para dar paso a seis historias que, pese a todo, han sido capaces de emerger con el impulso de sus hallazgos, de sus miradas al margen. Estáis, pues, invitados a estos seis estrenos de Literatura.

ROBERTO WONG
“A mí la literatura me trastocó la vida”

Roberto Wong © Nacho Goberna 2015
ROBERTO WONG: (Tampico, estado de Tamaulipas, México, 1982). Ha vivido en Londres, en Ciudad de México y ahora en San Francisco. Con París D.F, publicada por Galaxia Gutenberg, ha ganado la primera edición del Premio Dos Passos a una ópera prima. Aunque su trayectoria literaria no ha hecho más que comenzar dice haber aprendido ya que la literatura es un combate largo; que los textos maduran y que no debe haber prisa por publicar. Escribe reseñas literarias para distintas revistas, tiene un blog donde habla de sus lecturas (http://el-anaquel.com/) y actualmente está trabajando en dos proyectos: uno de ellos es una reflexión sobre la memoria; el otro continúa en la línea de París D.F: lo imposible, lo imaginario, como un acto de rebeldía ante la realidad / Fotografía © Nacho Goberna
En París D.F Roberto Wong nos habla de las coincidencias, de los signos ocultos, del destino, de la ley de las probabilidades, de la casualidad, de las variantes. Lo hace a través del personaje de Arturo, un joven perdido, a la búsqueda de su lugar en el mundo, que se dedica todo el tiempo a hacer convivir dos geografías, a sobreponer dos mapas. Cuadrando medidas, distancias y escalas, el protagonista coloca sobre el plano de la capital mexicana, esa ciudad real, canalla, violenta, difícil, oscura, de la que se queja continuamente y donde apuntala sus frustraciones, la superficie de los 105 metros cuadrados de París, la urbe recreada por la imaginación, en la que proyecta sus sueños y deseos.
Es por ese mapa doble por el que paseamos los lectores de esta novela, buscando sus localizaciones, avanzando, mientras pasamos las páginas, por paraderos nada previsibles que nos confunden y nos llevan a perdernos en callejones siniestros, en estancias perturbadoras, en laberintos nada recomendables. Es por ese mapa doble por el que, con una voz atrevida, con un estilo arriesgado, nada acomodaticio, nos conduce Wong. Por las rutas, llenas de hallazgos imprevistos, que nos va marcando, nos movemos con sensación de inestabilidad, anhelando un cierto orden al que asirnos, pero comprendiendo muy pronto que ese orden es imposible, que las casualidades, en este caso la mala suerte del protagonista, nos conducen al caos, a una realidad de ensoñación unas veces y de pesadilla otras.
La misma desorientación está en el germen de la novela. “La imagen de un mapa de París sobrepuesto sobre el de la Ciudad de México fue lo primero que apareció en mi cabeza. Era 2011 y yo había ido a París para tratar de salvar una relación que al final se fue al carajo”, cuenta el autor, quien se recuerda en aquel viaje persiguiendo al fantasma de Hemingway entre las calles de la Ciudad de la Luz; yendo a los cafés, a los barrios en los que él estuvo, perdiéndose en las mismas calles, entre los anaqueles de Shakespeare & Company, entre los carros de los bouquinistes, buscando la revelación, el milagro…”
“La imagen de un mapa de París sobrepuesto sobre el de la Ciudad de México fue lo primero que apareció en mi cabeza. Era 2011 y yo había ido a París para tratar de salvar una relación que al final se fue al carajo”, cuenta el autor, quien se recuerda en aquel viaje persiguiendo al fantasma de Hemingway.
“Supongo que la epifanía llegó cuando los dos mapas se cruzaron”, prosigue, asegurando que anotó la idea en un cuaderno y que tardó más de seis meses en escribir sobre ella. “Esa idea fue creciendo y derivó, de manera lógica, en un viaje, en un itinerario. Entonces fui tejiendo en los puntos del mapa mis afectos, no sólo literarios, sino también personales, una serie de nostalgias y anhelos que orbitaban entre los polos del amor perdido y el deseo de convertirme en escritor”, explica. Así se sintió al dar forma a la novela en 2012. Así lo relata, señalando que el primer borrador lo terminó en octubre de ese mismo año, una madrugada que coincidió con el aniversario de la muerte de su padre. “Curiosa coincidencia”, dice. Las sorprendentes coincidencias en la vida, en la literatura, parecen marcar ya el camino de un territorio literario muy particular.
Un territorio del que el autor ha empezado a dibujar sus contornos gracias al Premio Dos Passos a una primera novela, un galardón que ha convertido para él la experiencia de la publicación en algo sencillo, placentero. “Todo ha llegado como un sueño. La experiencia del premio la vivo con dicha y la celebro, pero me parece que la literatura está más allá de la publicación. Así como en París D.F. hay una falla entre la realidad y el deseo, en mi experiencia con la escritura siempre ha existido una fisura entre mis aspiraciones y mi capacidad creadora. Creo que la misión del escritor es tratar de cerrar esa brecha, aunque esto de entrada sea imposible”, explica Wong.
París D.F es una novela que nos lleva de la mano a las ciudades que añoramos, esas en las que soñamos que podemos alcanzar la felicidad, pero que también nos enfrenta a las ciudades que pueden llegar a dolernos, a herirnos, donde todo está contaminado por el afán de supervivencia y por la rutina. El escritor, actualmente afincado en San Francisco y acostumbrado a tomar el pulso a las ciudades a las que viaja por motivos de trabajo en una empresa de transacciones vía Internet, lo explicaba así en su reciente viaje a Madrid (ciudad que, por cierto, le conquistó de inmediato con su viveza): “París D.F es un acto de rebeldía contra la realidad, más que una respuesta subversiva contra las ciudades. En cierta forma, los contrastes no son otra cosa que esa ambivalencia entre amor y espanto que vivimos en cualquier urbe, como dice Borges en su poema a Buenos Aires. El ejemplo del Distrito Federal es emblemático porque la violencia está a salto de mata, pero me parece que lo que motiva al personaje a buscar una ciudad en otra es la necesidad de escapar del hastío. Ante lo monstruoso cotidiano, Arturo decide apostar por la ficción. En ese sentido, su búsqueda de París no deja de ser un tanto quijotesca”.
El tratamiento descarado, osado, del sexo, de la violencia, emparenta a Roberto Wong con otros autores latinoamericanos de las últimas generaciones. Todo puede suceder, o no, en la ciudad de los mapas superpuestos. Todo nos puede llevar hacia la luz o hacia lo oscuro. Instalado en ese punto, el protagonista cae del lado de la mala suerte. Desea que suceda algo, pero lo que sucede es un crimen en la farmacia en la que trabaja. Una desgracia que trastoca su destino. El muerto cae a sus pies abatido por la policía, se parece demasiado a él y esa casualidad hace que su identidad se tambalee, que inicie una pesquisa peligrosa. Los caminos se bifurcan en distintas direcciones, las tramas se enredan y nos dejan, a los lectores y lectoras, huecos para hacer nuestras propias interpretaciones, para realizar nuestro viaje particular, para soñar nuestro sueño.
París D.F es un acto de rebeldía contra la realidad, más que una respuesta subversiva contra las ciudades. En cierta forma, los contrastes no son otra cosa que esa ambivalencia entre amor y espanto que vivimos en cualquier urbe. El ejemplo del Distrito Federal es emblemático porque la violencia está a salto de mata, pero me parece que lo que motiva al personaje a buscar una ciudad en otra es la necesidad de escapar del hastío. Ante lo monstruoso cotidiano, Arturo decide apostar por la ficción. En ese sentido, su búsqueda de París no deja de ser un tanto quijotesca.”
Como señalaba el autor, Hemingway fue una inspiración cuando la novela apenas era una intuición, una imagen, pero quienes emprendemos su viaje pensamos de inmediato en la Rayuela de Cortázar. El París del autor argentino es idealizado, actualizado, modernizado por la mirada, los pasos, la respiración de Roberto Wong, quien reconoce, además, el trasfondo de guiños y diálogos con otras lecturas a las que les debe mucho, así la poesía, resumida en dos versos muy significativos de Jaime Gil de Biedma: “Ahora, voy a contaros / cómo también yo estuve en París, y fui dichoso”; así textos como Nadja, de André Bretón; Velador de noche, soñador de día, de Luis Eduardo Rivera, u Ojerosa y pintada, de Agustín Yáñez. “He pasado varias noches escarbando citas, lugares, anotando direcciones, datos, itinerarios”, escuchamos al protagonista. “En todo caso, la novela es un homenaje modesto a todos ellos”, nos dice el autor.
No puede ser de otro modo tratándose de alguien que reconoce deberle más a la lectura que a la escritura. “Con cada libro me siento como el Kublai Khan de Calvino, viendo lo que otros ven y viviendo lo que otros viven”, señala Wong. “No sabría explicar a ciencia cierta”, prosigue, “cuándo fui consciente de ello, cuándo se produjo la transformación, pero, en mi caso, me queda claro que el encuentro con la literatura trastocó mi vida. En medio de lo previsible, es posible todavía ensanchar nuestra visión del mundo a partir de los libros. Para el escritor, crear otros universos a través del lenguaje es una suerte de milagro. Lo que antes no existía de pronto es visible. Para mí, hoy, la escritura es, definitivamente, una manera de estar en el mundo, la única que me permite sobrellevar el absurdo de los días”.
París D. F es una novela que participa de esa filosofía, que nos habla, entre otras muchas cosas, de la búsqueda del amor verdadero, ese amor imposible que tanto añora el protagonista, y también de lo que hacemos y de lo que querríamos hacer, aunque no siempre seamos capaces de dar el paso para conseguirlo. Estamos ante una novela inconformista, de iniciación. Hay un momento en el que Arturo le dice a su amigo Gonzalo: Somos lo contrario a los raros, somos lo común, lo que a nadie importa, los que vamos a los minisúper, los que trabajamos como cajeros en el banco, los que servimos la gasolina...” Wong da la entrada, nombra, a la gente común, “los de vida plana, los sin emociones” en una entrega que invita a ir más allá de lo trazado, a viajar a otros lados con el poder de la imaginación.

ALIA TRABUCCO “La violencia, la rabia, siguen presentes en el Chile de hoy”

Alia Trabucco © Nacho Goberna 2015
ALIA TRABUCCO: (Santiago de Chile, 1983). Proviene de una familia de periodistas y cineastas. Estudió derecho en la Universidad de Chile y Escritura creativa en la Universidad de Nueva York. Actualmente reside en Londres, con una beca para realizar un doctorado sobre literatura latinoamericana. Además de investigar y escribir, trabaja como editora en el sello independiente Brutas Editoras. Con su primera novela, La resta, publicada en España por Demipage, se ha alzado con el Premio a la Mejor Obra Literaria Inédita concedido por el Consejo Nacional de la Cultura y de las Artes de Chile. Guarda en sus cajones relatos de distintas épocas y está inmersa en varios proyectos de poesía que no sabe si llegará a publicar / Fotografía © Nacho Goberna
Llueven cenizas sobre Santiago de Chile mientras tres jóvenes, Felipe, Iquela y Paloma, intentan encontrar sus presentes entre los escombros del pasado. Los tres han escuchado, han absorbido, las historias que les han sido contadas por sus padres y abuelos sobre la dictadura, la resistencia clandestina, las listas negras, los desaparecidos. Han sentido como el miedo, la culpa, la rabia, les eran inoculados desde la infancia y, poco a poco, han ido identificando sus frías y resbaladizas texturas, pero necesitan encontrar sus propias narraciones; hacer brotar un nuevo lenguaje de entre capas y capas de recuerdos y olvidos; dar forma al grito enmudecido, a ese legado de plomo que se ha filtrado por las ventanas de la vida, que ha llenado las páginas de los libros y acordonado los corazones.
En La resta, Alia Trabucco anda y desanda los caminos ya recorridos por otros muchos autores que antes que ella se han hecho preguntas y han buscado entender, asumir, pasar la página. No es nuevo lo que cuenta, pero sí la forma en que lo hace, esa voz original que busca rasgar los cimientos, las conformidades, las sumisiones, para extraer minerales hasta ahora ocultos. “Porque solo vaciándome sería capaz de encarar ese viaje (deshaciéndome de costras, penas, lutos; pagando con lutos esa pena incalculable, una deuda que nos desfalcaría hasta dejarnos mudos)…” leemos en esta novela en la que se van contando los huecos que dejan las ausencias y se van perfilando los contornos de las grietas generacionales. “Mamá, perdóname, no sé dónde buscar esas cosas tuyas, de otro tiempo…”, escuchamos la voz de Iquela. Y en otro momento la vemos reflexionando sobre esas palabras de doble significado, palabras en las que tropezar y equivocarse, porque para los padres de la dictadura, los que lucharon en la clandestinidad, “una chapa no era la cerradura de una puerta, una cúpula no era el techo de una iglesia, un movimiento no era una acción, ni una facción un rasgo de la cara...”
Hipnótica, levantada sobre poderosas metáforas, la ópera prima de Trabucco nos lleva a respirar en algunos de sus trechos como si estuviéramos atravesando un poema y nos atrapa en la plasticidad de unas imágenes no exentas de un cierto toque surrealista, como cuando vemos a Felipe destrozar a un loro, tragarse la córnea de un ojo de vaca o pasear por Santiago comiéndose los tallos y el polen de las flores, primero rosas que “usaba y tiraba al suelo para después perseguir a los acantos, con sus lenguas blancas y su olor dulce, tan rico que las chupaba como flautas…
La autora construye atmósferas de alucinación y nos conduce a planos y situaciones ambiguas: las escenas borrosas presenciadas en la niñez, las imágenes televisivas de fosas enormes, los secretos guardados muy al fondo de los cajones, las turbias experiencias sexuales, las relaciones equívocas del trío de protagonistas en su loco trayecto (itinerario, fuga, liberación) en busca de un féretro perdido en su repatriación desde la Alemania del exilio. La ambigüedad, la extrañeza, es el camino idóneo para hablar de la desorientación, de la búsqueda, de las orillas en las que se van construyendo las identidades. Y, por encima de todo, del duelo, del espeso y difuso manto del duelo colectivo. “La urgencia por sacar esas cuentas (por recopilar datos, cuerpos) es proporcional a la necesidad de un duelo que encuentra su forma contando tanto historias como muertos...”, señala en el epílogo que acompaña a la narración la escritora Lina Meruane, quien califica la novela como “un viaje iniciático sin retorno”.
La autora construye atmósferas de alucinación y nos conduce a planos y situaciones ambiguas: las escenas borrosas presenciadas en la niñez, las imágenes televisivas de fosas enormes, los secretos guardados muy al fondo de los cajones, las turbias experiencias sexuales, las relaciones equívocas del trío de protagonistas en su loco trayecto (itinerario, fuga, liberación) en busca de un féretro perdido en su repatriación desde la Alemania del exilio.
Más de tres años le llevó a Alia Trabucco poner en pie esta entrega. Fueron más de tres años de pensárselo, de ir probando hasta que pudo construir las tres voces narrativas. “Ellas son lo esencial en la narración, junto con el lenguaje, el ejercicio de armar y desarmar ese lenguaje. La trama es lo de menos”, señala. Y confiesa que fue consciente de que no era nada fácil aportar algo nuevo a un tema como el de la memoria, un tema, por otra parte, inagotable, en cuyas fuentes bebió con fruición. Pensadores como Primo Levi y Hannah Arendt, escritoras como Herta Müller, autores más cercanos geográficamente como Nona Fernández, Alejandra Costamagna, Felipe Becerra, Álvaro Bisaura o María Eva Pérez, están en la trastienda de La resta. Todos influyeron, de algún modo, en el apasionante camino de elaboración de la novela.
Lo que hace Alia Trabucco en La resta es contar, de una manera diferente, haciendo uso de un diccionario renovado, las vivencias de su generación, una generación que no vivió la dictadura. “Sólo a través de otro lenguaje podía descubrir aspectos diferentes, hablar de esa etapa a través del resentimiento, incluso del humor, de un modo políticamente más activante, más motivador. Se trataba de salir fuera, de emprender un viaje para hallar sentidos diferentes y también de enrarecer el paisaje, los cuerpos, la sexualidad. El Santiago que se dibuja en la novela es un Santiago enrarecido, asfixiante…”, va explicando.
¿Cómo crecer asumiendo, superando, tanta tragedia, tanto dolor, tanto silencio acumulado? es el gran interrogante que abre esta novela en la que la autora ha buscado no darlo todo digerido a los lectores. “He querido plantear preguntas difíciles sobre el dolor, sobre el dolor de los padres, de los hijos… Se trata de preguntas que yo misma me he formulado, con las que he sufrido y que me han acompañado durante todo el proceso de la escritura”, asegura. Preguntas que parten de muy atrás, de la infancia, una especie de ventana desde la que ver los acontecimientos al trasluz. “Se trata de una infancia no idealizada, porque, aunque los protagonistas eran niños en los tiempos de Pinochet y en los primeros años de la Transición, también palpaban la violencia, una violencia soterrada que traspasaban a sus juegos”, señala Trabucco, para quien, esa violencia, esa rabia, siguen presentes en el Chile de hoy y hay que asumirlas sin ningún tipo de temor”.
“He querido plantear preguntas difíciles sobre el dolor, sobre el dolor de los padres, de los hijos… Se trata de preguntas que yo misma me he formulado, con las que he sufrido y que me han acompañado durante todo el proceso de la escritura”, señala la autora de La resta, una novela que busca no darlo todo digerido a los lectores.
“Nos han enseñado que la rabia, el resentimiento, son feos. Nos han enseñado a normalizar el miedo, a utilizarlo como barrera para no desestabilizar las cosas. Y es necesario que haya temblores para que surja lo nuevo”, reflexiona esta mujer expresiva, observadora, combativa, que en su paso veloz por Madrid para presentar la novela, mostró mucha curiosidad por el momento de ruptura que se está viviendo en España a nivel social y político, por el contraste entre el surgimiento de nuevas formaciones y plataformas ciudadanas, impulsoras del cambio de rumbo, y el endurecimiento de leyes de seguridad que intentan amordazarlo.
“En los procesos de transición en España y en Chile tras las dictaduras hay muchas similitudes. En Chile el pacto de silencio se rompió muy tardíamente, a los 40 años del golpe. Yo vivía entonces en el extranjero, pero justo estuve allí en esos momentos en los que, de pronto, todo empezó a salir a la luz y fuimos conscientes de lo profunda que había sido la capa de silencio ante el terror vivido. En cierto modo me preocupó que todo eso llegara a banalizarse, que se convirtiera en una mera repetición vacía de contenido”, declara.
Trabucco habla del latido del pasado, de “la tensión existente entre la necesidad de desprenderse de él y el deseo de quedarse con algo para siempre”. Dice que los silencios, las caretas de la represión, forman parte de “una sociedad muy reprimida, muy temerosa, un poco traumatizada todavía”. Señala que fuera se ha vendido la imagen del crecimiento económico, pero que “el neoliberalismo brutal ha provocado grandes desigualdades”. “Es tal el nivel de conservadurismo”, asegura, “que cualquier pequeño avance es visto como una amenaza: en la educación, en lo que respecta a la situación de la mujer, tan precaria que no se acaba de admitir el aborto ni siquiera en los casos extremos de violación. Hasta ahora los chilenos se han conformado con lo poco que se ha ido consiguiendo. Con Michelle Bachelet, la actual presidenta, se están impulsando cambios, pero no son suficientes. Creo que ahora estamos empezando a creer que podemos pedir más”, sigue argumentando la escritora. Y todos sus argumentos, lejos de estar fuera de los márgenes, de la novela, la explican, porque el proceso de crecimiento, de liberación, de los personajes de La resta puede entenderse también como la necesidad de crecer de toda una sociedad hasta ahora intimidada.
Alia Trabucco entiende la literatura “no como un espacio privilegiado, ensimismado, elitista, sino como un lugar desde el que debatir, discutir, dialogar. Asegura que son muchos los autores que le interesan, pero, sobre todo aquellos que se muestran “más críticos, más radicales”, aquellos “que son capaces de hablar de los extraños momentos que vivimos e incluso de adelantarse a los acontecimientos”. “Siempre estoy buscando ser interrogada por ellos y siempre estoy atenta a lo que tienen que contarme mis contemporáneos”, asegura. Entre los nombres que cita está la autora rumano-alemana Herta Müller, a la que califica como “difícil, conmovedora, poderosa” y de la que ha tomado una cita (“La recolección es nuestra forma de duelo”) para iniciar la andadura de La resta.


NOELIA PENA “El capitalismo es una verdadera fábrica de miedo”

Pena
NOELIA PENA: (Santiago de Compostela, 1981). Estudió Filosofía en la Universidad de Barcelona. Colabora en la sección “Culturas” del periódico quincenal “Diagonal”; participa en distintas iniciativas y publicaciones colectivas y centra especialmente su atención en la red y su influencia sobre la subjetividad. Reconoce que El agua que falta, publicado en el sello Caballo de Troya, no hubiera sido posible sin el impulso del editor Constantino Bértolo. Algunos de los textos que conforman el libro fueron publicados primero en la red. “La experiencia de conocer y hablar directamente con lectores, de compartir lo escrito, ha sido fundamental”, afirma. Actualmente trabaja, con tranquilidad, en una nueva narración, “arañando tiempo para continuar escribiendo en un mundo en aceleración constante que no pone las cosas fáciles” / Fotografía © Jina Estrada
De múltiples maneras las líneas divisorias que hemos aprendido a trazar, y entre cuyos límites nos movemos a lo largo de nuestra vida, nos hacen aún más difícil vivir. El pequeño horizonte de seguridades, que tanto nos esforzamos en decorar, acaba tomando la forma de un espacio no sólo limitado, sino limitante. ¿Cómo puede ser que hayamos llamado seguridad a los escasos tres pasos que conseguimos dar antes de tropezar con la siguiente pared? ¿Nos protege de algo esta fina pared? Ni tan sólo de nosotros mismos. Pero levantamos muros y añadimos todo tipo de paneles divisores a un mundo que nunca parece llegar a estar suficientemente dividido”. Así comienza El agua que falta, de Noelia Pena, un libro diferente, que escapa a los encasillamientos, una danza armónica, abierta, vivaz, furiosa a tramos, pero también contemplativa, que juega con los géneros y hace convivir la reflexión con la narración, el diario con la poesía y el aforismo, la literatura con la filosofía y con el análisis sociológico y político.
La literatura puede servir de refugio, pues nos ayuda a reducir los decibelios del ruido del mundo y a tomar conciencia del tiempo, algo que cada vez resulta más difícil”, señala la autora, cuya hoja de ruta creativa parte de una posición “de firme rechazo y rebeldía” a la hora de enfrentarse y poner en entredicho los discursos más oficiales y autorizados. “¿Cómo adaptarnos a lo intolerable? ¿Quién lo ordena?” (…) “¿Cómo se combate el miedo que generan los medios de comunicación y que a su vez gestiona la propia política…? son algunas de las preguntas que se plantean en una entrega que, efectivamente, se levanta contra el pensamiento único, contra la uniformidad, contra esas verdades inamovibles que nos vende el sistema, contra esos conformismos y sumisiones ante los que la autora decide abrir interrogantes osados y lanzar un no resistente y combativo. No a gestionar el tiempo como nos dicen que lo gestionemos. No a sentirnos cómodos haciendo los trabajos que quieren que hagamos. No a vivir, ni a viajar, ni a sentir, siguiendo dócilmente las pautas establecidas por la sociedad de consumo.
“La literatura puede servir de refugio, pues nos ayuda a reducir los decibelios del ruido del mundo y a tomar conciencia del tiempo, algo que cada vez resulta más difícil”, señala Noelia Pena, cuya hoja de ruta creativa parte de una posición “de firme rechazo y rebeldía” a la hora de enfrentarse y poner en entredicho los discursos más oficiales y autorizados.
La literatura es para mí un campo de batalla, puede que no sea el más idóneo, pero sí se puede integrar dentro de una sucesión de frentes (calle, casa, trabajo…). La ayuda que puede ofrecer la literatura para evitar la desaparición de un convenio laboral colectivo, por poner un ejemplo, es más bien escasa. Pero también es cierto que nuestras vidas están empapadas de narraciones. Narraciones que están presentes tanto en el modo en que nos explicamos –qué hacemos y qué no hacemos o qué deseamos hacer– como en las decisiones que tomamos, en las que evidentemente entran en juego múltiples factores: las personas con las que hablamos, las personas que hemos amado alguna vez y, también, por supuesto, los libros que hemos leído”, argumenta Noelia Pena.
¿Cabe rebelarse ante este presente de pérdidas y precariedades? ¿Debe la literatura, la creación en todas sus vertientes, hoy, formular las preguntas necesarias ante la crisis, ante las trampas de la crisis? Son cuestiones que se convierten en necesarias al recorrer las páginas de este inquieto compendio de narraciones, de fragmentos arrancados al presente, a la vida. “Ante las injusticias no cabe otra cosa que rebelarse, al menos si no queremos convertirnos en sus cómplices”, contesta la escritora. “En la actualidad, el hecho de defender ciertos derechos que nos permitan tener una vida digna (sanidad, educación, vivienda…) nos convierte necesariamente en rebeldes, ya que tenemos que negarnos al desmantelamiento de lo público, al que asistimos desde hace ya años, antes incluso de que la crisis tuviese su comienzo oficial”, prosigue, convencida de que “una de las tareas de la literatura es la de ayudarnos a entender mejor la realidad en la que vivimos, hacer accesibles algunas de sus regiones desconocidas o que simplemente pasan desapercibidas”.
“Ante las injusticias no cabe otra cosa que rebelarse, al menos si no queremos convertirnos en sus cómplices. En la actualidad, el hecho de defender ciertos derechos que nos permitan tener una vida digna (sanidad, educación, vivienda…) nos convierte necesariamente en rebeldes, ya que tenemos que negarnos al desmantelamiento de lo público, al que asistimos desde hace ya años, antes incluso de que la crisis tuviese su comienzo oficial”.
El miedo, la necesidad de romper con los miedos, es uno de los grandes temas, uno de los puentes que enlazan unos textos con otros. “El miedo es la gran construcción humana”, escribe Pena. “El miedo es central, sí. El miedo atraviesa la historia. Desde siempre el poder ha generado y gestionado sus propios miedos. Cuando no tenemos trabajo, tenemos a no encontrarlo, pero en cuanto encontramos uno, tenemos miedo a perderlo. Se trata de un círculo vicioso”, reflexiona. “El capitalismo es una verdadera fábrica de miedo, al hacernos sentir solos y aislados, al enseñarnos a ver a los demás como una amenaza, como mera competencia de la que es necesario deshacerse. Infundir miedo ha sido siempre la mejor táctica para lograr la obediencia. Por eso me pregunto qué seríamos capaces de pensar sin miedo”.
Nacida en Santiago de Compostela en 1981, Noelia Pena cuenta que la escritura siempre la ha acompañado, desde los diez años, cuando hilvanó sus primeros poemas, poemas que escribía en una libreta y que enseñaba a Marisa, su profesora de lengua de EGB. “Ella, que se convirtió en mi primera y única lectora hasta el instituto, ahora ha podido leer mi libro. Ha sido un feliz reencuentro”, comenta. Y confiesa que al principio pensaba que lo importante era conocer muchas palabras y que hacía unas listas larguísimas con sus búsquedas en el diccionario. “Pero, en realidad, mi voz se ha ido afinando a través de mis lecturas a lo largo de los años y gracias a que no he dejado de escribir ni de leer en voz alta. Para mí es muy importante que mis textos soporten una lectura en voz alta, me ayuda a reconocer las palabras de las que puedo y no puedo prescindir”, explica.
Dice que nunca ha asistido a ningún taller de escritura y constata que su biblioteca no es muy amplia y que, sobre todo, relee libros de poesía. “No me separo de Arturo Carrera, por quien siento verdadera admiración (devoción incluso, me parece el mejor poeta vivo de todos cuantos conozco). Vuelvo mucho a Carlos Drummond de Andrade. Me gusta la precisión de la mirada en los poemas de Raymond Carver. Leo a Luís Seoane para no olvidarme de que los emigrantes tienen nombre propio. Y cuando creo que estoy perdiendo el sentido de la medida y el humor leo a Wislawa Szymborska. En cuanto al ámbito de la filosofía, sigo releyendo Mil mesetas, de Deleuze y Guattari. También me acompañan y siguen dando fuerza los libros de Santiago López Petit, desde su Horror vacui hasta el reciente Hijos de la noche”.
Confiesa que al principio pensaba que lo importante era conocer muchas palabras y que hacía unas listas larguísimas con sus búsquedas en el diccionario. “Pero, en realidad, mi voz se ha ido afinando a través de mis lecturas a lo largo de los años y gracias a que no he dejado de escribir ni de leer en voz alta. Para mí es muy importante que mis textos soporten una lectura en voz alta, me ayuda a reconocer las palabras de las que puedo y no puedo prescindir”, dice la autora de El agua que falta.
Entre los muchos atractivos de El agua que falta destaca el trabajo con el lenguaje, ese lenguaje cristalino con el que la autora consigue apresar sus pensamientos, sus preocupaciones, su mirada sobre la realidad. Esa búsqueda de palabras nuevas, no manoseadas, con las que nombrar las cosas, con las que tomar el pulso a las circunstancias del ahora desde un ángulo no habitual, imprevisto. Esa permanente indagación en la apertura de nuevos espacios de enunciación. Porque “La violencia del lenguaje consiste en decir lo que aún no está dicho, lo que no existe porque no  ha sido aún nombrado. El acto de creación es un acto de violencia”, leemos en un momento dado. Y también: “Tomar la palabra es tomar la medida del mundo”.
La búsqueda de un lenguaje incontaminado; la reivindicación del pensar;  la llamada a recuperar el tiempo propio, son los motores creativos que impulsan el recorrido. “Entiendo la creación como un proceso de transformación, como un no conformarse con lo que ya se es, con lo que ya se hace, con lo que ya se piensa, sino intentar nuevas cosas. Es un proceso de indagación y de conocimiento, en realidad, de ampliar las posibilidades de vida, más ahora, inmersos como estamos en un proceso de recorte de libertades que no parece querer detenerse”, explica la escritora.
Pena señala que la estructura y heterogeneidad de sus escritos obedece a la creencia de que no hay un lugar privilegiado desde el cual poder acercarse y enfrentar la realidad y desde el cual poder escribir. Quienes recorremos las páginas de su libro percibimos la fuerza de los fragmentos más reflexivos y contestatarios, pero también la emoción que despiertan esas otras piezas más narrativas, construidas con los materiales de la ficción, caso de El baile, donde una niña es consciente por primera vez de la existencia de la muerte, o El  trueno, un bello relato que, a partir de la lectura de La montaña mágica, de Thomas Mann, habla de la complicidad entre la literatura y la vida, de las muchas cosas que pasan mientras leemos un libro, tanto dentro como fuera de sus márgenes.

ISABEL GONZÁLEZ “Las mujeres hemos de cargar con el peso de las tradiciones”

Fotografía © Nacho Goberna
ISABEL GONZÁLEZ (Zaragoza, 1972). Según reza la nota biográfica de su editorial creció en una gasolinera a las afueras de la localidad de Ejea. Se licenció en periodismo y ha ido combinando la escritura con su trabajo como infografista. Actualmente reside en Madrid. Profesora de microrrelatos, algunas de sus minificciones se han publicado en antologías como Por favor sea breve 2, publicada por Páginas de Espuma, el mismo sello donde ha visto la luz su primer libro de relatos, Casi tan salvaje. Ahora mismo trabaja en el proceso de corrección de su primera novela./ Fotografía © Nacho Goberna
Hace ya tres años de la publicación de Casi tan salvaje, el libro de relatos con el que Isabel González abrió la puerta a su particular bosque literario, pero ni el paso del tiempo ni la velocidad impuesta por los ritmos editoriales han conseguido que quienes en su día nos adentramos en sus espesuras y en sus claros olvidemos el descaro de la mirada, la provocación de unas narraciones que buscan morder los bordes de la normalidad y abrir fisuras, heridas, allí donde todo parece dormir plácidamente. Como un gato de suave pelaje, recostado tranquilamente en el confortable sofá de una casa cualquiera, que de pronto afila sus uñas y nos ataca. Así son algunos de los cuentos de esta mujer que recuerda la liberación que experimentó al ver que sus escritos, todo lo que había imaginado en la intimidad, salían a la luz.
“Algo te atora y lo expulsas y da alegría, claro, pero también dudas. Lo que me preocupaba mientras escribía era encontrar un modo de expresión que reflejara la forma real (cruel, humorística y azarosa) de relacionarnos con el mundo, aunque también es posible que el mundo real esté desapareciendo y empiece a imitar al virtual, tan práctico y previsible que no deja sitio a la complejidad”, la dejamos que se explique. “Encontrar editorial no resultó complicado. Con Páginas de Espuma fue un flechazo: conocernos y cazarnos. Pero sí me intimidó exponer el lado oscuro ante aquellos que me quieren y que, en cierta forma, se sienten responsables de mi felicidad”.
El lado oscuro, lo sombrío, lo grotesco, lo oculto, lo que no llegamos a percibir porque el calendario de las preocupaciones y ocupaciones cotidianas es demasiado intenso y lo cubre todo de reglas y restricciones. Por eso resultan agitadoras las piezas de González, porque estimulan a mirar hacia los ángulos de lo imprevisto, de lo que anida en el inconsciente o se esconde al fondo de cajones olvidados; porque impulsan a quebrar los márgenes de lo asumido sin ofrecer ningún tipo de resistencia; de lo que hemos idealizado, sin reproche alguno, porque nos han enseñado a idealizarlo. No es amor lo que se pide. Son muchas cosas pequeñas y sin descanso. Una tras otra. No sé por qué lo llaman amor“, se inicia el relato que inaugura el volumen. “Porque lo normal es perder un guante, fue encontrar tres en mi bolso y volvérseme el mundo una incógnita, un planeta sin leyes, un abismo sin baranda hasta que hallé a la mujer de tres manos y se los regalé”, leemos en otro.
El lado oscuro, lo sombrío, lo grotesco, lo oculto, lo que no llegamos a percibir porque el calendario de las preocupaciones y ocupaciones cotidianas es demasiado intenso y lo cubre todo de reglas y restricciones. Por eso resultan tan agitadoras las piezas de González, porque estimulan a mirar hacia los ángulos de lo imprevisto, de lo que anida en el inconsciente o se esconde al fondo de cajones olvidados.
A Isabel González no puedo dejar de imaginarla muy temprano por la mañana escribiendo, la larga melena sobre el teclado que se va llenando de palabras, de asociaciones de palabras insólitas, de juguetones cambios de sentido. Ella misma cuenta que los recuerdos, las imágenes, los brotes de la creación, le surgen en esas horas silenciosas en las que todo descansa, en las que los niños duermen y los quehaceres del día a día aún no son una amenaza. Entonces percibe que hay un estado de conciencia diferente, limpio, una mayor lucidez para pensar y para encontrar esos huecos por los que deslizarse, todas esas entradas a lo extraño, que a cualquier otra hora del día permanecen cerradas. A Isabel González la visualizo también en otro escenario, su lugar de trabajo habitual, el departamento de infografía del periódico El Mundo, concentrada en esos gráficos que intentan encerrar los datos, el esqueleto, de las noticias, mientras el diablillo travieso que lleva dentro pugna por lanzarse a correr hacia los territorios de la imaginación, hacia el bosque habitado por monstruos y seres que se esconden, que huyen, que ven más allá de las lindes de lo cotidiano.
¿Sabes qué ha sucedido? Que no había queso rallado, que los niños dormían y que tú no estabas. Que quise ponerme el vestido de seda y que ya no había vestido; que al retirar la funda, encontré mil larvas adheridas a la percha; los botones por el suelo como ojos de plástico. Podría hervir los capullos e hilar de nuevo el tejido. Podría haberme preparado una infusión de pomelo y larvas. Pero me he asustado y he cerrado la puerta de golpe. Sigo aquí. Sentada. Quieta mientras las vainas crepitan”, os invito a volver a No sé por qué lo llaman amor, el cuento que abre Casi tan salvaje.
“Mi libro está lleno de personajes que deben enfrentarse, sobrevivir, equivocarse para seguir adelante. Si hay que buscar un hilo conductor sería el de la fuerza del ser humano”, señala la autora, quien también se refiere a la necesidad de asumir las situaciones imperfectas y a ese terreno resbaladizo en el que “confluyen las expectativas, las frustraciones, los éxitos…”
Admiradora de escritoras como Clarice Lispector, Amy Hempel, Margaret Atwood, Herta Müller o Alice Munro, la mirada de González no es una mirada en absoluto complaciente. Para acceder a las situaciones que se plantean en Casi tan salvaje hay que mirar a las cosas desde el reverso. Es así porque ella ha utilizado otras escalas, porque ha recurrido a lo grotesco, al humor negro, a la plasticidad del surrealismo para retorcer las convenciones a la hora de hablar tanto de las anécdotas del vivir como de temas más profundos y complejos como la enfermedad, el incesto, la muerte, el amor en sus distintas vertientes (a la familia, a los hijos, a la pareja); la posición incómoda de tantas mujeres que se debaten entre el deseo y el deber, entre la sumisión, aprendida generación tras generación, y la necesidad de rebelarse, de ser realmente como les gustaría ser.
“Mi libro está lleno de personajes que deben enfrentarse, sobrevivir, equivocarse para seguir adelante. Si hay que buscar un hilo conductor sería el de la fuerza del ser humano”, señala la autora, quien también se refiere a la necesidad de asumir las situaciones imperfectas y a ese terreno resbaladizo en el que “confluyen las expectativas, las frustraciones, los éxitos…”, señala González.
Precisamente la manera de afrontar las pasiones y las pulsiones femeninas; la desmitificación de la dulzura, del matrimonio, de la maternidad, es uno de los grandes atractivos del libro. “Me río yo de los que dicen que las mujeres trasladan en sus escritos una realidad más dulce y bella. Las mujeres somos más conscientes del sacrificio, de la dureza. Hemos de cargar con un enorme peso, el de mantener las tradiciones. A nuestras espaldas hay una tremenda presión emocional y física. Nosotras hemos salido de casa, pero los hombres no han entrado. Todos esos conflictos están de algún modo presentes en mis relatos”, señala González.
“Lo peor de ‘lo femenino’ no es ‘lo femenino’ sino su peso, la imposición”, prosigue. “Si una mujer es dulce y combativa no puede dejar de contradecirse. Cuando se muestra dulce, obediente o silenciosa tiene la sensación de traicionar la lucha. Cuando ejercita la lucha y deja de lado ciertas cosas, teme traicionar algo íntimo”.
“Imagina un sitio donde puedas hacer lo que quieras y lo que es más difícil, caminar hacia el origen en vez de hacia la muerte. Eso es escribir”, contesta cuando se le pregunta por el sentido de la literatura para ella. Y señala que no sentir el vértigo de la página en blanco es un claro síntoma de no asumir riesgos. “Dicen que Ingres lloraba durante horas antes de empezar un retrato. Por supuesto, el resultado nunca está garantizado, pero la disposición ahí está. Sin riesgo no hay literatura. Los libros son cajas donde se puede meter cualquier cosa, un diamante o una mierda. Y tienen el mismo aspecto”, argumenta.
Isabel González, que se retrata como “obsesiva”, “cabezota” y “tenaz” (añade “maña” entre paréntesis) asegura que desde la publicación de Casi tan salvaje no ha escrito demasiados relatos, aunque ha participado en dos libros de microrrelatos junto a otras tres autoras: Isabel Wagemann, Teresa Serván y Eva Díaz Riobello. Un equipo denominado Las Microlocas, de cuyas inquietudes y afinidades ha surgido La Aldea de F, publicado por la Universidad Autónoma de México, así como un segundo volumen que, seguramente, salga a la luz en 2016. En este tiempo, además, ha ido forjando la que es su primera novela, una novela que califica como “rara” y con cuyo proceso de revisión está ahora mismo. “Mi única certeza es que la empecé. Si yo acabaré con ella o ella acabará conmigo está por ver”, señala con su habitual humor, y añade que la novela, la obra de todo autor en general, participa de la vida, de las experiencias de la vida, porque, en su opinión, “la escritura no es un proceso adiabático, un proceso que no intercambia calor con su entorno según la termodinámica”. Ella es así, utiliza términos extraños no sólo en los relatos, también en las entrevistas. Si eliminara este final le haría perder una apuesta.

SERGI BELLVER “La buena literatura es la que mancha e incomoda un poco”

Fotografía © Moramay Kuri
SERGI BELLVER (Barcelona, 1971). Todos sus trabajos han girado en torno a la literatura: editor, crítico literario, prologuista, periodista cultural, guionista, profesor de talleres literarios, librero… Responsable de obras colectivas como Chéjov comentado o Madrid, Nebraska, no se había decidido a empezar su propio trayecto narrativo hasta 2013, cuando inició su debut con el libro de relatos Agua dura, publicado por el sello gallego Ediciones del Viento. Desde hace unos meses vive en Oaxaca (México). Está concluyendo un nuevo libro de relatos que, posiblemente, verá la luz el próximo otoño y del que adelanta que derrocha “más luz, más libertad y más seguridad a la hora de contar”. / Fotografía © Moramay Kuri
Los lazos familiares y las aguas tantas veces turbias, conflictivas, de los afectos; el ajuste de cuentas con el pasado y las herencias recibidas; los costurones de la vida y los distintos matices de la orfandad, de las pérdidas. Con todo ello construye Sergi Bellver los relatos que componen Agua dura, el salto a la publicación de sus propias creaciones después de haberse adentrado en la piel de otros escritores como editor, docente o crítico literario. “Por eso”, señala, “mi caso tiene connotaciones distintas a los de otros autores jóvenes que publican su primer manuscrito sin más. Haber abordado la literatura desde distintos ángulos me llevó a ponderar muchas cosas y a no tener demasiada prisa por publicar. Quería tomarme mi tiempo y tener de veras algo que decir que, bajo mi punto de vista, mereciera la pena. Todo mi bagaje como lector, todo lo que he ido haciendo, me ha servido para reconocer y definir mi verdadera vocación, que no es otra que contar historias”.
Leyendo los cuentos de Bellver tenemos la impresión de avanzar por una carretera interminable que transcurre en medio de una naturaleza salvaje, dominante, incómoda, a través de paisajes áridos donde los personajes se enfrentan a la soledad y toman el pulso a sus fragilidades. Hay una violencia primitiva que se esconde en el fondo, una violencia que parece estar ahí, irreductible, desde el comienzo de los tiempos, y hay grandes dosis de mala suerte en las vidas torcidas de unos personajes abocados a la caída, heridos, incapaces de quitarse de encima la tristeza, reclamando “el primer trozo de mundo” que puedan llamar suyo, “locos por un resquicio de calor aunque se asfixien”.
“En esta docena de relatos hay tentativas, pruebas, errores, excesos, hallazgos, pienso que algún que otro acierto y, desde luego, varias pistas de por dónde va a seguir discurriendo mi narrativa”, explica el autor, quien considera que los graves y agudos de la voz narrativa que cree haber encontrado, y con la que sigue levantando ficciones, están ya marcados en dos de las piezas del conjunto, Propiedad privada e Islandia. En el primero, que abre el volumen, dos hermanos, Diana y David, inician un viaje hacia la búsqueda de sus orígenes, hacia una finca apartada de todo, “abandonada y tomada por las alimañas y los extraños”, que su madre les ha dejado en herencia. Es en ese viaje donde, a pesar de la distancia y el desconocimiento que hay entre ambos, se reconocen cercanos en la sordidez de los recuerdos.
El segundo es también la historia de dos hermanos, en este caso de un hermano mayor que ha de ir a buscar las cenizas del pequeño a una geografía extraña y lejana a la que éste huyó, Reikiavik, una ciudad que, en tan dolorosas circunstancias, le permite explorar su propia identidad, volver a los territorios de la niñez compartida y reconstruir la vida de quien llegó a convertirse en un extraño, un extraño capaz de hablarle desde más allá de la muerte a través de las cartas que le fue escribiendo y que él nunca quiso leer. Cartas que le estimulan a querer atreverse, por primera vez en su vida, a ser otro, a quitarse el traje de la normalidad y de las convenciones.
“En la docena de relatos que componen Agua dura hay tentativas, pruebas, errores, excesos, hallazgos, pienso que algún que otro acierto y, desde luego, varias pistas de por dónde va a seguir discurriendo mi narrativa”, explica Sergi Bellver, quien considera que los graves y agudos de la voz narrativa que cree haber encontrado, y con la que sigue levantando ficciones, están ya marcados en dos de las piezas del conjunto, Propiedad privada e Islandia.
Hay muchos registros, tonos, vertientes, intenciones y potencialidades en este libro que el autor no duda en calificar como libro de aprendizaje, en esta entrega llena de sugerencias donde la dureza y la vulnerabilidad, el frío y la emoción, se combinan con acierto y en la que se reconocen innumerables guiños literarios a todos esos autores a los que Sergi Bellver ha admirado y perseguido a través de los territorios de la literatura. El escritor lo explica así: “Agua dura es, entre otras cosas, un libro sobre la familia como fuente de conflicto, sobre la identidad, las segundas oportunidades y la búsqueda de un lugar en el mundo, y en ese aspecto hay ahí elementos vivenciales y varios demonios personales, pero convenientemente diluidos en lo literario.”
“La literatura”, prosigue, “es para mí una manera de ensanchar la vida y, aunque en todos mis relatos hay deudas y homenajes a mis tres décadas de lecturas, no escribo para demostrarle a nadie que soy un tipo listo, sino para comprender un poco más acerca de nuestra terrible y maravillosa condición humana a base de hacerme preguntas y, tal vez, lograr que el lector se cuestione también unas cuantas cosas al leerme, porque no concibo la literatura como un ejercicio ensimismado, sino como un diálogo que el lector completa por sí mismo”.
Hablando de lecturas, de gustos e influencias, dice Bellver que, pese a ser bastante ecléctico y disfrutar explorando y aprendiendo de varias fuentes, reconoce que hay una suerte de ADN en la literatura que le conmueve. “Creo que ese ADN se resume en todo lo que esté escrito con verdad y oficio”, explica, “todo lo que me revele algo de nuestras luces y sombras pero que lo haga además con un goce estético en el lenguaje. Podría desplegar un mapa con decenas de autores para explicarme, pero creo que Dostoievski, Conrad, Chéjov y Faulkner serían sin duda mis cuatro puntos cardinales para orientarme en la literatura moderna”.
Quien tan a fondo ha estudiado a los rusos, quien ha hermanado a autores españoles y norteamericanos en una antología como la reciente Madrid, Nebraska, tiene claro que, en su trayecto personal, busca encontrar “un cierto equilibrio entre el fondo y la forma, entre el qué decir y cómo hacerlo”. “Una característica de mi prosa es su visibilidad. Pienso y escribo antes en imágenes que con palabras o ideas, por eso me interesa también el guión cinematográfico. Me importa muchísimo trabajar en profundidad con el lenguaje y las distintas capas de lectura de un texto, pero ningún hallazgo formal me parece justificado si no es a favor del sentido de ese texto y de la emoción que lo narrado pueda provocar en el lector”, argumenta. Y asegura preferir “cualquier escritura excesiva o imperfecta que supiera comunicar en esencia algo valioso que una pieza de orfebrería lingüística al servicio de la nada más absoluta”.
“Una característica de mi prosa es su visibilidad. Pienso y escribo antes en imágenes que con palabras o ideas, por eso me interesa también el guión cinematográfico. Me importa muchísimo trabajar en profundidad con el lenguaje y las distintas capas de lectura de un texto, pero ningún hallazgo formal me parece justificado si no es a favor del sentido de ese texto y de la emoción que lo narrado pueda provocar en el lector”
“Como la vida, un buen texto es el que mancha e incomoda un poco para ponerte a prueba y sacar lo mejor de ti mismo, el que no te deja salir indemne. No importan los fuegos artificiales alrededor si sales igual que entraste de un libro, si sus páginas no te hicieron arder un poco y cambiar en algo, es lo mismo que con un viaje o un amor: en el fondo no te ha servido para nada”, reflexiona el autor, quien hace aproximadamente cuatro años tomó la decisión de dedicarse a la escritura “por completo, a cualquier precio”. Un precio que, reconoce haber pagado desde entonces, sin arrepentirse, “viviendo de forma austera y renunciando a muchas cosas”, pero dedicando todos sus esfuerzos a la escritura.
“Eso me hace deambular por la precariedad permanente, en un nomadeo constante y solitario en busca de las condiciones que me permitan seguir trabajando en mis libros, pero, de momento, he encontrado buenos aliados por el camino que me han ayudado a volcarme en la escritura. Con toda la humildad del mundo, siento que mi compromiso con la literatura es, para bien y para mal, absoluto e irreversible”, asegura.

ÉDOUARD LOUIS
“Creo que el sufrimiento es un aprendizaje necesario”

Fotografía © John Foley/Opale
ÉDOUARD LOUIS, bautizado Eddy Bellegueule en 1992, en el pueblo de Hallencourt (norte de Francia). Después de estudiar Historia en la Universidad de Picardía y sociología en la de París, decidió escribir su primera novela, Para acabar con Eddy Bellegueule, una obra absolutamente biográfica, publicada en España por Salamandra, que ha sobrecogido a la sociedad francesa al contar los abusos y acosos sufridos por el autor por su condición de homosexual en el entorno de pobreza, violencia y racismo de su localidad natal. Envió el manuscrito a varias editoriales y Éditions du Seuil le llamó al siguiente. día de recibirlo. Actualmente está terminando su segunda novela, donde, de nuevo, trata el tema de la exclusión, del racismo, a través de la situación de una familia de inmigrantes argelinos en Francia. / Fotografía © John Foley/Opale
Para acabar con Eddy Bellegueule, la primera obra publicada por el autor francés Édouard Louis, es una novela tan potente que perfectamente podemos definirla como un puñetazo literario. Un puñetazo porque nos sobrecoge y nos sacude, porque nos habla de sectores de la población, de modos de vida, a los que normalmente se da la espalda, de los que la sociedad acomodada no quiere saber. Un puñetazo porque nos obliga a mirar a los focos de marginación, de pobreza, de xenofobia, de violencia, que anidan en la civilizada Europa, en este caso Francia, la Francia de hoy, esa Francia que tantas veces se pone como ejemplo de libertad y de cultura.
Louis relata en primera persona el maltrato que sufrió por parte de su familia, de su entorno –una población rural de la región de Picardía– por el hecho de ser homosexual. Su testimonio, pasado por el filtro de la literatura capaz de elevar los hechos de la vida, de dotarlos de un significado profundo, se convierte en el testimonio de los diferentes, de los excluidos, de los marginados. He ahí la grandeza de una historia escrita con un lenguaje sencillo, directo, con un estilo descarnado, veraz, en el que la dureza, la brutalidad, de lo que se cuenta se combina con una  sabia dosis de humor, ese humor necesario para tomar distancia, para relatar lo que duele, lo que toca de cerca, como si todo le hubiera sucedido a otra persona, a la persona que fue el narrador, en un tiempo lejano, en otra vida ya asumida, con otro nombre, antes de entender que sólo existía una salida: escapar y empezar de cero.
“Al principio a uno no se le ocurre espontáneamente huir porque no sabe que existen otros sitios. No sabe que la huida es una posibilidad. Al principio intenta ser como los demás. Yo intenté ser como todo el mundo…”, leemos en el momento en el que el protagonista empieza a ser consciente de la fuga, la fuga necesaria para transformarse, para ser quien realmente es, para olvidar la tortura que suponía para él ser el tipo duro que los demás querían que fuese.
Louis relata en primera persona el maltrato que sufrió por parte de su familia, de su entorno –una población rural de la región de Picardía– por el hecho de ser homosexual. Su testimonio, pasado por el filtro de la literatura capaz de elevar los hechos de la vida, de dotarlos de un significado profundo, se convierte en el testimonio de los diferentes, de los excluidos, de los marginados.
Son muchas las reflexiones que despierta esta novela que se ha convertido en un fenómeno literario en Francia, con más de doscientos mil ejemplares vendidos, algo absolutamente inusual tratándose de la primera entrega de un desconocido de 24 años. Son muchos los temas que plantea, las ventanas que abre, pero en este caso, mejor escuchar las palabras del autor, optar por transcribir sus respuestas, sus argumentos, porque en ellos hay una extensión de la propia obra, de su germen; porque tras el autor que contesta, que se explica, encontramos los ecos de esa voz narrativa tan poderosa que nos conmueve y despierta.
- ¿Hasta qué punto en esta novela fuiste consciente de dar la palabra a los que nunca son escuchados, a los marginados, a los humillados?
- Sí. Fui consciente de ello. Diría que mis libros son hijos de la ausencia. Cuando empecé a interesarme por los libros, a descubrir la literatura –bastante tarde ya que en mi familia no se leía, la lectura se consideraba un signo de pereza o de feminidad para un chico-, lo que me llamaba la atención era no encontrar el mundo de mi infancia, ese mundo de pobreza, de miseria extrema, incluso en los autores a los que más admiraba. Como mucho descubría libros que hablaban del mundo obrero, pero ése no era el mundo de mi infancia: de pequeño mi madre decía que los obreros eran burgueses, ya que cobraban su salario todos los meses, mientras que mi familia sobrevivía gracias a las ayudas sociales. Éramos lo que Marx denominó el lumpenproletariado. Albergábamos mucho resentimiento contra los obreros. Por ello, en efecto, he querido dar voz a ese mundo invisible. Cuando hablo de “dar la palabra”, creo que “palabra” es algo importante. En Acabar con Eddy Bellegueule he plasmado el lenguaje de ese mundo. En el corazón de la escritura del libro, he intentado encontrar una construcción literaria que diese a entender ese lenguaje. Porque un mundo siempre es un lenguaje. Las expresiones, los dialectos, las construcciones revelan el inconsciente y las maneras de pensar de un mundo. Darle visibilidad significaba darle voz.
Lo que me llamaba la atención era no encontrar el mundo de mi infancia, ese mundo de pobreza, de miseria extrema, incluso en los autores a los que más admiraba. Como mucho descubría libros que hablaban del mundo obrero, pero ése no era el mundo de mi infancia: de pequeño mi madre decía que los obreros eran burgueses, ya que cobraban su salario todos los meses, mientras que mi familia sobrevivía gracias a las ayudas sociales. Éramos lo que Marx denominó el lumpenproletariado.
- La violencia es el gran tema de la novela. ¿Vivimos en sociedades especialmente violentas? ¿Crees que la desigualdad, que aumenta con la crisis económica, con las políticas de austeridad, fomenta aún más la violencia?
- Acabar con Eddy Bellegueule describe, en efecto, un pequeño pueblo del Norte de Francia, aislado, excluido, caracterizado por su extrema pobreza, sobre todo tras los cierres de las fábricas de los pueblos de alrededor, en las que trabajaba casi todo el mundo. Y no digo que la fábrica fuese lo mejor. Cuando veo el efecto de la fábrica en los cuerpos, el sufrimiento, la fatiga, no puedo dejar de alegrarme cuando una cierra. Pienso que es un trabajo que no debería existir. Lo que es terrible tras el cierre de una fábrica no es el cierre en sí, sino la miseria que le sigue, ya que la sociedad no ayuda lo suficiente a las personas que pierden su trabajo. Pero, como lo describo en mi libro, es cierto que esa exclusión tan fuerte que sufría el mundo de mi infancia, mi familia, mi madre, producía ella misma una gran violencia, que en el libro alcanza a todos aquellos considerados “diferentes”: a Eddy Bellegueule, pero  también a las mujeres, los inmigrantes que se ven en la televisión, etcétera. Es un principio básico que encontramos en Bourdieu, Freud o Marcuse: el principio de conservación de la violencia: cuando uno es víctima de la violencia sin cesar, y sin cesar es reproducida, como en el caso de las clases más pobres, uno termina por reproducir esa violencia sobre los demás, a otro nivel: sobre las mujeres, los homosexuales… Mi libro es la Historia de esa violencia.
- Mientras leemos la novela nos parece que estamos en el pasado, que eso no puede suceder en la Francia actual… Sin embargo, ahí está el racismo creciente en Francia, en Europa…  ¿Puede la literatura ayudarnos a entender mejor el mundo en el que vivimos, se puede convertir en un toque de atención, llegar a tocar las conciencias de un modo que no consiguen las noticias?
- Tenemos siempre la impresión de que esa violencia no existe porque es invisible, subterránea. O porque las personas no la sienten directamente.  Yo creo que la literatura puede y debe tener el poder de desplazar las miradas, de renovar las percepciones. Antes de que Simone de Beauvoir escribiese sus novelas y su ensayo El segundo sexo, no se veía tanto la violencia ejercida sobre las mujeres. Porque era invisible, estaba encubierta. Como Beauvoir, he intentado servirme de la literatura para enunciar y por lo tanto denunciar esa violencia.
- ¿Qué es la literatura para ti? ¿A qué autores admiras? ¿Cuáles te han ayudado a encontrar tu propia voz?
- Para mí la literatura es ese desplazar de las miradas. Es proponer otras maneras de ver. Y a partir de ese desplazamiento, del saber que aporta, la literatura puede enseñarnos a sufrir. Creo que el sufrimiento es un aprendizaje necesario y precisamente eso es lo que he intentado mostrar con esta novela. De pequeño, y de hecho también ahora, oía cosas como: “Ése, no es muy inteligente, pero posee una gran sensibilidad”. Sin embargo, ¿no es el sufrimiento una manera de saber? Si uno se cruza por la calle con una persona, por ejemplo, de origen argelino, o, no sé, por poner otro ejemplo, con un transexual o un negro, se dirá: “Es un transexual. Es una persona negra. Es el hijo de un argelino, o es un argelino”. Y mirará para otro lado, y pensará en otra cosa. Pero si uno se detiene ahí y se pone a investigar la historia de los argelinos, de la inmigración, de la colonización, de los negros, de la esclavitud, de la segregación y de los repetidos ataques racistas… Si uno se pone a reflexionar y quiere saber más sobre la exclusión, sobre la historia de la homofobia y todas las vidas que ha destruido, entonces podrá percibir el sufrimiento que no habría podido ver sin ese conocimiento. No digo que no sufrimos o sentimos afectos sin el conocimiento, pero éste nos permite colocarlo en un nivel de exigencia más alto. Y es a partir de ese sufrimiento y de la intolerancia que representa que podemos revelarnos. Yo, al escribir mi novela, he intentado comprender la vida de mi familia y me he dado cuenta de que ha sido una vida muy dura. Al aprender a sufrir fue cuando quise empezar a transformar la realidad.
Tenemos siempre la impresión de que esa violencia no existe porque es invisible, subterránea. O porque las personas no la sienten directamente.  Yo creo que la literatura puede y debe tener el poder de desplazar las miradas, de renovar las percepciones. Antes de que Simone de Beauvoir escribiese sus novelas y su ensayo El segundo sexo, no se veía tanto la violencia ejercida sobre las mujeres. Porque era invisible, estaba encubierta.
- ¿Ha cambiado esta novela tu vida? ¿En qué sentido? ¿Escribirla ha sido una especie de terapia, una venganza quizás?
- Mi libro ha sido lo contrario a una venganza. Es un intento de comprender. Existen grandes libros sobre la venganza, como De profundis, de Oscar Wilde, o algunas obras de Thomas Bernhard. Pero no es el caso de mi libro. Intento ser justo a la hora de comprender mi infancia, lo que por supuesto también significa hablar de su violencia, su racismo; pero como ya he dicho todo esto no es propio de los individuos, sino de las situaciones que los producen. Y por lo tanto, la venganza sería inútil.
- ¿Por qué crees que ha llegado tanto a la gente?
- Al contar la infancia de Eddy Bellegueule, al esbozar la situación de su pueblo, de las personas que lo rodean, he querido mostrar en primer lugar la experiencia de la dominación. La violencia y la humillación que atraviesan nuestras vidas y nos constituyen, que son los cimientos más o menos invisibles de nuestra existencia. Eres marica, mujer, judío, árabe, provinciano… ¿Quién no ha vivido esto? No me gusta mucho el concepto de universal, pero si hay algo que se le aproxima es la dominación. El hecho de ser mujer, homosexual, judío, inmigrante, de venir de las clases populares, de llegar de provincias a París… en algún momento de su vida, todo el mundo, o casi, es insultado o infravalorado. Y me parece que es ahí donde se han visto reflejados un cierto número de lectores, hartos de la definición dominante de la literatura, ésa que nada dice, que es un pasatiempo de la burguesía para la burguesía y que no plantea ningún problema existencial.
- ¿Tuviste problemas para publicar la novela? ¿Cómo fue el proceso, enviaste el manuscrito a una, a varias editoriales…?
- Envié el libro a varios editores, simplemente por correo, no conocía a nadie. Éditions du Seuil me llamó al día siguiente. Fue un sueño para mí. Lloré, claro. Había leído en algún sitio que fue lo que le pasó a Thomas Bernhard con Frost (Helada), su primera novela. Debo admitir que estaba un poco celoso. Y Le Seuil lo hizo realidad.

Los libros de los que se habla en este reportaje son: París D.F, de Roberto Wong (Galaxia Gutenberg); La resta, de Alia Trabucco (Demipage); El agua que falta, de Noelia Pena (Caballo de Troya); Casi tan salvaje, de Isabel González (Páginas de Espuma); Agua dura, de Sergi Bellver (Ediciones del Viento) y Para acabar con Eddy Bellegueule, de Édouard Louis, traducido por María Teresa Gallego Urrutia y publicado por la editorial Salamandra.
Créditos fotográficos:
  • Roberto Wong, Alia Trabucco e Isabel González: Fotografía © Nacho Goberna
  • Noelia Pena: Fotografía © Jina Estrada
  • Sergi Bellver: Fotografía © Moramay Kuri
  • Édouard Louis: Fotografía © John Foley/Opale

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Si algo está claro es que, aunque la crisis haya impuesto también recortes en el mercado de los libros y aplacado las ganas de asumir riesgos, se sigue escribiendo mucho

Seis nuevos narradores españoles./lecturassumergidas.com
Más de 1.000 manuscritos se presentaron a la convocatoria del Premio Dos Passos a una primera novela inédita, un galardón nacido con la vocación de apostar por nuevas voces, siguiendo la estela de la andadura inicial del célebre Nadal, que allá en la oscura etapa de la posguerra, nos dio a conocer los nombres de Carmen Laforet, Carmen Martín Gaite y Miguel Delibes, entre otros, o del Biblioteca Breve, que hizo lo propio con autores como Luis Goytisolo, Juan García Hortelano o Mario Vargas Llosa. No es fácil, hoy, en un panorama editorial tan mercantilizado, optar por descubrir territorios literarios cuyos mapas aún no han sido desplegados. No es fácil hallar, entre todo lo que se narra una historia diferente, un ángulo de visión capaz de sorprendernos.
Si algo está claro es que, aunque la crisis haya impuesto también recortes en el mercado de los libros y aplacado las ganas de asumir riesgos, se sigue escribiendo mucho. Si algo está claro es que entusiastas autores en ciernes siguen enviando sus textos inéditos a las editoriales con la ilusión de tocar al corazón, de llamar la atención del editor atento. Si algo está claro –y de ello da cuenta la proliferación de cursos y talleres de escritura– es que sigue habiendo un gran interés por contar, por contar historias, por apresar con palabras el mundo en el que vivimos.
Tomando como punto de partida el nacimiento del Premio Dos Passos, promovido por la agencia literaria del mismo nombre, este reportaje intenta explorar el nacimiento, el estreno literario de seis autores: Roberto Wong, primer ganador del Dos Passos, Alia Trabucco, Noelia Pena, Isabel González, Sergi Bellver y Édouard Louis, un fenómeno literario en Francia, a sus 24, años con su impactante primera novela, Para acabar con Eddy Bellegueule, publicada en nuestro país por Salamandra. Conscientes de que hay otras muchas óperas primas que merecen la pena, otros muchos noveles a los que llegar, los que aquí están demuestran ser poseedores de un lugar propio, de una atractiva manera de mirar, de plantearse la literatura. Ya se trate de relatos o de novelas, pese a los distintos rumbos y vertientes que representan, todos tienen en común la huida de los convencionalismos, la originalidad, la búsqueda de un lenguaje capaz de nombrar de otra manera, la exploración de la identidad, la indagación en las contradicciones de un presente que nos hace sentir muy vulnerables.

Nuestros seis protagonistas desmienten la leyenda de que el camino hacia la primera edición de un libro es muy complicado. Ninguna de sus historias nos habla de un manuscrito dando vueltas y vueltas por todo tipo de editoriales y premios hasta ser reconocido. En el caso del mexicano Roberto Wong y de la chilena Alia Trabucco, hubo galardones de por medio. Noelia Pena tuvo la suerte de encontrarse con un editor como Constantino Bértolo, conocido por su afán por explorar islas literarias a contracorriente y que en el tiempo que permaneció al frente del sello Caballo de Troya dio alas a una nueva generación de autores con ganas de hacerse preguntas, de subvertir los géneros, de narrar historias con descaro. Lo de Isabel González con Páginas de Espuma fue un flechazo. Sergi Bellver encontró en Ediciones del Viento la horma de su zapato y el francés Édouard Louis confiesa haber llorado cuando Éditions du Seuil le dio el visto bueno al día siguiente de enviar su novela.
Noelia Pena tuvo la suerte de encontrarse con un editor como Constantino Bértolo, conocido por su afán por explorar islas literarias a contracorriente y que en el tiempo que permaneció al frente del sello Caballo de Troya dio alas a una nueva generación de autores con ganas de hacerse preguntas, de subvertir los géneros, de narrar historias con descaro.
Sin embargo, esa relativa facilidad, no impide que se muestren críticos con el rumbo del mundo editorial, con sus inconsistencias, con su velocidad. “Me disgusta, y supongo que a muchos editores les pasa lo mismo, la brutal mercantilización. Ya hasta empiezo a desconfiar de cualquier libro publicado”, señala Isabel González, autora del irreverente conjunto de relatos Casi tan salvaje, quien, sin embargo suspira cuando constata que “aún quedan editoriales independientes y gente que se enfrenta a la hoja limpia con miedo”, con ganas de asumir riesgos.
La ausencia de riesgos centra también la argumentación de Noelia Pena, quien muestra en El agua que falta la capacidad de los géneros para dialogar entre sí y para abrir todo un territorio de atractivos interrogantes. “Como autora, mi tarea principal tendría que ser escribir libros y no venderlos. Al menos en teoría. Lo preocupante es que cada vez se asumen menos riesgos (pienso no sólo en autores jóvenes, sino también en propuestas que ofrezcan rupturas a nivel formal). El peligro es –creo que ha sido siempre- el conservadurismo y la uniformización que se deriva de él”, señala. “Los problemas del mundo editorial se diferencian cada vez menos de los problemas de otros sectores empresariales, si bien existe una diferencia entre un libro y un electrodoméstico (entre la literatura y el mercado). Que uno de los mayores vendedores de libros venda también electrodomésticos no parece ser una cuestión menor…”, prosigue su reflexión.
“Como en cualquier actividad humana, en el mundo editorial también aparece todo el registro de nuestras miserias y grandezas. Hay profesionales valiosos y gente incompetente, grandes maestros, verdaderos patanes y todos los grados intermedios”, toma la palabra Sergi Bellver. “Al margen de lo artístico y vocacional, el sector editorial es también un negocio y, como tal, padece a menudo la misma falta de ética y mesura que otras actividades comerciales. Me disgusta pues que se publiquen demasiados libros de escasa calidad literaria por otros intereses; que en los grandes grupos parezcan tener más voz los contables que los directores editoriales o que se le preste más atención a cualquier divo que a un verdadero escritor, pero tampoco tiene sentido rasgarse de más las vestiduras cuando vemos cosas peores en cualquier otro ámbito de la sociedad. Me parece mucho más grave, por ejemplo, que las televisiones públicas renuncien cada vez más a la cultura y al conocimiento o que la educación no sea el programa prioritario de cualquier gobierno, por no hablar de los recortes salvajes en sanidad y prestaciones sociales. Así que tampoco tenemos por qué llorar más de la cuenta desde el mundo del libro”, argumenta.
“Me disgusta pues que se publiquen demasiados libros de escasa calidad literaria por otros intereses; que en los grandes grupos parezcan tener más voz los contables que los directores editoriales o que se le preste más atención a cualquier divo que a un verdadero escritor”, señala Sergi Bellver, autor de “Agua dura”.
Autor del libro de relatos Agua dura, un primer acercamiento a sus obsesiones, marcado, de fondo, por el latido de sus aprendizajes literarios, Bellver habla con conocimiento de causa, pues ha tomado el pulso al territorio editorial desde sus muchas vertientes. Por eso se muestra muy crítico con “los grandes premios literarios amañados”, que campan a sus anchas “mientras no pocos editores, autores y periodistas elevan la voz y ejercen su conciencia social a la hora de criticar la corrupción de los políticos”. Y también con “el amiguismo, las filias y las fobias personales, que parecen seguir contando más que la meritocracia, el esfuerzo y el talento a la hora de defender y difundir una obra literaria”. Pero no es nada que no suceda en cualquier otra actividad humana, constata el escritor. “Por suerte”, dice, “en literatura sólo hay que dejar que se apague el ruido de la fiesta y el tiempo ponga a cada uno en su sitio”. Totalmente de acuerdo con sus apreciaciones –difícil expresarlo de manera más clara y contundente– dejamos que se apague el ruido y la luz de la sala, para dar paso a seis historias que, pese a todo, han sido capaces de emerger con el impulso de sus hallazgos, de sus miradas al margen. Estáis, pues, invitados a estos seis estrenos de Literatura.

ROBERTO WONG
“A mí la literatura me trastocó la vida”

Roberto Wong © Nacho Goberna 2015
ROBERTO WONG: (Tampico, estado de Tamaulipas, México, 1982). Ha vivido en Londres, en Ciudad de México y ahora en San Francisco. Con París D.F, publicada por Galaxia Gutenberg, ha ganado la primera edición del Premio Dos Passos a una ópera prima. Aunque su trayectoria literaria no ha hecho más que comenzar dice haber aprendido ya que la literatura es un combate largo; que los textos maduran y que no debe haber prisa por publicar. Escribe reseñas literarias para distintas revistas, tiene un blog donde habla de sus lecturas (http://el-anaquel.com/) y actualmente está trabajando en dos proyectos: uno de ellos es una reflexión sobre la memoria; el otro continúa en la línea de París D.F: lo imposible, lo imaginario, como un acto de rebeldía ante la realidad / Fotografía © Nacho Goberna
En París D.F Roberto Wong nos habla de las coincidencias, de los signos ocultos, del destino, de la ley de las probabilidades, de la casualidad, de las variantes. Lo hace a través del personaje de Arturo, un joven perdido, a la búsqueda de su lugar en el mundo, que se dedica todo el tiempo a hacer convivir dos geografías, a sobreponer dos mapas. Cuadrando medidas, distancias y escalas, el protagonista coloca sobre el plano de la capital mexicana, esa ciudad real, canalla, violenta, difícil, oscura, de la que se queja continuamente y donde apuntala sus frustraciones, la superficie de los 105 metros cuadrados de París, la urbe recreada por la imaginación, en la que proyecta sus sueños y deseos.
Es por ese mapa doble por el que paseamos los lectores de esta novela, buscando sus localizaciones, avanzando, mientras pasamos las páginas, por paraderos nada previsibles que nos confunden y nos llevan a perdernos en callejones siniestros, en estancias perturbadoras, en laberintos nada recomendables. Es por ese mapa doble por el que, con una voz atrevida, con un estilo arriesgado, nada acomodaticio, nos conduce Wong. Por las rutas, llenas de hallazgos imprevistos, que nos va marcando, nos movemos con sensación de inestabilidad, anhelando un cierto orden al que asirnos, pero comprendiendo muy pronto que ese orden es imposible, que las casualidades, en este caso la mala suerte del protagonista, nos conducen al caos, a una realidad de ensoñación unas veces y de pesadilla otras.
La misma desorientación está en el germen de la novela. “La imagen de un mapa de París sobrepuesto sobre el de la Ciudad de México fue lo primero que apareció en mi cabeza. Era 2011 y yo había ido a París para tratar de salvar una relación que al final se fue al carajo”, cuenta el autor, quien se recuerda en aquel viaje persiguiendo al fantasma de Hemingway entre las calles de la Ciudad de la Luz; yendo a los cafés, a los barrios en los que él estuvo, perdiéndose en las mismas calles, entre los anaqueles de Shakespeare & Company, entre los carros de los bouquinistes, buscando la revelación, el milagro…”
“La imagen de un mapa de París sobrepuesto sobre el de la Ciudad de México fue lo primero que apareció en mi cabeza. Era 2011 y yo había ido a París para tratar de salvar una relación que al final se fue al carajo”, cuenta el autor, quien se recuerda en aquel viaje persiguiendo al fantasma de Hemingway.
“Supongo que la epifanía llegó cuando los dos mapas se cruzaron”, prosigue, asegurando que anotó la idea en un cuaderno y que tardó más de seis meses en escribir sobre ella. “Esa idea fue creciendo y derivó, de manera lógica, en un viaje, en un itinerario. Entonces fui tejiendo en los puntos del mapa mis afectos, no sólo literarios, sino también personales, una serie de nostalgias y anhelos que orbitaban entre los polos del amor perdido y el deseo de convertirme en escritor”, explica. Así se sintió al dar forma a la novela en 2012. Así lo relata, señalando que el primer borrador lo terminó en octubre de ese mismo año, una madrugada que coincidió con el aniversario de la muerte de su padre. “Curiosa coincidencia”, dice. Las sorprendentes coincidencias en la vida, en la literatura, parecen marcar ya el camino de un territorio literario muy particular.
Un territorio del que el autor ha empezado a dibujar sus contornos gracias al Premio Dos Passos a una primera novela, un galardón que ha convertido para él la experiencia de la publicación en algo sencillo, placentero. “Todo ha llegado como un sueño. La experiencia del premio la vivo con dicha y la celebro, pero me parece que la literatura está más allá de la publicación. Así como en París D.F. hay una falla entre la realidad y el deseo, en mi experiencia con la escritura siempre ha existido una fisura entre mis aspiraciones y mi capacidad creadora. Creo que la misión del escritor es tratar de cerrar esa brecha, aunque esto de entrada sea imposible”, explica Wong.
París D.F es una novela que nos lleva de la mano a las ciudades que añoramos, esas en las que soñamos que podemos alcanzar la felicidad, pero que también nos enfrenta a las ciudades que pueden llegar a dolernos, a herirnos, donde todo está contaminado por el afán de supervivencia y por la rutina. El escritor, actualmente afincado en San Francisco y acostumbrado a tomar el pulso a las ciudades a las que viaja por motivos de trabajo en una empresa de transacciones vía Internet, lo explicaba así en su reciente viaje a Madrid (ciudad que, por cierto, le conquistó de inmediato con su viveza): “París D.F es un acto de rebeldía contra la realidad, más que una respuesta subversiva contra las ciudades. En cierta forma, los contrastes no son otra cosa que esa ambivalencia entre amor y espanto que vivimos en cualquier urbe, como dice Borges en su poema a Buenos Aires. El ejemplo del Distrito Federal es emblemático porque la violencia está a salto de mata, pero me parece que lo que motiva al personaje a buscar una ciudad en otra es la necesidad de escapar del hastío. Ante lo monstruoso cotidiano, Arturo decide apostar por la ficción. En ese sentido, su búsqueda de París no deja de ser un tanto quijotesca”.
El tratamiento descarado, osado, del sexo, de la violencia, emparenta a Roberto Wong con otros autores latinoamericanos de las últimas generaciones. Todo puede suceder, o no, en la ciudad de los mapas superpuestos. Todo nos puede llevar hacia la luz o hacia lo oscuro. Instalado en ese punto, el protagonista cae del lado de la mala suerte. Desea que suceda algo, pero lo que sucede es un crimen en la farmacia en la que trabaja. Una desgracia que trastoca su destino. El muerto cae a sus pies abatido por la policía, se parece demasiado a él y esa casualidad hace que su identidad se tambalee, que inicie una pesquisa peligrosa. Los caminos se bifurcan en distintas direcciones, las tramas se enredan y nos dejan, a los lectores y lectoras, huecos para hacer nuestras propias interpretaciones, para realizar nuestro viaje particular, para soñar nuestro sueño.
París D.F es un acto de rebeldía contra la realidad, más que una respuesta subversiva contra las ciudades. En cierta forma, los contrastes no son otra cosa que esa ambivalencia entre amor y espanto que vivimos en cualquier urbe. El ejemplo del Distrito Federal es emblemático porque la violencia está a salto de mata, pero me parece que lo que motiva al personaje a buscar una ciudad en otra es la necesidad de escapar del hastío. Ante lo monstruoso cotidiano, Arturo decide apostar por la ficción. En ese sentido, su búsqueda de París no deja de ser un tanto quijotesca.”
Como señalaba el autor, Hemingway fue una inspiración cuando la novela apenas era una intuición, una imagen, pero quienes emprendemos su viaje pensamos de inmediato en la Rayuela de Cortázar. El París del autor argentino es idealizado, actualizado, modernizado por la mirada, los pasos, la respiración de Roberto Wong, quien reconoce, además, el trasfondo de guiños y diálogos con otras lecturas a las que les debe mucho, así la poesía, resumida en dos versos muy significativos de Jaime Gil de Biedma: “Ahora, voy a contaros / cómo también yo estuve en París, y fui dichoso”; así textos como Nadja, de André Bretón; Velador de noche, soñador de día, de Luis Eduardo Rivera, u Ojerosa y pintada, de Agustín Yáñez. “He pasado varias noches escarbando citas, lugares, anotando direcciones, datos, itinerarios”, escuchamos al protagonista. “En todo caso, la novela es un homenaje modesto a todos ellos”, nos dice el autor.
No puede ser de otro modo tratándose de alguien que reconoce deberle más a la lectura que a la escritura. “Con cada libro me siento como el Kublai Khan de Calvino, viendo lo que otros ven y viviendo lo que otros viven”, señala Wong. “No sabría explicar a ciencia cierta”, prosigue, “cuándo fui consciente de ello, cuándo se produjo la transformación, pero, en mi caso, me queda claro que el encuentro con la literatura trastocó mi vida. En medio de lo previsible, es posible todavía ensanchar nuestra visión del mundo a partir de los libros. Para el escritor, crear otros universos a través del lenguaje es una suerte de milagro. Lo que antes no existía de pronto es visible. Para mí, hoy, la escritura es, definitivamente, una manera de estar en el mundo, la única que me permite sobrellevar el absurdo de los días”.
París D. F es una novela que participa de esa filosofía, que nos habla, entre otras muchas cosas, de la búsqueda del amor verdadero, ese amor imposible que tanto añora el protagonista, y también de lo que hacemos y de lo que querríamos hacer, aunque no siempre seamos capaces de dar el paso para conseguirlo. Estamos ante una novela inconformista, de iniciación. Hay un momento en el que Arturo le dice a su amigo Gonzalo: Somos lo contrario a los raros, somos lo común, lo que a nadie importa, los que vamos a los minisúper, los que trabajamos como cajeros en el banco, los que servimos la gasolina...” Wong da la entrada, nombra, a la gente común, “los de vida plana, los sin emociones” en una entrega que invita a ir más allá de lo trazado, a viajar a otros lados con el poder de la imaginación.

ALIA TRABUCCO “La violencia, la rabia, siguen presentes en el Chile de hoy”

Alia Trabucco © Nacho Goberna 2015
ALIA TRABUCCO: (Santiago de Chile, 1983). Proviene de una familia de periodistas y cineastas. Estudió derecho en la Universidad de Chile y Escritura creativa en la Universidad de Nueva York. Actualmente reside en Londres, con una beca para realizar un doctorado sobre literatura latinoamericana. Además de investigar y escribir, trabaja como editora en el sello independiente Brutas Editoras. Con su primera novela, La resta, publicada en España por Demipage, se ha alzado con el Premio a la Mejor Obra Literaria Inédita concedido por el Consejo Nacional de la Cultura y de las Artes de Chile. Guarda en sus cajones relatos de distintas épocas y está inmersa en varios proyectos de poesía que no sabe si llegará a publicar / Fotografía © Nacho Goberna
Llueven cenizas sobre Santiago de Chile mientras tres jóvenes, Felipe, Iquela y Paloma, intentan encontrar sus presentes entre los escombros del pasado. Los tres han escuchado, han absorbido, las historias que les han sido contadas por sus padres y abuelos sobre la dictadura, la resistencia clandestina, las listas negras, los desaparecidos. Han sentido como el miedo, la culpa, la rabia, les eran inoculados desde la infancia y, poco a poco, han ido identificando sus frías y resbaladizas texturas, pero necesitan encontrar sus propias narraciones; hacer brotar un nuevo lenguaje de entre capas y capas de recuerdos y olvidos; dar forma al grito enmudecido, a ese legado de plomo que se ha filtrado por las ventanas de la vida, que ha llenado las páginas de los libros y acordonado los corazones.
En La resta, Alia Trabucco anda y desanda los caminos ya recorridos por otros muchos autores que antes que ella se han hecho preguntas y han buscado entender, asumir, pasar la página. No es nuevo lo que cuenta, pero sí la forma en que lo hace, esa voz original que busca rasgar los cimientos, las conformidades, las sumisiones, para extraer minerales hasta ahora ocultos. “Porque solo vaciándome sería capaz de encarar ese viaje (deshaciéndome de costras, penas, lutos; pagando con lutos esa pena incalculable, una deuda que nos desfalcaría hasta dejarnos mudos)…” leemos en esta novela en la que se van contando los huecos que dejan las ausencias y se van perfilando los contornos de las grietas generacionales. “Mamá, perdóname, no sé dónde buscar esas cosas tuyas, de otro tiempo…”, escuchamos la voz de Iquela. Y en otro momento la vemos reflexionando sobre esas palabras de doble significado, palabras en las que tropezar y equivocarse, porque para los padres de la dictadura, los que lucharon en la clandestinidad, “una chapa no era la cerradura de una puerta, una cúpula no era el techo de una iglesia, un movimiento no era una acción, ni una facción un rasgo de la cara...”
Hipnótica, levantada sobre poderosas metáforas, la ópera prima de Trabucco nos lleva a respirar en algunos de sus trechos como si estuviéramos atravesando un poema y nos atrapa en la plasticidad de unas imágenes no exentas de un cierto toque surrealista, como cuando vemos a Felipe destrozar a un loro, tragarse la córnea de un ojo de vaca o pasear por Santiago comiéndose los tallos y el polen de las flores, primero rosas que “usaba y tiraba al suelo para después perseguir a los acantos, con sus lenguas blancas y su olor dulce, tan rico que las chupaba como flautas…
La autora construye atmósferas de alucinación y nos conduce a planos y situaciones ambiguas: las escenas borrosas presenciadas en la niñez, las imágenes televisivas de fosas enormes, los secretos guardados muy al fondo de los cajones, las turbias experiencias sexuales, las relaciones equívocas del trío de protagonistas en su loco trayecto (itinerario, fuga, liberación) en busca de un féretro perdido en su repatriación desde la Alemania del exilio. La ambigüedad, la extrañeza, es el camino idóneo para hablar de la desorientación, de la búsqueda, de las orillas en las que se van construyendo las identidades. Y, por encima de todo, del duelo, del espeso y difuso manto del duelo colectivo. “La urgencia por sacar esas cuentas (por recopilar datos, cuerpos) es proporcional a la necesidad de un duelo que encuentra su forma contando tanto historias como muertos...”, señala en el epílogo que acompaña a la narración la escritora Lina Meruane, quien califica la novela como “un viaje iniciático sin retorno”.
La autora construye atmósferas de alucinación y nos conduce a planos y situaciones ambiguas: las escenas borrosas presenciadas en la niñez, las imágenes televisivas de fosas enormes, los secretos guardados muy al fondo de los cajones, las turbias experiencias sexuales, las relaciones equívocas del trío de protagonistas en su loco trayecto (itinerario, fuga, liberación) en busca de un féretro perdido en su repatriación desde la Alemania del exilio.
Más de tres años le llevó a Alia Trabucco poner en pie esta entrega. Fueron más de tres años de pensárselo, de ir probando hasta que pudo construir las tres voces narrativas. “Ellas son lo esencial en la narración, junto con el lenguaje, el ejercicio de armar y desarmar ese lenguaje. La trama es lo de menos”, señala. Y confiesa que fue consciente de que no era nada fácil aportar algo nuevo a un tema como el de la memoria, un tema, por otra parte, inagotable, en cuyas fuentes bebió con fruición. Pensadores como Primo Levi y Hannah Arendt, escritoras como Herta Müller, autores más cercanos geográficamente como Nona Fernández, Alejandra Costamagna, Felipe Becerra, Álvaro Bisaura o María Eva Pérez, están en la trastienda de La resta. Todos influyeron, de algún modo, en el apasionante camino de elaboración de la novela.
Lo que hace Alia Trabucco en La resta es contar, de una manera diferente, haciendo uso de un diccionario renovado, las vivencias de su generación, una generación que no vivió la dictadura. “Sólo a través de otro lenguaje podía descubrir aspectos diferentes, hablar de esa etapa a través del resentimiento, incluso del humor, de un modo políticamente más activante, más motivador. Se trataba de salir fuera, de emprender un viaje para hallar sentidos diferentes y también de enrarecer el paisaje, los cuerpos, la sexualidad. El Santiago que se dibuja en la novela es un Santiago enrarecido, asfixiante…”, va explicando.
¿Cómo crecer asumiendo, superando, tanta tragedia, tanto dolor, tanto silencio acumulado? es el gran interrogante que abre esta novela en la que la autora ha buscado no darlo todo digerido a los lectores. “He querido plantear preguntas difíciles sobre el dolor, sobre el dolor de los padres, de los hijos… Se trata de preguntas que yo misma me he formulado, con las que he sufrido y que me han acompañado durante todo el proceso de la escritura”, asegura. Preguntas que parten de muy atrás, de la infancia, una especie de ventana desde la que ver los acontecimientos al trasluz. “Se trata de una infancia no idealizada, porque, aunque los protagonistas eran niños en los tiempos de Pinochet y en los primeros años de la Transición, también palpaban la violencia, una violencia soterrada que traspasaban a sus juegos”, señala Trabucco, para quien, esa violencia, esa rabia, siguen presentes en el Chile de hoy y hay que asumirlas sin ningún tipo de temor”.
“He querido plantear preguntas difíciles sobre el dolor, sobre el dolor de los padres, de los hijos… Se trata de preguntas que yo misma me he formulado, con las que he sufrido y que me han acompañado durante todo el proceso de la escritura”, señala la autora de La resta, una novela que busca no darlo todo digerido a los lectores.
“Nos han enseñado que la rabia, el resentimiento, son feos. Nos han enseñado a normalizar el miedo, a utilizarlo como barrera para no desestabilizar las cosas. Y es necesario que haya temblores para que surja lo nuevo”, reflexiona esta mujer expresiva, observadora, combativa, que en su paso veloz por Madrid para presentar la novela, mostró mucha curiosidad por el momento de ruptura que se está viviendo en España a nivel social y político, por el contraste entre el surgimiento de nuevas formaciones y plataformas ciudadanas, impulsoras del cambio de rumbo, y el endurecimiento de leyes de seguridad que intentan amordazarlo.
“En los procesos de transición en España y en Chile tras las dictaduras hay muchas similitudes. En Chile el pacto de silencio se rompió muy tardíamente, a los 40 años del golpe. Yo vivía entonces en el extranjero, pero justo estuve allí en esos momentos en los que, de pronto, todo empezó a salir a la luz y fuimos conscientes de lo profunda que había sido la capa de silencio ante el terror vivido. En cierto modo me preocupó que todo eso llegara a banalizarse, que se convirtiera en una mera repetición vacía de contenido”, declara.
Trabucco habla del latido del pasado, de “la tensión existente entre la necesidad de desprenderse de él y el deseo de quedarse con algo para siempre”. Dice que los silencios, las caretas de la represión, forman parte de “una sociedad muy reprimida, muy temerosa, un poco traumatizada todavía”. Señala que fuera se ha vendido la imagen del crecimiento económico, pero que “el neoliberalismo brutal ha provocado grandes desigualdades”. “Es tal el nivel de conservadurismo”, asegura, “que cualquier pequeño avance es visto como una amenaza: en la educación, en lo que respecta a la situación de la mujer, tan precaria que no se acaba de admitir el aborto ni siquiera en los casos extremos de violación. Hasta ahora los chilenos se han conformado con lo poco que se ha ido consiguiendo. Con Michelle Bachelet, la actual presidenta, se están impulsando cambios, pero no son suficientes. Creo que ahora estamos empezando a creer que podemos pedir más”, sigue argumentando la escritora. Y todos sus argumentos, lejos de estar fuera de los márgenes, de la novela, la explican, porque el proceso de crecimiento, de liberación, de los personajes de La resta puede entenderse también como la necesidad de crecer de toda una sociedad hasta ahora intimidada.
Alia Trabucco entiende la literatura “no como un espacio privilegiado, ensimismado, elitista, sino como un lugar desde el que debatir, discutir, dialogar. Asegura que son muchos los autores que le interesan, pero, sobre todo aquellos que se muestran “más críticos, más radicales”, aquellos “que son capaces de hablar de los extraños momentos que vivimos e incluso de adelantarse a los acontecimientos”. “Siempre estoy buscando ser interrogada por ellos y siempre estoy atenta a lo que tienen que contarme mis contemporáneos”, asegura. Entre los nombres que cita está la autora rumano-alemana Herta Müller, a la que califica como “difícil, conmovedora, poderosa” y de la que ha tomado una cita (“La recolección es nuestra forma de duelo”) para iniciar la andadura de La resta.


NOELIA PENA “El capitalismo es una verdadera fábrica de miedo”

Pena
NOELIA PENA: (Santiago de Compostela, 1981). Estudió Filosofía en la Universidad de Barcelona. Colabora en la sección “Culturas” del periódico quincenal “Diagonal”; participa en distintas iniciativas y publicaciones colectivas y centra especialmente su atención en la red y su influencia sobre la subjetividad. Reconoce que El agua que falta, publicado en el sello Caballo de Troya, no hubiera sido posible sin el impulso del editor Constantino Bértolo. Algunos de los textos que conforman el libro fueron publicados primero en la red. “La experiencia de conocer y hablar directamente con lectores, de compartir lo escrito, ha sido fundamental”, afirma. Actualmente trabaja, con tranquilidad, en una nueva narración, “arañando tiempo para continuar escribiendo en un mundo en aceleración constante que no pone las cosas fáciles” / Fotografía © Jina Estrada
De múltiples maneras las líneas divisorias que hemos aprendido a trazar, y entre cuyos límites nos movemos a lo largo de nuestra vida, nos hacen aún más difícil vivir. El pequeño horizonte de seguridades, que tanto nos esforzamos en decorar, acaba tomando la forma de un espacio no sólo limitado, sino limitante. ¿Cómo puede ser que hayamos llamado seguridad a los escasos tres pasos que conseguimos dar antes de tropezar con la siguiente pared? ¿Nos protege de algo esta fina pared? Ni tan sólo de nosotros mismos. Pero levantamos muros y añadimos todo tipo de paneles divisores a un mundo que nunca parece llegar a estar suficientemente dividido”. Así comienza El agua que falta, de Noelia Pena, un libro diferente, que escapa a los encasillamientos, una danza armónica, abierta, vivaz, furiosa a tramos, pero también contemplativa, que juega con los géneros y hace convivir la reflexión con la narración, el diario con la poesía y el aforismo, la literatura con la filosofía y con el análisis sociológico y político.
La literatura puede servir de refugio, pues nos ayuda a reducir los decibelios del ruido del mundo y a tomar conciencia del tiempo, algo que cada vez resulta más difícil”, señala la autora, cuya hoja de ruta creativa parte de una posición “de firme rechazo y rebeldía” a la hora de enfrentarse y poner en entredicho los discursos más oficiales y autorizados. “¿Cómo adaptarnos a lo intolerable? ¿Quién lo ordena?” (…) “¿Cómo se combate el miedo que generan los medios de comunicación y que a su vez gestiona la propia política…? son algunas de las preguntas que se plantean en una entrega que, efectivamente, se levanta contra el pensamiento único, contra la uniformidad, contra esas verdades inamovibles que nos vende el sistema, contra esos conformismos y sumisiones ante los que la autora decide abrir interrogantes osados y lanzar un no resistente y combativo. No a gestionar el tiempo como nos dicen que lo gestionemos. No a sentirnos cómodos haciendo los trabajos que quieren que hagamos. No a vivir, ni a viajar, ni a sentir, siguiendo dócilmente las pautas establecidas por la sociedad de consumo.
“La literatura puede servir de refugio, pues nos ayuda a reducir los decibelios del ruido del mundo y a tomar conciencia del tiempo, algo que cada vez resulta más difícil”, señala Noelia Pena, cuya hoja de ruta creativa parte de una posición “de firme rechazo y rebeldía” a la hora de enfrentarse y poner en entredicho los discursos más oficiales y autorizados.
La literatura es para mí un campo de batalla, puede que no sea el más idóneo, pero sí se puede integrar dentro de una sucesión de frentes (calle, casa, trabajo…). La ayuda que puede ofrecer la literatura para evitar la desaparición de un convenio laboral colectivo, por poner un ejemplo, es más bien escasa. Pero también es cierto que nuestras vidas están empapadas de narraciones. Narraciones que están presentes tanto en el modo en que nos explicamos –qué hacemos y qué no hacemos o qué deseamos hacer– como en las decisiones que tomamos, en las que evidentemente entran en juego múltiples factores: las personas con las que hablamos, las personas que hemos amado alguna vez y, también, por supuesto, los libros que hemos leído”, argumenta Noelia Pena.
¿Cabe rebelarse ante este presente de pérdidas y precariedades? ¿Debe la literatura, la creación en todas sus vertientes, hoy, formular las preguntas necesarias ante la crisis, ante las trampas de la crisis? Son cuestiones que se convierten en necesarias al recorrer las páginas de este inquieto compendio de narraciones, de fragmentos arrancados al presente, a la vida. “Ante las injusticias no cabe otra cosa que rebelarse, al menos si no queremos convertirnos en sus cómplices”, contesta la escritora. “En la actualidad, el hecho de defender ciertos derechos que nos permitan tener una vida digna (sanidad, educación, vivienda…) nos convierte necesariamente en rebeldes, ya que tenemos que negarnos al desmantelamiento de lo público, al que asistimos desde hace ya años, antes incluso de que la crisis tuviese su comienzo oficial”, prosigue, convencida de que “una de las tareas de la literatura es la de ayudarnos a entender mejor la realidad en la que vivimos, hacer accesibles algunas de sus regiones desconocidas o que simplemente pasan desapercibidas”.
“Ante las injusticias no cabe otra cosa que rebelarse, al menos si no queremos convertirnos en sus cómplices. En la actualidad, el hecho de defender ciertos derechos que nos permitan tener una vida digna (sanidad, educación, vivienda…) nos convierte necesariamente en rebeldes, ya que tenemos que negarnos al desmantelamiento de lo público, al que asistimos desde hace ya años, antes incluso de que la crisis tuviese su comienzo oficial”.
El miedo, la necesidad de romper con los miedos, es uno de los grandes temas, uno de los puentes que enlazan unos textos con otros. “El miedo es la gran construcción humana”, escribe Pena. “El miedo es central, sí. El miedo atraviesa la historia. Desde siempre el poder ha generado y gestionado sus propios miedos. Cuando no tenemos trabajo, tenemos a no encontrarlo, pero en cuanto encontramos uno, tenemos miedo a perderlo. Se trata de un círculo vicioso”, reflexiona. “El capitalismo es una verdadera fábrica de miedo, al hacernos sentir solos y aislados, al enseñarnos a ver a los demás como una amenaza, como mera competencia de la que es necesario deshacerse. Infundir miedo ha sido siempre la mejor táctica para lograr la obediencia. Por eso me pregunto qué seríamos capaces de pensar sin miedo”.
Nacida en Santiago de Compostela en 1981, Noelia Pena cuenta que la escritura siempre la ha acompañado, desde los diez años, cuando hilvanó sus primeros poemas, poemas que escribía en una libreta y que enseñaba a Marisa, su profesora de lengua de EGB. “Ella, que se convirtió en mi primera y única lectora hasta el instituto, ahora ha podido leer mi libro. Ha sido un feliz reencuentro”, comenta. Y confiesa que al principio pensaba que lo importante era conocer muchas palabras y que hacía unas listas larguísimas con sus búsquedas en el diccionario. “Pero, en realidad, mi voz se ha ido afinando a través de mis lecturas a lo largo de los años y gracias a que no he dejado de escribir ni de leer en voz alta. Para mí es muy importante que mis textos soporten una lectura en voz alta, me ayuda a reconocer las palabras de las que puedo y no puedo prescindir”, explica.
Dice que nunca ha asistido a ningún taller de escritura y constata que su biblioteca no es muy amplia y que, sobre todo, relee libros de poesía. “No me separo de Arturo Carrera, por quien siento verdadera admiración (devoción incluso, me parece el mejor poeta vivo de todos cuantos conozco). Vuelvo mucho a Carlos Drummond de Andrade. Me gusta la precisión de la mirada en los poemas de Raymond Carver. Leo a Luís Seoane para no olvidarme de que los emigrantes tienen nombre propio. Y cuando creo que estoy perdiendo el sentido de la medida y el humor leo a Wislawa Szymborska. En cuanto al ámbito de la filosofía, sigo releyendo Mil mesetas, de Deleuze y Guattari. También me acompañan y siguen dando fuerza los libros de Santiago López Petit, desde su Horror vacui hasta el reciente Hijos de la noche”.
Confiesa que al principio pensaba que lo importante era conocer muchas palabras y que hacía unas listas larguísimas con sus búsquedas en el diccionario. “Pero, en realidad, mi voz se ha ido afinando a través de mis lecturas a lo largo de los años y gracias a que no he dejado de escribir ni de leer en voz alta. Para mí es muy importante que mis textos soporten una lectura en voz alta, me ayuda a reconocer las palabras de las que puedo y no puedo prescindir”, dice la autora de El agua que falta.
Entre los muchos atractivos de El agua que falta destaca el trabajo con el lenguaje, ese lenguaje cristalino con el que la autora consigue apresar sus pensamientos, sus preocupaciones, su mirada sobre la realidad. Esa búsqueda de palabras nuevas, no manoseadas, con las que nombrar las cosas, con las que tomar el pulso a las circunstancias del ahora desde un ángulo no habitual, imprevisto. Esa permanente indagación en la apertura de nuevos espacios de enunciación. Porque “La violencia del lenguaje consiste en decir lo que aún no está dicho, lo que no existe porque no  ha sido aún nombrado. El acto de creación es un acto de violencia”, leemos en un momento dado. Y también: “Tomar la palabra es tomar la medida del mundo”.
La búsqueda de un lenguaje incontaminado; la reivindicación del pensar;  la llamada a recuperar el tiempo propio, son los motores creativos que impulsan el recorrido. “Entiendo la creación como un proceso de transformación, como un no conformarse con lo que ya se es, con lo que ya se hace, con lo que ya se piensa, sino intentar nuevas cosas. Es un proceso de indagación y de conocimiento, en realidad, de ampliar las posibilidades de vida, más ahora, inmersos como estamos en un proceso de recorte de libertades que no parece querer detenerse”, explica la escritora.
Pena señala que la estructura y heterogeneidad de sus escritos obedece a la creencia de que no hay un lugar privilegiado desde el cual poder acercarse y enfrentar la realidad y desde el cual poder escribir. Quienes recorremos las páginas de su libro percibimos la fuerza de los fragmentos más reflexivos y contestatarios, pero también la emoción que despiertan esas otras piezas más narrativas, construidas con los materiales de la ficción, caso de El baile, donde una niña es consciente por primera vez de la existencia de la muerte, o El  trueno, un bello relato que, a partir de la lectura de La montaña mágica, de Thomas Mann, habla de la complicidad entre la literatura y la vida, de las muchas cosas que pasan mientras leemos un libro, tanto dentro como fuera de sus márgenes.

ISABEL GONZÁLEZ “Las mujeres hemos de cargar con el peso de las tradiciones”

Fotografía © Nacho Goberna
ISABEL GONZÁLEZ (Zaragoza, 1972). Según reza la nota biográfica de su editorial creció en una gasolinera a las afueras de la localidad de Ejea. Se licenció en periodismo y ha ido combinando la escritura con su trabajo como infografista. Actualmente reside en Madrid. Profesora de microrrelatos, algunas de sus minificciones se han publicado en antologías como Por favor sea breve 2, publicada por Páginas de Espuma, el mismo sello donde ha visto la luz su primer libro de relatos, Casi tan salvaje. Ahora mismo trabaja en el proceso de corrección de su primera novela./ Fotografía © Nacho Goberna
Hace ya tres años de la publicación de Casi tan salvaje, el libro de relatos con el que Isabel González abrió la puerta a su particular bosque literario, pero ni el paso del tiempo ni la velocidad impuesta por los ritmos editoriales han conseguido que quienes en su día nos adentramos en sus espesuras y en sus claros olvidemos el descaro de la mirada, la provocación de unas narraciones que buscan morder los bordes de la normalidad y abrir fisuras, heridas, allí donde todo parece dormir plácidamente. Como un gato de suave pelaje, recostado tranquilamente en el confortable sofá de una casa cualquiera, que de pronto afila sus uñas y nos ataca. Así son algunos de los cuentos de esta mujer que recuerda la liberación que experimentó al ver que sus escritos, todo lo que había imaginado en la intimidad, salían a la luz.
“Algo te atora y lo expulsas y da alegría, claro, pero también dudas. Lo que me preocupaba mientras escribía era encontrar un modo de expresión que reflejara la forma real (cruel, humorística y azarosa) de relacionarnos con el mundo, aunque también es posible que el mundo real esté desapareciendo y empiece a imitar al virtual, tan práctico y previsible que no deja sitio a la complejidad”, la dejamos que se explique. “Encontrar editorial no resultó complicado. Con Páginas de Espuma fue un flechazo: conocernos y cazarnos. Pero sí me intimidó exponer el lado oscuro ante aquellos que me quieren y que, en cierta forma, se sienten responsables de mi felicidad”.
El lado oscuro, lo sombrío, lo grotesco, lo oculto, lo que no llegamos a percibir porque el calendario de las preocupaciones y ocupaciones cotidianas es demasiado intenso y lo cubre todo de reglas y restricciones. Por eso resultan agitadoras las piezas de González, porque estimulan a mirar hacia los ángulos de lo imprevisto, de lo que anida en el inconsciente o se esconde al fondo de cajones olvidados; porque impulsan a quebrar los márgenes de lo asumido sin ofrecer ningún tipo de resistencia; de lo que hemos idealizado, sin reproche alguno, porque nos han enseñado a idealizarlo. No es amor lo que se pide. Son muchas cosas pequeñas y sin descanso. Una tras otra. No sé por qué lo llaman amor“, se inicia el relato que inaugura el volumen. “Porque lo normal es perder un guante, fue encontrar tres en mi bolso y volvérseme el mundo una incógnita, un planeta sin leyes, un abismo sin baranda hasta que hallé a la mujer de tres manos y se los regalé”, leemos en otro.
El lado oscuro, lo sombrío, lo grotesco, lo oculto, lo que no llegamos a percibir porque el calendario de las preocupaciones y ocupaciones cotidianas es demasiado intenso y lo cubre todo de reglas y restricciones. Por eso resultan tan agitadoras las piezas de González, porque estimulan a mirar hacia los ángulos de lo imprevisto, de lo que anida en el inconsciente o se esconde al fondo de cajones olvidados.
A Isabel González no puedo dejar de imaginarla muy temprano por la mañana escribiendo, la larga melena sobre el teclado que se va llenando de palabras, de asociaciones de palabras insólitas, de juguetones cambios de sentido. Ella misma cuenta que los recuerdos, las imágenes, los brotes de la creación, le surgen en esas horas silenciosas en las que todo descansa, en las que los niños duermen y los quehaceres del día a día aún no son una amenaza. Entonces percibe que hay un estado de conciencia diferente, limpio, una mayor lucidez para pensar y para encontrar esos huecos por los que deslizarse, todas esas entradas a lo extraño, que a cualquier otra hora del día permanecen cerradas. A Isabel González la visualizo también en otro escenario, su lugar de trabajo habitual, el departamento de infografía del periódico El Mundo, concentrada en esos gráficos que intentan encerrar los datos, el esqueleto, de las noticias, mientras el diablillo travieso que lleva dentro pugna por lanzarse a correr hacia los territorios de la imaginación, hacia el bosque habitado por monstruos y seres que se esconden, que huyen, que ven más allá de las lindes de lo cotidiano.
¿Sabes qué ha sucedido? Que no había queso rallado, que los niños dormían y que tú no estabas. Que quise ponerme el vestido de seda y que ya no había vestido; que al retirar la funda, encontré mil larvas adheridas a la percha; los botones por el suelo como ojos de plástico. Podría hervir los capullos e hilar de nuevo el tejido. Podría haberme preparado una infusión de pomelo y larvas. Pero me he asustado y he cerrado la puerta de golpe. Sigo aquí. Sentada. Quieta mientras las vainas crepitan”, os invito a volver a No sé por qué lo llaman amor, el cuento que abre Casi tan salvaje.
“Mi libro está lleno de personajes que deben enfrentarse, sobrevivir, equivocarse para seguir adelante. Si hay que buscar un hilo conductor sería el de la fuerza del ser humano”, señala la autora, quien también se refiere a la necesidad de asumir las situaciones imperfectas y a ese terreno resbaladizo en el que “confluyen las expectativas, las frustraciones, los éxitos…”
Admiradora de escritoras como Clarice Lispector, Amy Hempel, Margaret Atwood, Herta Müller o Alice Munro, la mirada de González no es una mirada en absoluto complaciente. Para acceder a las situaciones que se plantean en Casi tan salvaje hay que mirar a las cosas desde el reverso. Es así porque ella ha utilizado otras escalas, porque ha recurrido a lo grotesco, al humor negro, a la plasticidad del surrealismo para retorcer las convenciones a la hora de hablar tanto de las anécdotas del vivir como de temas más profundos y complejos como la enfermedad, el incesto, la muerte, el amor en sus distintas vertientes (a la familia, a los hijos, a la pareja); la posición incómoda de tantas mujeres que se debaten entre el deseo y el deber, entre la sumisión, aprendida generación tras generación, y la necesidad de rebelarse, de ser realmente como les gustaría ser.
“Mi libro está lleno de personajes que deben enfrentarse, sobrevivir, equivocarse para seguir adelante. Si hay que buscar un hilo conductor sería el de la fuerza del ser humano”, señala la autora, quien también se refiere a la necesidad de asumir las situaciones imperfectas y a ese terreno resbaladizo en el que “confluyen las expectativas, las frustraciones, los éxitos…”, señala González.
Precisamente la manera de afrontar las pasiones y las pulsiones femeninas; la desmitificación de la dulzura, del matrimonio, de la maternidad, es uno de los grandes atractivos del libro. “Me río yo de los que dicen que las mujeres trasladan en sus escritos una realidad más dulce y bella. Las mujeres somos más conscientes del sacrificio, de la dureza. Hemos de cargar con un enorme peso, el de mantener las tradiciones. A nuestras espaldas hay una tremenda presión emocional y física. Nosotras hemos salido de casa, pero los hombres no han entrado. Todos esos conflictos están de algún modo presentes en mis relatos”, señala González.
“Lo peor de ‘lo femenino’ no es ‘lo femenino’ sino su peso, la imposición”, prosigue. “Si una mujer es dulce y combativa no puede dejar de contradecirse. Cuando se muestra dulce, obediente o silenciosa tiene la sensación de traicionar la lucha. Cuando ejercita la lucha y deja de lado ciertas cosas, teme traicionar algo íntimo”.
“Imagina un sitio donde puedas hacer lo que quieras y lo que es más difícil, caminar hacia el origen en vez de hacia la muerte. Eso es escribir”, contesta cuando se le pregunta por el sentido de la literatura para ella. Y señala que no sentir el vértigo de la página en blanco es un claro síntoma de no asumir riesgos. “Dicen que Ingres lloraba durante horas antes de empezar un retrato. Por supuesto, el resultado nunca está garantizado, pero la disposición ahí está. Sin riesgo no hay literatura. Los libros son cajas donde se puede meter cualquier cosa, un diamante o una mierda. Y tienen el mismo aspecto”, argumenta.
Isabel González, que se retrata como “obsesiva”, “cabezota” y “tenaz” (añade “maña” entre paréntesis) asegura que desde la publicación de Casi tan salvaje no ha escrito demasiados relatos, aunque ha participado en dos libros de microrrelatos junto a otras tres autoras: Isabel Wagemann, Teresa Serván y Eva Díaz Riobello. Un equipo denominado Las Microlocas, de cuyas inquietudes y afinidades ha surgido La Aldea de F, publicado por la Universidad Autónoma de México, así como un segundo volumen que, seguramente, salga a la luz en 2016. En este tiempo, además, ha ido forjando la que es su primera novela, una novela que califica como “rara” y con cuyo proceso de revisión está ahora mismo. “Mi única certeza es que la empecé. Si yo acabaré con ella o ella acabará conmigo está por ver”, señala con su habitual humor, y añade que la novela, la obra de todo autor en general, participa de la vida, de las experiencias de la vida, porque, en su opinión, “la escritura no es un proceso adiabático, un proceso que no intercambia calor con su entorno según la termodinámica”. Ella es así, utiliza términos extraños no sólo en los relatos, también en las entrevistas. Si eliminara este final le haría perder una apuesta.

SERGI BELLVER “La buena literatura es la que mancha e incomoda un poco”

Fotografía © Moramay Kuri
SERGI BELLVER (Barcelona, 1971). Todos sus trabajos han girado en torno a la literatura: editor, crítico literario, prologuista, periodista cultural, guionista, profesor de talleres literarios, librero… Responsable de obras colectivas como Chéjov comentado o Madrid, Nebraska, no se había decidido a empezar su propio trayecto narrativo hasta 2013, cuando inició su debut con el libro de relatos Agua dura, publicado por el sello gallego Ediciones del Viento. Desde hace unos meses vive en Oaxaca (México). Está concluyendo un nuevo libro de relatos que, posiblemente, verá la luz el próximo otoño y del que adelanta que derrocha “más luz, más libertad y más seguridad a la hora de contar”. / Fotografía © Moramay Kuri
Los lazos familiares y las aguas tantas veces turbias, conflictivas, de los afectos; el ajuste de cuentas con el pasado y las herencias recibidas; los costurones de la vida y los distintos matices de la orfandad, de las pérdidas. Con todo ello construye Sergi Bellver los relatos que componen Agua dura, el salto a la publicación de sus propias creaciones después de haberse adentrado en la piel de otros escritores como editor, docente o crítico literario. “Por eso”, señala, “mi caso tiene connotaciones distintas a los de otros autores jóvenes que publican su primer manuscrito sin más. Haber abordado la literatura desde distintos ángulos me llevó a ponderar muchas cosas y a no tener demasiada prisa por publicar. Quería tomarme mi tiempo y tener de veras algo que decir que, bajo mi punto de vista, mereciera la pena. Todo mi bagaje como lector, todo lo que he ido haciendo, me ha servido para reconocer y definir mi verdadera vocación, que no es otra que contar historias”.
Leyendo los cuentos de Bellver tenemos la impresión de avanzar por una carretera interminable que transcurre en medio de una naturaleza salvaje, dominante, incómoda, a través de paisajes áridos donde los personajes se enfrentan a la soledad y toman el pulso a sus fragilidades. Hay una violencia primitiva que se esconde en el fondo, una violencia que parece estar ahí, irreductible, desde el comienzo de los tiempos, y hay grandes dosis de mala suerte en las vidas torcidas de unos personajes abocados a la caída, heridos, incapaces de quitarse de encima la tristeza, reclamando “el primer trozo de mundo” que puedan llamar suyo, “locos por un resquicio de calor aunque se asfixien”.
“En esta docena de relatos hay tentativas, pruebas, errores, excesos, hallazgos, pienso que algún que otro acierto y, desde luego, varias pistas de por dónde va a seguir discurriendo mi narrativa”, explica el autor, quien considera que los graves y agudos de la voz narrativa que cree haber encontrado, y con la que sigue levantando ficciones, están ya marcados en dos de las piezas del conjunto, Propiedad privada e Islandia. En el primero, que abre el volumen, dos hermanos, Diana y David, inician un viaje hacia la búsqueda de sus orígenes, hacia una finca apartada de todo, “abandonada y tomada por las alimañas y los extraños”, que su madre les ha dejado en herencia. Es en ese viaje donde, a pesar de la distancia y el desconocimiento que hay entre ambos, se reconocen cercanos en la sordidez de los recuerdos.
El segundo es también la historia de dos hermanos, en este caso de un hermano mayor que ha de ir a buscar las cenizas del pequeño a una geografía extraña y lejana a la que éste huyó, Reikiavik, una ciudad que, en tan dolorosas circunstancias, le permite explorar su propia identidad, volver a los territorios de la niñez compartida y reconstruir la vida de quien llegó a convertirse en un extraño, un extraño capaz de hablarle desde más allá de la muerte a través de las cartas que le fue escribiendo y que él nunca quiso leer. Cartas que le estimulan a querer atreverse, por primera vez en su vida, a ser otro, a quitarse el traje de la normalidad y de las convenciones.
“En la docena de relatos que componen Agua dura hay tentativas, pruebas, errores, excesos, hallazgos, pienso que algún que otro acierto y, desde luego, varias pistas de por dónde va a seguir discurriendo mi narrativa”, explica Sergi Bellver, quien considera que los graves y agudos de la voz narrativa que cree haber encontrado, y con la que sigue levantando ficciones, están ya marcados en dos de las piezas del conjunto, Propiedad privada e Islandia.
Hay muchos registros, tonos, vertientes, intenciones y potencialidades en este libro que el autor no duda en calificar como libro de aprendizaje, en esta entrega llena de sugerencias donde la dureza y la vulnerabilidad, el frío y la emoción, se combinan con acierto y en la que se reconocen innumerables guiños literarios a todos esos autores a los que Sergi Bellver ha admirado y perseguido a través de los territorios de la literatura. El escritor lo explica así: “Agua dura es, entre otras cosas, un libro sobre la familia como fuente de conflicto, sobre la identidad, las segundas oportunidades y la búsqueda de un lugar en el mundo, y en ese aspecto hay ahí elementos vivenciales y varios demonios personales, pero convenientemente diluidos en lo literario.”
“La literatura”, prosigue, “es para mí una manera de ensanchar la vida y, aunque en todos mis relatos hay deudas y homenajes a mis tres décadas de lecturas, no escribo para demostrarle a nadie que soy un tipo listo, sino para comprender un poco más acerca de nuestra terrible y maravillosa condición humana a base de hacerme preguntas y, tal vez, lograr que el lector se cuestione también unas cuantas cosas al leerme, porque no concibo la literatura como un ejercicio ensimismado, sino como un diálogo que el lector completa por sí mismo”.
Hablando de lecturas, de gustos e influencias, dice Bellver que, pese a ser bastante ecléctico y disfrutar explorando y aprendiendo de varias fuentes, reconoce que hay una suerte de ADN en la literatura que le conmueve. “Creo que ese ADN se resume en todo lo que esté escrito con verdad y oficio”, explica, “todo lo que me revele algo de nuestras luces y sombras pero que lo haga además con un goce estético en el lenguaje. Podría desplegar un mapa con decenas de autores para explicarme, pero creo que Dostoievski, Conrad, Chéjov y Faulkner serían sin duda mis cuatro puntos cardinales para orientarme en la literatura moderna”.
Quien tan a fondo ha estudiado a los rusos, quien ha hermanado a autores españoles y norteamericanos en una antología como la reciente Madrid, Nebraska, tiene claro que, en su trayecto personal, busca encontrar “un cierto equilibrio entre el fondo y la forma, entre el qué decir y cómo hacerlo”. “Una característica de mi prosa es su visibilidad. Pienso y escribo antes en imágenes que con palabras o ideas, por eso me interesa también el guión cinematográfico. Me importa muchísimo trabajar en profundidad con el lenguaje y las distintas capas de lectura de un texto, pero ningún hallazgo formal me parece justificado si no es a favor del sentido de ese texto y de la emoción que lo narrado pueda provocar en el lector”, argumenta. Y asegura preferir “cualquier escritura excesiva o imperfecta que supiera comunicar en esencia algo valioso que una pieza de orfebrería lingüística al servicio de la nada más absoluta”.
“Una característica de mi prosa es su visibilidad. Pienso y escribo antes en imágenes que con palabras o ideas, por eso me interesa también el guión cinematográfico. Me importa muchísimo trabajar en profundidad con el lenguaje y las distintas capas de lectura de un texto, pero ningún hallazgo formal me parece justificado si no es a favor del sentido de ese texto y de la emoción que lo narrado pueda provocar en el lector”
“Como la vida, un buen texto es el que mancha e incomoda un poco para ponerte a prueba y sacar lo mejor de ti mismo, el que no te deja salir indemne. No importan los fuegos artificiales alrededor si sales igual que entraste de un libro, si sus páginas no te hicieron arder un poco y cambiar en algo, es lo mismo que con un viaje o un amor: en el fondo no te ha servido para nada”, reflexiona el autor, quien hace aproximadamente cuatro años tomó la decisión de dedicarse a la escritura “por completo, a cualquier precio”. Un precio que, reconoce haber pagado desde entonces, sin arrepentirse, “viviendo de forma austera y renunciando a muchas cosas”, pero dedicando todos sus esfuerzos a la escritura.
“Eso me hace deambular por la precariedad permanente, en un nomadeo constante y solitario en busca de las condiciones que me permitan seguir trabajando en mis libros, pero, de momento, he encontrado buenos aliados por el camino que me han ayudado a volcarme en la escritura. Con toda la humildad del mundo, siento que mi compromiso con la literatura es, para bien y para mal, absoluto e irreversible”, asegura.

ÉDOUARD LOUIS
“Creo que el sufrimiento es un aprendizaje necesario”

Fotografía © John Foley/Opale
ÉDOUARD LOUIS, bautizado Eddy Bellegueule en 1992, en el pueblo de Hallencourt (norte de Francia). Después de estudiar Historia en la Universidad de Picardía y sociología en la de París, decidió escribir su primera novela, Para acabar con Eddy Bellegueule, una obra absolutamente biográfica, publicada en España por Salamandra, que ha sobrecogido a la sociedad francesa al contar los abusos y acosos sufridos por el autor por su condición de homosexual en el entorno de pobreza, violencia y racismo de su localidad natal. Envió el manuscrito a varias editoriales y Éditions du Seuil le llamó al siguiente. día de recibirlo. Actualmente está terminando su segunda novela, donde, de nuevo, trata el tema de la exclusión, del racismo, a través de la situación de una familia de inmigrantes argelinos en Francia. / Fotografía © John Foley/Opale
Para acabar con Eddy Bellegueule, la primera obra publicada por el autor francés Édouard Louis, es una novela tan potente que perfectamente podemos definirla como un puñetazo literario. Un puñetazo porque nos sobrecoge y nos sacude, porque nos habla de sectores de la población, de modos de vida, a los que normalmente se da la espalda, de los que la sociedad acomodada no quiere saber. Un puñetazo porque nos obliga a mirar a los focos de marginación, de pobreza, de xenofobia, de violencia, que anidan en la civilizada Europa, en este caso Francia, la Francia de hoy, esa Francia que tantas veces se pone como ejemplo de libertad y de cultura.
Louis relata en primera persona el maltrato que sufrió por parte de su familia, de su entorno –una población rural de la región de Picardía– por el hecho de ser homosexual. Su testimonio, pasado por el filtro de la literatura capaz de elevar los hechos de la vida, de dotarlos de un significado profundo, se convierte en el testimonio de los diferentes, de los excluidos, de los marginados. He ahí la grandeza de una historia escrita con un lenguaje sencillo, directo, con un estilo descarnado, veraz, en el que la dureza, la brutalidad, de lo que se cuenta se combina con una  sabia dosis de humor, ese humor necesario para tomar distancia, para relatar lo que duele, lo que toca de cerca, como si todo le hubiera sucedido a otra persona, a la persona que fue el narrador, en un tiempo lejano, en otra vida ya asumida, con otro nombre, antes de entender que sólo existía una salida: escapar y empezar de cero.
“Al principio a uno no se le ocurre espontáneamente huir porque no sabe que existen otros sitios. No sabe que la huida es una posibilidad. Al principio intenta ser como los demás. Yo intenté ser como todo el mundo…”, leemos en el momento en el que el protagonista empieza a ser consciente de la fuga, la fuga necesaria para transformarse, para ser quien realmente es, para olvidar la tortura que suponía para él ser el tipo duro que los demás querían que fuese.
Louis relata en primera persona el maltrato que sufrió por parte de su familia, de su entorno –una población rural de la región de Picardía– por el hecho de ser homosexual. Su testimonio, pasado por el filtro de la literatura capaz de elevar los hechos de la vida, de dotarlos de un significado profundo, se convierte en el testimonio de los diferentes, de los excluidos, de los marginados.
Son muchas las reflexiones que despierta esta novela que se ha convertido en un fenómeno literario en Francia, con más de doscientos mil ejemplares vendidos, algo absolutamente inusual tratándose de la primera entrega de un desconocido de 24 años. Son muchos los temas que plantea, las ventanas que abre, pero en este caso, mejor escuchar las palabras del autor, optar por transcribir sus respuestas, sus argumentos, porque en ellos hay una extensión de la propia obra, de su germen; porque tras el autor que contesta, que se explica, encontramos los ecos de esa voz narrativa tan poderosa que nos conmueve y despierta.
- ¿Hasta qué punto en esta novela fuiste consciente de dar la palabra a los que nunca son escuchados, a los marginados, a los humillados?
- Sí. Fui consciente de ello. Diría que mis libros son hijos de la ausencia. Cuando empecé a interesarme por los libros, a descubrir la literatura –bastante tarde ya que en mi familia no se leía, la lectura se consideraba un signo de pereza o de feminidad para un chico-, lo que me llamaba la atención era no encontrar el mundo de mi infancia, ese mundo de pobreza, de miseria extrema, incluso en los autores a los que más admiraba. Como mucho descubría libros que hablaban del mundo obrero, pero ése no era el mundo de mi infancia: de pequeño mi madre decía que los obreros eran burgueses, ya que cobraban su salario todos los meses, mientras que mi familia sobrevivía gracias a las ayudas sociales. Éramos lo que Marx denominó el lumpenproletariado. Albergábamos mucho resentimiento contra los obreros. Por ello, en efecto, he querido dar voz a ese mundo invisible. Cuando hablo de “dar la palabra”, creo que “palabra” es algo importante. En Acabar con Eddy Bellegueule he plasmado el lenguaje de ese mundo. En el corazón de la escritura del libro, he intentado encontrar una construcción literaria que diese a entender ese lenguaje. Porque un mundo siempre es un lenguaje. Las expresiones, los dialectos, las construcciones revelan el inconsciente y las maneras de pensar de un mundo. Darle visibilidad significaba darle voz.
Lo que me llamaba la atención era no encontrar el mundo de mi infancia, ese mundo de pobreza, de miseria extrema, incluso en los autores a los que más admiraba. Como mucho descubría libros que hablaban del mundo obrero, pero ése no era el mundo de mi infancia: de pequeño mi madre decía que los obreros eran burgueses, ya que cobraban su salario todos los meses, mientras que mi familia sobrevivía gracias a las ayudas sociales. Éramos lo que Marx denominó el lumpenproletariado.
- La violencia es el gran tema de la novela. ¿Vivimos en sociedades especialmente violentas? ¿Crees que la desigualdad, que aumenta con la crisis económica, con las políticas de austeridad, fomenta aún más la violencia?
- Acabar con Eddy Bellegueule describe, en efecto, un pequeño pueblo del Norte de Francia, aislado, excluido, caracterizado por su extrema pobreza, sobre todo tras los cierres de las fábricas de los pueblos de alrededor, en las que trabajaba casi todo el mundo. Y no digo que la fábrica fuese lo mejor. Cuando veo el efecto de la fábrica en los cuerpos, el sufrimiento, la fatiga, no puedo dejar de alegrarme cuando una cierra. Pienso que es un trabajo que no debería existir. Lo que es terrible tras el cierre de una fábrica no es el cierre en sí, sino la miseria que le sigue, ya que la sociedad no ayuda lo suficiente a las personas que pierden su trabajo. Pero, como lo describo en mi libro, es cierto que esa exclusión tan fuerte que sufría el mundo de mi infancia, mi familia, mi madre, producía ella misma una gran violencia, que en el libro alcanza a todos aquellos considerados “diferentes”: a Eddy Bellegueule, pero  también a las mujeres, los inmigrantes que se ven en la televisión, etcétera. Es un principio básico que encontramos en Bourdieu, Freud o Marcuse: el principio de conservación de la violencia: cuando uno es víctima de la violencia sin cesar, y sin cesar es reproducida, como en el caso de las clases más pobres, uno termina por reproducir esa violencia sobre los demás, a otro nivel: sobre las mujeres, los homosexuales… Mi libro es la Historia de esa violencia.
- Mientras leemos la novela nos parece que estamos en el pasado, que eso no puede suceder en la Francia actual… Sin embargo, ahí está el racismo creciente en Francia, en Europa…  ¿Puede la literatura ayudarnos a entender mejor el mundo en el que vivimos, se puede convertir en un toque de atención, llegar a tocar las conciencias de un modo que no consiguen las noticias?
- Tenemos siempre la impresión de que esa violencia no existe porque es invisible, subterránea. O porque las personas no la sienten directamente.  Yo creo que la literatura puede y debe tener el poder de desplazar las miradas, de renovar las percepciones. Antes de que Simone de Beauvoir escribiese sus novelas y su ensayo El segundo sexo, no se veía tanto la violencia ejercida sobre las mujeres. Porque era invisible, estaba encubierta. Como Beauvoir, he intentado servirme de la literatura para enunciar y por lo tanto denunciar esa violencia.
- ¿Qué es la literatura para ti? ¿A qué autores admiras? ¿Cuáles te han ayudado a encontrar tu propia voz?
- Para mí la literatura es ese desplazar de las miradas. Es proponer otras maneras de ver. Y a partir de ese desplazamiento, del saber que aporta, la literatura puede enseñarnos a sufrir. Creo que el sufrimiento es un aprendizaje necesario y precisamente eso es lo que he intentado mostrar con esta novela. De pequeño, y de hecho también ahora, oía cosas como: “Ése, no es muy inteligente, pero posee una gran sensibilidad”. Sin embargo, ¿no es el sufrimiento una manera de saber? Si uno se cruza por la calle con una persona, por ejemplo, de origen argelino, o, no sé, por poner otro ejemplo, con un transexual o un negro, se dirá: “Es un transexual. Es una persona negra. Es el hijo de un argelino, o es un argelino”. Y mirará para otro lado, y pensará en otra cosa. Pero si uno se detiene ahí y se pone a investigar la historia de los argelinos, de la inmigración, de la colonización, de los negros, de la esclavitud, de la segregación y de los repetidos ataques racistas… Si uno se pone a reflexionar y quiere saber más sobre la exclusión, sobre la historia de la homofobia y todas las vidas que ha destruido, entonces podrá percibir el sufrimiento que no habría podido ver sin ese conocimiento. No digo que no sufrimos o sentimos afectos sin el conocimiento, pero éste nos permite colocarlo en un nivel de exigencia más alto. Y es a partir de ese sufrimiento y de la intolerancia que representa que podemos revelarnos. Yo, al escribir mi novela, he intentado comprender la vida de mi familia y me he dado cuenta de que ha sido una vida muy dura. Al aprender a sufrir fue cuando quise empezar a transformar la realidad.
Tenemos siempre la impresión de que esa violencia no existe porque es invisible, subterránea. O porque las personas no la sienten directamente.  Yo creo que la literatura puede y debe tener el poder de desplazar las miradas, de renovar las percepciones. Antes de que Simone de Beauvoir escribiese sus novelas y su ensayo El segundo sexo, no se veía tanto la violencia ejercida sobre las mujeres. Porque era invisible, estaba encubierta.
- ¿Ha cambiado esta novela tu vida? ¿En qué sentido? ¿Escribirla ha sido una especie de terapia, una venganza quizás?
- Mi libro ha sido lo contrario a una venganza. Es un intento de comprender. Existen grandes libros sobre la venganza, como De profundis, de Oscar Wilde, o algunas obras de Thomas Bernhard. Pero no es el caso de mi libro. Intento ser justo a la hora de comprender mi infancia, lo que por supuesto también significa hablar de su violencia, su racismo; pero como ya he dicho todo esto no es propio de los individuos, sino de las situaciones que los producen. Y por lo tanto, la venganza sería inútil.
- ¿Por qué crees que ha llegado tanto a la gente?
- Al contar la infancia de Eddy Bellegueule, al esbozar la situación de su pueblo, de las personas que lo rodean, he querido mostrar en primer lugar la experiencia de la dominación. La violencia y la humillación que atraviesan nuestras vidas y nos constituyen, que son los cimientos más o menos invisibles de nuestra existencia. Eres marica, mujer, judío, árabe, provinciano… ¿Quién no ha vivido esto? No me gusta mucho el concepto de universal, pero si hay algo que se le aproxima es la dominación. El hecho de ser mujer, homosexual, judío, inmigrante, de venir de las clases populares, de llegar de provincias a París… en algún momento de su vida, todo el mundo, o casi, es insultado o infravalorado. Y me parece que es ahí donde se han visto reflejados un cierto número de lectores, hartos de la definición dominante de la literatura, ésa que nada dice, que es un pasatiempo de la burguesía para la burguesía y que no plantea ningún problema existencial.
- ¿Tuviste problemas para publicar la novela? ¿Cómo fue el proceso, enviaste el manuscrito a una, a varias editoriales…?
- Envié el libro a varios editores, simplemente por correo, no conocía a nadie. Éditions du Seuil me llamó al día siguiente. Fue un sueño para mí. Lloré, claro. Había leído en algún sitio que fue lo que le pasó a Thomas Bernhard con Frost (Helada), su primera novela. Debo admitir que estaba un poco celoso. Y Le Seuil lo hizo realidad.

Los libros de los que se habla en este reportaje son: París D.F, de Roberto Wong (Galaxia Gutenberg); La resta, de Alia Trabucco (Demipage); El agua que falta, de Noelia Pena (Caballo de Troya); Casi tan salvaje, de Isabel González (Páginas de Espuma); Agua dura, de Sergi Bellver (Ediciones del Viento) y Para acabar con Eddy Bellegueule, de Édouard Louis, traducido por María Teresa Gallego Urrutia y publicado por la editorial Salamandra.
Créditos fotográficos:
  • Roberto Wong, Alia Trabucco e Isabel González: Fotografía © Nacho Goberna
  • Noelia Pena: Fotografía © Jina Estrada
  • Sergi Bellver: Fotografía © Moramay Kuri
  • Édouard Louis: Fotografía © John Foley/Opale

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Si algo está claro es que, aunque la crisis haya impuesto también recortes en el mercado de los libros y aplacado las ganas de asumir riesgos, se sigue escribiendo mucho

Seis nuevos narradores españoles./lecturassumergidas.com
Más de 1.000 manuscritos se presentaron a la convocatoria del Premio Dos Passos a una primera novela inédita, un galardón nacido con la vocación de apostar por nuevas voces, siguiendo la estela de la andadura inicial del célebre Nadal, que allá en la oscura etapa de la posguerra, nos dio a conocer los nombres de Carmen Laforet, Carmen Martín Gaite y Miguel Delibes, entre otros, o del Biblioteca Breve, que hizo lo propio con autores como Luis Goytisolo, Juan García Hortelano o Mario Vargas Llosa. No es fácil, hoy, en un panorama editorial tan mercantilizado, optar por descubrir territorios literarios cuyos mapas aún no han sido desplegados. No es fácil hallar, entre todo lo que se narra una historia diferente, un ángulo de visión capaz de sorprendernos.
Si algo está claro es que, aunque la crisis haya impuesto también recortes en el mercado de los libros y aplacado las ganas de asumir riesgos, se sigue escribiendo mucho. Si algo está claro es que entusiastas autores en ciernes siguen enviando sus textos inéditos a las editoriales con la ilusión de tocar al corazón, de llamar la atención del editor atento. Si algo está claro –y de ello da cuenta la proliferación de cursos y talleres de escritura– es que sigue habiendo un gran interés por contar, por contar historias, por apresar con palabras el mundo en el que vivimos.
Tomando como punto de partida el nacimiento del Premio Dos Passos, promovido por la agencia literaria del mismo nombre, este reportaje intenta explorar el nacimiento, el estreno literario de seis autores: Roberto Wong, primer ganador del Dos Passos, Alia Trabucco, Noelia Pena, Isabel González, Sergi Bellver y Édouard Louis, un fenómeno literario en Francia, a sus 24, años con su impactante primera novela, Para acabar con Eddy Bellegueule, publicada en nuestro país por Salamandra. Conscientes de que hay otras muchas óperas primas que merecen la pena, otros muchos noveles a los que llegar, los que aquí están demuestran ser poseedores de un lugar propio, de una atractiva manera de mirar, de plantearse la literatura. Ya se trate de relatos o de novelas, pese a los distintos rumbos y vertientes que representan, todos tienen en común la huida de los convencionalismos, la originalidad, la búsqueda de un lenguaje capaz de nombrar de otra manera, la exploración de la identidad, la indagación en las contradicciones de un presente que nos hace sentir muy vulnerables.

Nuestros seis protagonistas desmienten la leyenda de que el camino hacia la primera edición de un libro es muy complicado. Ninguna de sus historias nos habla de un manuscrito dando vueltas y vueltas por todo tipo de editoriales y premios hasta ser reconocido. En el caso del mexicano Roberto Wong y de la chilena Alia Trabucco, hubo galardones de por medio. Noelia Pena tuvo la suerte de encontrarse con un editor como Constantino Bértolo, conocido por su afán por explorar islas literarias a contracorriente y que en el tiempo que permaneció al frente del sello Caballo de Troya dio alas a una nueva generación de autores con ganas de hacerse preguntas, de subvertir los géneros, de narrar historias con descaro. Lo de Isabel González con Páginas de Espuma fue un flechazo. Sergi Bellver encontró en Ediciones del Viento la horma de su zapato y el francés Édouard Louis confiesa haber llorado cuando Éditions du Seuil le dio el visto bueno al día siguiente de enviar su novela.
Noelia Pena tuvo la suerte de encontrarse con un editor como Constantino Bértolo, conocido por su afán por explorar islas literarias a contracorriente y que en el tiempo que permaneció al frente del sello Caballo de Troya dio alas a una nueva generación de autores con ganas de hacerse preguntas, de subvertir los géneros, de narrar historias con descaro.
Sin embargo, esa relativa facilidad, no impide que se muestren críticos con el rumbo del mundo editorial, con sus inconsistencias, con su velocidad. “Me disgusta, y supongo que a muchos editores les pasa lo mismo, la brutal mercantilización. Ya hasta empiezo a desconfiar de cualquier libro publicado”, señala Isabel González, autora del irreverente conjunto de relatos Casi tan salvaje, quien, sin embargo suspira cuando constata que “aún quedan editoriales independientes y gente que se enfrenta a la hoja limpia con miedo”, con ganas de asumir riesgos.
La ausencia de riesgos centra también la argumentación de Noelia Pena, quien muestra en El agua que falta la capacidad de los géneros para dialogar entre sí y para abrir todo un territorio de atractivos interrogantes. “Como autora, mi tarea principal tendría que ser escribir libros y no venderlos. Al menos en teoría. Lo preocupante es que cada vez se asumen menos riesgos (pienso no sólo en autores jóvenes, sino también en propuestas que ofrezcan rupturas a nivel formal). El peligro es –creo que ha sido siempre- el conservadurismo y la uniformización que se deriva de él”, señala. “Los problemas del mundo editorial se diferencian cada vez menos de los problemas de otros sectores empresariales, si bien existe una diferencia entre un libro y un electrodoméstico (entre la literatura y el mercado). Que uno de los mayores vendedores de libros venda también electrodomésticos no parece ser una cuestión menor…”, prosigue su reflexión.
“Como en cualquier actividad humana, en el mundo editorial también aparece todo el registro de nuestras miserias y grandezas. Hay profesionales valiosos y gente incompetente, grandes maestros, verdaderos patanes y todos los grados intermedios”, toma la palabra Sergi Bellver. “Al margen de lo artístico y vocacional, el sector editorial es también un negocio y, como tal, padece a menudo la misma falta de ética y mesura que otras actividades comerciales. Me disgusta pues que se publiquen demasiados libros de escasa calidad literaria por otros intereses; que en los grandes grupos parezcan tener más voz los contables que los directores editoriales o que se le preste más atención a cualquier divo que a un verdadero escritor, pero tampoco tiene sentido rasgarse de más las vestiduras cuando vemos cosas peores en cualquier otro ámbito de la sociedad. Me parece mucho más grave, por ejemplo, que las televisiones públicas renuncien cada vez más a la cultura y al conocimiento o que la educación no sea el programa prioritario de cualquier gobierno, por no hablar de los recortes salvajes en sanidad y prestaciones sociales. Así que tampoco tenemos por qué llorar más de la cuenta desde el mundo del libro”, argumenta.
“Me disgusta pues que se publiquen demasiados libros de escasa calidad literaria por otros intereses; que en los grandes grupos parezcan tener más voz los contables que los directores editoriales o que se le preste más atención a cualquier divo que a un verdadero escritor”, señala Sergi Bellver, autor de “Agua dura”.
Autor del libro de relatos Agua dura, un primer acercamiento a sus obsesiones, marcado, de fondo, por el latido de sus aprendizajes literarios, Bellver habla con conocimiento de causa, pues ha tomado el pulso al territorio editorial desde sus muchas vertientes. Por eso se muestra muy crítico con “los grandes premios literarios amañados”, que campan a sus anchas “mientras no pocos editores, autores y periodistas elevan la voz y ejercen su conciencia social a la hora de criticar la corrupción de los políticos”. Y también con “el amiguismo, las filias y las fobias personales, que parecen seguir contando más que la meritocracia, el esfuerzo y el talento a la hora de defender y difundir una obra literaria”. Pero no es nada que no suceda en cualquier otra actividad humana, constata el escritor. “Por suerte”, dice, “en literatura sólo hay que dejar que se apague el ruido de la fiesta y el tiempo ponga a cada uno en su sitio”. Totalmente de acuerdo con sus apreciaciones –difícil expresarlo de manera más clara y contundente– dejamos que se apague el ruido y la luz de la sala, para dar paso a seis historias que, pese a todo, han sido capaces de emerger con el impulso de sus hallazgos, de sus miradas al margen. Estáis, pues, invitados a estos seis estrenos de Literatura.

ROBERTO WONG
“A mí la literatura me trastocó la vida”

Roberto Wong © Nacho Goberna 2015
ROBERTO WONG: (Tampico, estado de Tamaulipas, México, 1982). Ha vivido en Londres, en Ciudad de México y ahora en San Francisco. Con París D.F, publicada por Galaxia Gutenberg, ha ganado la primera edición del Premio Dos Passos a una ópera prima. Aunque su trayectoria literaria no ha hecho más que comenzar dice haber aprendido ya que la literatura es un combate largo; que los textos maduran y que no debe haber prisa por publicar. Escribe reseñas literarias para distintas revistas, tiene un blog donde habla de sus lecturas (http://el-anaquel.com/) y actualmente está trabajando en dos proyectos: uno de ellos es una reflexión sobre la memoria; el otro continúa en la línea de París D.F: lo imposible, lo imaginario, como un acto de rebeldía ante la realidad / Fotografía © Nacho Goberna
En París D.F Roberto Wong nos habla de las coincidencias, de los signos ocultos, del destino, de la ley de las probabilidades, de la casualidad, de las variantes. Lo hace a través del personaje de Arturo, un joven perdido, a la búsqueda de su lugar en el mundo, que se dedica todo el tiempo a hacer convivir dos geografías, a sobreponer dos mapas. Cuadrando medidas, distancias y escalas, el protagonista coloca sobre el plano de la capital mexicana, esa ciudad real, canalla, violenta, difícil, oscura, de la que se queja continuamente y donde apuntala sus frustraciones, la superficie de los 105 metros cuadrados de París, la urbe recreada por la imaginación, en la que proyecta sus sueños y deseos.
Es por ese mapa doble por el que paseamos los lectores de esta novela, buscando sus localizaciones, avanzando, mientras pasamos las páginas, por paraderos nada previsibles que nos confunden y nos llevan a perdernos en callejones siniestros, en estancias perturbadoras, en laberintos nada recomendables. Es por ese mapa doble por el que, con una voz atrevida, con un estilo arriesgado, nada acomodaticio, nos conduce Wong. Por las rutas, llenas de hallazgos imprevistos, que nos va marcando, nos movemos con sensación de inestabilidad, anhelando un cierto orden al que asirnos, pero comprendiendo muy pronto que ese orden es imposible, que las casualidades, en este caso la mala suerte del protagonista, nos conducen al caos, a una realidad de ensoñación unas veces y de pesadilla otras.
La misma desorientación está en el germen de la novela. “La imagen de un mapa de París sobrepuesto sobre el de la Ciudad de México fue lo primero que apareció en mi cabeza. Era 2011 y yo había ido a París para tratar de salvar una relación que al final se fue al carajo”, cuenta el autor, quien se recuerda en aquel viaje persiguiendo al fantasma de Hemingway entre las calles de la Ciudad de la Luz; yendo a los cafés, a los barrios en los que él estuvo, perdiéndose en las mismas calles, entre los anaqueles de Shakespeare & Company, entre los carros de los bouquinistes, buscando la revelación, el milagro…”
“La imagen de un mapa de París sobrepuesto sobre el de la Ciudad de México fue lo primero que apareció en mi cabeza. Era 2011 y yo había ido a París para tratar de salvar una relación que al final se fue al carajo”, cuenta el autor, quien se recuerda en aquel viaje persiguiendo al fantasma de Hemingway.
“Supongo que la epifanía llegó cuando los dos mapas se cruzaron”, prosigue, asegurando que anotó la idea en un cuaderno y que tardó más de seis meses en escribir sobre ella. “Esa idea fue creciendo y derivó, de manera lógica, en un viaje, en un itinerario. Entonces fui tejiendo en los puntos del mapa mis afectos, no sólo literarios, sino también personales, una serie de nostalgias y anhelos que orbitaban entre los polos del amor perdido y el deseo de convertirme en escritor”, explica. Así se sintió al dar forma a la novela en 2012. Así lo relata, señalando que el primer borrador lo terminó en octubre de ese mismo año, una madrugada que coincidió con el aniversario de la muerte de su padre. “Curiosa coincidencia”, dice. Las sorprendentes coincidencias en la vida, en la literatura, parecen marcar ya el camino de un territorio literario muy particular.
Un territorio del que el autor ha empezado a dibujar sus contornos gracias al Premio Dos Passos a una primera novela, un galardón que ha convertido para él la experiencia de la publicación en algo sencillo, placentero. “Todo ha llegado como un sueño. La experiencia del premio la vivo con dicha y la celebro, pero me parece que la literatura está más allá de la publicación. Así como en París D.F. hay una falla entre la realidad y el deseo, en mi experiencia con la escritura siempre ha existido una fisura entre mis aspiraciones y mi capacidad creadora. Creo que la misión del escritor es tratar de cerrar esa brecha, aunque esto de entrada sea imposible”, explica Wong.
París D.F es una novela que nos lleva de la mano a las ciudades que añoramos, esas en las que soñamos que podemos alcanzar la felicidad, pero que también nos enfrenta a las ciudades que pueden llegar a dolernos, a herirnos, donde todo está contaminado por el afán de supervivencia y por la rutina. El escritor, actualmente afincado en San Francisco y acostumbrado a tomar el pulso a las ciudades a las que viaja por motivos de trabajo en una empresa de transacciones vía Internet, lo explicaba así en su reciente viaje a Madrid (ciudad que, por cierto, le conquistó de inmediato con su viveza): “París D.F es un acto de rebeldía contra la realidad, más que una respuesta subversiva contra las ciudades. En cierta forma, los contrastes no son otra cosa que esa ambivalencia entre amor y espanto que vivimos en cualquier urbe, como dice Borges en su poema a Buenos Aires. El ejemplo del Distrito Federal es emblemático porque la violencia está a salto de mata, pero me parece que lo que motiva al personaje a buscar una ciudad en otra es la necesidad de escapar del hastío. Ante lo monstruoso cotidiano, Arturo decide apostar por la ficción. En ese sentido, su búsqueda de París no deja de ser un tanto quijotesca”.
El tratamiento descarado, osado, del sexo, de la violencia, emparenta a Roberto Wong con otros autores latinoamericanos de las últimas generaciones. Todo puede suceder, o no, en la ciudad de los mapas superpuestos. Todo nos puede llevar hacia la luz o hacia lo oscuro. Instalado en ese punto, el protagonista cae del lado de la mala suerte. Desea que suceda algo, pero lo que sucede es un crimen en la farmacia en la que trabaja. Una desgracia que trastoca su destino. El muerto cae a sus pies abatido por la policía, se parece demasiado a él y esa casualidad hace que su identidad se tambalee, que inicie una pesquisa peligrosa. Los caminos se bifurcan en distintas direcciones, las tramas se enredan y nos dejan, a los lectores y lectoras, huecos para hacer nuestras propias interpretaciones, para realizar nuestro viaje particular, para soñar nuestro sueño.
París D.F es un acto de rebeldía contra la realidad, más que una respuesta subversiva contra las ciudades. En cierta forma, los contrastes no son otra cosa que esa ambivalencia entre amor y espanto que vivimos en cualquier urbe. El ejemplo del Distrito Federal es emblemático porque la violencia está a salto de mata, pero me parece que lo que motiva al personaje a buscar una ciudad en otra es la necesidad de escapar del hastío. Ante lo monstruoso cotidiano, Arturo decide apostar por la ficción. En ese sentido, su búsqueda de París no deja de ser un tanto quijotesca.”
Como señalaba el autor, Hemingway fue una inspiración cuando la novela apenas era una intuición, una imagen, pero quienes emprendemos su viaje pensamos de inmediato en la Rayuela de Cortázar. El París del autor argentino es idealizado, actualizado, modernizado por la mirada, los pasos, la respiración de Roberto Wong, quien reconoce, además, el trasfondo de guiños y diálogos con otras lecturas a las que les debe mucho, así la poesía, resumida en dos versos muy significativos de Jaime Gil de Biedma: “Ahora, voy a contaros / cómo también yo estuve en París, y fui dichoso”; así textos como Nadja, de André Bretón; Velador de noche, soñador de día, de Luis Eduardo Rivera, u Ojerosa y pintada, de Agustín Yáñez. “He pasado varias noches escarbando citas, lugares, anotando direcciones, datos, itinerarios”, escuchamos al protagonista. “En todo caso, la novela es un homenaje modesto a todos ellos”, nos dice el autor.
No puede ser de otro modo tratándose de alguien que reconoce deberle más a la lectura que a la escritura. “Con cada libro me siento como el Kublai Khan de Calvino, viendo lo que otros ven y viviendo lo que otros viven”, señala Wong. “No sabría explicar a ciencia cierta”, prosigue, “cuándo fui consciente de ello, cuándo se produjo la transformación, pero, en mi caso, me queda claro que el encuentro con la literatura trastocó mi vida. En medio de lo previsible, es posible todavía ensanchar nuestra visión del mundo a partir de los libros. Para el escritor, crear otros universos a través del lenguaje es una suerte de milagro. Lo que antes no existía de pronto es visible. Para mí, hoy, la escritura es, definitivamente, una manera de estar en el mundo, la única que me permite sobrellevar el absurdo de los días”.
París D. F es una novela que participa de esa filosofía, que nos habla, entre otras muchas cosas, de la búsqueda del amor verdadero, ese amor imposible que tanto añora el protagonista, y también de lo que hacemos y de lo que querríamos hacer, aunque no siempre seamos capaces de dar el paso para conseguirlo. Estamos ante una novela inconformista, de iniciación. Hay un momento en el que Arturo le dice a su amigo Gonzalo: Somos lo contrario a los raros, somos lo común, lo que a nadie importa, los que vamos a los minisúper, los que trabajamos como cajeros en el banco, los que servimos la gasolina...” Wong da la entrada, nombra, a la gente común, “los de vida plana, los sin emociones” en una entrega que invita a ir más allá de lo trazado, a viajar a otros lados con el poder de la imaginación.

ALIA TRABUCCO “La violencia, la rabia, siguen presentes en el Chile de hoy”

Alia Trabucco © Nacho Goberna 2015
ALIA TRABUCCO: (Santiago de Chile, 1983). Proviene de una familia de periodistas y cineastas. Estudió derecho en la Universidad de Chile y Escritura creativa en la Universidad de Nueva York. Actualmente reside en Londres, con una beca para realizar un doctorado sobre literatura latinoamericana. Además de investigar y escribir, trabaja como editora en el sello independiente Brutas Editoras. Con su primera novela, La resta, publicada en España por Demipage, se ha alzado con el Premio a la Mejor Obra Literaria Inédita concedido por el Consejo Nacional de la Cultura y de las Artes de Chile. Guarda en sus cajones relatos de distintas épocas y está inmersa en varios proyectos de poesía que no sabe si llegará a publicar / Fotografía © Nacho Goberna
Llueven cenizas sobre Santiago de Chile mientras tres jóvenes, Felipe, Iquela y Paloma, intentan encontrar sus presentes entre los escombros del pasado. Los tres han escuchado, han absorbido, las historias que les han sido contadas por sus padres y abuelos sobre la dictadura, la resistencia clandestina, las listas negras, los desaparecidos. Han sentido como el miedo, la culpa, la rabia, les eran inoculados desde la infancia y, poco a poco, han ido identificando sus frías y resbaladizas texturas, pero necesitan encontrar sus propias narraciones; hacer brotar un nuevo lenguaje de entre capas y capas de recuerdos y olvidos; dar forma al grito enmudecido, a ese legado de plomo que se ha filtrado por las ventanas de la vida, que ha llenado las páginas de los libros y acordonado los corazones.
En La resta, Alia Trabucco anda y desanda los caminos ya recorridos por otros muchos autores que antes que ella se han hecho preguntas y han buscado entender, asumir, pasar la página. No es nuevo lo que cuenta, pero sí la forma en que lo hace, esa voz original que busca rasgar los cimientos, las conformidades, las sumisiones, para extraer minerales hasta ahora ocultos. “Porque solo vaciándome sería capaz de encarar ese viaje (deshaciéndome de costras, penas, lutos; pagando con lutos esa pena incalculable, una deuda que nos desfalcaría hasta dejarnos mudos)…” leemos en esta novela en la que se van contando los huecos que dejan las ausencias y se van perfilando los contornos de las grietas generacionales. “Mamá, perdóname, no sé dónde buscar esas cosas tuyas, de otro tiempo…”, escuchamos la voz de Iquela. Y en otro momento la vemos reflexionando sobre esas palabras de doble significado, palabras en las que tropezar y equivocarse, porque para los padres de la dictadura, los que lucharon en la clandestinidad, “una chapa no era la cerradura de una puerta, una cúpula no era el techo de una iglesia, un movimiento no era una acción, ni una facción un rasgo de la cara...”
Hipnótica, levantada sobre poderosas metáforas, la ópera prima de Trabucco nos lleva a respirar en algunos de sus trechos como si estuviéramos atravesando un poema y nos atrapa en la plasticidad de unas imágenes no exentas de un cierto toque surrealista, como cuando vemos a Felipe destrozar a un loro, tragarse la córnea de un ojo de vaca o pasear por Santiago comiéndose los tallos y el polen de las flores, primero rosas que “usaba y tiraba al suelo para después perseguir a los acantos, con sus lenguas blancas y su olor dulce, tan rico que las chupaba como flautas…
La autora construye atmósferas de alucinación y nos conduce a planos y situaciones ambiguas: las escenas borrosas presenciadas en la niñez, las imágenes televisivas de fosas enormes, los secretos guardados muy al fondo de los cajones, las turbias experiencias sexuales, las relaciones equívocas del trío de protagonistas en su loco trayecto (itinerario, fuga, liberación) en busca de un féretro perdido en su repatriación desde la Alemania del exilio. La ambigüedad, la extrañeza, es el camino idóneo para hablar de la desorientación, de la búsqueda, de las orillas en las que se van construyendo las identidades. Y, por encima de todo, del duelo, del espeso y difuso manto del duelo colectivo. “La urgencia por sacar esas cuentas (por recopilar datos, cuerpos) es proporcional a la necesidad de un duelo que encuentra su forma contando tanto historias como muertos...”, señala en el epílogo que acompaña a la narración la escritora Lina Meruane, quien califica la novela como “un viaje iniciático sin retorno”.
La autora construye atmósferas de alucinación y nos conduce a planos y situaciones ambiguas: las escenas borrosas presenciadas en la niñez, las imágenes televisivas de fosas enormes, los secretos guardados muy al fondo de los cajones, las turbias experiencias sexuales, las relaciones equívocas del trío de protagonistas en su loco trayecto (itinerario, fuga, liberación) en busca de un féretro perdido en su repatriación desde la Alemania del exilio.
Más de tres años le llevó a Alia Trabucco poner en pie esta entrega. Fueron más de tres años de pensárselo, de ir probando hasta que pudo construir las tres voces narrativas. “Ellas son lo esencial en la narración, junto con el lenguaje, el ejercicio de armar y desarmar ese lenguaje. La trama es lo de menos”, señala. Y confiesa que fue consciente de que no era nada fácil aportar algo nuevo a un tema como el de la memoria, un tema, por otra parte, inagotable, en cuyas fuentes bebió con fruición. Pensadores como Primo Levi y Hannah Arendt, escritoras como Herta Müller, autores más cercanos geográficamente como Nona Fernández, Alejandra Costamagna, Felipe Becerra, Álvaro Bisaura o María Eva Pérez, están en la trastienda de La resta. Todos influyeron, de algún modo, en el apasionante camino de elaboración de la novela.
Lo que hace Alia Trabucco en La resta es contar, de una manera diferente, haciendo uso de un diccionario renovado, las vivencias de su generación, una generación que no vivió la dictadura. “Sólo a través de otro lenguaje podía descubrir aspectos diferentes, hablar de esa etapa a través del resentimiento, incluso del humor, de un modo políticamente más activante, más motivador. Se trataba de salir fuera, de emprender un viaje para hallar sentidos diferentes y también de enrarecer el paisaje, los cuerpos, la sexualidad. El Santiago que se dibuja en la novela es un Santiago enrarecido, asfixiante…”, va explicando.
¿Cómo crecer asumiendo, superando, tanta tragedia, tanto dolor, tanto silencio acumulado? es el gran interrogante que abre esta novela en la que la autora ha buscado no darlo todo digerido a los lectores. “He querido plantear preguntas difíciles sobre el dolor, sobre el dolor de los padres, de los hijos… Se trata de preguntas que yo misma me he formulado, con las que he sufrido y que me han acompañado durante todo el proceso de la escritura”, asegura. Preguntas que parten de muy atrás, de la infancia, una especie de ventana desde la que ver los acontecimientos al trasluz. “Se trata de una infancia no idealizada, porque, aunque los protagonistas eran niños en los tiempos de Pinochet y en los primeros años de la Transición, también palpaban la violencia, una violencia soterrada que traspasaban a sus juegos”, señala Trabucco, para quien, esa violencia, esa rabia, siguen presentes en el Chile de hoy y hay que asumirlas sin ningún tipo de temor”.
“He querido plantear preguntas difíciles sobre el dolor, sobre el dolor de los padres, de los hijos… Se trata de preguntas que yo misma me he formulado, con las que he sufrido y que me han acompañado durante todo el proceso de la escritura”, señala la autora de La resta, una novela que busca no darlo todo digerido a los lectores.
“Nos han enseñado que la rabia, el resentimiento, son feos. Nos han enseñado a normalizar el miedo, a utilizarlo como barrera para no desestabilizar las cosas. Y es necesario que haya temblores para que surja lo nuevo”, reflexiona esta mujer expresiva, observadora, combativa, que en su paso veloz por Madrid para presentar la novela, mostró mucha curiosidad por el momento de ruptura que se está viviendo en España a nivel social y político, por el contraste entre el surgimiento de nuevas formaciones y plataformas ciudadanas, impulsoras del cambio de rumbo, y el endurecimiento de leyes de seguridad que intentan amordazarlo.
“En los procesos de transición en España y en Chile tras las dictaduras hay muchas similitudes. En Chile el pacto de silencio se rompió muy tardíamente, a los 40 años del golpe. Yo vivía entonces en el extranjero, pero justo estuve allí en esos momentos en los que, de pronto, todo empezó a salir a la luz y fuimos conscientes de lo profunda que había sido la capa de silencio ante el terror vivido. En cierto modo me preocupó que todo eso llegara a banalizarse, que se convirtiera en una mera repetición vacía de contenido”, declara.
Trabucco habla del latido del pasado, de “la tensión existente entre la necesidad de desprenderse de él y el deseo de quedarse con algo para siempre”. Dice que los silencios, las caretas de la represión, forman parte de “una sociedad muy reprimida, muy temerosa, un poco traumatizada todavía”. Señala que fuera se ha vendido la imagen del crecimiento económico, pero que “el neoliberalismo brutal ha provocado grandes desigualdades”. “Es tal el nivel de conservadurismo”, asegura, “que cualquier pequeño avance es visto como una amenaza: en la educación, en lo que respecta a la situación de la mujer, tan precaria que no se acaba de admitir el aborto ni siquiera en los casos extremos de violación. Hasta ahora los chilenos se han conformado con lo poco que se ha ido consiguiendo. Con Michelle Bachelet, la actual presidenta, se están impulsando cambios, pero no son suficientes. Creo que ahora estamos empezando a creer que podemos pedir más”, sigue argumentando la escritora. Y todos sus argumentos, lejos de estar fuera de los márgenes, de la novela, la explican, porque el proceso de crecimiento, de liberación, de los personajes de La resta puede entenderse también como la necesidad de crecer de toda una sociedad hasta ahora intimidada.
Alia Trabucco entiende la literatura “no como un espacio privilegiado, ensimismado, elitista, sino como un lugar desde el que debatir, discutir, dialogar. Asegura que son muchos los autores que le interesan, pero, sobre todo aquellos que se muestran “más críticos, más radicales”, aquellos “que son capaces de hablar de los extraños momentos que vivimos e incluso de adelantarse a los acontecimientos”. “Siempre estoy buscando ser interrogada por ellos y siempre estoy atenta a lo que tienen que contarme mis contemporáneos”, asegura. Entre los nombres que cita está la autora rumano-alemana Herta Müller, a la que califica como “difícil, conmovedora, poderosa” y de la que ha tomado una cita (“La recolección es nuestra forma de duelo”) para iniciar la andadura de La resta.


NOELIA PENA “El capitalismo es una verdadera fábrica de miedo”

Pena
NOELIA PENA: (Santiago de Compostela, 1981). Estudió Filosofía en la Universidad de Barcelona. Colabora en la sección “Culturas” del periódico quincenal “Diagonal”; participa en distintas iniciativas y publicaciones colectivas y centra especialmente su atención en la red y su influencia sobre la subjetividad. Reconoce que El agua que falta, publicado en el sello Caballo de Troya, no hubiera sido posible sin el impulso del editor Constantino Bértolo. Algunos de los textos que conforman el libro fueron publicados primero en la red. “La experiencia de conocer y hablar directamente con lectores, de compartir lo escrito, ha sido fundamental”, afirma. Actualmente trabaja, con tranquilidad, en una nueva narración, “arañando tiempo para continuar escribiendo en un mundo en aceleración constante que no pone las cosas fáciles” / Fotografía © Jina Estrada
De múltiples maneras las líneas divisorias que hemos aprendido a trazar, y entre cuyos límites nos movemos a lo largo de nuestra vida, nos hacen aún más difícil vivir. El pequeño horizonte de seguridades, que tanto nos esforzamos en decorar, acaba tomando la forma de un espacio no sólo limitado, sino limitante. ¿Cómo puede ser que hayamos llamado seguridad a los escasos tres pasos que conseguimos dar antes de tropezar con la siguiente pared? ¿Nos protege de algo esta fina pared? Ni tan sólo de nosotros mismos. Pero levantamos muros y añadimos todo tipo de paneles divisores a un mundo que nunca parece llegar a estar suficientemente dividido”. Así comienza El agua que falta, de Noelia Pena, un libro diferente, que escapa a los encasillamientos, una danza armónica, abierta, vivaz, furiosa a tramos, pero también contemplativa, que juega con los géneros y hace convivir la reflexión con la narración, el diario con la poesía y el aforismo, la literatura con la filosofía y con el análisis sociológico y político.
La literatura puede servir de refugio, pues nos ayuda a reducir los decibelios del ruido del mundo y a tomar conciencia del tiempo, algo que cada vez resulta más difícil”, señala la autora, cuya hoja de ruta creativa parte de una posición “de firme rechazo y rebeldía” a la hora de enfrentarse y poner en entredicho los discursos más oficiales y autorizados. “¿Cómo adaptarnos a lo intolerable? ¿Quién lo ordena?” (…) “¿Cómo se combate el miedo que generan los medios de comunicación y que a su vez gestiona la propia política…? son algunas de las preguntas que se plantean en una entrega que, efectivamente, se levanta contra el pensamiento único, contra la uniformidad, contra esas verdades inamovibles que nos vende el sistema, contra esos conformismos y sumisiones ante los que la autora decide abrir interrogantes osados y lanzar un no resistente y combativo. No a gestionar el tiempo como nos dicen que lo gestionemos. No a sentirnos cómodos haciendo los trabajos que quieren que hagamos. No a vivir, ni a viajar, ni a sentir, siguiendo dócilmente las pautas establecidas por la sociedad de consumo.
“La literatura puede servir de refugio, pues nos ayuda a reducir los decibelios del ruido del mundo y a tomar conciencia del tiempo, algo que cada vez resulta más difícil”, señala Noelia Pena, cuya hoja de ruta creativa parte de una posición “de firme rechazo y rebeldía” a la hora de enfrentarse y poner en entredicho los discursos más oficiales y autorizados.
La literatura es para mí un campo de batalla, puede que no sea el más idóneo, pero sí se puede integrar dentro de una sucesión de frentes (calle, casa, trabajo…). La ayuda que puede ofrecer la literatura para evitar la desaparición de un convenio laboral colectivo, por poner un ejemplo, es más bien escasa. Pero también es cierto que nuestras vidas están empapadas de narraciones. Narraciones que están presentes tanto en el modo en que nos explicamos –qué hacemos y qué no hacemos o qué deseamos hacer– como en las decisiones que tomamos, en las que evidentemente entran en juego múltiples factores: las personas con las que hablamos, las personas que hemos amado alguna vez y, también, por supuesto, los libros que hemos leído”, argumenta Noelia Pena.
¿Cabe rebelarse ante este presente de pérdidas y precariedades? ¿Debe la literatura, la creación en todas sus vertientes, hoy, formular las preguntas necesarias ante la crisis, ante las trampas de la crisis? Son cuestiones que se convierten en necesarias al recorrer las páginas de este inquieto compendio de narraciones, de fragmentos arrancados al presente, a la vida. “Ante las injusticias no cabe otra cosa que rebelarse, al menos si no queremos convertirnos en sus cómplices”, contesta la escritora. “En la actualidad, el hecho de defender ciertos derechos que nos permitan tener una vida digna (sanidad, educación, vivienda…) nos convierte necesariamente en rebeldes, ya que tenemos que negarnos al desmantelamiento de lo público, al que asistimos desde hace ya años, antes incluso de que la crisis tuviese su comienzo oficial”, prosigue, convencida de que “una de las tareas de la literatura es la de ayudarnos a entender mejor la realidad en la que vivimos, hacer accesibles algunas de sus regiones desconocidas o que simplemente pasan desapercibidas”.
“Ante las injusticias no cabe otra cosa que rebelarse, al menos si no queremos convertirnos en sus cómplices. En la actualidad, el hecho de defender ciertos derechos que nos permitan tener una vida digna (sanidad, educación, vivienda…) nos convierte necesariamente en rebeldes, ya que tenemos que negarnos al desmantelamiento de lo público, al que asistimos desde hace ya años, antes incluso de que la crisis tuviese su comienzo oficial”.
El miedo, la necesidad de romper con los miedos, es uno de los grandes temas, uno de los puentes que enlazan unos textos con otros. “El miedo es la gran construcción humana”, escribe Pena. “El miedo es central, sí. El miedo atraviesa la historia. Desde siempre el poder ha generado y gestionado sus propios miedos. Cuando no tenemos trabajo, tenemos a no encontrarlo, pero en cuanto encontramos uno, tenemos miedo a perderlo. Se trata de un círculo vicioso”, reflexiona. “El capitalismo es una verdadera fábrica de miedo, al hacernos sentir solos y aislados, al enseñarnos a ver a los demás como una amenaza, como mera competencia de la que es necesario deshacerse. Infundir miedo ha sido siempre la mejor táctica para lograr la obediencia. Por eso me pregunto qué seríamos capaces de pensar sin miedo”.
Nacida en Santiago de Compostela en 1981, Noelia Pena cuenta que la escritura siempre la ha acompañado, desde los diez años, cuando hilvanó sus primeros poemas, poemas que escribía en una libreta y que enseñaba a Marisa, su profesora de lengua de EGB. “Ella, que se convirtió en mi primera y única lectora hasta el instituto, ahora ha podido leer mi libro. Ha sido un feliz reencuentro”, comenta. Y confiesa que al principio pensaba que lo importante era conocer muchas palabras y que hacía unas listas larguísimas con sus búsquedas en el diccionario. “Pero, en realidad, mi voz se ha ido afinando a través de mis lecturas a lo largo de los años y gracias a que no he dejado de escribir ni de leer en voz alta. Para mí es muy importante que mis textos soporten una lectura en voz alta, me ayuda a reconocer las palabras de las que puedo y no puedo prescindir”, explica.
Dice que nunca ha asistido a ningún taller de escritura y constata que su biblioteca no es muy amplia y que, sobre todo, relee libros de poesía. “No me separo de Arturo Carrera, por quien siento verdadera admiración (devoción incluso, me parece el mejor poeta vivo de todos cuantos conozco). Vuelvo mucho a Carlos Drummond de Andrade. Me gusta la precisión de la mirada en los poemas de Raymond Carver. Leo a Luís Seoane para no olvidarme de que los emigrantes tienen nombre propio. Y cuando creo que estoy perdiendo el sentido de la medida y el humor leo a Wislawa Szymborska. En cuanto al ámbito de la filosofía, sigo releyendo Mil mesetas, de Deleuze y Guattari. También me acompañan y siguen dando fuerza los libros de Santiago López Petit, desde su Horror vacui hasta el reciente Hijos de la noche”.
Confiesa que al principio pensaba que lo importante era conocer muchas palabras y que hacía unas listas larguísimas con sus búsquedas en el diccionario. “Pero, en realidad, mi voz se ha ido afinando a través de mis lecturas a lo largo de los años y gracias a que no he dejado de escribir ni de leer en voz alta. Para mí es muy importante que mis textos soporten una lectura en voz alta, me ayuda a reconocer las palabras de las que puedo y no puedo prescindir”, dice la autora de El agua que falta.
Entre los muchos atractivos de El agua que falta destaca el trabajo con el lenguaje, ese lenguaje cristalino con el que la autora consigue apresar sus pensamientos, sus preocupaciones, su mirada sobre la realidad. Esa búsqueda de palabras nuevas, no manoseadas, con las que nombrar las cosas, con las que tomar el pulso a las circunstancias del ahora desde un ángulo no habitual, imprevisto. Esa permanente indagación en la apertura de nuevos espacios de enunciación. Porque “La violencia del lenguaje consiste en decir lo que aún no está dicho, lo que no existe porque no  ha sido aún nombrado. El acto de creación es un acto de violencia”, leemos en un momento dado. Y también: “Tomar la palabra es tomar la medida del mundo”.
La búsqueda de un lenguaje incontaminado; la reivindicación del pensar;  la llamada a recuperar el tiempo propio, son los motores creativos que impulsan el recorrido. “Entiendo la creación como un proceso de transformación, como un no conformarse con lo que ya se es, con lo que ya se hace, con lo que ya se piensa, sino intentar nuevas cosas. Es un proceso de indagación y de conocimiento, en realidad, de ampliar las posibilidades de vida, más ahora, inmersos como estamos en un proceso de recorte de libertades que no parece querer detenerse”, explica la escritora.
Pena señala que la estructura y heterogeneidad de sus escritos obedece a la creencia de que no hay un lugar privilegiado desde el cual poder acercarse y enfrentar la realidad y desde el cual poder escribir. Quienes recorremos las páginas de su libro percibimos la fuerza de los fragmentos más reflexivos y contestatarios, pero también la emoción que despiertan esas otras piezas más narrativas, construidas con los materiales de la ficción, caso de El baile, donde una niña es consciente por primera vez de la existencia de la muerte, o El  trueno, un bello relato que, a partir de la lectura de La montaña mágica, de Thomas Mann, habla de la complicidad entre la literatura y la vida, de las muchas cosas que pasan mientras leemos un libro, tanto dentro como fuera de sus márgenes.

ISABEL GONZÁLEZ “Las mujeres hemos de cargar con el peso de las tradiciones”

Fotografía © Nacho Goberna
ISABEL GONZÁLEZ (Zaragoza, 1972). Según reza la nota biográfica de su editorial creció en una gasolinera a las afueras de la localidad de Ejea. Se licenció en periodismo y ha ido combinando la escritura con su trabajo como infografista. Actualmente reside en Madrid. Profesora de microrrelatos, algunas de sus minificciones se han publicado en antologías como Por favor sea breve 2, publicada por Páginas de Espuma, el mismo sello donde ha visto la luz su primer libro de relatos, Casi tan salvaje. Ahora mismo trabaja en el proceso de corrección de su primera novela./ Fotografía © Nacho Goberna
Hace ya tres años de la publicación de Casi tan salvaje, el libro de relatos con el que Isabel González abrió la puerta a su particular bosque literario, pero ni el paso del tiempo ni la velocidad impuesta por los ritmos editoriales han conseguido que quienes en su día nos adentramos en sus espesuras y en sus claros olvidemos el descaro de la mirada, la provocación de unas narraciones que buscan morder los bordes de la normalidad y abrir fisuras, heridas, allí donde todo parece dormir plácidamente. Como un gato de suave pelaje, recostado tranquilamente en el confortable sofá de una casa cualquiera, que de pronto afila sus uñas y nos ataca. Así son algunos de los cuentos de esta mujer que recuerda la liberación que experimentó al ver que sus escritos, todo lo que había imaginado en la intimidad, salían a la luz.
“Algo te atora y lo expulsas y da alegría, claro, pero también dudas. Lo que me preocupaba mientras escribía era encontrar un modo de expresión que reflejara la forma real (cruel, humorística y azarosa) de relacionarnos con el mundo, aunque también es posible que el mundo real esté desapareciendo y empiece a imitar al virtual, tan práctico y previsible que no deja sitio a la complejidad”, la dejamos que se explique. “Encontrar editorial no resultó complicado. Con Páginas de Espuma fue un flechazo: conocernos y cazarnos. Pero sí me intimidó exponer el lado oscuro ante aquellos que me quieren y que, en cierta forma, se sienten responsables de mi felicidad”.
El lado oscuro, lo sombrío, lo grotesco, lo oculto, lo que no llegamos a percibir porque el calendario de las preocupaciones y ocupaciones cotidianas es demasiado intenso y lo cubre todo de reglas y restricciones. Por eso resultan agitadoras las piezas de González, porque estimulan a mirar hacia los ángulos de lo imprevisto, de lo que anida en el inconsciente o se esconde al fondo de cajones olvidados; porque impulsan a quebrar los márgenes de lo asumido sin ofrecer ningún tipo de resistencia; de lo que hemos idealizado, sin reproche alguno, porque nos han enseñado a idealizarlo. No es amor lo que se pide. Son muchas cosas pequeñas y sin descanso. Una tras otra. No sé por qué lo llaman amor“, se inicia el relato que inaugura el volumen. “Porque lo normal es perder un guante, fue encontrar tres en mi bolso y volvérseme el mundo una incógnita, un planeta sin leyes, un abismo sin baranda hasta que hallé a la mujer de tres manos y se los regalé”, leemos en otro.
El lado oscuro, lo sombrío, lo grotesco, lo oculto, lo que no llegamos a percibir porque el calendario de las preocupaciones y ocupaciones cotidianas es demasiado intenso y lo cubre todo de reglas y restricciones. Por eso resultan tan agitadoras las piezas de González, porque estimulan a mirar hacia los ángulos de lo imprevisto, de lo que anida en el inconsciente o se esconde al fondo de cajones olvidados.
A Isabel González no puedo dejar de imaginarla muy temprano por la mañana escribiendo, la larga melena sobre el teclado que se va llenando de palabras, de asociaciones de palabras insólitas, de juguetones cambios de sentido. Ella misma cuenta que los recuerdos, las imágenes, los brotes de la creación, le surgen en esas horas silenciosas en las que todo descansa, en las que los niños duermen y los quehaceres del día a día aún no son una amenaza. Entonces percibe que hay un estado de conciencia diferente, limpio, una mayor lucidez para pensar y para encontrar esos huecos por los que deslizarse, todas esas entradas a lo extraño, que a cualquier otra hora del día permanecen cerradas. A Isabel González la visualizo también en otro escenario, su lugar de trabajo habitual, el departamento de infografía del periódico El Mundo, concentrada en esos gráficos que intentan encerrar los datos, el esqueleto, de las noticias, mientras el diablillo travieso que lleva dentro pugna por lanzarse a correr hacia los territorios de la imaginación, hacia el bosque habitado por monstruos y seres que se esconden, que huyen, que ven más allá de las lindes de lo cotidiano.
¿Sabes qué ha sucedido? Que no había queso rallado, que los niños dormían y que tú no estabas. Que quise ponerme el vestido de seda y que ya no había vestido; que al retirar la funda, encontré mil larvas adheridas a la percha; los botones por el suelo como ojos de plástico. Podría hervir los capullos e hilar de nuevo el tejido. Podría haberme preparado una infusión de pomelo y larvas. Pero me he asustado y he cerrado la puerta de golpe. Sigo aquí. Sentada. Quieta mientras las vainas crepitan”, os invito a volver a No sé por qué lo llaman amor, el cuento que abre Casi tan salvaje.
“Mi libro está lleno de personajes que deben enfrentarse, sobrevivir, equivocarse para seguir adelante. Si hay que buscar un hilo conductor sería el de la fuerza del ser humano”, señala la autora, quien también se refiere a la necesidad de asumir las situaciones imperfectas y a ese terreno resbaladizo en el que “confluyen las expectativas, las frustraciones, los éxitos…”
Admiradora de escritoras como Clarice Lispector, Amy Hempel, Margaret Atwood, Herta Müller o Alice Munro, la mirada de González no es una mirada en absoluto complaciente. Para acceder a las situaciones que se plantean en Casi tan salvaje hay que mirar a las cosas desde el reverso. Es así porque ella ha utilizado otras escalas, porque ha recurrido a lo grotesco, al humor negro, a la plasticidad del surrealismo para retorcer las convenciones a la hora de hablar tanto de las anécdotas del vivir como de temas más profundos y complejos como la enfermedad, el incesto, la muerte, el amor en sus distintas vertientes (a la familia, a los hijos, a la pareja); la posición incómoda de tantas mujeres que se debaten entre el deseo y el deber, entre la sumisión, aprendida generación tras generación, y la necesidad de rebelarse, de ser realmente como les gustaría ser.
“Mi libro está lleno de personajes que deben enfrentarse, sobrevivir, equivocarse para seguir adelante. Si hay que buscar un hilo conductor sería el de la fuerza del ser humano”, señala la autora, quien también se refiere a la necesidad de asumir las situaciones imperfectas y a ese terreno resbaladizo en el que “confluyen las expectativas, las frustraciones, los éxitos…”, señala González.
Precisamente la manera de afrontar las pasiones y las pulsiones femeninas; la desmitificación de la dulzura, del matrimonio, de la maternidad, es uno de los grandes atractivos del libro. “Me río yo de los que dicen que las mujeres trasladan en sus escritos una realidad más dulce y bella. Las mujeres somos más conscientes del sacrificio, de la dureza. Hemos de cargar con un enorme peso, el de mantener las tradiciones. A nuestras espaldas hay una tremenda presión emocional y física. Nosotras hemos salido de casa, pero los hombres no han entrado. Todos esos conflictos están de algún modo presentes en mis relatos”, señala González.
“Lo peor de ‘lo femenino’ no es ‘lo femenino’ sino su peso, la imposición”, prosigue. “Si una mujer es dulce y combativa no puede dejar de contradecirse. Cuando se muestra dulce, obediente o silenciosa tiene la sensación de traicionar la lucha. Cuando ejercita la lucha y deja de lado ciertas cosas, teme traicionar algo íntimo”.
“Imagina un sitio donde puedas hacer lo que quieras y lo que es más difícil, caminar hacia el origen en vez de hacia la muerte. Eso es escribir”, contesta cuando se le pregunta por el sentido de la literatura para ella. Y señala que no sentir el vértigo de la página en blanco es un claro síntoma de no asumir riesgos. “Dicen que Ingres lloraba durante horas antes de empezar un retrato. Por supuesto, el resultado nunca está garantizado, pero la disposición ahí está. Sin riesgo no hay literatura. Los libros son cajas donde se puede meter cualquier cosa, un diamante o una mierda. Y tienen el mismo aspecto”, argumenta.
Isabel González, que se retrata como “obsesiva”, “cabezota” y “tenaz” (añade “maña” entre paréntesis) asegura que desde la publicación de Casi tan salvaje no ha escrito demasiados relatos, aunque ha participado en dos libros de microrrelatos junto a otras tres autoras: Isabel Wagemann, Teresa Serván y Eva Díaz Riobello. Un equipo denominado Las Microlocas, de cuyas inquietudes y afinidades ha surgido La Aldea de F, publicado por la Universidad Autónoma de México, así como un segundo volumen que, seguramente, salga a la luz en 2016. En este tiempo, además, ha ido forjando la que es su primera novela, una novela que califica como “rara” y con cuyo proceso de revisión está ahora mismo. “Mi única certeza es que la empecé. Si yo acabaré con ella o ella acabará conmigo está por ver”, señala con su habitual humor, y añade que la novela, la obra de todo autor en general, participa de la vida, de las experiencias de la vida, porque, en su opinión, “la escritura no es un proceso adiabático, un proceso que no intercambia calor con su entorno según la termodinámica”. Ella es así, utiliza términos extraños no sólo en los relatos, también en las entrevistas. Si eliminara este final le haría perder una apuesta.

SERGI BELLVER “La buena literatura es la que mancha e incomoda un poco”

Fotografía © Moramay Kuri
SERGI BELLVER (Barcelona, 1971). Todos sus trabajos han girado en torno a la literatura: editor, crítico literario, prologuista, periodista cultural, guionista, profesor de talleres literarios, librero… Responsable de obras colectivas como Chéjov comentado o Madrid, Nebraska, no se había decidido a empezar su propio trayecto narrativo hasta 2013, cuando inició su debut con el libro de relatos Agua dura, publicado por el sello gallego Ediciones del Viento. Desde hace unos meses vive en Oaxaca (México). Está concluyendo un nuevo libro de relatos que, posiblemente, verá la luz el próximo otoño y del que adelanta que derrocha “más luz, más libertad y más seguridad a la hora de contar”. / Fotografía © Moramay Kuri
Los lazos familiares y las aguas tantas veces turbias, conflictivas, de los afectos; el ajuste de cuentas con el pasado y las herencias recibidas; los costurones de la vida y los distintos matices de la orfandad, de las pérdidas. Con todo ello construye Sergi Bellver los relatos que componen Agua dura, el salto a la publicación de sus propias creaciones después de haberse adentrado en la piel de otros escritores como editor, docente o crítico literario. “Por eso”, señala, “mi caso tiene connotaciones distintas a los de otros autores jóvenes que publican su primer manuscrito sin más. Haber abordado la literatura desde distintos ángulos me llevó a ponderar muchas cosas y a no tener demasiada prisa por publicar. Quería tomarme mi tiempo y tener de veras algo que decir que, bajo mi punto de vista, mereciera la pena. Todo mi bagaje como lector, todo lo que he ido haciendo, me ha servido para reconocer y definir mi verdadera vocación, que no es otra que contar historias”.
Leyendo los cuentos de Bellver tenemos la impresión de avanzar por una carretera interminable que transcurre en medio de una naturaleza salvaje, dominante, incómoda, a través de paisajes áridos donde los personajes se enfrentan a la soledad y toman el pulso a sus fragilidades. Hay una violencia primitiva que se esconde en el fondo, una violencia que parece estar ahí, irreductible, desde el comienzo de los tiempos, y hay grandes dosis de mala suerte en las vidas torcidas de unos personajes abocados a la caída, heridos, incapaces de quitarse de encima la tristeza, reclamando “el primer trozo de mundo” que puedan llamar suyo, “locos por un resquicio de calor aunque se asfixien”.
“En esta docena de relatos hay tentativas, pruebas, errores, excesos, hallazgos, pienso que algún que otro acierto y, desde luego, varias pistas de por dónde va a seguir discurriendo mi narrativa”, explica el autor, quien considera que los graves y agudos de la voz narrativa que cree haber encontrado, y con la que sigue levantando ficciones, están ya marcados en dos de las piezas del conjunto, Propiedad privada e Islandia. En el primero, que abre el volumen, dos hermanos, Diana y David, inician un viaje hacia la búsqueda de sus orígenes, hacia una finca apartada de todo, “abandonada y tomada por las alimañas y los extraños”, que su madre les ha dejado en herencia. Es en ese viaje donde, a pesar de la distancia y el desconocimiento que hay entre ambos, se reconocen cercanos en la sordidez de los recuerdos.
El segundo es también la historia de dos hermanos, en este caso de un hermano mayor que ha de ir a buscar las cenizas del pequeño a una geografía extraña y lejana a la que éste huyó, Reikiavik, una ciudad que, en tan dolorosas circunstancias, le permite explorar su propia identidad, volver a los territorios de la niñez compartida y reconstruir la vida de quien llegó a convertirse en un extraño, un extraño capaz de hablarle desde más allá de la muerte a través de las cartas que le fue escribiendo y que él nunca quiso leer. Cartas que le estimulan a querer atreverse, por primera vez en su vida, a ser otro, a quitarse el traje de la normalidad y de las convenciones.
“En la docena de relatos que componen Agua dura hay tentativas, pruebas, errores, excesos, hallazgos, pienso que algún que otro acierto y, desde luego, varias pistas de por dónde va a seguir discurriendo mi narrativa”, explica Sergi Bellver, quien considera que los graves y agudos de la voz narrativa que cree haber encontrado, y con la que sigue levantando ficciones, están ya marcados en dos de las piezas del conjunto, Propiedad privada e Islandia.
Hay muchos registros, tonos, vertientes, intenciones y potencialidades en este libro que el autor no duda en calificar como libro de aprendizaje, en esta entrega llena de sugerencias donde la dureza y la vulnerabilidad, el frío y la emoción, se combinan con acierto y en la que se reconocen innumerables guiños literarios a todos esos autores a los que Sergi Bellver ha admirado y perseguido a través de los territorios de la literatura. El escritor lo explica así: “Agua dura es, entre otras cosas, un libro sobre la familia como fuente de conflicto, sobre la identidad, las segundas oportunidades y la búsqueda de un lugar en el mundo, y en ese aspecto hay ahí elementos vivenciales y varios demonios personales, pero convenientemente diluidos en lo literario.”
“La literatura”, prosigue, “es para mí una manera de ensanchar la vida y, aunque en todos mis relatos hay deudas y homenajes a mis tres décadas de lecturas, no escribo para demostrarle a nadie que soy un tipo listo, sino para comprender un poco más acerca de nuestra terrible y maravillosa condición humana a base de hacerme preguntas y, tal vez, lograr que el lector se cuestione también unas cuantas cosas al leerme, porque no concibo la literatura como un ejercicio ensimismado, sino como un diálogo que el lector completa por sí mismo”.
Hablando de lecturas, de gustos e influencias, dice Bellver que, pese a ser bastante ecléctico y disfrutar explorando y aprendiendo de varias fuentes, reconoce que hay una suerte de ADN en la literatura que le conmueve. “Creo que ese ADN se resume en todo lo que esté escrito con verdad y oficio”, explica, “todo lo que me revele algo de nuestras luces y sombras pero que lo haga además con un goce estético en el lenguaje. Podría desplegar un mapa con decenas de autores para explicarme, pero creo que Dostoievski, Conrad, Chéjov y Faulkner serían sin duda mis cuatro puntos cardinales para orientarme en la literatura moderna”.
Quien tan a fondo ha estudiado a los rusos, quien ha hermanado a autores españoles y norteamericanos en una antología como la reciente Madrid, Nebraska, tiene claro que, en su trayecto personal, busca encontrar “un cierto equilibrio entre el fondo y la forma, entre el qué decir y cómo hacerlo”. “Una característica de mi prosa es su visibilidad. Pienso y escribo antes en imágenes que con palabras o ideas, por eso me interesa también el guión cinematográfico. Me importa muchísimo trabajar en profundidad con el lenguaje y las distintas capas de lectura de un texto, pero ningún hallazgo formal me parece justificado si no es a favor del sentido de ese texto y de la emoción que lo narrado pueda provocar en el lector”, argumenta. Y asegura preferir “cualquier escritura excesiva o imperfecta que supiera comunicar en esencia algo valioso que una pieza de orfebrería lingüística al servicio de la nada más absoluta”.
“Una característica de mi prosa es su visibilidad. Pienso y escribo antes en imágenes que con palabras o ideas, por eso me interesa también el guión cinematográfico. Me importa muchísimo trabajar en profundidad con el lenguaje y las distintas capas de lectura de un texto, pero ningún hallazgo formal me parece justificado si no es a favor del sentido de ese texto y de la emoción que lo narrado pueda provocar en el lector”
“Como la vida, un buen texto es el que mancha e incomoda un poco para ponerte a prueba y sacar lo mejor de ti mismo, el que no te deja salir indemne. No importan los fuegos artificiales alrededor si sales igual que entraste de un libro, si sus páginas no te hicieron arder un poco y cambiar en algo, es lo mismo que con un viaje o un amor: en el fondo no te ha servido para nada”, reflexiona el autor, quien hace aproximadamente cuatro años tomó la decisión de dedicarse a la escritura “por completo, a cualquier precio”. Un precio que, reconoce haber pagado desde entonces, sin arrepentirse, “viviendo de forma austera y renunciando a muchas cosas”, pero dedicando todos sus esfuerzos a la escritura.
“Eso me hace deambular por la precariedad permanente, en un nomadeo constante y solitario en busca de las condiciones que me permitan seguir trabajando en mis libros, pero, de momento, he encontrado buenos aliados por el camino que me han ayudado a volcarme en la escritura. Con toda la humildad del mundo, siento que mi compromiso con la literatura es, para bien y para mal, absoluto e irreversible”, asegura.

ÉDOUARD LOUIS
“Creo que el sufrimiento es un aprendizaje necesario”

Fotografía © John Foley/Opale
ÉDOUARD LOUIS, bautizado Eddy Bellegueule en 1992, en el pueblo de Hallencourt (norte de Francia). Después de estudiar Historia en la Universidad de Picardía y sociología en la de París, decidió escribir su primera novela, Para acabar con Eddy Bellegueule, una obra absolutamente biográfica, publicada en España por Salamandra, que ha sobrecogido a la sociedad francesa al contar los abusos y acosos sufridos por el autor por su condición de homosexual en el entorno de pobreza, violencia y racismo de su localidad natal. Envió el manuscrito a varias editoriales y Éditions du Seuil le llamó al siguiente. día de recibirlo. Actualmente está terminando su segunda novela, donde, de nuevo, trata el tema de la exclusión, del racismo, a través de la situación de una familia de inmigrantes argelinos en Francia. / Fotografía © John Foley/Opale
Para acabar con Eddy Bellegueule, la primera obra publicada por el autor francés Édouard Louis, es una novela tan potente que perfectamente podemos definirla como un puñetazo literario. Un puñetazo porque nos sobrecoge y nos sacude, porque nos habla de sectores de la población, de modos de vida, a los que normalmente se da la espalda, de los que la sociedad acomodada no quiere saber. Un puñetazo porque nos obliga a mirar a los focos de marginación, de pobreza, de xenofobia, de violencia, que anidan en la civilizada Europa, en este caso Francia, la Francia de hoy, esa Francia que tantas veces se pone como ejemplo de libertad y de cultura.
Louis relata en primera persona el maltrato que sufrió por parte de su familia, de su entorno –una población rural de la región de Picardía– por el hecho de ser homosexual. Su testimonio, pasado por el filtro de la literatura capaz de elevar los hechos de la vida, de dotarlos de un significado profundo, se convierte en el testimonio de los diferentes, de los excluidos, de los marginados. He ahí la grandeza de una historia escrita con un lenguaje sencillo, directo, con un estilo descarnado, veraz, en el que la dureza, la brutalidad, de lo que se cuenta se combina con una  sabia dosis de humor, ese humor necesario para tomar distancia, para relatar lo que duele, lo que toca de cerca, como si todo le hubiera sucedido a otra persona, a la persona que fue el narrador, en un tiempo lejano, en otra vida ya asumida, con otro nombre, antes de entender que sólo existía una salida: escapar y empezar de cero.
“Al principio a uno no se le ocurre espontáneamente huir porque no sabe que existen otros sitios. No sabe que la huida es una posibilidad. Al principio intenta ser como los demás. Yo intenté ser como todo el mundo…”, leemos en el momento en el que el protagonista empieza a ser consciente de la fuga, la fuga necesaria para transformarse, para ser quien realmente es, para olvidar la tortura que suponía para él ser el tipo duro que los demás querían que fuese.
Louis relata en primera persona el maltrato que sufrió por parte de su familia, de su entorno –una población rural de la región de Picardía– por el hecho de ser homosexual. Su testimonio, pasado por el filtro de la literatura capaz de elevar los hechos de la vida, de dotarlos de un significado profundo, se convierte en el testimonio de los diferentes, de los excluidos, de los marginados.
Son muchas las reflexiones que despierta esta novela que se ha convertido en un fenómeno literario en Francia, con más de doscientos mil ejemplares vendidos, algo absolutamente inusual tratándose de la primera entrega de un desconocido de 24 años. Son muchos los temas que plantea, las ventanas que abre, pero en este caso, mejor escuchar las palabras del autor, optar por transcribir sus respuestas, sus argumentos, porque en ellos hay una extensión de la propia obra, de su germen; porque tras el autor que contesta, que se explica, encontramos los ecos de esa voz narrativa tan poderosa que nos conmueve y despierta.
- ¿Hasta qué punto en esta novela fuiste consciente de dar la palabra a los que nunca son escuchados, a los marginados, a los humillados?
- Sí. Fui consciente de ello. Diría que mis libros son hijos de la ausencia. Cuando empecé a interesarme por los libros, a descubrir la literatura –bastante tarde ya que en mi familia no se leía, la lectura se consideraba un signo de pereza o de feminidad para un chico-, lo que me llamaba la atención era no encontrar el mundo de mi infancia, ese mundo de pobreza, de miseria extrema, incluso en los autores a los que más admiraba. Como mucho descubría libros que hablaban del mundo obrero, pero ése no era el mundo de mi infancia: de pequeño mi madre decía que los obreros eran burgueses, ya que cobraban su salario todos los meses, mientras que mi familia sobrevivía gracias a las ayudas sociales. Éramos lo que Marx denominó el lumpenproletariado. Albergábamos mucho resentimiento contra los obreros. Por ello, en efecto, he querido dar voz a ese mundo invisible. Cuando hablo de “dar la palabra”, creo que “palabra” es algo importante. En Acabar con Eddy Bellegueule he plasmado el lenguaje de ese mundo. En el corazón de la escritura del libro, he intentado encontrar una construcción literaria que diese a entender ese lenguaje. Porque un mundo siempre es un lenguaje. Las expresiones, los dialectos, las construcciones revelan el inconsciente y las maneras de pensar de un mundo. Darle visibilidad significaba darle voz.
Lo que me llamaba la atención era no encontrar el mundo de mi infancia, ese mundo de pobreza, de miseria extrema, incluso en los autores a los que más admiraba. Como mucho descubría libros que hablaban del mundo obrero, pero ése no era el mundo de mi infancia: de pequeño mi madre decía que los obreros eran burgueses, ya que cobraban su salario todos los meses, mientras que mi familia sobrevivía gracias a las ayudas sociales. Éramos lo que Marx denominó el lumpenproletariado.
- La violencia es el gran tema de la novela. ¿Vivimos en sociedades especialmente violentas? ¿Crees que la desigualdad, que aumenta con la crisis económica, con las políticas de austeridad, fomenta aún más la violencia?
- Acabar con Eddy Bellegueule describe, en efecto, un pequeño pueblo del Norte de Francia, aislado, excluido, caracterizado por su extrema pobreza, sobre todo tras los cierres de las fábricas de los pueblos de alrededor, en las que trabajaba casi todo el mundo. Y no digo que la fábrica fuese lo mejor. Cuando veo el efecto de la fábrica en los cuerpos, el sufrimiento, la fatiga, no puedo dejar de alegrarme cuando una cierra. Pienso que es un trabajo que no debería existir. Lo que es terrible tras el cierre de una fábrica no es el cierre en sí, sino la miseria que le sigue, ya que la sociedad no ayuda lo suficiente a las personas que pierden su trabajo. Pero, como lo describo en mi libro, es cierto que esa exclusión tan fuerte que sufría el mundo de mi infancia, mi familia, mi madre, producía ella misma una gran violencia, que en el libro alcanza a todos aquellos considerados “diferentes”: a Eddy Bellegueule, pero  también a las mujeres, los inmigrantes que se ven en la televisión, etcétera. Es un principio básico que encontramos en Bourdieu, Freud o Marcuse: el principio de conservación de la violencia: cuando uno es víctima de la violencia sin cesar, y sin cesar es reproducida, como en el caso de las clases más pobres, uno termina por reproducir esa violencia sobre los demás, a otro nivel: sobre las mujeres, los homosexuales… Mi libro es la Historia de esa violencia.
- Mientras leemos la novela nos parece que estamos en el pasado, que eso no puede suceder en la Francia actual… Sin embargo, ahí está el racismo creciente en Francia, en Europa…  ¿Puede la literatura ayudarnos a entender mejor el mundo en el que vivimos, se puede convertir en un toque de atención, llegar a tocar las conciencias de un modo que no consiguen las noticias?
- Tenemos siempre la impresión de que esa violencia no existe porque es invisible, subterránea. O porque las personas no la sienten directamente.  Yo creo que la literatura puede y debe tener el poder de desplazar las miradas, de renovar las percepciones. Antes de que Simone de Beauvoir escribiese sus novelas y su ensayo El segundo sexo, no se veía tanto la violencia ejercida sobre las mujeres. Porque era invisible, estaba encubierta. Como Beauvoir, he intentado servirme de la literatura para enunciar y por lo tanto denunciar esa violencia.
- ¿Qué es la literatura para ti? ¿A qué autores admiras? ¿Cuáles te han ayudado a encontrar tu propia voz?
- Para mí la literatura es ese desplazar de las miradas. Es proponer otras maneras de ver. Y a partir de ese desplazamiento, del saber que aporta, la literatura puede enseñarnos a sufrir. Creo que el sufrimiento es un aprendizaje necesario y precisamente eso es lo que he intentado mostrar con esta novela. De pequeño, y de hecho también ahora, oía cosas como: “Ése, no es muy inteligente, pero posee una gran sensibilidad”. Sin embargo, ¿no es el sufrimiento una manera de saber? Si uno se cruza por la calle con una persona, por ejemplo, de origen argelino, o, no sé, por poner otro ejemplo, con un transexual o un negro, se dirá: “Es un transexual. Es una persona negra. Es el hijo de un argelino, o es un argelino”. Y mirará para otro lado, y pensará en otra cosa. Pero si uno se detiene ahí y se pone a investigar la historia de los argelinos, de la inmigración, de la colonización, de los negros, de la esclavitud, de la segregación y de los repetidos ataques racistas… Si uno se pone a reflexionar y quiere saber más sobre la exclusión, sobre la historia de la homofobia y todas las vidas que ha destruido, entonces podrá percibir el sufrimiento que no habría podido ver sin ese conocimiento. No digo que no sufrimos o sentimos afectos sin el conocimiento, pero éste nos permite colocarlo en un nivel de exigencia más alto. Y es a partir de ese sufrimiento y de la intolerancia que representa que podemos revelarnos. Yo, al escribir mi novela, he intentado comprender la vida de mi familia y me he dado cuenta de que ha sido una vida muy dura. Al aprender a sufrir fue cuando quise empezar a transformar la realidad.
Tenemos siempre la impresión de que esa violencia no existe porque es invisible, subterránea. O porque las personas no la sienten directamente.  Yo creo que la literatura puede y debe tener el poder de desplazar las miradas, de renovar las percepciones. Antes de que Simone de Beauvoir escribiese sus novelas y su ensayo El segundo sexo, no se veía tanto la violencia ejercida sobre las mujeres. Porque era invisible, estaba encubierta.
- ¿Ha cambiado esta novela tu vida? ¿En qué sentido? ¿Escribirla ha sido una especie de terapia, una venganza quizás?
- Mi libro ha sido lo contrario a una venganza. Es un intento de comprender. Existen grandes libros sobre la venganza, como De profundis, de Oscar Wilde, o algunas obras de Thomas Bernhard. Pero no es el caso de mi libro. Intento ser justo a la hora de comprender mi infancia, lo que por supuesto también significa hablar de su violencia, su racismo; pero como ya he dicho todo esto no es propio de los individuos, sino de las situaciones que los producen. Y por lo tanto, la venganza sería inútil.
- ¿Por qué crees que ha llegado tanto a la gente?
- Al contar la infancia de Eddy Bellegueule, al esbozar la situación de su pueblo, de las personas que lo rodean, he querido mostrar en primer lugar la experiencia de la dominación. La violencia y la humillación que atraviesan nuestras vidas y nos constituyen, que son los cimientos más o menos invisibles de nuestra existencia. Eres marica, mujer, judío, árabe, provinciano… ¿Quién no ha vivido esto? No me gusta mucho el concepto de universal, pero si hay algo que se le aproxima es la dominación. El hecho de ser mujer, homosexual, judío, inmigrante, de venir de las clases populares, de llegar de provincias a París… en algún momento de su vida, todo el mundo, o casi, es insultado o infravalorado. Y me parece que es ahí donde se han visto reflejados un cierto número de lectores, hartos de la definición dominante de la literatura, ésa que nada dice, que es un pasatiempo de la burguesía para la burguesía y que no plantea ningún problema existencial.
- ¿Tuviste problemas para publicar la novela? ¿Cómo fue el proceso, enviaste el manuscrito a una, a varias editoriales…?
- Envié el libro a varios editores, simplemente por correo, no conocía a nadie. Éditions du Seuil me llamó al día siguiente. Fue un sueño para mí. Lloré, claro. Había leído en algún sitio que fue lo que le pasó a Thomas Bernhard con Frost (Helada), su primera novela. Debo admitir que estaba un poco celoso. Y Le Seuil lo hizo realidad.

Los libros de los que se habla en este reportaje son: París D.F, de Roberto Wong (Galaxia Gutenberg); La resta, de Alia Trabucco (Demipage); El agua que falta, de Noelia Pena (Caballo de Troya); Casi tan salvaje, de Isabel González (Páginas de Espuma); Agua dura, de Sergi Bellver (Ediciones del Viento) y Para acabar con Eddy Bellegueule, de Édouard Louis, traducido por María Teresa Gallego Urrutia y publicado por la editorial Salamandra.
Créditos fotográficos:
  • Roberto Wong, Alia Trabucco e Isabel González: Fotografía © Nacho Goberna
  • Noelia Pena: Fotografía © Jina Estrada
  • Sergi Bellver: Fotografía © Moramay Kuri
  • Édouard Louis: Fotografía © John Foley/Opale

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Si algo está claro es que, aunque la crisis haya impuesto también recortes en el mercado de los libros y aplacado las ganas de asumir riesgos, se sigue escribiendo mucho

Seis nuevos narradores españoles./lecturassumergidas.com
Más de 1.000 manuscritos se presentaron a la convocatoria del Premio Dos Passos a una primera novela inédita, un galardón nacido con la vocación de apostar por nuevas voces, siguiendo la estela de la andadura inicial del célebre Nadal, que allá en la oscura etapa de la posguerra, nos dio a conocer los nombres de Carmen Laforet, Carmen Martín Gaite y Miguel Delibes, entre otros, o del Biblioteca Breve, que hizo lo propio con autores como Luis Goytisolo, Juan García Hortelano o Mario Vargas Llosa. No es fácil, hoy, en un panorama editorial tan mercantilizado, optar por descubrir territorios literarios cuyos mapas aún no han sido desplegados. No es fácil hallar, entre todo lo que se narra una historia diferente, un ángulo de visión capaz de sorprendernos.
Si algo está claro es que, aunque la crisis haya impuesto también recortes en el mercado de los libros y aplacado las ganas de asumir riesgos, se sigue escribiendo mucho. Si algo está claro es que entusiastas autores en ciernes siguen enviando sus textos inéditos a las editoriales con la ilusión de tocar al corazón, de llamar la atención del editor atento. Si algo está claro –y de ello da cuenta la proliferación de cursos y talleres de escritura– es que sigue habiendo un gran interés por contar, por contar historias, por apresar con palabras el mundo en el que vivimos.
Tomando como punto de partida el nacimiento del Premio Dos Passos, promovido por la agencia literaria del mismo nombre, este reportaje intenta explorar el nacimiento, el estreno literario de seis autores: Roberto Wong, primer ganador del Dos Passos, Alia Trabucco, Noelia Pena, Isabel González, Sergi Bellver y Édouard Louis, un fenómeno literario en Francia, a sus 24, años con su impactante primera novela, Para acabar con Eddy Bellegueule, publicada en nuestro país por Salamandra. Conscientes de que hay otras muchas óperas primas que merecen la pena, otros muchos noveles a los que llegar, los que aquí están demuestran ser poseedores de un lugar propio, de una atractiva manera de mirar, de plantearse la literatura. Ya se trate de relatos o de novelas, pese a los distintos rumbos y vertientes que representan, todos tienen en común la huida de los convencionalismos, la originalidad, la búsqueda de un lenguaje capaz de nombrar de otra manera, la exploración de la identidad, la indagación en las contradicciones de un presente que nos hace sentir muy vulnerables.

Nuestros seis protagonistas desmienten la leyenda de que el camino hacia la primera edición de un libro es muy complicado. Ninguna de sus historias nos habla de un manuscrito dando vueltas y vueltas por todo tipo de editoriales y premios hasta ser reconocido. En el caso del mexicano Roberto Wong y de la chilena Alia Trabucco, hubo galardones de por medio. Noelia Pena tuvo la suerte de encontrarse con un editor como Constantino Bértolo, conocido por su afán por explorar islas literarias a contracorriente y que en el tiempo que permaneció al frente del sello Caballo de Troya dio alas a una nueva generación de autores con ganas de hacerse preguntas, de subvertir los géneros, de narrar historias con descaro. Lo de Isabel González con Páginas de Espuma fue un flechazo. Sergi Bellver encontró en Ediciones del Viento la horma de su zapato y el francés Édouard Louis confiesa haber llorado cuando Éditions du Seuil le dio el visto bueno al día siguiente de enviar su novela.
Noelia Pena tuvo la suerte de encontrarse con un editor como Constantino Bértolo, conocido por su afán por explorar islas literarias a contracorriente y que en el tiempo que permaneció al frente del sello Caballo de Troya dio alas a una nueva generación de autores con ganas de hacerse preguntas, de subvertir los géneros, de narrar historias con descaro.
Sin embargo, esa relativa facilidad, no impide que se muestren críticos con el rumbo del mundo editorial, con sus inconsistencias, con su velocidad. “Me disgusta, y supongo que a muchos editores les pasa lo mismo, la brutal mercantilización. Ya hasta empiezo a desconfiar de cualquier libro publicado”, señala Isabel González, autora del irreverente conjunto de relatos Casi tan salvaje, quien, sin embargo suspira cuando constata que “aún quedan editoriales independientes y gente que se enfrenta a la hoja limpia con miedo”, con ganas de asumir riesgos.
La ausencia de riesgos centra también la argumentación de Noelia Pena, quien muestra en El agua que falta la capacidad de los géneros para dialogar entre sí y para abrir todo un territorio de atractivos interrogantes. “Como autora, mi tarea principal tendría que ser escribir libros y no venderlos. Al menos en teoría. Lo preocupante es que cada vez se asumen menos riesgos (pienso no sólo en autores jóvenes, sino también en propuestas que ofrezcan rupturas a nivel formal). El peligro es –creo que ha sido siempre- el conservadurismo y la uniformización que se deriva de él”, señala. “Los problemas del mundo editorial se diferencian cada vez menos de los problemas de otros sectores empresariales, si bien existe una diferencia entre un libro y un electrodoméstico (entre la literatura y el mercado). Que uno de los mayores vendedores de libros venda también electrodomésticos no parece ser una cuestión menor…”, prosigue su reflexión.
“Como en cualquier actividad humana, en el mundo editorial también aparece todo el registro de nuestras miserias y grandezas. Hay profesionales valiosos y gente incompetente, grandes maestros, verdaderos patanes y todos los grados intermedios”, toma la palabra Sergi Bellver. “Al margen de lo artístico y vocacional, el sector editorial es también un negocio y, como tal, padece a menudo la misma falta de ética y mesura que otras actividades comerciales. Me disgusta pues que se publiquen demasiados libros de escasa calidad literaria por otros intereses; que en los grandes grupos parezcan tener más voz los contables que los directores editoriales o que se le preste más atención a cualquier divo que a un verdadero escritor, pero tampoco tiene sentido rasgarse de más las vestiduras cuando vemos cosas peores en cualquier otro ámbito de la sociedad. Me parece mucho más grave, por ejemplo, que las televisiones públicas renuncien cada vez más a la cultura y al conocimiento o que la educación no sea el programa prioritario de cualquier gobierno, por no hablar de los recortes salvajes en sanidad y prestaciones sociales. Así que tampoco tenemos por qué llorar más de la cuenta desde el mundo del libro”, argumenta.
“Me disgusta pues que se publiquen demasiados libros de escasa calidad literaria por otros intereses; que en los grandes grupos parezcan tener más voz los contables que los directores editoriales o que se le preste más atención a cualquier divo que a un verdadero escritor”, señala Sergi Bellver, autor de “Agua dura”.
Autor del libro de relatos Agua dura, un primer acercamiento a sus obsesiones, marcado, de fondo, por el latido de sus aprendizajes literarios, Bellver habla con conocimiento de causa, pues ha tomado el pulso al territorio editorial desde sus muchas vertientes. Por eso se muestra muy crítico con “los grandes premios literarios amañados”, que campan a sus anchas “mientras no pocos editores, autores y periodistas elevan la voz y ejercen su conciencia social a la hora de criticar la corrupción de los políticos”. Y también con “el amiguismo, las filias y las fobias personales, que parecen seguir contando más que la meritocracia, el esfuerzo y el talento a la hora de defender y difundir una obra literaria”. Pero no es nada que no suceda en cualquier otra actividad humana, constata el escritor. “Por suerte”, dice, “en literatura sólo hay que dejar que se apague el ruido de la fiesta y el tiempo ponga a cada uno en su sitio”. Totalmente de acuerdo con sus apreciaciones –difícil expresarlo de manera más clara y contundente– dejamos que se apague el ruido y la luz de la sala, para dar paso a seis historias que, pese a todo, han sido capaces de emerger con el impulso de sus hallazgos, de sus miradas al margen. Estáis, pues, invitados a estos seis estrenos de Literatura.

ROBERTO WONG
“A mí la literatura me trastocó la vida”

Roberto Wong © Nacho Goberna 2015
ROBERTO WONG: (Tampico, estado de Tamaulipas, México, 1982). Ha vivido en Londres, en Ciudad de México y ahora en San Francisco. Con París D.F, publicada por Galaxia Gutenberg, ha ganado la primera edición del Premio Dos Passos a una ópera prima. Aunque su trayectoria literaria no ha hecho más que comenzar dice haber aprendido ya que la literatura es un combate largo; que los textos maduran y que no debe haber prisa por publicar. Escribe reseñas literarias para distintas revistas, tiene un blog donde habla de sus lecturas (http://el-anaquel.com/) y actualmente está trabajando en dos proyectos: uno de ellos es una reflexión sobre la memoria; el otro continúa en la línea de París D.F: lo imposible, lo imaginario, como un acto de rebeldía ante la realidad / Fotografía © Nacho Goberna
En París D.F Roberto Wong nos habla de las coincidencias, de los signos ocultos, del destino, de la ley de las probabilidades, de la casualidad, de las variantes. Lo hace a través del personaje de Arturo, un joven perdido, a la búsqueda de su lugar en el mundo, que se dedica todo el tiempo a hacer convivir dos geografías, a sobreponer dos mapas. Cuadrando medidas, distancias y escalas, el protagonista coloca sobre el plano de la capital mexicana, esa ciudad real, canalla, violenta, difícil, oscura, de la que se queja continuamente y donde apuntala sus frustraciones, la superficie de los 105 metros cuadrados de París, la urbe recreada por la imaginación, en la que proyecta sus sueños y deseos.
Es por ese mapa doble por el que paseamos los lectores de esta novela, buscando sus localizaciones, avanzando, mientras pasamos las páginas, por paraderos nada previsibles que nos confunden y nos llevan a perdernos en callejones siniestros, en estancias perturbadoras, en laberintos nada recomendables. Es por ese mapa doble por el que, con una voz atrevida, con un estilo arriesgado, nada acomodaticio, nos conduce Wong. Por las rutas, llenas de hallazgos imprevistos, que nos va marcando, nos movemos con sensación de inestabilidad, anhelando un cierto orden al que asirnos, pero comprendiendo muy pronto que ese orden es imposible, que las casualidades, en este caso la mala suerte del protagonista, nos conducen al caos, a una realidad de ensoñación unas veces y de pesadilla otras.
La misma desorientación está en el germen de la novela. “La imagen de un mapa de París sobrepuesto sobre el de la Ciudad de México fue lo primero que apareció en mi cabeza. Era 2011 y yo había ido a París para tratar de salvar una relación que al final se fue al carajo”, cuenta el autor, quien se recuerda en aquel viaje persiguiendo al fantasma de Hemingway entre las calles de la Ciudad de la Luz; yendo a los cafés, a los barrios en los que él estuvo, perdiéndose en las mismas calles, entre los anaqueles de Shakespeare & Company, entre los carros de los bouquinistes, buscando la revelación, el milagro…”
“La imagen de un mapa de París sobrepuesto sobre el de la Ciudad de México fue lo primero que apareció en mi cabeza. Era 2011 y yo había ido a París para tratar de salvar una relación que al final se fue al carajo”, cuenta el autor, quien se recuerda en aquel viaje persiguiendo al fantasma de Hemingway.
“Supongo que la epifanía llegó cuando los dos mapas se cruzaron”, prosigue, asegurando que anotó la idea en un cuaderno y que tardó más de seis meses en escribir sobre ella. “Esa idea fue creciendo y derivó, de manera lógica, en un viaje, en un itinerario. Entonces fui tejiendo en los puntos del mapa mis afectos, no sólo literarios, sino también personales, una serie de nostalgias y anhelos que orbitaban entre los polos del amor perdido y el deseo de convertirme en escritor”, explica. Así se sintió al dar forma a la novela en 2012. Así lo relata, señalando que el primer borrador lo terminó en octubre de ese mismo año, una madrugada que coincidió con el aniversario de la muerte de su padre. “Curiosa coincidencia”, dice. Las sorprendentes coincidencias en la vida, en la literatura, parecen marcar ya el camino de un territorio literario muy particular.
Un territorio del que el autor ha empezado a dibujar sus contornos gracias al Premio Dos Passos a una primera novela, un galardón que ha convertido para él la experiencia de la publicación en algo sencillo, placentero. “Todo ha llegado como un sueño. La experiencia del premio la vivo con dicha y la celebro, pero me parece que la literatura está más allá de la publicación. Así como en París D.F. hay una falla entre la realidad y el deseo, en mi experiencia con la escritura siempre ha existido una fisura entre mis aspiraciones y mi capacidad creadora. Creo que la misión del escritor es tratar de cerrar esa brecha, aunque esto de entrada sea imposible”, explica Wong.
París D.F es una novela que nos lleva de la mano a las ciudades que añoramos, esas en las que soñamos que podemos alcanzar la felicidad, pero que también nos enfrenta a las ciudades que pueden llegar a dolernos, a herirnos, donde todo está contaminado por el afán de supervivencia y por la rutina. El escritor, actualmente afincado en San Francisco y acostumbrado a tomar el pulso a las ciudades a las que viaja por motivos de trabajo en una empresa de transacciones vía Internet, lo explicaba así en su reciente viaje a Madrid (ciudad que, por cierto, le conquistó de inmediato con su viveza): “París D.F es un acto de rebeldía contra la realidad, más que una respuesta subversiva contra las ciudades. En cierta forma, los contrastes no son otra cosa que esa ambivalencia entre amor y espanto que vivimos en cualquier urbe, como dice Borges en su poema a Buenos Aires. El ejemplo del Distrito Federal es emblemático porque la violencia está a salto de mata, pero me parece que lo que motiva al personaje a buscar una ciudad en otra es la necesidad de escapar del hastío. Ante lo monstruoso cotidiano, Arturo decide apostar por la ficción. En ese sentido, su búsqueda de París no deja de ser un tanto quijotesca”.
El tratamiento descarado, osado, del sexo, de la violencia, emparenta a Roberto Wong con otros autores latinoamericanos de las últimas generaciones. Todo puede suceder, o no, en la ciudad de los mapas superpuestos. Todo nos puede llevar hacia la luz o hacia lo oscuro. Instalado en ese punto, el protagonista cae del lado de la mala suerte. Desea que suceda algo, pero lo que sucede es un crimen en la farmacia en la que trabaja. Una desgracia que trastoca su destino. El muerto cae a sus pies abatido por la policía, se parece demasiado a él y esa casualidad hace que su identidad se tambalee, que inicie una pesquisa peligrosa. Los caminos se bifurcan en distintas direcciones, las tramas se enredan y nos dejan, a los lectores y lectoras, huecos para hacer nuestras propias interpretaciones, para realizar nuestro viaje particular, para soñar nuestro sueño.
París D.F es un acto de rebeldía contra la realidad, más que una respuesta subversiva contra las ciudades. En cierta forma, los contrastes no son otra cosa que esa ambivalencia entre amor y espanto que vivimos en cualquier urbe. El ejemplo del Distrito Federal es emblemático porque la violencia está a salto de mata, pero me parece que lo que motiva al personaje a buscar una ciudad en otra es la necesidad de escapar del hastío. Ante lo monstruoso cotidiano, Arturo decide apostar por la ficción. En ese sentido, su búsqueda de París no deja de ser un tanto quijotesca.”
Como señalaba el autor, Hemingway fue una inspiración cuando la novela apenas era una intuición, una imagen, pero quienes emprendemos su viaje pensamos de inmediato en la Rayuela de Cortázar. El París del autor argentino es idealizado, actualizado, modernizado por la mirada, los pasos, la respiración de Roberto Wong, quien reconoce, además, el trasfondo de guiños y diálogos con otras lecturas a las que les debe mucho, así la poesía, resumida en dos versos muy significativos de Jaime Gil de Biedma: “Ahora, voy a contaros / cómo también yo estuve en París, y fui dichoso”; así textos como Nadja, de André Bretón; Velador de noche, soñador de día, de Luis Eduardo Rivera, u Ojerosa y pintada, de Agustín Yáñez. “He pasado varias noches escarbando citas, lugares, anotando direcciones, datos, itinerarios”, escuchamos al protagonista. “En todo caso, la novela es un homenaje modesto a todos ellos”, nos dice el autor.
No puede ser de otro modo tratándose de alguien que reconoce deberle más a la lectura que a la escritura. “Con cada libro me siento como el Kublai Khan de Calvino, viendo lo que otros ven y viviendo lo que otros viven”, señala Wong. “No sabría explicar a ciencia cierta”, prosigue, “cuándo fui consciente de ello, cuándo se produjo la transformación, pero, en mi caso, me queda claro que el encuentro con la literatura trastocó mi vida. En medio de lo previsible, es posible todavía ensanchar nuestra visión del mundo a partir de los libros. Para el escritor, crear otros universos a través del lenguaje es una suerte de milagro. Lo que antes no existía de pronto es visible. Para mí, hoy, la escritura es, definitivamente, una manera de estar en el mundo, la única que me permite sobrellevar el absurdo de los días”.
París D. F es una novela que participa de esa filosofía, que nos habla, entre otras muchas cosas, de la búsqueda del amor verdadero, ese amor imposible que tanto añora el protagonista, y también de lo que hacemos y de lo que querríamos hacer, aunque no siempre seamos capaces de dar el paso para conseguirlo. Estamos ante una novela inconformista, de iniciación. Hay un momento en el que Arturo le dice a su amigo Gonzalo: Somos lo contrario a los raros, somos lo común, lo que a nadie importa, los que vamos a los minisúper, los que trabajamos como cajeros en el banco, los que servimos la gasolina...” Wong da la entrada, nombra, a la gente común, “los de vida plana, los sin emociones” en una entrega que invita a ir más allá de lo trazado, a viajar a otros lados con el poder de la imaginación.

ALIA TRABUCCO “La violencia, la rabia, siguen presentes en el Chile de hoy”

Alia Trabucco © Nacho Goberna 2015
ALIA TRABUCCO: (Santiago de Chile, 1983). Proviene de una familia de periodistas y cineastas. Estudió derecho en la Universidad de Chile y Escritura creativa en la Universidad de Nueva York. Actualmente reside en Londres, con una beca para realizar un doctorado sobre literatura latinoamericana. Además de investigar y escribir, trabaja como editora en el sello independiente Brutas Editoras. Con su primera novela, La resta, publicada en España por Demipage, se ha alzado con el Premio a la Mejor Obra Literaria Inédita concedido por el Consejo Nacional de la Cultura y de las Artes de Chile. Guarda en sus cajones relatos de distintas épocas y está inmersa en varios proyectos de poesía que no sabe si llegará a publicar / Fotografía © Nacho Goberna
Llueven cenizas sobre Santiago de Chile mientras tres jóvenes, Felipe, Iquela y Paloma, intentan encontrar sus presentes entre los escombros del pasado. Los tres han escuchado, han absorbido, las historias que les han sido contadas por sus padres y abuelos sobre la dictadura, la resistencia clandestina, las listas negras, los desaparecidos. Han sentido como el miedo, la culpa, la rabia, les eran inoculados desde la infancia y, poco a poco, han ido identificando sus frías y resbaladizas texturas, pero necesitan encontrar sus propias narraciones; hacer brotar un nuevo lenguaje de entre capas y capas de recuerdos y olvidos; dar forma al grito enmudecido, a ese legado de plomo que se ha filtrado por las ventanas de la vida, que ha llenado las páginas de los libros y acordonado los corazones.
En La resta, Alia Trabucco anda y desanda los caminos ya recorridos por otros muchos autores que antes que ella se han hecho preguntas y han buscado entender, asumir, pasar la página. No es nuevo lo que cuenta, pero sí la forma en que lo hace, esa voz original que busca rasgar los cimientos, las conformidades, las sumisiones, para extraer minerales hasta ahora ocultos. “Porque solo vaciándome sería capaz de encarar ese viaje (deshaciéndome de costras, penas, lutos; pagando con lutos esa pena incalculable, una deuda que nos desfalcaría hasta dejarnos mudos)…” leemos en esta novela en la que se van contando los huecos que dejan las ausencias y se van perfilando los contornos de las grietas generacionales. “Mamá, perdóname, no sé dónde buscar esas cosas tuyas, de otro tiempo…”, escuchamos la voz de Iquela. Y en otro momento la vemos reflexionando sobre esas palabras de doble significado, palabras en las que tropezar y equivocarse, porque para los padres de la dictadura, los que lucharon en la clandestinidad, “una chapa no era la cerradura de una puerta, una cúpula no era el techo de una iglesia, un movimiento no era una acción, ni una facción un rasgo de la cara...”
Hipnótica, levantada sobre poderosas metáforas, la ópera prima de Trabucco nos lleva a respirar en algunos de sus trechos como si estuviéramos atravesando un poema y nos atrapa en la plasticidad de unas imágenes no exentas de un cierto toque surrealista, como cuando vemos a Felipe destrozar a un loro, tragarse la córnea de un ojo de vaca o pasear por Santiago comiéndose los tallos y el polen de las flores, primero rosas que “usaba y tiraba al suelo para después perseguir a los acantos, con sus lenguas blancas y su olor dulce, tan rico que las chupaba como flautas…
La autora construye atmósferas de alucinación y nos conduce a planos y situaciones ambiguas: las escenas borrosas presenciadas en la niñez, las imágenes televisivas de fosas enormes, los secretos guardados muy al fondo de los cajones, las turbias experiencias sexuales, las relaciones equívocas del trío de protagonistas en su loco trayecto (itinerario, fuga, liberación) en busca de un féretro perdido en su repatriación desde la Alemania del exilio. La ambigüedad, la extrañeza, es el camino idóneo para hablar de la desorientación, de la búsqueda, de las orillas en las que se van construyendo las identidades. Y, por encima de todo, del duelo, del espeso y difuso manto del duelo colectivo. “La urgencia por sacar esas cuentas (por recopilar datos, cuerpos) es proporcional a la necesidad de un duelo que encuentra su forma contando tanto historias como muertos...”, señala en el epílogo que acompaña a la narración la escritora Lina Meruane, quien califica la novela como “un viaje iniciático sin retorno”.
La autora construye atmósferas de alucinación y nos conduce a planos y situaciones ambiguas: las escenas borrosas presenciadas en la niñez, las imágenes televisivas de fosas enormes, los secretos guardados muy al fondo de los cajones, las turbias experiencias sexuales, las relaciones equívocas del trío de protagonistas en su loco trayecto (itinerario, fuga, liberación) en busca de un féretro perdido en su repatriación desde la Alemania del exilio.
Más de tres años le llevó a Alia Trabucco poner en pie esta entrega. Fueron más de tres años de pensárselo, de ir probando hasta que pudo construir las tres voces narrativas. “Ellas son lo esencial en la narración, junto con el lenguaje, el ejercicio de armar y desarmar ese lenguaje. La trama es lo de menos”, señala. Y confiesa que fue consciente de que no era nada fácil aportar algo nuevo a un tema como el de la memoria, un tema, por otra parte, inagotable, en cuyas fuentes bebió con fruición. Pensadores como Primo Levi y Hannah Arendt, escritoras como Herta Müller, autores más cercanos geográficamente como Nona Fernández, Alejandra Costamagna, Felipe Becerra, Álvaro Bisaura o María Eva Pérez, están en la trastienda de La resta. Todos influyeron, de algún modo, en el apasionante camino de elaboración de la novela.
Lo que hace Alia Trabucco en La resta es contar, de una manera diferente, haciendo uso de un diccionario renovado, las vivencias de su generación, una generación que no vivió la dictadura. “Sólo a través de otro lenguaje podía descubrir aspectos diferentes, hablar de esa etapa a través del resentimiento, incluso del humor, de un modo políticamente más activante, más motivador. Se trataba de salir fuera, de emprender un viaje para hallar sentidos diferentes y también de enrarecer el paisaje, los cuerpos, la sexualidad. El Santiago que se dibuja en la novela es un Santiago enrarecido, asfixiante…”, va explicando.
¿Cómo crecer asumiendo, superando, tanta tragedia, tanto dolor, tanto silencio acumulado? es el gran interrogante que abre esta novela en la que la autora ha buscado no darlo todo digerido a los lectores. “He querido plantear preguntas difíciles sobre el dolor, sobre el dolor de los padres, de los hijos… Se trata de preguntas que yo misma me he formulado, con las que he sufrido y que me han acompañado durante todo el proceso de la escritura”, asegura. Preguntas que parten de muy atrás, de la infancia, una especie de ventana desde la que ver los acontecimientos al trasluz. “Se trata de una infancia no idealizada, porque, aunque los protagonistas eran niños en los tiempos de Pinochet y en los primeros años de la Transición, también palpaban la violencia, una violencia soterrada que traspasaban a sus juegos”, señala Trabucco, para quien, esa violencia, esa rabia, siguen presentes en el Chile de hoy y hay que asumirlas sin ningún tipo de temor”.
“He querido plantear preguntas difíciles sobre el dolor, sobre el dolor de los padres, de los hijos… Se trata de preguntas que yo misma me he formulado, con las que he sufrido y que me han acompañado durante todo el proceso de la escritura”, señala la autora de La resta, una novela que busca no darlo todo digerido a los lectores.
“Nos han enseñado que la rabia, el resentimiento, son feos. Nos han enseñado a normalizar el miedo, a utilizarlo como barrera para no desestabilizar las cosas. Y es necesario que haya temblores para que surja lo nuevo”, reflexiona esta mujer expresiva, observadora, combativa, que en su paso veloz por Madrid para presentar la novela, mostró mucha curiosidad por el momento de ruptura que se está viviendo en España a nivel social y político, por el contraste entre el surgimiento de nuevas formaciones y plataformas ciudadanas, impulsoras del cambio de rumbo, y el endurecimiento de leyes de seguridad que intentan amordazarlo.
“En los procesos de transición en España y en Chile tras las dictaduras hay muchas similitudes. En Chile el pacto de silencio se rompió muy tardíamente, a los 40 años del golpe. Yo vivía entonces en el extranjero, pero justo estuve allí en esos momentos en los que, de pronto, todo empezó a salir a la luz y fuimos conscientes de lo profunda que había sido la capa de silencio ante el terror vivido. En cierto modo me preocupó que todo eso llegara a banalizarse, que se convirtiera en una mera repetición vacía de contenido”, declara.
Trabucco habla del latido del pasado, de “la tensión existente entre la necesidad de desprenderse de él y el deseo de quedarse con algo para siempre”. Dice que los silencios, las caretas de la represión, forman parte de “una sociedad muy reprimida, muy temerosa, un poco traumatizada todavía”. Señala que fuera se ha vendido la imagen del crecimiento económico, pero que “el neoliberalismo brutal ha provocado grandes desigualdades”. “Es tal el nivel de conservadurismo”, asegura, “que cualquier pequeño avance es visto como una amenaza: en la educación, en lo que respecta a la situación de la mujer, tan precaria que no se acaba de admitir el aborto ni siquiera en los casos extremos de violación. Hasta ahora los chilenos se han conformado con lo poco que se ha ido consiguiendo. Con Michelle Bachelet, la actual presidenta, se están impulsando cambios, pero no son suficientes. Creo que ahora estamos empezando a creer que podemos pedir más”, sigue argumentando la escritora. Y todos sus argumentos, lejos de estar fuera de los márgenes, de la novela, la explican, porque el proceso de crecimiento, de liberación, de los personajes de La resta puede entenderse también como la necesidad de crecer de toda una sociedad hasta ahora intimidada.
Alia Trabucco entiende la literatura “no como un espacio privilegiado, ensimismado, elitista, sino como un lugar desde el que debatir, discutir, dialogar. Asegura que son muchos los autores que le interesan, pero, sobre todo aquellos que se muestran “más críticos, más radicales”, aquellos “que son capaces de hablar de los extraños momentos que vivimos e incluso de adelantarse a los acontecimientos”. “Siempre estoy buscando ser interrogada por ellos y siempre estoy atenta a lo que tienen que contarme mis contemporáneos”, asegura. Entre los nombres que cita está la autora rumano-alemana Herta Müller, a la que califica como “difícil, conmovedora, poderosa” y de la que ha tomado una cita (“La recolección es nuestra forma de duelo”) para iniciar la andadura de La resta.


NOELIA PENA “El capitalismo es una verdadera fábrica de miedo”

Pena
NOELIA PENA: (Santiago de Compostela, 1981). Estudió Filosofía en la Universidad de Barcelona. Colabora en la sección “Culturas” del periódico quincenal “Diagonal”; participa en distintas iniciativas y publicaciones colectivas y centra especialmente su atención en la red y su influencia sobre la subjetividad. Reconoce que El agua que falta, publicado en el sello Caballo de Troya, no hubiera sido posible sin el impulso del editor Constantino Bértolo. Algunos de los textos que conforman el libro fueron publicados primero en la red. “La experiencia de conocer y hablar directamente con lectores, de compartir lo escrito, ha sido fundamental”, afirma. Actualmente trabaja, con tranquilidad, en una nueva narración, “arañando tiempo para continuar escribiendo en un mundo en aceleración constante que no pone las cosas fáciles” / Fotografía © Jina Estrada
De múltiples maneras las líneas divisorias que hemos aprendido a trazar, y entre cuyos límites nos movemos a lo largo de nuestra vida, nos hacen aún más difícil vivir. El pequeño horizonte de seguridades, que tanto nos esforzamos en decorar, acaba tomando la forma de un espacio no sólo limitado, sino limitante. ¿Cómo puede ser que hayamos llamado seguridad a los escasos tres pasos que conseguimos dar antes de tropezar con la siguiente pared? ¿Nos protege de algo esta fina pared? Ni tan sólo de nosotros mismos. Pero levantamos muros y añadimos todo tipo de paneles divisores a un mundo que nunca parece llegar a estar suficientemente dividido”. Así comienza El agua que falta, de Noelia Pena, un libro diferente, que escapa a los encasillamientos, una danza armónica, abierta, vivaz, furiosa a tramos, pero también contemplativa, que juega con los géneros y hace convivir la reflexión con la narración, el diario con la poesía y el aforismo, la literatura con la filosofía y con el análisis sociológico y político.
La literatura puede servir de refugio, pues nos ayuda a reducir los decibelios del ruido del mundo y a tomar conciencia del tiempo, algo que cada vez resulta más difícil”, señala la autora, cuya hoja de ruta creativa parte de una posición “de firme rechazo y rebeldía” a la hora de enfrentarse y poner en entredicho los discursos más oficiales y autorizados. “¿Cómo adaptarnos a lo intolerable? ¿Quién lo ordena?” (…) “¿Cómo se combate el miedo que generan los medios de comunicación y que a su vez gestiona la propia política…? son algunas de las preguntas que se plantean en una entrega que, efectivamente, se levanta contra el pensamiento único, contra la uniformidad, contra esas verdades inamovibles que nos vende el sistema, contra esos conformismos y sumisiones ante los que la autora decide abrir interrogantes osados y lanzar un no resistente y combativo. No a gestionar el tiempo como nos dicen que lo gestionemos. No a sentirnos cómodos haciendo los trabajos que quieren que hagamos. No a vivir, ni a viajar, ni a sentir, siguiendo dócilmente las pautas establecidas por la sociedad de consumo.
“La literatura puede servir de refugio, pues nos ayuda a reducir los decibelios del ruido del mundo y a tomar conciencia del tiempo, algo que cada vez resulta más difícil”, señala Noelia Pena, cuya hoja de ruta creativa parte de una posición “de firme rechazo y rebeldía” a la hora de enfrentarse y poner en entredicho los discursos más oficiales y autorizados.
La literatura es para mí un campo de batalla, puede que no sea el más idóneo, pero sí se puede integrar dentro de una sucesión de frentes (calle, casa, trabajo…). La ayuda que puede ofrecer la literatura para evitar la desaparición de un convenio laboral colectivo, por poner un ejemplo, es más bien escasa. Pero también es cierto que nuestras vidas están empapadas de narraciones. Narraciones que están presentes tanto en el modo en que nos explicamos –qué hacemos y qué no hacemos o qué deseamos hacer– como en las decisiones que tomamos, en las que evidentemente entran en juego múltiples factores: las personas con las que hablamos, las personas que hemos amado alguna vez y, también, por supuesto, los libros que hemos leído”, argumenta Noelia Pena.
¿Cabe rebelarse ante este presente de pérdidas y precariedades? ¿Debe la literatura, la creación en todas sus vertientes, hoy, formular las preguntas necesarias ante la crisis, ante las trampas de la crisis? Son cuestiones que se convierten en necesarias al recorrer las páginas de este inquieto compendio de narraciones, de fragmentos arrancados al presente, a la vida. “Ante las injusticias no cabe otra cosa que rebelarse, al menos si no queremos convertirnos en sus cómplices”, contesta la escritora. “En la actualidad, el hecho de defender ciertos derechos que nos permitan tener una vida digna (sanidad, educación, vivienda…) nos convierte necesariamente en rebeldes, ya que tenemos que negarnos al desmantelamiento de lo público, al que asistimos desde hace ya años, antes incluso de que la crisis tuviese su comienzo oficial”, prosigue, convencida de que “una de las tareas de la literatura es la de ayudarnos a entender mejor la realidad en la que vivimos, hacer accesibles algunas de sus regiones desconocidas o que simplemente pasan desapercibidas”.
“Ante las injusticias no cabe otra cosa que rebelarse, al menos si no queremos convertirnos en sus cómplices. En la actualidad, el hecho de defender ciertos derechos que nos permitan tener una vida digna (sanidad, educación, vivienda…) nos convierte necesariamente en rebeldes, ya que tenemos que negarnos al desmantelamiento de lo público, al que asistimos desde hace ya años, antes incluso de que la crisis tuviese su comienzo oficial”.
El miedo, la necesidad de romper con los miedos, es uno de los grandes temas, uno de los puentes que enlazan unos textos con otros. “El miedo es la gran construcción humana”, escribe Pena. “El miedo es central, sí. El miedo atraviesa la historia. Desde siempre el poder ha generado y gestionado sus propios miedos. Cuando no tenemos trabajo, tenemos a no encontrarlo, pero en cuanto encontramos uno, tenemos miedo a perderlo. Se trata de un círculo vicioso”, reflexiona. “El capitalismo es una verdadera fábrica de miedo, al hacernos sentir solos y aislados, al enseñarnos a ver a los demás como una amenaza, como mera competencia de la que es necesario deshacerse. Infundir miedo ha sido siempre la mejor táctica para lograr la obediencia. Por eso me pregunto qué seríamos capaces de pensar sin miedo”.
Nacida en Santiago de Compostela en 1981, Noelia Pena cuenta que la escritura siempre la ha acompañado, desde los diez años, cuando hilvanó sus primeros poemas, poemas que escribía en una libreta y que enseñaba a Marisa, su profesora de lengua de EGB. “Ella, que se convirtió en mi primera y única lectora hasta el instituto, ahora ha podido leer mi libro. Ha sido un feliz reencuentro”, comenta. Y confiesa que al principio pensaba que lo importante era conocer muchas palabras y que hacía unas listas larguísimas con sus búsquedas en el diccionario. “Pero, en realidad, mi voz se ha ido afinando a través de mis lecturas a lo largo de los años y gracias a que no he dejado de escribir ni de leer en voz alta. Para mí es muy importante que mis textos soporten una lectura en voz alta, me ayuda a reconocer las palabras de las que puedo y no puedo prescindir”, explica.
Dice que nunca ha asistido a ningún taller de escritura y constata que su biblioteca no es muy amplia y que, sobre todo, relee libros de poesía. “No me separo de Arturo Carrera, por quien siento verdadera admiración (devoción incluso, me parece el mejor poeta vivo de todos cuantos conozco). Vuelvo mucho a Carlos Drummond de Andrade. Me gusta la precisión de la mirada en los poemas de Raymond Carver. Leo a Luís Seoane para no olvidarme de que los emigrantes tienen nombre propio. Y cuando creo que estoy perdiendo el sentido de la medida y el humor leo a Wislawa Szymborska. En cuanto al ámbito de la filosofía, sigo releyendo Mil mesetas, de Deleuze y Guattari. También me acompañan y siguen dando fuerza los libros de Santiago López Petit, desde su Horror vacui hasta el reciente Hijos de la noche”.
Confiesa que al principio pensaba que lo importante era conocer muchas palabras y que hacía unas listas larguísimas con sus búsquedas en el diccionario. “Pero, en realidad, mi voz se ha ido afinando a través de mis lecturas a lo largo de los años y gracias a que no he dejado de escribir ni de leer en voz alta. Para mí es muy importante que mis textos soporten una lectura en voz alta, me ayuda a reconocer las palabras de las que puedo y no puedo prescindir”, dice la autora de El agua que falta.
Entre los muchos atractivos de El agua que falta destaca el trabajo con el lenguaje, ese lenguaje cristalino con el que la autora consigue apresar sus pensamientos, sus preocupaciones, su mirada sobre la realidad. Esa búsqueda de palabras nuevas, no manoseadas, con las que nombrar las cosas, con las que tomar el pulso a las circunstancias del ahora desde un ángulo no habitual, imprevisto. Esa permanente indagación en la apertura de nuevos espacios de enunciación. Porque “La violencia del lenguaje consiste en decir lo que aún no está dicho, lo que no existe porque no  ha sido aún nombrado. El acto de creación es un acto de violencia”, leemos en un momento dado. Y también: “Tomar la palabra es tomar la medida del mundo”.
La búsqueda de un lenguaje incontaminado; la reivindicación del pensar;  la llamada a recuperar el tiempo propio, son los motores creativos que impulsan el recorrido. “Entiendo la creación como un proceso de transformación, como un no conformarse con lo que ya se es, con lo que ya se hace, con lo que ya se piensa, sino intentar nuevas cosas. Es un proceso de indagación y de conocimiento, en realidad, de ampliar las posibilidades de vida, más ahora, inmersos como estamos en un proceso de recorte de libertades que no parece querer detenerse”, explica la escritora.
Pena señala que la estructura y heterogeneidad de sus escritos obedece a la creencia de que no hay un lugar privilegiado desde el cual poder acercarse y enfrentar la realidad y desde el cual poder escribir. Quienes recorremos las páginas de su libro percibimos la fuerza de los fragmentos más reflexivos y contestatarios, pero también la emoción que despiertan esas otras piezas más narrativas, construidas con los materiales de la ficción, caso de El baile, donde una niña es consciente por primera vez de la existencia de la muerte, o El  trueno, un bello relato que, a partir de la lectura de La montaña mágica, de Thomas Mann, habla de la complicidad entre la literatura y la vida, de las muchas cosas que pasan mientras leemos un libro, tanto dentro como fuera de sus márgenes.

ISABEL GONZÁLEZ “Las mujeres hemos de cargar con el peso de las tradiciones”

Fotografía © Nacho Goberna
ISABEL GONZÁLEZ (Zaragoza, 1972). Según reza la nota biográfica de su editorial creció en una gasolinera a las afueras de la localidad de Ejea. Se licenció en periodismo y ha ido combinando la escritura con su trabajo como infografista. Actualmente reside en Madrid. Profesora de microrrelatos, algunas de sus minificciones se han publicado en antologías como Por favor sea breve 2, publicada por Páginas de Espuma, el mismo sello donde ha visto la luz su primer libro de relatos, Casi tan salvaje. Ahora mismo trabaja en el proceso de corrección de su primera novela./ Fotografía © Nacho Goberna
Hace ya tres años de la publicación de Casi tan salvaje, el libro de relatos con el que Isabel González abrió la puerta a su particular bosque literario, pero ni el paso del tiempo ni la velocidad impuesta por los ritmos editoriales han conseguido que quienes en su día nos adentramos en sus espesuras y en sus claros olvidemos el descaro de la mirada, la provocación de unas narraciones que buscan morder los bordes de la normalidad y abrir fisuras, heridas, allí donde todo parece dormir plácidamente. Como un gato de suave pelaje, recostado tranquilamente en el confortable sofá de una casa cualquiera, que de pronto afila sus uñas y nos ataca. Así son algunos de los cuentos de esta mujer que recuerda la liberación que experimentó al ver que sus escritos, todo lo que había imaginado en la intimidad, salían a la luz.
“Algo te atora y lo expulsas y da alegría, claro, pero también dudas. Lo que me preocupaba mientras escribía era encontrar un modo de expresión que reflejara la forma real (cruel, humorística y azarosa) de relacionarnos con el mundo, aunque también es posible que el mundo real esté desapareciendo y empiece a imitar al virtual, tan práctico y previsible que no deja sitio a la complejidad”, la dejamos que se explique. “Encontrar editorial no resultó complicado. Con Páginas de Espuma fue un flechazo: conocernos y cazarnos. Pero sí me intimidó exponer el lado oscuro ante aquellos que me quieren y que, en cierta forma, se sienten responsables de mi felicidad”.
El lado oscuro, lo sombrío, lo grotesco, lo oculto, lo que no llegamos a percibir porque el calendario de las preocupaciones y ocupaciones cotidianas es demasiado intenso y lo cubre todo de reglas y restricciones. Por eso resultan agitadoras las piezas de González, porque estimulan a mirar hacia los ángulos de lo imprevisto, de lo que anida en el inconsciente o se esconde al fondo de cajones olvidados; porque impulsan a quebrar los márgenes de lo asumido sin ofrecer ningún tipo de resistencia; de lo que hemos idealizado, sin reproche alguno, porque nos han enseñado a idealizarlo. No es amor lo que se pide. Son muchas cosas pequeñas y sin descanso. Una tras otra. No sé por qué lo llaman amor“, se inicia el relato que inaugura el volumen. “Porque lo normal es perder un guante, fue encontrar tres en mi bolso y volvérseme el mundo una incógnita, un planeta sin leyes, un abismo sin baranda hasta que hallé a la mujer de tres manos y se los regalé”, leemos en otro.
El lado oscuro, lo sombrío, lo grotesco, lo oculto, lo que no llegamos a percibir porque el calendario de las preocupaciones y ocupaciones cotidianas es demasiado intenso y lo cubre todo de reglas y restricciones. Por eso resultan tan agitadoras las piezas de González, porque estimulan a mirar hacia los ángulos de lo imprevisto, de lo que anida en el inconsciente o se esconde al fondo de cajones olvidados.
A Isabel González no puedo dejar de imaginarla muy temprano por la mañana escribiendo, la larga melena sobre el teclado que se va llenando de palabras, de asociaciones de palabras insólitas, de juguetones cambios de sentido. Ella misma cuenta que los recuerdos, las imágenes, los brotes de la creación, le surgen en esas horas silenciosas en las que todo descansa, en las que los niños duermen y los quehaceres del día a día aún no son una amenaza. Entonces percibe que hay un estado de conciencia diferente, limpio, una mayor lucidez para pensar y para encontrar esos huecos por los que deslizarse, todas esas entradas a lo extraño, que a cualquier otra hora del día permanecen cerradas. A Isabel González la visualizo también en otro escenario, su lugar de trabajo habitual, el departamento de infografía del periódico El Mundo, concentrada en esos gráficos que intentan encerrar los datos, el esqueleto, de las noticias, mientras el diablillo travieso que lleva dentro pugna por lanzarse a correr hacia los territorios de la imaginación, hacia el bosque habitado por monstruos y seres que se esconden, que huyen, que ven más allá de las lindes de lo cotidiano.
¿Sabes qué ha sucedido? Que no había queso rallado, que los niños dormían y que tú no estabas. Que quise ponerme el vestido de seda y que ya no había vestido; que al retirar la funda, encontré mil larvas adheridas a la percha; los botones por el suelo como ojos de plástico. Podría hervir los capullos e hilar de nuevo el tejido. Podría haberme preparado una infusión de pomelo y larvas. Pero me he asustado y he cerrado la puerta de golpe. Sigo aquí. Sentada. Quieta mientras las vainas crepitan”, os invito a volver a No sé por qué lo llaman amor, el cuento que abre Casi tan salvaje.
“Mi libro está lleno de personajes que deben enfrentarse, sobrevivir, equivocarse para seguir adelante. Si hay que buscar un hilo conductor sería el de la fuerza del ser humano”, señala la autora, quien también se refiere a la necesidad de asumir las situaciones imperfectas y a ese terreno resbaladizo en el que “confluyen las expectativas, las frustraciones, los éxitos…”
Admiradora de escritoras como Clarice Lispector, Amy Hempel, Margaret Atwood, Herta Müller o Alice Munro, la mirada de González no es una mirada en absoluto complaciente. Para acceder a las situaciones que se plantean en Casi tan salvaje hay que mirar a las cosas desde el reverso. Es así porque ella ha utilizado otras escalas, porque ha recurrido a lo grotesco, al humor negro, a la plasticidad del surrealismo para retorcer las convenciones a la hora de hablar tanto de las anécdotas del vivir como de temas más profundos y complejos como la enfermedad, el incesto, la muerte, el amor en sus distintas vertientes (a la familia, a los hijos, a la pareja); la posición incómoda de tantas mujeres que se debaten entre el deseo y el deber, entre la sumisión, aprendida generación tras generación, y la necesidad de rebelarse, de ser realmente como les gustaría ser.
“Mi libro está lleno de personajes que deben enfrentarse, sobrevivir, equivocarse para seguir adelante. Si hay que buscar un hilo conductor sería el de la fuerza del ser humano”, señala la autora, quien también se refiere a la necesidad de asumir las situaciones imperfectas y a ese terreno resbaladizo en el que “confluyen las expectativas, las frustraciones, los éxitos…”, señala González.
Precisamente la manera de afrontar las pasiones y las pulsiones femeninas; la desmitificación de la dulzura, del matrimonio, de la maternidad, es uno de los grandes atractivos del libro. “Me río yo de los que dicen que las mujeres trasladan en sus escritos una realidad más dulce y bella. Las mujeres somos más conscientes del sacrificio, de la dureza. Hemos de cargar con un enorme peso, el de mantener las tradiciones. A nuestras espaldas hay una tremenda presión emocional y física. Nosotras hemos salido de casa, pero los hombres no han entrado. Todos esos conflictos están de algún modo presentes en mis relatos”, señala González.
“Lo peor de ‘lo femenino’ no es ‘lo femenino’ sino su peso, la imposición”, prosigue. “Si una mujer es dulce y combativa no puede dejar de contradecirse. Cuando se muestra dulce, obediente o silenciosa tiene la sensación de traicionar la lucha. Cuando ejercita la lucha y deja de lado ciertas cosas, teme traicionar algo íntimo”.
“Imagina un sitio donde puedas hacer lo que quieras y lo que es más difícil, caminar hacia el origen en vez de hacia la muerte. Eso es escribir”, contesta cuando se le pregunta por el sentido de la literatura para ella. Y señala que no sentir el vértigo de la página en blanco es un claro síntoma de no asumir riesgos. “Dicen que Ingres lloraba durante horas antes de empezar un retrato. Por supuesto, el resultado nunca está garantizado, pero la disposición ahí está. Sin riesgo no hay literatura. Los libros son cajas donde se puede meter cualquier cosa, un diamante o una mierda. Y tienen el mismo aspecto”, argumenta.
Isabel González, que se retrata como “obsesiva”, “cabezota” y “tenaz” (añade “maña” entre paréntesis) asegura que desde la publicación de Casi tan salvaje no ha escrito demasiados relatos, aunque ha participado en dos libros de microrrelatos junto a otras tres autoras: Isabel Wagemann, Teresa Serván y Eva Díaz Riobello. Un equipo denominado Las Microlocas, de cuyas inquietudes y afinidades ha surgido La Aldea de F, publicado por la Universidad Autónoma de México, así como un segundo volumen que, seguramente, salga a la luz en 2016. En este tiempo, además, ha ido forjando la que es su primera novela, una novela que califica como “rara” y con cuyo proceso de revisión está ahora mismo. “Mi única certeza es que la empecé. Si yo acabaré con ella o ella acabará conmigo está por ver”, señala con su habitual humor, y añade que la novela, la obra de todo autor en general, participa de la vida, de las experiencias de la vida, porque, en su opinión, “la escritura no es un proceso adiabático, un proceso que no intercambia calor con su entorno según la termodinámica”. Ella es así, utiliza términos extraños no sólo en los relatos, también en las entrevistas. Si eliminara este final le haría perder una apuesta.

SERGI BELLVER “La buena literatura es la que mancha e incomoda un poco”

Fotografía © Moramay Kuri
SERGI BELLVER (Barcelona, 1971). Todos sus trabajos han girado en torno a la literatura: editor, crítico literario, prologuista, periodista cultural, guionista, profesor de talleres literarios, librero… Responsable de obras colectivas como Chéjov comentado o Madrid, Nebraska, no se había decidido a empezar su propio trayecto narrativo hasta 2013, cuando inició su debut con el libro de relatos Agua dura, publicado por el sello gallego Ediciones del Viento. Desde hace unos meses vive en Oaxaca (México). Está concluyendo un nuevo libro de relatos que, posiblemente, verá la luz el próximo otoño y del que adelanta que derrocha “más luz, más libertad y más seguridad a la hora de contar”. / Fotografía © Moramay Kuri
Los lazos familiares y las aguas tantas veces turbias, conflictivas, de los afectos; el ajuste de cuentas con el pasado y las herencias recibidas; los costurones de la vida y los distintos matices de la orfandad, de las pérdidas. Con todo ello construye Sergi Bellver los relatos que componen Agua dura, el salto a la publicación de sus propias creaciones después de haberse adentrado en la piel de otros escritores como editor, docente o crítico literario. “Por eso”, señala, “mi caso tiene connotaciones distintas a los de otros autores jóvenes que publican su primer manuscrito sin más. Haber abordado la literatura desde distintos ángulos me llevó a ponderar muchas cosas y a no tener demasiada prisa por publicar. Quería tomarme mi tiempo y tener de veras algo que decir que, bajo mi punto de vista, mereciera la pena. Todo mi bagaje como lector, todo lo que he ido haciendo, me ha servido para reconocer y definir mi verdadera vocación, que no es otra que contar historias”.
Leyendo los cuentos de Bellver tenemos la impresión de avanzar por una carretera interminable que transcurre en medio de una naturaleza salvaje, dominante, incómoda, a través de paisajes áridos donde los personajes se enfrentan a la soledad y toman el pulso a sus fragilidades. Hay una violencia primitiva que se esconde en el fondo, una violencia que parece estar ahí, irreductible, desde el comienzo de los tiempos, y hay grandes dosis de mala suerte en las vidas torcidas de unos personajes abocados a la caída, heridos, incapaces de quitarse de encima la tristeza, reclamando “el primer trozo de mundo” que puedan llamar suyo, “locos por un resquicio de calor aunque se asfixien”.
“En esta docena de relatos hay tentativas, pruebas, errores, excesos, hallazgos, pienso que algún que otro acierto y, desde luego, varias pistas de por dónde va a seguir discurriendo mi narrativa”, explica el autor, quien considera que los graves y agudos de la voz narrativa que cree haber encontrado, y con la que sigue levantando ficciones, están ya marcados en dos de las piezas del conjunto, Propiedad privada e Islandia. En el primero, que abre el volumen, dos hermanos, Diana y David, inician un viaje hacia la búsqueda de sus orígenes, hacia una finca apartada de todo, “abandonada y tomada por las alimañas y los extraños”, que su madre les ha dejado en herencia. Es en ese viaje donde, a pesar de la distancia y el desconocimiento que hay entre ambos, se reconocen cercanos en la sordidez de los recuerdos.
El segundo es también la historia de dos hermanos, en este caso de un hermano mayor que ha de ir a buscar las cenizas del pequeño a una geografía extraña y lejana a la que éste huyó, Reikiavik, una ciudad que, en tan dolorosas circunstancias, le permite explorar su propia identidad, volver a los territorios de la niñez compartida y reconstruir la vida de quien llegó a convertirse en un extraño, un extraño capaz de hablarle desde más allá de la muerte a través de las cartas que le fue escribiendo y que él nunca quiso leer. Cartas que le estimulan a querer atreverse, por primera vez en su vida, a ser otro, a quitarse el traje de la normalidad y de las convenciones.
“En la docena de relatos que componen Agua dura hay tentativas, pruebas, errores, excesos, hallazgos, pienso que algún que otro acierto y, desde luego, varias pistas de por dónde va a seguir discurriendo mi narrativa”, explica Sergi Bellver, quien considera que los graves y agudos de la voz narrativa que cree haber encontrado, y con la que sigue levantando ficciones, están ya marcados en dos de las piezas del conjunto, Propiedad privada e Islandia.
Hay muchos registros, tonos, vertientes, intenciones y potencialidades en este libro que el autor no duda en calificar como libro de aprendizaje, en esta entrega llena de sugerencias donde la dureza y la vulnerabilidad, el frío y la emoción, se combinan con acierto y en la que se reconocen innumerables guiños literarios a todos esos autores a los que Sergi Bellver ha admirado y perseguido a través de los territorios de la literatura. El escritor lo explica así: “Agua dura es, entre otras cosas, un libro sobre la familia como fuente de conflicto, sobre la identidad, las segundas oportunidades y la búsqueda de un lugar en el mundo, y en ese aspecto hay ahí elementos vivenciales y varios demonios personales, pero convenientemente diluidos en lo literario.”
“La literatura”, prosigue, “es para mí una manera de ensanchar la vida y, aunque en todos mis relatos hay deudas y homenajes a mis tres décadas de lecturas, no escribo para demostrarle a nadie que soy un tipo listo, sino para comprender un poco más acerca de nuestra terrible y maravillosa condición humana a base de hacerme preguntas y, tal vez, lograr que el lector se cuestione también unas cuantas cosas al leerme, porque no concibo la literatura como un ejercicio ensimismado, sino como un diálogo que el lector completa por sí mismo”.
Hablando de lecturas, de gustos e influencias, dice Bellver que, pese a ser bastante ecléctico y disfrutar explorando y aprendiendo de varias fuentes, reconoce que hay una suerte de ADN en la literatura que le conmueve. “Creo que ese ADN se resume en todo lo que esté escrito con verdad y oficio”, explica, “todo lo que me revele algo de nuestras luces y sombras pero que lo haga además con un goce estético en el lenguaje. Podría desplegar un mapa con decenas de autores para explicarme, pero creo que Dostoievski, Conrad, Chéjov y Faulkner serían sin duda mis cuatro puntos cardinales para orientarme en la literatura moderna”.
Quien tan a fondo ha estudiado a los rusos, quien ha hermanado a autores españoles y norteamericanos en una antología como la reciente Madrid, Nebraska, tiene claro que, en su trayecto personal, busca encontrar “un cierto equilibrio entre el fondo y la forma, entre el qué decir y cómo hacerlo”. “Una característica de mi prosa es su visibilidad. Pienso y escribo antes en imágenes que con palabras o ideas, por eso me interesa también el guión cinematográfico. Me importa muchísimo trabajar en profundidad con el lenguaje y las distintas capas de lectura de un texto, pero ningún hallazgo formal me parece justificado si no es a favor del sentido de ese texto y de la emoción que lo narrado pueda provocar en el lector”, argumenta. Y asegura preferir “cualquier escritura excesiva o imperfecta que supiera comunicar en esencia algo valioso que una pieza de orfebrería lingüística al servicio de la nada más absoluta”.
“Una característica de mi prosa es su visibilidad. Pienso y escribo antes en imágenes que con palabras o ideas, por eso me interesa también el guión cinematográfico. Me importa muchísimo trabajar en profundidad con el lenguaje y las distintas capas de lectura de un texto, pero ningún hallazgo formal me parece justificado si no es a favor del sentido de ese texto y de la emoción que lo narrado pueda provocar en el lector”
“Como la vida, un buen texto es el que mancha e incomoda un poco para ponerte a prueba y sacar lo mejor de ti mismo, el que no te deja salir indemne. No importan los fuegos artificiales alrededor si sales igual que entraste de un libro, si sus páginas no te hicieron arder un poco y cambiar en algo, es lo mismo que con un viaje o un amor: en el fondo no te ha servido para nada”, reflexiona el autor, quien hace aproximadamente cuatro años tomó la decisión de dedicarse a la escritura “por completo, a cualquier precio”. Un precio que, reconoce haber pagado desde entonces, sin arrepentirse, “viviendo de forma austera y renunciando a muchas cosas”, pero dedicando todos sus esfuerzos a la escritura.
“Eso me hace deambular por la precariedad permanente, en un nomadeo constante y solitario en busca de las condiciones que me permitan seguir trabajando en mis libros, pero, de momento, he encontrado buenos aliados por el camino que me han ayudado a volcarme en la escritura. Con toda la humildad del mundo, siento que mi compromiso con la literatura es, para bien y para mal, absoluto e irreversible”, asegura.

ÉDOUARD LOUIS
“Creo que el sufrimiento es un aprendizaje necesario”

Fotografía © John Foley/Opale
ÉDOUARD LOUIS, bautizado Eddy Bellegueule en 1992, en el pueblo de Hallencourt (norte de Francia). Después de estudiar Historia en la Universidad de Picardía y sociología en la de París, decidió escribir su primera novela, Para acabar con Eddy Bellegueule, una obra absolutamente biográfica, publicada en España por Salamandra, que ha sobrecogido a la sociedad francesa al contar los abusos y acosos sufridos por el autor por su condición de homosexual en el entorno de pobreza, violencia y racismo de su localidad natal. Envió el manuscrito a varias editoriales y Éditions du Seuil le llamó al siguiente. día de recibirlo. Actualmente está terminando su segunda novela, donde, de nuevo, trata el tema de la exclusión, del racismo, a través de la situación de una familia de inmigrantes argelinos en Francia. / Fotografía © John Foley/Opale
Para acabar con Eddy Bellegueule, la primera obra publicada por el autor francés Édouard Louis, es una novela tan potente que perfectamente podemos definirla como un puñetazo literario. Un puñetazo porque nos sobrecoge y nos sacude, porque nos habla de sectores de la población, de modos de vida, a los que normalmente se da la espalda, de los que la sociedad acomodada no quiere saber. Un puñetazo porque nos obliga a mirar a los focos de marginación, de pobreza, de xenofobia, de violencia, que anidan en la civilizada Europa, en este caso Francia, la Francia de hoy, esa Francia que tantas veces se pone como ejemplo de libertad y de cultura.
Louis relata en primera persona el maltrato que sufrió por parte de su familia, de su entorno –una población rural de la región de Picardía– por el hecho de ser homosexual. Su testimonio, pasado por el filtro de la literatura capaz de elevar los hechos de la vida, de dotarlos de un significado profundo, se convierte en el testimonio de los diferentes, de los excluidos, de los marginados. He ahí la grandeza de una historia escrita con un lenguaje sencillo, directo, con un estilo descarnado, veraz, en el que la dureza, la brutalidad, de lo que se cuenta se combina con una  sabia dosis de humor, ese humor necesario para tomar distancia, para relatar lo que duele, lo que toca de cerca, como si todo le hubiera sucedido a otra persona, a la persona que fue el narrador, en un tiempo lejano, en otra vida ya asumida, con otro nombre, antes de entender que sólo existía una salida: escapar y empezar de cero.
“Al principio a uno no se le ocurre espontáneamente huir porque no sabe que existen otros sitios. No sabe que la huida es una posibilidad. Al principio intenta ser como los demás. Yo intenté ser como todo el mundo…”, leemos en el momento en el que el protagonista empieza a ser consciente de la fuga, la fuga necesaria para transformarse, para ser quien realmente es, para olvidar la tortura que suponía para él ser el tipo duro que los demás querían que fuese.
Louis relata en primera persona el maltrato que sufrió por parte de su familia, de su entorno –una población rural de la región de Picardía– por el hecho de ser homosexual. Su testimonio, pasado por el filtro de la literatura capaz de elevar los hechos de la vida, de dotarlos de un significado profundo, se convierte en el testimonio de los diferentes, de los excluidos, de los marginados.
Son muchas las reflexiones que despierta esta novela que se ha convertido en un fenómeno literario en Francia, con más de doscientos mil ejemplares vendidos, algo absolutamente inusual tratándose de la primera entrega de un desconocido de 24 años. Son muchos los temas que plantea, las ventanas que abre, pero en este caso, mejor escuchar las palabras del autor, optar por transcribir sus respuestas, sus argumentos, porque en ellos hay una extensión de la propia obra, de su germen; porque tras el autor que contesta, que se explica, encontramos los ecos de esa voz narrativa tan poderosa que nos conmueve y despierta.
- ¿Hasta qué punto en esta novela fuiste consciente de dar la palabra a los que nunca son escuchados, a los marginados, a los humillados?
- Sí. Fui consciente de ello. Diría que mis libros son hijos de la ausencia. Cuando empecé a interesarme por los libros, a descubrir la literatura –bastante tarde ya que en mi familia no se leía, la lectura se consideraba un signo de pereza o de feminidad para un chico-, lo que me llamaba la atención era no encontrar el mundo de mi infancia, ese mundo de pobreza, de miseria extrema, incluso en los autores a los que más admiraba. Como mucho descubría libros que hablaban del mundo obrero, pero ése no era el mundo de mi infancia: de pequeño mi madre decía que los obreros eran burgueses, ya que cobraban su salario todos los meses, mientras que mi familia sobrevivía gracias a las ayudas sociales. Éramos lo que Marx denominó el lumpenproletariado. Albergábamos mucho resentimiento contra los obreros. Por ello, en efecto, he querido dar voz a ese mundo invisible. Cuando hablo de “dar la palabra”, creo que “palabra” es algo importante. En Acabar con Eddy Bellegueule he plasmado el lenguaje de ese mundo. En el corazón de la escritura del libro, he intentado encontrar una construcción literaria que diese a entender ese lenguaje. Porque un mundo siempre es un lenguaje. Las expresiones, los dialectos, las construcciones revelan el inconsciente y las maneras de pensar de un mundo. Darle visibilidad significaba darle voz.
Lo que me llamaba la atención era no encontrar el mundo de mi infancia, ese mundo de pobreza, de miseria extrema, incluso en los autores a los que más admiraba. Como mucho descubría libros que hablaban del mundo obrero, pero ése no era el mundo de mi infancia: de pequeño mi madre decía que los obreros eran burgueses, ya que cobraban su salario todos los meses, mientras que mi familia sobrevivía gracias a las ayudas sociales. Éramos lo que Marx denominó el lumpenproletariado.
- La violencia es el gran tema de la novela. ¿Vivimos en sociedades especialmente violentas? ¿Crees que la desigualdad, que aumenta con la crisis económica, con las políticas de austeridad, fomenta aún más la violencia?
- Acabar con Eddy Bellegueule describe, en efecto, un pequeño pueblo del Norte de Francia, aislado, excluido, caracterizado por su extrema pobreza, sobre todo tras los cierres de las fábricas de los pueblos de alrededor, en las que trabajaba casi todo el mundo. Y no digo que la fábrica fuese lo mejor. Cuando veo el efecto de la fábrica en los cuerpos, el sufrimiento, la fatiga, no puedo dejar de alegrarme cuando una cierra. Pienso que es un trabajo que no debería existir. Lo que es terrible tras el cierre de una fábrica no es el cierre en sí, sino la miseria que le sigue, ya que la sociedad no ayuda lo suficiente a las personas que pierden su trabajo. Pero, como lo describo en mi libro, es cierto que esa exclusión tan fuerte que sufría el mundo de mi infancia, mi familia, mi madre, producía ella misma una gran violencia, que en el libro alcanza a todos aquellos considerados “diferentes”: a Eddy Bellegueule, pero  también a las mujeres, los inmigrantes que se ven en la televisión, etcétera. Es un principio básico que encontramos en Bourdieu, Freud o Marcuse: el principio de conservación de la violencia: cuando uno es víctima de la violencia sin cesar, y sin cesar es reproducida, como en el caso de las clases más pobres, uno termina por reproducir esa violencia sobre los demás, a otro nivel: sobre las mujeres, los homosexuales… Mi libro es la Historia de esa violencia.
- Mientras leemos la novela nos parece que estamos en el pasado, que eso no puede suceder en la Francia actual… Sin embargo, ahí está el racismo creciente en Francia, en Europa…  ¿Puede la literatura ayudarnos a entender mejor el mundo en el que vivimos, se puede convertir en un toque de atención, llegar a tocar las conciencias de un modo que no consiguen las noticias?
- Tenemos siempre la impresión de que esa violencia no existe porque es invisible, subterránea. O porque las personas no la sienten directamente.  Yo creo que la literatura puede y debe tener el poder de desplazar las miradas, de renovar las percepciones. Antes de que Simone de Beauvoir escribiese sus novelas y su ensayo El segundo sexo, no se veía tanto la violencia ejercida sobre las mujeres. Porque era invisible, estaba encubierta. Como Beauvoir, he intentado servirme de la literatura para enunciar y por lo tanto denunciar esa violencia.
- ¿Qué es la literatura para ti? ¿A qué autores admiras? ¿Cuáles te han ayudado a encontrar tu propia voz?
- Para mí la literatura es ese desplazar de las miradas. Es proponer otras maneras de ver. Y a partir de ese desplazamiento, del saber que aporta, la literatura puede enseñarnos a sufrir. Creo que el sufrimiento es un aprendizaje necesario y precisamente eso es lo que he intentado mostrar con esta novela. De pequeño, y de hecho también ahora, oía cosas como: “Ése, no es muy inteligente, pero posee una gran sensibilidad”. Sin embargo, ¿no es el sufrimiento una manera de saber? Si uno se cruza por la calle con una persona, por ejemplo, de origen argelino, o, no sé, por poner otro ejemplo, con un transexual o un negro, se dirá: “Es un transexual. Es una persona negra. Es el hijo de un argelino, o es un argelino”. Y mirará para otro lado, y pensará en otra cosa. Pero si uno se detiene ahí y se pone a investigar la historia de los argelinos, de la inmigración, de la colonización, de los negros, de la esclavitud, de la segregación y de los repetidos ataques racistas… Si uno se pone a reflexionar y quiere saber más sobre la exclusión, sobre la historia de la homofobia y todas las vidas que ha destruido, entonces podrá percibir el sufrimiento que no habría podido ver sin ese conocimiento. No digo que no sufrimos o sentimos afectos sin el conocimiento, pero éste nos permite colocarlo en un nivel de exigencia más alto. Y es a partir de ese sufrimiento y de la intolerancia que representa que podemos revelarnos. Yo, al escribir mi novela, he intentado comprender la vida de mi familia y me he dado cuenta de que ha sido una vida muy dura. Al aprender a sufrir fue cuando quise empezar a transformar la realidad.
Tenemos siempre la impresión de que esa violencia no existe porque es invisible, subterránea. O porque las personas no la sienten directamente.  Yo creo que la literatura puede y debe tener el poder de desplazar las miradas, de renovar las percepciones. Antes de que Simone de Beauvoir escribiese sus novelas y su ensayo El segundo sexo, no se veía tanto la violencia ejercida sobre las mujeres. Porque era invisible, estaba encubierta.
- ¿Ha cambiado esta novela tu vida? ¿En qué sentido? ¿Escribirla ha sido una especie de terapia, una venganza quizás?
- Mi libro ha sido lo contrario a una venganza. Es un intento de comprender. Existen grandes libros sobre la venganza, como De profundis, de Oscar Wilde, o algunas obras de Thomas Bernhard. Pero no es el caso de mi libro. Intento ser justo a la hora de comprender mi infancia, lo que por supuesto también significa hablar de su violencia, su racismo; pero como ya he dicho todo esto no es propio de los individuos, sino de las situaciones que los producen. Y por lo tanto, la venganza sería inútil.
- ¿Por qué crees que ha llegado tanto a la gente?
- Al contar la infancia de Eddy Bellegueule, al esbozar la situación de su pueblo, de las personas que lo rodean, he querido mostrar en primer lugar la experiencia de la dominación. La violencia y la humillación que atraviesan nuestras vidas y nos constituyen, que son los cimientos más o menos invisibles de nuestra existencia. Eres marica, mujer, judío, árabe, provinciano… ¿Quién no ha vivido esto? No me gusta mucho el concepto de universal, pero si hay algo que se le aproxima es la dominación. El hecho de ser mujer, homosexual, judío, inmigrante, de venir de las clases populares, de llegar de provincias a París… en algún momento de su vida, todo el mundo, o casi, es insultado o infravalorado. Y me parece que es ahí donde se han visto reflejados un cierto número de lectores, hartos de la definición dominante de la literatura, ésa que nada dice, que es un pasatiempo de la burguesía para la burguesía y que no plantea ningún problema existencial.
- ¿Tuviste problemas para publicar la novela? ¿Cómo fue el proceso, enviaste el manuscrito a una, a varias editoriales…?
- Envié el libro a varios editores, simplemente por correo, no conocía a nadie. Éditions du Seuil me llamó al día siguiente. Fue un sueño para mí. Lloré, claro. Había leído en algún sitio que fue lo que le pasó a Thomas Bernhard con Frost (Helada), su primera novela. Debo admitir que estaba un poco celoso. Y Le Seuil lo hizo realidad.

Los libros de los que se habla en este reportaje son: París D.F, de Roberto Wong (Galaxia Gutenberg); La resta, de Alia Trabucco (Demipage); El agua que falta, de Noelia Pena (Caballo de Troya); Casi tan salvaje, de Isabel González (Páginas de Espuma); Agua dura, de Sergi Bellver (Ediciones del Viento) y Para acabar con Eddy Bellegueule, de Édouard Louis, traducido por María Teresa Gallego Urrutia y publicado por la editorial Salamandra.
Créditos fotográficos:
  • Roberto Wong, Alia Trabucco e Isabel González: Fotografía © Nacho Goberna
  • Noelia Pena: Fotografía © Jina Estrada
  • Sergi Bellver: Fotografía © Moramay Kuri
  • Édouard Louis: Fotografía © John Foley/Opale

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Si algo está claro es que, aunque la crisis haya impuesto también recortes en el mercado de los libros y aplacado las ganas de asumir riesgos, se sigue escribiendo mucho

Seis nuevos narradores españoles./lecturassumergidas.com
Más de 1.000 manuscritos se presentaron a la convocatoria del Premio Dos Passos a una primera novela inédita, un galardón nacido con la vocación de apostar por nuevas voces, siguiendo la estela de la andadura inicial del célebre Nadal, que allá en la oscura etapa de la posguerra, nos dio a conocer los nombres de Carmen Laforet, Carmen Martín Gaite y Miguel Delibes, entre otros, o del Biblioteca Breve, que hizo lo propio con autores como Luis Goytisolo, Juan García Hortelano o Mario Vargas Llosa. No es fácil, hoy, en un panorama editorial tan mercantilizado, optar por descubrir territorios literarios cuyos mapas aún no han sido desplegados. No es fácil hallar, entre todo lo que se narra una historia diferente, un ángulo de visión capaz de sorprendernos.
Si algo está claro es que, aunque la crisis haya impuesto también recortes en el mercado de los libros y aplacado las ganas de asumir riesgos, se sigue escribiendo mucho. Si algo está claro es que entusiastas autores en ciernes siguen enviando sus textos inéditos a las editoriales con la ilusión de tocar al corazón, de llamar la atención del editor atento. Si algo está claro –y de ello da cuenta la proliferación de cursos y talleres de escritura– es que sigue habiendo un gran interés por contar, por contar historias, por apresar con palabras el mundo en el que vivimos.
Tomando como punto de partida el nacimiento del Premio Dos Passos, promovido por la agencia literaria del mismo nombre, este reportaje intenta explorar el nacimiento, el estreno literario de seis autores: Roberto Wong, primer ganador del Dos Passos, Alia Trabucco, Noelia Pena, Isabel González, Sergi Bellver y Édouard Louis, un fenómeno literario en Francia, a sus 24, años con su impactante primera novela, Para acabar con Eddy Bellegueule, publicada en nuestro país por Salamandra. Conscientes de que hay otras muchas óperas primas que merecen la pena, otros muchos noveles a los que llegar, los que aquí están demuestran ser poseedores de un lugar propio, de una atractiva manera de mirar, de plantearse la literatura. Ya se trate de relatos o de novelas, pese a los distintos rumbos y vertientes que representan, todos tienen en común la huida de los convencionalismos, la originalidad, la búsqueda de un lenguaje capaz de nombrar de otra manera, la exploración de la identidad, la indagación en las contradicciones de un presente que nos hace sentir muy vulnerables.

Nuestros seis protagonistas desmienten la leyenda de que el camino hacia la primera edición de un libro es muy complicado. Ninguna de sus historias nos habla de un manuscrito dando vueltas y vueltas por todo tipo de editoriales y premios hasta ser reconocido. En el caso del mexicano Roberto Wong y de la chilena Alia Trabucco, hubo galardones de por medio. Noelia Pena tuvo la suerte de encontrarse con un editor como Constantino Bértolo, conocido por su afán por explorar islas literarias a contracorriente y que en el tiempo que permaneció al frente del sello Caballo de Troya dio alas a una nueva generación de autores con ganas de hacerse preguntas, de subvertir los géneros, de narrar historias con descaro. Lo de Isabel González con Páginas de Espuma fue un flechazo. Sergi Bellver encontró en Ediciones del Viento la horma de su zapato y el francés Édouard Louis confiesa haber llorado cuando Éditions du Seuil le dio el visto bueno al día siguiente de enviar su novela.
Noelia Pena tuvo la suerte de encontrarse con un editor como Constantino Bértolo, conocido por su afán por explorar islas literarias a contracorriente y que en el tiempo que permaneció al frente del sello Caballo de Troya dio alas a una nueva generación de autores con ganas de hacerse preguntas, de subvertir los géneros, de narrar historias con descaro.
Sin embargo, esa relativa facilidad, no impide que se muestren críticos con el rumbo del mundo editorial, con sus inconsistencias, con su velocidad. “Me disgusta, y supongo que a muchos editores les pasa lo mismo, la brutal mercantilización. Ya hasta empiezo a desconfiar de cualquier libro publicado”, señala Isabel González, autora del irreverente conjunto de relatos Casi tan salvaje, quien, sin embargo suspira cuando constata que “aún quedan editoriales independientes y gente que se enfrenta a la hoja limpia con miedo”, con ganas de asumir riesgos.
La ausencia de riesgos centra también la argumentación de Noelia Pena, quien muestra en El agua que falta la capacidad de los géneros para dialogar entre sí y para abrir todo un territorio de atractivos interrogantes. “Como autora, mi tarea principal tendría que ser escribir libros y no venderlos. Al menos en teoría. Lo preocupante es que cada vez se asumen menos riesgos (pienso no sólo en autores jóvenes, sino también en propuestas que ofrezcan rupturas a nivel formal). El peligro es –creo que ha sido siempre- el conservadurismo y la uniformización que se deriva de él”, señala. “Los problemas del mundo editorial se diferencian cada vez menos de los problemas de otros sectores empresariales, si bien existe una diferencia entre un libro y un electrodoméstico (entre la literatura y el mercado). Que uno de los mayores vendedores de libros venda también electrodomésticos no parece ser una cuestión menor…”, prosigue su reflexión.
“Como en cualquier actividad humana, en el mundo editorial también aparece todo el registro de nuestras miserias y grandezas. Hay profesionales valiosos y gente incompetente, grandes maestros, verdaderos patanes y todos los grados intermedios”, toma la palabra Sergi Bellver. “Al margen de lo artístico y vocacional, el sector editorial es también un negocio y, como tal, padece a menudo la misma falta de ética y mesura que otras actividades comerciales. Me disgusta pues que se publiquen demasiados libros de escasa calidad literaria por otros intereses; que en los grandes grupos parezcan tener más voz los contables que los directores editoriales o que se le preste más atención a cualquier divo que a un verdadero escritor, pero tampoco tiene sentido rasgarse de más las vestiduras cuando vemos cosas peores en cualquier otro ámbito de la sociedad. Me parece mucho más grave, por ejemplo, que las televisiones públicas renuncien cada vez más a la cultura y al conocimiento o que la educación no sea el programa prioritario de cualquier gobierno, por no hablar de los recortes salvajes en sanidad y prestaciones sociales. Así que tampoco tenemos por qué llorar más de la cuenta desde el mundo del libro”, argumenta.
“Me disgusta pues que se publiquen demasiados libros de escasa calidad literaria por otros intereses; que en los grandes grupos parezcan tener más voz los contables que los directores editoriales o que se le preste más atención a cualquier divo que a un verdadero escritor”, señala Sergi Bellver, autor de “Agua dura”.
Autor del libro de relatos Agua dura, un primer acercamiento a sus obsesiones, marcado, de fondo, por el latido de sus aprendizajes literarios, Bellver habla con conocimiento de causa, pues ha tomado el pulso al territorio editorial desde sus muchas vertientes. Por eso se muestra muy crítico con “los grandes premios literarios amañados”, que campan a sus anchas “mientras no pocos editores, autores y periodistas elevan la voz y ejercen su conciencia social a la hora de criticar la corrupción de los políticos”. Y también con “el amiguismo, las filias y las fobias personales, que parecen seguir contando más que la meritocracia, el esfuerzo y el talento a la hora de defender y difundir una obra literaria”. Pero no es nada que no suceda en cualquier otra actividad humana, constata el escritor. “Por suerte”, dice, “en literatura sólo hay que dejar que se apague el ruido de la fiesta y el tiempo ponga a cada uno en su sitio”. Totalmente de acuerdo con sus apreciaciones –difícil expresarlo de manera más clara y contundente– dejamos que se apague el ruido y la luz de la sala, para dar paso a seis historias que, pese a todo, han sido capaces de emerger con el impulso de sus hallazgos, de sus miradas al margen. Estáis, pues, invitados a estos seis estrenos de Literatura.

ROBERTO WONG
“A mí la literatura me trastocó la vida”

Roberto Wong © Nacho Goberna 2015
ROBERTO WONG: (Tampico, estado de Tamaulipas, México, 1982). Ha vivido en Londres, en Ciudad de México y ahora en San Francisco. Con París D.F, publicada por Galaxia Gutenberg, ha ganado la primera edición del Premio Dos Passos a una ópera prima. Aunque su trayectoria literaria no ha hecho más que comenzar dice haber aprendido ya que la literatura es un combate largo; que los textos maduran y que no debe haber prisa por publicar. Escribe reseñas literarias para distintas revistas, tiene un blog donde habla de sus lecturas (http://el-anaquel.com/) y actualmente está trabajando en dos proyectos: uno de ellos es una reflexión sobre la memoria; el otro continúa en la línea de París D.F: lo imposible, lo imaginario, como un acto de rebeldía ante la realidad / Fotografía © Nacho Goberna
En París D.F Roberto Wong nos habla de las coincidencias, de los signos ocultos, del destino, de la ley de las probabilidades, de la casualidad, de las variantes. Lo hace a través del personaje de Arturo, un joven perdido, a la búsqueda de su lugar en el mundo, que se dedica todo el tiempo a hacer convivir dos geografías, a sobreponer dos mapas. Cuadrando medidas, distancias y escalas, el protagonista coloca sobre el plano de la capital mexicana, esa ciudad real, canalla, violenta, difícil, oscura, de la que se queja continuamente y donde apuntala sus frustraciones, la superficie de los 105 metros cuadrados de París, la urbe recreada por la imaginación, en la que proyecta sus sueños y deseos.
Es por ese mapa doble por el que paseamos los lectores de esta novela, buscando sus localizaciones, avanzando, mientras pasamos las páginas, por paraderos nada previsibles que nos confunden y nos llevan a perdernos en callejones siniestros, en estancias perturbadoras, en laberintos nada recomendables. Es por ese mapa doble por el que, con una voz atrevida, con un estilo arriesgado, nada acomodaticio, nos conduce Wong. Por las rutas, llenas de hallazgos imprevistos, que nos va marcando, nos movemos con sensación de inestabilidad, anhelando un cierto orden al que asirnos, pero comprendiendo muy pronto que ese orden es imposible, que las casualidades, en este caso la mala suerte del protagonista, nos conducen al caos, a una realidad de ensoñación unas veces y de pesadilla otras.
La misma desorientación está en el germen de la novela. “La imagen de un mapa de París sobrepuesto sobre el de la Ciudad de México fue lo primero que apareció en mi cabeza. Era 2011 y yo había ido a París para tratar de salvar una relación que al final se fue al carajo”, cuenta el autor, quien se recuerda en aquel viaje persiguiendo al fantasma de Hemingway entre las calles de la Ciudad de la Luz; yendo a los cafés, a los barrios en los que él estuvo, perdiéndose en las mismas calles, entre los anaqueles de Shakespeare & Company, entre los carros de los bouquinistes, buscando la revelación, el milagro…”
“La imagen de un mapa de París sobrepuesto sobre el de la Ciudad de México fue lo primero que apareció en mi cabeza. Era 2011 y yo había ido a París para tratar de salvar una relación que al final se fue al carajo”, cuenta el autor, quien se recuerda en aquel viaje persiguiendo al fantasma de Hemingway.
“Supongo que la epifanía llegó cuando los dos mapas se cruzaron”, prosigue, asegurando que anotó la idea en un cuaderno y que tardó más de seis meses en escribir sobre ella. “Esa idea fue creciendo y derivó, de manera lógica, en un viaje, en un itinerario. Entonces fui tejiendo en los puntos del mapa mis afectos, no sólo literarios, sino también personales, una serie de nostalgias y anhelos que orbitaban entre los polos del amor perdido y el deseo de convertirme en escritor”, explica. Así se sintió al dar forma a la novela en 2012. Así lo relata, señalando que el primer borrador lo terminó en octubre de ese mismo año, una madrugada que coincidió con el aniversario de la muerte de su padre. “Curiosa coincidencia”, dice. Las sorprendentes coincidencias en la vida, en la literatura, parecen marcar ya el camino de un territorio literario muy particular.
Un territorio del que el autor ha empezado a dibujar sus contornos gracias al Premio Dos Passos a una primera novela, un galardón que ha convertido para él la experiencia de la publicación en algo sencillo, placentero. “Todo ha llegado como un sueño. La experiencia del premio la vivo con dicha y la celebro, pero me parece que la literatura está más allá de la publicación. Así como en París D.F. hay una falla entre la realidad y el deseo, en mi experiencia con la escritura siempre ha existido una fisura entre mis aspiraciones y mi capacidad creadora. Creo que la misión del escritor es tratar de cerrar esa brecha, aunque esto de entrada sea imposible”, explica Wong.
París D.F es una novela que nos lleva de la mano a las ciudades que añoramos, esas en las que soñamos que podemos alcanzar la felicidad, pero que también nos enfrenta a las ciudades que pueden llegar a dolernos, a herirnos, donde todo está contaminado por el afán de supervivencia y por la rutina. El escritor, actualmente afincado en San Francisco y acostumbrado a tomar el pulso a las ciudades a las que viaja por motivos de trabajo en una empresa de transacciones vía Internet, lo explicaba así en su reciente viaje a Madrid (ciudad que, por cierto, le conquistó de inmediato con su viveza): “París D.F es un acto de rebeldía contra la realidad, más que una respuesta subversiva contra las ciudades. En cierta forma, los contrastes no son otra cosa que esa ambivalencia entre amor y espanto que vivimos en cualquier urbe, como dice Borges en su poema a Buenos Aires. El ejemplo del Distrito Federal es emblemático porque la violencia está a salto de mata, pero me parece que lo que motiva al personaje a buscar una ciudad en otra es la necesidad de escapar del hastío. Ante lo monstruoso cotidiano, Arturo decide apostar por la ficción. En ese sentido, su búsqueda de París no deja de ser un tanto quijotesca”.
El tratamiento descarado, osado, del sexo, de la violencia, emparenta a Roberto Wong con otros autores latinoamericanos de las últimas generaciones. Todo puede suceder, o no, en la ciudad de los mapas superpuestos. Todo nos puede llevar hacia la luz o hacia lo oscuro. Instalado en ese punto, el protagonista cae del lado de la mala suerte. Desea que suceda algo, pero lo que sucede es un crimen en la farmacia en la que trabaja. Una desgracia que trastoca su destino. El muerto cae a sus pies abatido por la policía, se parece demasiado a él y esa casualidad hace que su identidad se tambalee, que inicie una pesquisa peligrosa. Los caminos se bifurcan en distintas direcciones, las tramas se enredan y nos dejan, a los lectores y lectoras, huecos para hacer nuestras propias interpretaciones, para realizar nuestro viaje particular, para soñar nuestro sueño.
París D.F es un acto de rebeldía contra la realidad, más que una respuesta subversiva contra las ciudades. En cierta forma, los contrastes no son otra cosa que esa ambivalencia entre amor y espanto que vivimos en cualquier urbe. El ejemplo del Distrito Federal es emblemático porque la violencia está a salto de mata, pero me parece que lo que motiva al personaje a buscar una ciudad en otra es la necesidad de escapar del hastío. Ante lo monstruoso cotidiano, Arturo decide apostar por la ficción. En ese sentido, su búsqueda de París no deja de ser un tanto quijotesca.”
Como señalaba el autor, Hemingway fue una inspiración cuando la novela apenas era una intuición, una imagen, pero quienes emprendemos su viaje pensamos de inmediato en la Rayuela de Cortázar. El París del autor argentino es idealizado, actualizado, modernizado por la mirada, los pasos, la respiración de Roberto Wong, quien reconoce, además, el trasfondo de guiños y diálogos con otras lecturas a las que les debe mucho, así la poesía, resumida en dos versos muy significativos de Jaime Gil de Biedma: “Ahora, voy a contaros / cómo también yo estuve en París, y fui dichoso”; así textos como Nadja, de André Bretón; Velador de noche, soñador de día, de Luis Eduardo Rivera, u Ojerosa y pintada, de Agustín Yáñez. “He pasado varias noches escarbando citas, lugares, anotando direcciones, datos, itinerarios”, escuchamos al protagonista. “En todo caso, la novela es un homenaje modesto a todos ellos”, nos dice el autor.
No puede ser de otro modo tratándose de alguien que reconoce deberle más a la lectura que a la escritura. “Con cada libro me siento como el Kublai Khan de Calvino, viendo lo que otros ven y viviendo lo que otros viven”, señala Wong. “No sabría explicar a ciencia cierta”, prosigue, “cuándo fui consciente de ello, cuándo se produjo la transformación, pero, en mi caso, me queda claro que el encuentro con la literatura trastocó mi vida. En medio de lo previsible, es posible todavía ensanchar nuestra visión del mundo a partir de los libros. Para el escritor, crear otros universos a través del lenguaje es una suerte de milagro. Lo que antes no existía de pronto es visible. Para mí, hoy, la escritura es, definitivamente, una manera de estar en el mundo, la única que me permite sobrellevar el absurdo de los días”.
París D. F es una novela que participa de esa filosofía, que nos habla, entre otras muchas cosas, de la búsqueda del amor verdadero, ese amor imposible que tanto añora el protagonista, y también de lo que hacemos y de lo que querríamos hacer, aunque no siempre seamos capaces de dar el paso para conseguirlo. Estamos ante una novela inconformista, de iniciación. Hay un momento en el que Arturo le dice a su amigo Gonzalo: Somos lo contrario a los raros, somos lo común, lo que a nadie importa, los que vamos a los minisúper, los que trabajamos como cajeros en el banco, los que servimos la gasolina...” Wong da la entrada, nombra, a la gente común, “los de vida plana, los sin emociones” en una entrega que invita a ir más allá de lo trazado, a viajar a otros lados con el poder de la imaginación.

ALIA TRABUCCO “La violencia, la rabia, siguen presentes en el Chile de hoy”

Alia Trabucco © Nacho Goberna 2015
ALIA TRABUCCO: (Santiago de Chile, 1983). Proviene de una familia de periodistas y cineastas. Estudió derecho en la Universidad de Chile y Escritura creativa en la Universidad de Nueva York. Actualmente reside en Londres, con una beca para realizar un doctorado sobre literatura latinoamericana. Además de investigar y escribir, trabaja como editora en el sello independiente Brutas Editoras. Con su primera novela, La resta, publicada en España por Demipage, se ha alzado con el Premio a la Mejor Obra Literaria Inédita concedido por el Consejo Nacional de la Cultura y de las Artes de Chile. Guarda en sus cajones relatos de distintas épocas y está inmersa en varios proyectos de poesía que no sabe si llegará a publicar / Fotografía © Nacho Goberna
Llueven cenizas sobre Santiago de Chile mientras tres jóvenes, Felipe, Iquela y Paloma, intentan encontrar sus presentes entre los escombros del pasado. Los tres han escuchado, han absorbido, las historias que les han sido contadas por sus padres y abuelos sobre la dictadura, la resistencia clandestina, las listas negras, los desaparecidos. Han sentido como el miedo, la culpa, la rabia, les eran inoculados desde la infancia y, poco a poco, han ido identificando sus frías y resbaladizas texturas, pero necesitan encontrar sus propias narraciones; hacer brotar un nuevo lenguaje de entre capas y capas de recuerdos y olvidos; dar forma al grito enmudecido, a ese legado de plomo que se ha filtrado por las ventanas de la vida, que ha llenado las páginas de los libros y acordonado los corazones.
En La resta, Alia Trabucco anda y desanda los caminos ya recorridos por otros muchos autores que antes que ella se han hecho preguntas y han buscado entender, asumir, pasar la página. No es nuevo lo que cuenta, pero sí la forma en que lo hace, esa voz original que busca rasgar los cimientos, las conformidades, las sumisiones, para extraer minerales hasta ahora ocultos. “Porque solo vaciándome sería capaz de encarar ese viaje (deshaciéndome de costras, penas, lutos; pagando con lutos esa pena incalculable, una deuda que nos desfalcaría hasta dejarnos mudos)…” leemos en esta novela en la que se van contando los huecos que dejan las ausencias y se van perfilando los contornos de las grietas generacionales. “Mamá, perdóname, no sé dónde buscar esas cosas tuyas, de otro tiempo…”, escuchamos la voz de Iquela. Y en otro momento la vemos reflexionando sobre esas palabras de doble significado, palabras en las que tropezar y equivocarse, porque para los padres de la dictadura, los que lucharon en la clandestinidad, “una chapa no era la cerradura de una puerta, una cúpula no era el techo de una iglesia, un movimiento no era una acción, ni una facción un rasgo de la cara...”
Hipnótica, levantada sobre poderosas metáforas, la ópera prima de Trabucco nos lleva a respirar en algunos de sus trechos como si estuviéramos atravesando un poema y nos atrapa en la plasticidad de unas imágenes no exentas de un cierto toque surrealista, como cuando vemos a Felipe destrozar a un loro, tragarse la córnea de un ojo de vaca o pasear por Santiago comiéndose los tallos y el polen de las flores, primero rosas que “usaba y tiraba al suelo para después perseguir a los acantos, con sus lenguas blancas y su olor dulce, tan rico que las chupaba como flautas…
La autora construye atmósferas de alucinación y nos conduce a planos y situaciones ambiguas: las escenas borrosas presenciadas en la niñez, las imágenes televisivas de fosas enormes, los secretos guardados muy al fondo de los cajones, las turbias experiencias sexuales, las relaciones equívocas del trío de protagonistas en su loco trayecto (itinerario, fuga, liberación) en busca de un féretro perdido en su repatriación desde la Alemania del exilio. La ambigüedad, la extrañeza, es el camino idóneo para hablar de la desorientación, de la búsqueda, de las orillas en las que se van construyendo las identidades. Y, por encima de todo, del duelo, del espeso y difuso manto del duelo colectivo. “La urgencia por sacar esas cuentas (por recopilar datos, cuerpos) es proporcional a la necesidad de un duelo que encuentra su forma contando tanto historias como muertos...”, señala en el epílogo que acompaña a la narración la escritora Lina Meruane, quien califica la novela como “un viaje iniciático sin retorno”.
La autora construye atmósferas de alucinación y nos conduce a planos y situaciones ambiguas: las escenas borrosas presenciadas en la niñez, las imágenes televisivas de fosas enormes, los secretos guardados muy al fondo de los cajones, las turbias experiencias sexuales, las relaciones equívocas del trío de protagonistas en su loco trayecto (itinerario, fuga, liberación) en busca de un féretro perdido en su repatriación desde la Alemania del exilio.
Más de tres años le llevó a Alia Trabucco poner en pie esta entrega. Fueron más de tres años de pensárselo, de ir probando hasta que pudo construir las tres voces narrativas. “Ellas son lo esencial en la narración, junto con el lenguaje, el ejercicio de armar y desarmar ese lenguaje. La trama es lo de menos”, señala. Y confiesa que fue consciente de que no era nada fácil aportar algo nuevo a un tema como el de la memoria, un tema, por otra parte, inagotable, en cuyas fuentes bebió con fruición. Pensadores como Primo Levi y Hannah Arendt, escritoras como Herta Müller, autores más cercanos geográficamente como Nona Fernández, Alejandra Costamagna, Felipe Becerra, Álvaro Bisaura o María Eva Pérez, están en la trastienda de La resta. Todos influyeron, de algún modo, en el apasionante camino de elaboración de la novela.
Lo que hace Alia Trabucco en La resta es contar, de una manera diferente, haciendo uso de un diccionario renovado, las vivencias de su generación, una generación que no vivió la dictadura. “Sólo a través de otro lenguaje podía descubrir aspectos diferentes, hablar de esa etapa a través del resentimiento, incluso del humor, de un modo políticamente más activante, más motivador. Se trataba de salir fuera, de emprender un viaje para hallar sentidos diferentes y también de enrarecer el paisaje, los cuerpos, la sexualidad. El Santiago que se dibuja en la novela es un Santiago enrarecido, asfixiante…”, va explicando.
¿Cómo crecer asumiendo, superando, tanta tragedia, tanto dolor, tanto silencio acumulado? es el gran interrogante que abre esta novela en la que la autora ha buscado no darlo todo digerido a los lectores. “He querido plantear preguntas difíciles sobre el dolor, sobre el dolor de los padres, de los hijos… Se trata de preguntas que yo misma me he formulado, con las que he sufrido y que me han acompañado durante todo el proceso de la escritura”, asegura. Preguntas que parten de muy atrás, de la infancia, una especie de ventana desde la que ver los acontecimientos al trasluz. “Se trata de una infancia no idealizada, porque, aunque los protagonistas eran niños en los tiempos de Pinochet y en los primeros años de la Transición, también palpaban la violencia, una violencia soterrada que traspasaban a sus juegos”, señala Trabucco, para quien, esa violencia, esa rabia, siguen presentes en el Chile de hoy y hay que asumirlas sin ningún tipo de temor”.
“He querido plantear preguntas difíciles sobre el dolor, sobre el dolor de los padres, de los hijos… Se trata de preguntas que yo misma me he formulado, con las que he sufrido y que me han acompañado durante todo el proceso de la escritura”, señala la autora de La resta, una novela que busca no darlo todo digerido a los lectores.
“Nos han enseñado que la rabia, el resentimiento, son feos. Nos han enseñado a normalizar el miedo, a utilizarlo como barrera para no desestabilizar las cosas. Y es necesario que haya temblores para que surja lo nuevo”, reflexiona esta mujer expresiva, observadora, combativa, que en su paso veloz por Madrid para presentar la novela, mostró mucha curiosidad por el momento de ruptura que se está viviendo en España a nivel social y político, por el contraste entre el surgimiento de nuevas formaciones y plataformas ciudadanas, impulsoras del cambio de rumbo, y el endurecimiento de leyes de seguridad que intentan amordazarlo.
“En los procesos de transición en España y en Chile tras las dictaduras hay muchas similitudes. En Chile el pacto de silencio se rompió muy tardíamente, a los 40 años del golpe. Yo vivía entonces en el extranjero, pero justo estuve allí en esos momentos en los que, de pronto, todo empezó a salir a la luz y fuimos conscientes de lo profunda que había sido la capa de silencio ante el terror vivido. En cierto modo me preocupó que todo eso llegara a banalizarse, que se convirtiera en una mera repetición vacía de contenido”, declara.
Trabucco habla del latido del pasado, de “la tensión existente entre la necesidad de desprenderse de él y el deseo de quedarse con algo para siempre”. Dice que los silencios, las caretas de la represión, forman parte de “una sociedad muy reprimida, muy temerosa, un poco traumatizada todavía”. Señala que fuera se ha vendido la imagen del crecimiento económico, pero que “el neoliberalismo brutal ha provocado grandes desigualdades”. “Es tal el nivel de conservadurismo”, asegura, “que cualquier pequeño avance es visto como una amenaza: en la educación, en lo que respecta a la situación de la mujer, tan precaria que no se acaba de admitir el aborto ni siquiera en los casos extremos de violación. Hasta ahora los chilenos se han conformado con lo poco que se ha ido consiguiendo. Con Michelle Bachelet, la actual presidenta, se están impulsando cambios, pero no son suficientes. Creo que ahora estamos empezando a creer que podemos pedir más”, sigue argumentando la escritora. Y todos sus argumentos, lejos de estar fuera de los márgenes, de la novela, la explican, porque el proceso de crecimiento, de liberación, de los personajes de La resta puede entenderse también como la necesidad de crecer de toda una sociedad hasta ahora intimidada.
Alia Trabucco entiende la literatura “no como un espacio privilegiado, ensimismado, elitista, sino como un lugar desde el que debatir, discutir, dialogar. Asegura que son muchos los autores que le interesan, pero, sobre todo aquellos que se muestran “más críticos, más radicales”, aquellos “que son capaces de hablar de los extraños momentos que vivimos e incluso de adelantarse a los acontecimientos”. “Siempre estoy buscando ser interrogada por ellos y siempre estoy atenta a lo que tienen que contarme mis contemporáneos”, asegura. Entre los nombres que cita está la autora rumano-alemana Herta Müller, a la que califica como “difícil, conmovedora, poderosa” y de la que ha tomado una cita (“La recolección es nuestra forma de duelo”) para iniciar la andadura de La resta.


NOELIA PENA “El capitalismo es una verdadera fábrica de miedo”

Pena
NOELIA PENA: (Santiago de Compostela, 1981). Estudió Filosofía en la Universidad de Barcelona. Colabora en la sección “Culturas” del periódico quincenal “Diagonal”; participa en distintas iniciativas y publicaciones colectivas y centra especialmente su atención en la red y su influencia sobre la subjetividad. Reconoce que El agua que falta, publicado en el sello Caballo de Troya, no hubiera sido posible sin el impulso del editor Constantino Bértolo. Algunos de los textos que conforman el libro fueron publicados primero en la red. “La experiencia de conocer y hablar directamente con lectores, de compartir lo escrito, ha sido fundamental”, afirma. Actualmente trabaja, con tranquilidad, en una nueva narración, “arañando tiempo para continuar escribiendo en un mundo en aceleración constante que no pone las cosas fáciles” / Fotografía © Jina Estrada
De múltiples maneras las líneas divisorias que hemos aprendido a trazar, y entre cuyos límites nos movemos a lo largo de nuestra vida, nos hacen aún más difícil vivir. El pequeño horizonte de seguridades, que tanto nos esforzamos en decorar, acaba tomando la forma de un espacio no sólo limitado, sino limitante. ¿Cómo puede ser que hayamos llamado seguridad a los escasos tres pasos que conseguimos dar antes de tropezar con la siguiente pared? ¿Nos protege de algo esta fina pared? Ni tan sólo de nosotros mismos. Pero levantamos muros y añadimos todo tipo de paneles divisores a un mundo que nunca parece llegar a estar suficientemente dividido”. Así comienza El agua que falta, de Noelia Pena, un libro diferente, que escapa a los encasillamientos, una danza armónica, abierta, vivaz, furiosa a tramos, pero también contemplativa, que juega con los géneros y hace convivir la reflexión con la narración, el diario con la poesía y el aforismo, la literatura con la filosofía y con el análisis sociológico y político.
La literatura puede servir de refugio, pues nos ayuda a reducir los decibelios del ruido del mundo y a tomar conciencia del tiempo, algo que cada vez resulta más difícil”, señala la autora, cuya hoja de ruta creativa parte de una posición “de firme rechazo y rebeldía” a la hora de enfrentarse y poner en entredicho los discursos más oficiales y autorizados. “¿Cómo adaptarnos a lo intolerable? ¿Quién lo ordena?” (…) “¿Cómo se combate el miedo que generan los medios de comunicación y que a su vez gestiona la propia política…? son algunas de las preguntas que se plantean en una entrega que, efectivamente, se levanta contra el pensamiento único, contra la uniformidad, contra esas verdades inamovibles que nos vende el sistema, contra esos conformismos y sumisiones ante los que la autora decide abrir interrogantes osados y lanzar un no resistente y combativo. No a gestionar el tiempo como nos dicen que lo gestionemos. No a sentirnos cómodos haciendo los trabajos que quieren que hagamos. No a vivir, ni a viajar, ni a sentir, siguiendo dócilmente las pautas establecidas por la sociedad de consumo.
“La literatura puede servir de refugio, pues nos ayuda a reducir los decibelios del ruido del mundo y a tomar conciencia del tiempo, algo que cada vez resulta más difícil”, señala Noelia Pena, cuya hoja de ruta creativa parte de una posición “de firme rechazo y rebeldía” a la hora de enfrentarse y poner en entredicho los discursos más oficiales y autorizados.
La literatura es para mí un campo de batalla, puede que no sea el más idóneo, pero sí se puede integrar dentro de una sucesión de frentes (calle, casa, trabajo…). La ayuda que puede ofrecer la literatura para evitar la desaparición de un convenio laboral colectivo, por poner un ejemplo, es más bien escasa. Pero también es cierto que nuestras vidas están empapadas de narraciones. Narraciones que están presentes tanto en el modo en que nos explicamos –qué hacemos y qué no hacemos o qué deseamos hacer– como en las decisiones que tomamos, en las que evidentemente entran en juego múltiples factores: las personas con las que hablamos, las personas que hemos amado alguna vez y, también, por supuesto, los libros que hemos leído”, argumenta Noelia Pena.
¿Cabe rebelarse ante este presente de pérdidas y precariedades? ¿Debe la literatura, la creación en todas sus vertientes, hoy, formular las preguntas necesarias ante la crisis, ante las trampas de la crisis? Son cuestiones que se convierten en necesarias al recorrer las páginas de este inquieto compendio de narraciones, de fragmentos arrancados al presente, a la vida. “Ante las injusticias no cabe otra cosa que rebelarse, al menos si no queremos convertirnos en sus cómplices”, contesta la escritora. “En la actualidad, el hecho de defender ciertos derechos que nos permitan tener una vida digna (sanidad, educación, vivienda…) nos convierte necesariamente en rebeldes, ya que tenemos que negarnos al desmantelamiento de lo público, al que asistimos desde hace ya años, antes incluso de que la crisis tuviese su comienzo oficial”, prosigue, convencida de que “una de las tareas de la literatura es la de ayudarnos a entender mejor la realidad en la que vivimos, hacer accesibles algunas de sus regiones desconocidas o que simplemente pasan desapercibidas”.
“Ante las injusticias no cabe otra cosa que rebelarse, al menos si no queremos convertirnos en sus cómplices. En la actualidad, el hecho de defender ciertos derechos que nos permitan tener una vida digna (sanidad, educación, vivienda…) nos convierte necesariamente en rebeldes, ya que tenemos que negarnos al desmantelamiento de lo público, al que asistimos desde hace ya años, antes incluso de que la crisis tuviese su comienzo oficial”.
El miedo, la necesidad de romper con los miedos, es uno de los grandes temas, uno de los puentes que enlazan unos textos con otros. “El miedo es la gran construcción humana”, escribe Pena. “El miedo es central, sí. El miedo atraviesa la historia. Desde siempre el poder ha generado y gestionado sus propios miedos. Cuando no tenemos trabajo, tenemos a no encontrarlo, pero en cuanto encontramos uno, tenemos miedo a perderlo. Se trata de un círculo vicioso”, reflexiona. “El capitalismo es una verdadera fábrica de miedo, al hacernos sentir solos y aislados, al enseñarnos a ver a los demás como una amenaza, como mera competencia de la que es necesario deshacerse. Infundir miedo ha sido siempre la mejor táctica para lograr la obediencia. Por eso me pregunto qué seríamos capaces de pensar sin miedo”.
Nacida en Santiago de Compostela en 1981, Noelia Pena cuenta que la escritura siempre la ha acompañado, desde los diez años, cuando hilvanó sus primeros poemas, poemas que escribía en una libreta y que enseñaba a Marisa, su profesora de lengua de EGB. “Ella, que se convirtió en mi primera y única lectora hasta el instituto, ahora ha podido leer mi libro. Ha sido un feliz reencuentro”, comenta. Y confiesa que al principio pensaba que lo importante era conocer muchas palabras y que hacía unas listas larguísimas con sus búsquedas en el diccionario. “Pero, en realidad, mi voz se ha ido afinando a través de mis lecturas a lo largo de los años y gracias a que no he dejado de escribir ni de leer en voz alta. Para mí es muy importante que mis textos soporten una lectura en voz alta, me ayuda a reconocer las palabras de las que puedo y no puedo prescindir”, explica.
Dice que nunca ha asistido a ningún taller de escritura y constata que su biblioteca no es muy amplia y que, sobre todo, relee libros de poesía. “No me separo de Arturo Carrera, por quien siento verdadera admiración (devoción incluso, me parece el mejor poeta vivo de todos cuantos conozco). Vuelvo mucho a Carlos Drummond de Andrade. Me gusta la precisión de la mirada en los poemas de Raymond Carver. Leo a Luís Seoane para no olvidarme de que los emigrantes tienen nombre propio. Y cuando creo que estoy perdiendo el sentido de la medida y el humor leo a Wislawa Szymborska. En cuanto al ámbito de la filosofía, sigo releyendo Mil mesetas, de Deleuze y Guattari. También me acompañan y siguen dando fuerza los libros de Santiago López Petit, desde su Horror vacui hasta el reciente Hijos de la noche”.
Confiesa que al principio pensaba que lo importante era conocer muchas palabras y que hacía unas listas larguísimas con sus búsquedas en el diccionario. “Pero, en realidad, mi voz se ha ido afinando a través de mis lecturas a lo largo de los años y gracias a que no he dejado de escribir ni de leer en voz alta. Para mí es muy importante que mis textos soporten una lectura en voz alta, me ayuda a reconocer las palabras de las que puedo y no puedo prescindir”, dice la autora de El agua que falta.
Entre los muchos atractivos de El agua que falta destaca el trabajo con el lenguaje, ese lenguaje cristalino con el que la autora consigue apresar sus pensamientos, sus preocupaciones, su mirada sobre la realidad. Esa búsqueda de palabras nuevas, no manoseadas, con las que nombrar las cosas, con las que tomar el pulso a las circunstancias del ahora desde un ángulo no habitual, imprevisto. Esa permanente indagación en la apertura de nuevos espacios de enunciación. Porque “La violencia del lenguaje consiste en decir lo que aún no está dicho, lo que no existe porque no  ha sido aún nombrado. El acto de creación es un acto de violencia”, leemos en un momento dado. Y también: “Tomar la palabra es tomar la medida del mundo”.
La búsqueda de un lenguaje incontaminado; la reivindicación del pensar;  la llamada a recuperar el tiempo propio, son los motores creativos que impulsan el recorrido. “Entiendo la creación como un proceso de transformación, como un no conformarse con lo que ya se es, con lo que ya se hace, con lo que ya se piensa, sino intentar nuevas cosas. Es un proceso de indagación y de conocimiento, en realidad, de ampliar las posibilidades de vida, más ahora, inmersos como estamos en un proceso de recorte de libertades que no parece querer detenerse”, explica la escritora.
Pena señala que la estructura y heterogeneidad de sus escritos obedece a la creencia de que no hay un lugar privilegiado desde el cual poder acercarse y enfrentar la realidad y desde el cual poder escribir. Quienes recorremos las páginas de su libro percibimos la fuerza de los fragmentos más reflexivos y contestatarios, pero también la emoción que despiertan esas otras piezas más narrativas, construidas con los materiales de la ficción, caso de El baile, donde una niña es consciente por primera vez de la existencia de la muerte, o El  trueno, un bello relato que, a partir de la lectura de La montaña mágica, de Thomas Mann, habla de la complicidad entre la literatura y la vida, de las muchas cosas que pasan mientras leemos un libro, tanto dentro como fuera de sus márgenes.

ISABEL GONZÁLEZ “Las mujeres hemos de cargar con el peso de las tradiciones”

Fotografía © Nacho Goberna
ISABEL GONZÁLEZ (Zaragoza, 1972). Según reza la nota biográfica de su editorial creció en una gasolinera a las afueras de la localidad de Ejea. Se licenció en periodismo y ha ido combinando la escritura con su trabajo como infografista. Actualmente reside en Madrid. Profesora de microrrelatos, algunas de sus minificciones se han publicado en antologías como Por favor sea breve 2, publicada por Páginas de Espuma, el mismo sello donde ha visto la luz su primer libro de relatos, Casi tan salvaje. Ahora mismo trabaja en el proceso de corrección de su primera novela./ Fotografía © Nacho Goberna
Hace ya tres años de la publicación de Casi tan salvaje, el libro de relatos con el que Isabel González abrió la puerta a su particular bosque literario, pero ni el paso del tiempo ni la velocidad impuesta por los ritmos editoriales han conseguido que quienes en su día nos adentramos en sus espesuras y en sus claros olvidemos el descaro de la mirada, la provocación de unas narraciones que buscan morder los bordes de la normalidad y abrir fisuras, heridas, allí donde todo parece dormir plácidamente. Como un gato de suave pelaje, recostado tranquilamente en el confortable sofá de una casa cualquiera, que de pronto afila sus uñas y nos ataca. Así son algunos de los cuentos de esta mujer que recuerda la liberación que experimentó al ver que sus escritos, todo lo que había imaginado en la intimidad, salían a la luz.
“Algo te atora y lo expulsas y da alegría, claro, pero también dudas. Lo que me preocupaba mientras escribía era encontrar un modo de expresión que reflejara la forma real (cruel, humorística y azarosa) de relacionarnos con el mundo, aunque también es posible que el mundo real esté desapareciendo y empiece a imitar al virtual, tan práctico y previsible que no deja sitio a la complejidad”, la dejamos que se explique. “Encontrar editorial no resultó complicado. Con Páginas de Espuma fue un flechazo: conocernos y cazarnos. Pero sí me intimidó exponer el lado oscuro ante aquellos que me quieren y que, en cierta forma, se sienten responsables de mi felicidad”.
El lado oscuro, lo sombrío, lo grotesco, lo oculto, lo que no llegamos a percibir porque el calendario de las preocupaciones y ocupaciones cotidianas es demasiado intenso y lo cubre todo de reglas y restricciones. Por eso resultan agitadoras las piezas de González, porque estimulan a mirar hacia los ángulos de lo imprevisto, de lo que anida en el inconsciente o se esconde al fondo de cajones olvidados; porque impulsan a quebrar los márgenes de lo asumido sin ofrecer ningún tipo de resistencia; de lo que hemos idealizado, sin reproche alguno, porque nos han enseñado a idealizarlo. No es amor lo que se pide. Son muchas cosas pequeñas y sin descanso. Una tras otra. No sé por qué lo llaman amor“, se inicia el relato que inaugura el volumen. “Porque lo normal es perder un guante, fue encontrar tres en mi bolso y volvérseme el mundo una incógnita, un planeta sin leyes, un abismo sin baranda hasta que hallé a la mujer de tres manos y se los regalé”, leemos en otro.
El lado oscuro, lo sombrío, lo grotesco, lo oculto, lo que no llegamos a percibir porque el calendario de las preocupaciones y ocupaciones cotidianas es demasiado intenso y lo cubre todo de reglas y restricciones. Por eso resultan tan agitadoras las piezas de González, porque estimulan a mirar hacia los ángulos de lo imprevisto, de lo que anida en el inconsciente o se esconde al fondo de cajones olvidados.
A Isabel González no puedo dejar de imaginarla muy temprano por la mañana escribiendo, la larga melena sobre el teclado que se va llenando de palabras, de asociaciones de palabras insólitas, de juguetones cambios de sentido. Ella misma cuenta que los recuerdos, las imágenes, los brotes de la creación, le surgen en esas horas silenciosas en las que todo descansa, en las que los niños duermen y los quehaceres del día a día aún no son una amenaza. Entonces percibe que hay un estado de conciencia diferente, limpio, una mayor lucidez para pensar y para encontrar esos huecos por los que deslizarse, todas esas entradas a lo extraño, que a cualquier otra hora del día permanecen cerradas. A Isabel González la visualizo también en otro escenario, su lugar de trabajo habitual, el departamento de infografía del periódico El Mundo, concentrada en esos gráficos que intentan encerrar los datos, el esqueleto, de las noticias, mientras el diablillo travieso que lleva dentro pugna por lanzarse a correr hacia los territorios de la imaginación, hacia el bosque habitado por monstruos y seres que se esconden, que huyen, que ven más allá de las lindes de lo cotidiano.
¿Sabes qué ha sucedido? Que no había queso rallado, que los niños dormían y que tú no estabas. Que quise ponerme el vestido de seda y que ya no había vestido; que al retirar la funda, encontré mil larvas adheridas a la percha; los botones por el suelo como ojos de plástico. Podría hervir los capullos e hilar de nuevo el tejido. Podría haberme preparado una infusión de pomelo y larvas. Pero me he asustado y he cerrado la puerta de golpe. Sigo aquí. Sentada. Quieta mientras las vainas crepitan”, os invito a volver a No sé por qué lo llaman amor, el cuento que abre Casi tan salvaje.
“Mi libro está lleno de personajes que deben enfrentarse, sobrevivir, equivocarse para seguir adelante. Si hay que buscar un hilo conductor sería el de la fuerza del ser humano”, señala la autora, quien también se refiere a la necesidad de asumir las situaciones imperfectas y a ese terreno resbaladizo en el que “confluyen las expectativas, las frustraciones, los éxitos…”
Admiradora de escritoras como Clarice Lispector, Amy Hempel, Margaret Atwood, Herta Müller o Alice Munro, la mirada de González no es una mirada en absoluto complaciente. Para acceder a las situaciones que se plantean en Casi tan salvaje hay que mirar a las cosas desde el reverso. Es así porque ella ha utilizado otras escalas, porque ha recurrido a lo grotesco, al humor negro, a la plasticidad del surrealismo para retorcer las convenciones a la hora de hablar tanto de las anécdotas del vivir como de temas más profundos y complejos como la enfermedad, el incesto, la muerte, el amor en sus distintas vertientes (a la familia, a los hijos, a la pareja); la posición incómoda de tantas mujeres que se debaten entre el deseo y el deber, entre la sumisión, aprendida generación tras generación, y la necesidad de rebelarse, de ser realmente como les gustaría ser.
“Mi libro está lleno de personajes que deben enfrentarse, sobrevivir, equivocarse para seguir adelante. Si hay que buscar un hilo conductor sería el de la fuerza del ser humano”, señala la autora, quien también se refiere a la necesidad de asumir las situaciones imperfectas y a ese terreno resbaladizo en el que “confluyen las expectativas, las frustraciones, los éxitos…”, señala González.
Precisamente la manera de afrontar las pasiones y las pulsiones femeninas; la desmitificación de la dulzura, del matrimonio, de la maternidad, es uno de los grandes atractivos del libro. “Me río yo de los que dicen que las mujeres trasladan en sus escritos una realidad más dulce y bella. Las mujeres somos más conscientes del sacrificio, de la dureza. Hemos de cargar con un enorme peso, el de mantener las tradiciones. A nuestras espaldas hay una tremenda presión emocional y física. Nosotras hemos salido de casa, pero los hombres no han entrado. Todos esos conflictos están de algún modo presentes en mis relatos”, señala González.
“Lo peor de ‘lo femenino’ no es ‘lo femenino’ sino su peso, la imposición”, prosigue. “Si una mujer es dulce y combativa no puede dejar de contradecirse. Cuando se muestra dulce, obediente o silenciosa tiene la sensación de traicionar la lucha. Cuando ejercita la lucha y deja de lado ciertas cosas, teme traicionar algo íntimo”.
“Imagina un sitio donde puedas hacer lo que quieras y lo que es más difícil, caminar hacia el origen en vez de hacia la muerte. Eso es escribir”, contesta cuando se le pregunta por el sentido de la literatura para ella. Y señala que no sentir el vértigo de la página en blanco es un claro síntoma de no asumir riesgos. “Dicen que Ingres lloraba durante horas antes de empezar un retrato. Por supuesto, el resultado nunca está garantizado, pero la disposición ahí está. Sin riesgo no hay literatura. Los libros son cajas donde se puede meter cualquier cosa, un diamante o una mierda. Y tienen el mismo aspecto”, argumenta.
Isabel González, que se retrata como “obsesiva”, “cabezota” y “tenaz” (añade “maña” entre paréntesis) asegura que desde la publicación de Casi tan salvaje no ha escrito demasiados relatos, aunque ha participado en dos libros de microrrelatos junto a otras tres autoras: Isabel Wagemann, Teresa Serván y Eva Díaz Riobello. Un equipo denominado Las Microlocas, de cuyas inquietudes y afinidades ha surgido La Aldea de F, publicado por la Universidad Autónoma de México, así como un segundo volumen que, seguramente, salga a la luz en 2016. En este tiempo, además, ha ido forjando la que es su primera novela, una novela que califica como “rara” y con cuyo proceso de revisión está ahora mismo. “Mi única certeza es que la empecé. Si yo acabaré con ella o ella acabará conmigo está por ver”, señala con su habitual humor, y añade que la novela, la obra de todo autor en general, participa de la vida, de las experiencias de la vida, porque, en su opinión, “la escritura no es un proceso adiabático, un proceso que no intercambia calor con su entorno según la termodinámica”. Ella es así, utiliza términos extraños no sólo en los relatos, también en las entrevistas. Si eliminara este final le haría perder una apuesta.

SERGI BELLVER “La buena literatura es la que mancha e incomoda un poco”

Fotografía © Moramay Kuri
SERGI BELLVER (Barcelona, 1971). Todos sus trabajos han girado en torno a la literatura: editor, crítico literario, prologuista, periodista cultural, guionista, profesor de talleres literarios, librero… Responsable de obras colectivas como Chéjov comentado o Madrid, Nebraska, no se había decidido a empezar su propio trayecto narrativo hasta 2013, cuando inició su debut con el libro de relatos Agua dura, publicado por el sello gallego Ediciones del Viento. Desde hace unos meses vive en Oaxaca (México). Está concluyendo un nuevo libro de relatos que, posiblemente, verá la luz el próximo otoño y del que adelanta que derrocha “más luz, más libertad y más seguridad a la hora de contar”. / Fotografía © Moramay Kuri
Los lazos familiares y las aguas tantas veces turbias, conflictivas, de los afectos; el ajuste de cuentas con el pasado y las herencias recibidas; los costurones de la vida y los distintos matices de la orfandad, de las pérdidas. Con todo ello construye Sergi Bellver los relatos que componen Agua dura, el salto a la publicación de sus propias creaciones después de haberse adentrado en la piel de otros escritores como editor, docente o crítico literario. “Por eso”, señala, “mi caso tiene connotaciones distintas a los de otros autores jóvenes que publican su primer manuscrito sin más. Haber abordado la literatura desde distintos ángulos me llevó a ponderar muchas cosas y a no tener demasiada prisa por publicar. Quería tomarme mi tiempo y tener de veras algo que decir que, bajo mi punto de vista, mereciera la pena. Todo mi bagaje como lector, todo lo que he ido haciendo, me ha servido para reconocer y definir mi verdadera vocación, que no es otra que contar historias”.
Leyendo los cuentos de Bellver tenemos la impresión de avanzar por una carretera interminable que transcurre en medio de una naturaleza salvaje, dominante, incómoda, a través de paisajes áridos donde los personajes se enfrentan a la soledad y toman el pulso a sus fragilidades. Hay una violencia primitiva que se esconde en el fondo, una violencia que parece estar ahí, irreductible, desde el comienzo de los tiempos, y hay grandes dosis de mala suerte en las vidas torcidas de unos personajes abocados a la caída, heridos, incapaces de quitarse de encima la tristeza, reclamando “el primer trozo de mundo” que puedan llamar suyo, “locos por un resquicio de calor aunque se asfixien”.
“En esta docena de relatos hay tentativas, pruebas, errores, excesos, hallazgos, pienso que algún que otro acierto y, desde luego, varias pistas de por dónde va a seguir discurriendo mi narrativa”, explica el autor, quien considera que los graves y agudos de la voz narrativa que cree haber encontrado, y con la que sigue levantando ficciones, están ya marcados en dos de las piezas del conjunto, Propiedad privada e Islandia. En el primero, que abre el volumen, dos hermanos, Diana y David, inician un viaje hacia la búsqueda de sus orígenes, hacia una finca apartada de todo, “abandonada y tomada por las alimañas y los extraños”, que su madre les ha dejado en herencia. Es en ese viaje donde, a pesar de la distancia y el desconocimiento que hay entre ambos, se reconocen cercanos en la sordidez de los recuerdos.
El segundo es también la historia de dos hermanos, en este caso de un hermano mayor que ha de ir a buscar las cenizas del pequeño a una geografía extraña y lejana a la que éste huyó, Reikiavik, una ciudad que, en tan dolorosas circunstancias, le permite explorar su propia identidad, volver a los territorios de la niñez compartida y reconstruir la vida de quien llegó a convertirse en un extraño, un extraño capaz de hablarle desde más allá de la muerte a través de las cartas que le fue escribiendo y que él nunca quiso leer. Cartas que le estimulan a querer atreverse, por primera vez en su vida, a ser otro, a quitarse el traje de la normalidad y de las convenciones.
“En la docena de relatos que componen Agua dura hay tentativas, pruebas, errores, excesos, hallazgos, pienso que algún que otro acierto y, desde luego, varias pistas de por dónde va a seguir discurriendo mi narrativa”, explica Sergi Bellver, quien considera que los graves y agudos de la voz narrativa que cree haber encontrado, y con la que sigue levantando ficciones, están ya marcados en dos de las piezas del conjunto, Propiedad privada e Islandia.
Hay muchos registros, tonos, vertientes, intenciones y potencialidades en este libro que el autor no duda en calificar como libro de aprendizaje, en esta entrega llena de sugerencias donde la dureza y la vulnerabilidad, el frío y la emoción, se combinan con acierto y en la que se reconocen innumerables guiños literarios a todos esos autores a los que Sergi Bellver ha admirado y perseguido a través de los territorios de la literatura. El escritor lo explica así: “Agua dura es, entre otras cosas, un libro sobre la familia como fuente de conflicto, sobre la identidad, las segundas oportunidades y la búsqueda de un lugar en el mundo, y en ese aspecto hay ahí elementos vivenciales y varios demonios personales, pero convenientemente diluidos en lo literario.”
“La literatura”, prosigue, “es para mí una manera de ensanchar la vida y, aunque en todos mis relatos hay deudas y homenajes a mis tres décadas de lecturas, no escribo para demostrarle a nadie que soy un tipo listo, sino para comprender un poco más acerca de nuestra terrible y maravillosa condición humana a base de hacerme preguntas y, tal vez, lograr que el lector se cuestione también unas cuantas cosas al leerme, porque no concibo la literatura como un ejercicio ensimismado, sino como un diálogo que el lector completa por sí mismo”.
Hablando de lecturas, de gustos e influencias, dice Bellver que, pese a ser bastante ecléctico y disfrutar explorando y aprendiendo de varias fuentes, reconoce que hay una suerte de ADN en la literatura que le conmueve. “Creo que ese ADN se resume en todo lo que esté escrito con verdad y oficio”, explica, “todo lo que me revele algo de nuestras luces y sombras pero que lo haga además con un goce estético en el lenguaje. Podría desplegar un mapa con decenas de autores para explicarme, pero creo que Dostoievski, Conrad, Chéjov y Faulkner serían sin duda mis cuatro puntos cardinales para orientarme en la literatura moderna”.
Quien tan a fondo ha estudiado a los rusos, quien ha hermanado a autores españoles y norteamericanos en una antología como la reciente Madrid, Nebraska, tiene claro que, en su trayecto personal, busca encontrar “un cierto equilibrio entre el fondo y la forma, entre el qué decir y cómo hacerlo”. “Una característica de mi prosa es su visibilidad. Pienso y escribo antes en imágenes que con palabras o ideas, por eso me interesa también el guión cinematográfico. Me importa muchísimo trabajar en profundidad con el lenguaje y las distintas capas de lectura de un texto, pero ningún hallazgo formal me parece justificado si no es a favor del sentido de ese texto y de la emoción que lo narrado pueda provocar en el lector”, argumenta. Y asegura preferir “cualquier escritura excesiva o imperfecta que supiera comunicar en esencia algo valioso que una pieza de orfebrería lingüística al servicio de la nada más absoluta”.
“Una característica de mi prosa es su visibilidad. Pienso y escribo antes en imágenes que con palabras o ideas, por eso me interesa también el guión cinematográfico. Me importa muchísimo trabajar en profundidad con el lenguaje y las distintas capas de lectura de un texto, pero ningún hallazgo formal me parece justificado si no es a favor del sentido de ese texto y de la emoción que lo narrado pueda provocar en el lector”
“Como la vida, un buen texto es el que mancha e incomoda un poco para ponerte a prueba y sacar lo mejor de ti mismo, el que no te deja salir indemne. No importan los fuegos artificiales alrededor si sales igual que entraste de un libro, si sus páginas no te hicieron arder un poco y cambiar en algo, es lo mismo que con un viaje o un amor: en el fondo no te ha servido para nada”, reflexiona el autor, quien hace aproximadamente cuatro años tomó la decisión de dedicarse a la escritura “por completo, a cualquier precio”. Un precio que, reconoce haber pagado desde entonces, sin arrepentirse, “viviendo de forma austera y renunciando a muchas cosas”, pero dedicando todos sus esfuerzos a la escritura.
“Eso me hace deambular por la precariedad permanente, en un nomadeo constante y solitario en busca de las condiciones que me permitan seguir trabajando en mis libros, pero, de momento, he encontrado buenos aliados por el camino que me han ayudado a volcarme en la escritura. Con toda la humildad del mundo, siento que mi compromiso con la literatura es, para bien y para mal, absoluto e irreversible”, asegura.

ÉDOUARD LOUIS
“Creo que el sufrimiento es un aprendizaje necesario”

Fotografía © John Foley/Opale
ÉDOUARD LOUIS, bautizado Eddy Bellegueule en 1992, en el pueblo de Hallencourt (norte de Francia). Después de estudiar Historia en la Universidad de Picardía y sociología en la de París, decidió escribir su primera novela, Para acabar con Eddy Bellegueule, una obra absolutamente biográfica, publicada en España por Salamandra, que ha sobrecogido a la sociedad francesa al contar los abusos y acosos sufridos por el autor por su condición de homosexual en el entorno de pobreza, violencia y racismo de su localidad natal. Envió el manuscrito a varias editoriales y Éditions du Seuil le llamó al siguiente. día de recibirlo. Actualmente está terminando su segunda novela, donde, de nuevo, trata el tema de la exclusión, del racismo, a través de la situación de una familia de inmigrantes argelinos en Francia. / Fotografía © John Foley/Opale
Para acabar con Eddy Bellegueule, la primera obra publicada por el autor francés Édouard Louis, es una novela tan potente que perfectamente podemos definirla como un puñetazo literario. Un puñetazo porque nos sobrecoge y nos sacude, porque nos habla de sectores de la población, de modos de vida, a los que normalmente se da la espalda, de los que la sociedad acomodada no quiere saber. Un puñetazo porque nos obliga a mirar a los focos de marginación, de pobreza, de xenofobia, de violencia, que anidan en la civilizada Europa, en este caso Francia, la Francia de hoy, esa Francia que tantas veces se pone como ejemplo de libertad y de cultura.
Louis relata en primera persona el maltrato que sufrió por parte de su familia, de su entorno –una población rural de la región de Picardía– por el hecho de ser homosexual. Su testimonio, pasado por el filtro de la literatura capaz de elevar los hechos de la vida, de dotarlos de un significado profundo, se convierte en el testimonio de los diferentes, de los excluidos, de los marginados. He ahí la grandeza de una historia escrita con un lenguaje sencillo, directo, con un estilo descarnado, veraz, en el que la dureza, la brutalidad, de lo que se cuenta se combina con una  sabia dosis de humor, ese humor necesario para tomar distancia, para relatar lo que duele, lo que toca de cerca, como si todo le hubiera sucedido a otra persona, a la persona que fue el narrador, en un tiempo lejano, en otra vida ya asumida, con otro nombre, antes de entender que sólo existía una salida: escapar y empezar de cero.
“Al principio a uno no se le ocurre espontáneamente huir porque no sabe que existen otros sitios. No sabe que la huida es una posibilidad. Al principio intenta ser como los demás. Yo intenté ser como todo el mundo…”, leemos en el momento en el que el protagonista empieza a ser consciente de la fuga, la fuga necesaria para transformarse, para ser quien realmente es, para olvidar la tortura que suponía para él ser el tipo duro que los demás querían que fuese.
Louis relata en primera persona el maltrato que sufrió por parte de su familia, de su entorno –una población rural de la región de Picardía– por el hecho de ser homosexual. Su testimonio, pasado por el filtro de la literatura capaz de elevar los hechos de la vida, de dotarlos de un significado profundo, se convierte en el testimonio de los diferentes, de los excluidos, de los marginados.
Son muchas las reflexiones que despierta esta novela que se ha convertido en un fenómeno literario en Francia, con más de doscientos mil ejemplares vendidos, algo absolutamente inusual tratándose de la primera entrega de un desconocido de 24 años. Son muchos los temas que plantea, las ventanas que abre, pero en este caso, mejor escuchar las palabras del autor, optar por transcribir sus respuestas, sus argumentos, porque en ellos hay una extensión de la propia obra, de su germen; porque tras el autor que contesta, que se explica, encontramos los ecos de esa voz narrativa tan poderosa que nos conmueve y despierta.
- ¿Hasta qué punto en esta novela fuiste consciente de dar la palabra a los que nunca son escuchados, a los marginados, a los humillados?
- Sí. Fui consciente de ello. Diría que mis libros son hijos de la ausencia. Cuando empecé a interesarme por los libros, a descubrir la literatura –bastante tarde ya que en mi familia no se leía, la lectura se consideraba un signo de pereza o de feminidad para un chico-, lo que me llamaba la atención era no encontrar el mundo de mi infancia, ese mundo de pobreza, de miseria extrema, incluso en los autores a los que más admiraba. Como mucho descubría libros que hablaban del mundo obrero, pero ése no era el mundo de mi infancia: de pequeño mi madre decía que los obreros eran burgueses, ya que cobraban su salario todos los meses, mientras que mi familia sobrevivía gracias a las ayudas sociales. Éramos lo que Marx denominó el lumpenproletariado. Albergábamos mucho resentimiento contra los obreros. Por ello, en efecto, he querido dar voz a ese mundo invisible. Cuando hablo de “dar la palabra”, creo que “palabra” es algo importante. En Acabar con Eddy Bellegueule he plasmado el lenguaje de ese mundo. En el corazón de la escritura del libro, he intentado encontrar una construcción literaria que diese a entender ese lenguaje. Porque un mundo siempre es un lenguaje. Las expresiones, los dialectos, las construcciones revelan el inconsciente y las maneras de pensar de un mundo. Darle visibilidad significaba darle voz.
Lo que me llamaba la atención era no encontrar el mundo de mi infancia, ese mundo de pobreza, de miseria extrema, incluso en los autores a los que más admiraba. Como mucho descubría libros que hablaban del mundo obrero, pero ése no era el mundo de mi infancia: de pequeño mi madre decía que los obreros eran burgueses, ya que cobraban su salario todos los meses, mientras que mi familia sobrevivía gracias a las ayudas sociales. Éramos lo que Marx denominó el lumpenproletariado.
- La violencia es el gran tema de la novela. ¿Vivimos en sociedades especialmente violentas? ¿Crees que la desigualdad, que aumenta con la crisis económica, con las políticas de austeridad, fomenta aún más la violencia?
- Acabar con Eddy Bellegueule describe, en efecto, un pequeño pueblo del Norte de Francia, aislado, excluido, caracterizado por su extrema pobreza, sobre todo tras los cierres de las fábricas de los pueblos de alrededor, en las que trabajaba casi todo el mundo. Y no digo que la fábrica fuese lo mejor. Cuando veo el efecto de la fábrica en los cuerpos, el sufrimiento, la fatiga, no puedo dejar de alegrarme cuando una cierra. Pienso que es un trabajo que no debería existir. Lo que es terrible tras el cierre de una fábrica no es el cierre en sí, sino la miseria que le sigue, ya que la sociedad no ayuda lo suficiente a las personas que pierden su trabajo. Pero, como lo describo en mi libro, es cierto que esa exclusión tan fuerte que sufría el mundo de mi infancia, mi familia, mi madre, producía ella misma una gran violencia, que en el libro alcanza a todos aquellos considerados “diferentes”: a Eddy Bellegueule, pero  también a las mujeres, los inmigrantes que se ven en la televisión, etcétera. Es un principio básico que encontramos en Bourdieu, Freud o Marcuse: el principio de conservación de la violencia: cuando uno es víctima de la violencia sin cesar, y sin cesar es reproducida, como en el caso de las clases más pobres, uno termina por reproducir esa violencia sobre los demás, a otro nivel: sobre las mujeres, los homosexuales… Mi libro es la Historia de esa violencia.
- Mientras leemos la novela nos parece que estamos en el pasado, que eso no puede suceder en la Francia actual… Sin embargo, ahí está el racismo creciente en Francia, en Europa…  ¿Puede la literatura ayudarnos a entender mejor el mundo en el que vivimos, se puede convertir en un toque de atención, llegar a tocar las conciencias de un modo que no consiguen las noticias?
- Tenemos siempre la impresión de que esa violencia no existe porque es invisible, subterránea. O porque las personas no la sienten directamente.  Yo creo que la literatura puede y debe tener el poder de desplazar las miradas, de renovar las percepciones. Antes de que Simone de Beauvoir escribiese sus novelas y su ensayo El segundo sexo, no se veía tanto la violencia ejercida sobre las mujeres. Porque era invisible, estaba encubierta. Como Beauvoir, he intentado servirme de la literatura para enunciar y por lo tanto denunciar esa violencia.
- ¿Qué es la literatura para ti? ¿A qué autores admiras? ¿Cuáles te han ayudado a encontrar tu propia voz?
- Para mí la literatura es ese desplazar de las miradas. Es proponer otras maneras de ver. Y a partir de ese desplazamiento, del saber que aporta, la literatura puede enseñarnos a sufrir. Creo que el sufrimiento es un aprendizaje necesario y precisamente eso es lo que he intentado mostrar con esta novela. De pequeño, y de hecho también ahora, oía cosas como: “Ése, no es muy inteligente, pero posee una gran sensibilidad”. Sin embargo, ¿no es el sufrimiento una manera de saber? Si uno se cruza por la calle con una persona, por ejemplo, de origen argelino, o, no sé, por poner otro ejemplo, con un transexual o un negro, se dirá: “Es un transexual. Es una persona negra. Es el hijo de un argelino, o es un argelino”. Y mirará para otro lado, y pensará en otra cosa. Pero si uno se detiene ahí y se pone a investigar la historia de los argelinos, de la inmigración, de la colonización, de los negros, de la esclavitud, de la segregación y de los repetidos ataques racistas… Si uno se pone a reflexionar y quiere saber más sobre la exclusión, sobre la historia de la homofobia y todas las vidas que ha destruido, entonces podrá percibir el sufrimiento que no habría podido ver sin ese conocimiento. No digo que no sufrimos o sentimos afectos sin el conocimiento, pero éste nos permite colocarlo en un nivel de exigencia más alto. Y es a partir de ese sufrimiento y de la intolerancia que representa que podemos revelarnos. Yo, al escribir mi novela, he intentado comprender la vida de mi familia y me he dado cuenta de que ha sido una vida muy dura. Al aprender a sufrir fue cuando quise empezar a transformar la realidad.
Tenemos siempre la impresión de que esa violencia no existe porque es invisible, subterránea. O porque las personas no la sienten directamente.  Yo creo que la literatura puede y debe tener el poder de desplazar las miradas, de renovar las percepciones. Antes de que Simone de Beauvoir escribiese sus novelas y su ensayo El segundo sexo, no se veía tanto la violencia ejercida sobre las mujeres. Porque era invisible, estaba encubierta.
- ¿Ha cambiado esta novela tu vida? ¿En qué sentido? ¿Escribirla ha sido una especie de terapia, una venganza quizás?
- Mi libro ha sido lo contrario a una venganza. Es un intento de comprender. Existen grandes libros sobre la venganza, como De profundis, de Oscar Wilde, o algunas obras de Thomas Bernhard. Pero no es el caso de mi libro. Intento ser justo a la hora de comprender mi infancia, lo que por supuesto también significa hablar de su violencia, su racismo; pero como ya he dicho todo esto no es propio de los individuos, sino de las situaciones que los producen. Y por lo tanto, la venganza sería inútil.
- ¿Por qué crees que ha llegado tanto a la gente?
- Al contar la infancia de Eddy Bellegueule, al esbozar la situación de su pueblo, de las personas que lo rodean, he querido mostrar en primer lugar la experiencia de la dominación. La violencia y la humillación que atraviesan nuestras vidas y nos constituyen, que son los cimientos más o menos invisibles de nuestra existencia. Eres marica, mujer, judío, árabe, provinciano… ¿Quién no ha vivido esto? No me gusta mucho el concepto de universal, pero si hay algo que se le aproxima es la dominación. El hecho de ser mujer, homosexual, judío, inmigrante, de venir de las clases populares, de llegar de provincias a París… en algún momento de su vida, todo el mundo, o casi, es insultado o infravalorado. Y me parece que es ahí donde se han visto reflejados un cierto número de lectores, hartos de la definición dominante de la literatura, ésa que nada dice, que es un pasatiempo de la burguesía para la burguesía y que no plantea ningún problema existencial.
- ¿Tuviste problemas para publicar la novela? ¿Cómo fue el proceso, enviaste el manuscrito a una, a varias editoriales…?
- Envié el libro a varios editores, simplemente por correo, no conocía a nadie. Éditions du Seuil me llamó al día siguiente. Fue un sueño para mí. Lloré, claro. Había leído en algún sitio que fue lo que le pasó a Thomas Bernhard con Frost (Helada), su primera novela. Debo admitir que estaba un poco celoso. Y Le Seuil lo hizo realidad.

Los libros de los que se habla en este reportaje son: París D.F, de Roberto Wong (Galaxia Gutenberg); La resta, de Alia Trabucco (Demipage); El agua que falta, de Noelia Pena (Caballo de Troya); Casi tan salvaje, de Isabel González (Páginas de Espuma); Agua dura, de Sergi Bellver (Ediciones del Viento) y Para acabar con Eddy Bellegueule, de Édouard Louis, traducido por María Teresa Gallego Urrutia y publicado por la editorial Salamandra.
Créditos fotográficos:
  • Roberto Wong, Alia Trabucco e Isabel González: Fotografía © Nacho Goberna
  • Noelia Pena: Fotografía © Jina Estrada
  • Sergi Bellver: Fotografía © Moramay Kuri
  • Édouard Louis: Fotografía © John Foley/Opale