A principios de 1982 tuvo lugar en La Habana un hecho de gran
importancia para mi aprendizaje político. En una casa del conocido
barrio del Laguito, donde ahora se llevan a cabo las conversaciones
entre las FARC y el Gobierno de Colombia, Manuel Piñeiro, el legendario
comandante cubano Barbarroja, promovió una reunión entre Jaime Bateman,
dirigente ya fallecido de la guerrilla del M19 de Colombia, y quien
escribe. Por aquellos años negociar era traicionar para las guerrillas.
Bateman estaba en comunicación con el Gobierno colombiano para una
posible negociación. Hablaba de esto con entusiasmo y sin remordimientos
ideológicos. Había hecho una propuesta con la certeza de que sería
rechazada; el problema era, me dijo Bateman, “que todo indica que la van
a aceptar”. Ante esto le pregunté: “¿Qué harás entonces?”. Me respondió
rápidamente con una gran sonrisa: “No sé, pero esto se está poniendo
bueno”, y Piñeiro remató diciendo: “Lo bueno de esto es lo complicado
que se está poniendo”.
Bateman asumía los riesgos de la política con coraje y entusiasmo. No
hubo en la conversación argumentos para defender la idea de negociar y
aquello me resultó alucinante. Yo venía de sufrir debates sobre el
conflicto entre negociación e ideología en El Salvador. Esta reunión me
permitió concluir que el pragmatismo era la forma más inteligente de
defender los principios, que política era sinónimo de negociar y que no
existían victorias absolutas porque los progresos son siempre graduales,
relativos e imperfectos. La negociación entre el M19 y el Gobierno de
Colombia tuvo una gran influencia sobre la insurgencia salvadoreña. El
M19 fue la primera guerrilla latinoamericana que dejó las armas a partir
de un acuerdo de paz en 1990 y la de El Salvador fue la segunda en
1992. Ambas contribuyeron a grandes transformaciones en sus países y
ambas han sido políticamente muy exitosas.
Dice el filósofo británico John Gray que “los movimientos
revolucionarios modernos son una continuación de la religión por otros
medios”. Efectivamente, y con todos sus componentes de sagradas
escrituras, misterios, teólogos, rituales, existencia del cielo,
oraciones, santoral, culto a la muerte y el dolor, etcétera. Gray
sostiene que esa influencia religiosa abarca también al liberalismo y
creo que tiene total razón: los intentos de implantar la democracia en
Irak y Libia lo demuestran. Sin embargo, los liberales logran olvidar
por ratos su catecismo o lo interpretan al gusto y por tanto tienen
menos problemas para pecar.
Las negociaciones entre el Gobierno colombiano y las FARC en La
Habana ya alcanzaron su punto de no retorno, es evidente que ahora toda
la narrativa colombiana sobre el conflicto gira alrededor de la
negociación y no más sobre la guerra. Esto incluye a quienes están en
desacuerdo con el proceso. Ya no se habla de no, sino de cómo. El cese
de fuego de las FARC, la suspensión de los bombardeos por el Gobierno y
el inicio del desminado son anuncios extraordinarios; las FARC renuncian
a su principal arma defensiva y el Gobierno a su principal arma
ofensiva. La guerra está virtualmente terminada, ahora el problema es
terminar la negociación.
En El Salvador los guerrilleros destruimos nuestras armas para evitar la palabra desarme
Existen tres últimos obstáculos importantes: el ELN, una guerrilla
más pequeña que las FARC, se resiste a un acuerdo realista que la sume
al proceso; la lentitud de las FARC y las dificultades que representa la
justicia para tratar las atrocidades cometidas por distintos actores
durante el conflicto. Muy a pesar de esto, el peligro ahora no es el
regreso a la guerra, sino el empantanamiento del proceso y la pérdida
del sentido político del tiempo. El Gobierno actual tiene en la práctica
menos de tres años en los que debe firmar e implementar; Venezuela y
Cuba tienen sus tiempos determinados por graves problemas económicos y
políticos; en Estados Unidos podría llegar el próximo año un Gobierno
que ya no sea tan favorable al proceso; la disposición de Europa para
ayudar a reducir los problemas con la Corte Penal Internacional no será
eterna y finalmente una negociación prolongada se volverá todavía más
impopular entre los propios colombianos.
La práctica paralización de la guerra entre el Gobierno y las FARC
convierte al ELN en el principal objetivo militar del Estado. Esto
implica que se concentrarán sobre este grupo guerrillero todas las
capacidades policiales y militares de la poderosa y eficaz Fuerza
Pública de Colombia. En términos generales, tanto la lentitud de las
FARC como la resistencia del ELN responden a un problema de carácter
político religioso. Las insurgencias no son lentas para negociar solo
por estrategia o táctica, sino porque cada acuerdo puede constituir para
estas un pecado ideológico. Esto se complica cuando deben explicar los
acuerdos a unos seguidores con los que por mucho tiempo rezaron otra
verdad. No es casual que algunos cambien el contenido y sostengan la
nominación; como por ejemplo cuando se dice que se profundiza el
socialismo con reformas capitalistas o cuando en El Salvador los
guerrilleros decidimos autodestruir nuestras armas para evitar la
palabra desarme.
La prolongación de la negociación por parte de las FARC y la decisión
del ELN de no aceptar un acuerdo a la medida de sus fuerzas van en
contra de sus propios intereses. La guerrilla guatemalteca se tomó
muchos años negociando, terminó derrotada y los acuerdos que firmó no se
cumplieron. Lo perfecto es enemigo de lo posible. En Colombia el
predominio de una narrativa de paz y una realidad que evidencia el final
del conflicto reducirán la autoridad de los dirigentes y minarán la
moral de los guerrilleros. Es comprensible que el ELN y las FARC tengan
dificultades para romper sus amarres ideológicos, pero el pragmatismo se
les ha vuelto una emergencia política. No existen las revoluciones
sociales de mesa y decenas de victorias electorales de la izquierda en
Latinoamérica demuestran que las armas ahora no ayudan, sino que
estorban.
No existe conflicto que no haya tenido que aceptar una dosis de impunidad para lograr un acuerdo
Sin embargo, la religiosidad en política no es exclusiva de los
revolucionarios, como señala John Gray. En una negociación, un Estado
democrático puede volverse lento por no atreverse a “traicionar”
principios jurídicos que le impiden reinsertar y permitir a los
insurgentes desmovilizados actuar en política. No existe conflicto en el
mundo que no haya tenido que aceptar una dosis de impunidad a la hora
de negociar un acuerdo; ese es el precio de la paz. Nadie firma para ir a
la cárcel y tampoco es justo que unos queden presos y otros libres.
Colombia necesita reconciliarse con su violento pasado y esto demanda
una gran dosis de perdón hacia todos los que se involucraron en el
conflicto por motivaciones políticas. La historia colombiana generó dos
realidades que lucen como dos países distintos, una Colombia rural
salvaje que asusta y una Colombia bogotana sofisticada que asombra. La
primera ha vivido dominada por paramilitares y guerrilleros y la otra ha
vivido dominada por abogados y gramáticos. Esto plantea los riesgos de
una lucha entre extremismo ideológico y extremismo jurídico en la última
etapa del proceso de paz.
A lo largo de los últimos 25 años, ocho Gobiernos facilitaron la
reinserción de decenas de miles de insurgentes individual o
colectivamente. Todos esos Gobiernos buscaron la paz, actuaron con
pragmatismo y obtuvieron éxitos parciales que contribuyeron a configurar
la actual oportunidad de paz para Colombia. Paradójicamente, ahora es
necesario superar una realidad jurídica y política más compleja para
obtener un resultado superior, porque se trata de alcanzar el final
definitivo del conflicto. Las oportunidades económicas, sociales de
seguridad y la madurez institucional y política que dejaría la paz son
indiscutibles, porque Colombia ya tiene progresos en todos esos órdenes.
A los insurgentes colombianos quizás sirva contarles que en
Centroamérica, en medio de los debates y temores ideológicos que
desataban las negociaciones para terminar los conflictos, el general
Humberto Ortega, jefe del entonces Ejército Popular Sandinista, planteó
que nuestra consigna en aquellas circunstancias debía ser: “patria o
muerte, transaremos” y efectivamente transamos con mucho éxito.
Joaquín Villalobos fue guerrillero salvadoreño y es consultor para la resolución de conflictos internacionales.