Nos hemos acostumbrado demasiado a la vida hacia delante:
un niño crece, trabaja día y noche, muere; una niña se hace mujer,
viaja, muere. Una respiración curiosa nos impulsa a los sueños después, a
las ideas después, al descanso después; pero después no queda margen,
no hay tiempo, la vida se aplana y estrecha en sus extremos: la vida
hacia delante es una quimera cuyo sentido demora en comprenderse, y al
comprenderse, si acaso ello ocurriera, en ese extraño instante en que
nos damos cuenta que la vida no era hacia delante sino hacia los lados,
el sinsentido nos viste con ropas luctuosas.
Pero hay vidas cuya gravedad no está en
lo que se despliega hacia delante, sino en todo aquello que se contiene
hacia atrás, lo que está punto de decirse y todavía no se pronuncia,
vidas que se someten a la ilógica de un doble vértigo: el de la pasión
desordenada –el deseo rugoso, la terquedad de la belleza- y el de las
palabras que no se dicen, que no suceden, guardadas en sigilosos cofres,
siempre pequeños, incapaces de retener la explosión inminente de una
lengua que vocifera y calla al mismo tiempo.
La existencia como confesión casi
secreta: algo se dirá, pero luego, más tarde, algo fundamental, algo que
después –quizá fuera de tiempo- cambia todo el argumento de la obra,
algo que no puede decirse en el momento porque nunca hay un momento
oportuno, algo que no puede imitar al deseo ni seguir como torpe
traducción a la intensidad de lo vivido. Algo que necesitar esperar.
Viene a la mente La herencia de Eszter y El último encuentro,
de Sándor Márai, como dos modos posibles en que puede habitar y tomar
cuerpo la espera: la espera casi natural de una mujer por liberarse de
un hombre, de una idea particular de un hombre, de las amarras de un
pasado común con un hombre; esa espera paciente y creciente, descreída,
que conducirá al definitivo y deseado alejamiento; la espera como una
conclusión prevista desde siempre, cuya desembocadura no podrá ser sino
el desprecio y el olvido, en vez de la humillación sostenida con la que
el hombre la mantiene en vilo, con una promesa de un pasado remoto donde
las cartas escritas hace décadas quisieran ocupar todo el ancho del
presente.
“No sé de ninguna carta (…) Es una pura
mentira todo eso. Las cartas son una mentira, como el anillo, como todo
lo que me has dicho o prometido”, dice Eszter, abatida pero con una
firmeza nueva, reveladora, como una frase que se dice aquí y ahora pero
proviene de antes, de mucho antes, del inicio, del instante en que quiso
decirlo y no pudo.
Salamandra
Y, por otro lado, la espera que deja a
un hombre pendiendo de un hilo, como si se tratase de una hebra
desfalleciente, de una línea recta cuyos puntos se debilitan hasta
perderse en un horizonte magro: un hombre cuya espera es la de una
pregunta a un amigo que demora cuarenta años en pronunciarse, la espera
de una verdad que ha definido una vida sin su consentimiento, en la
especulación de la duda, como una flotación en un océano indigente.
Existe una separación evidente entre
vivir lo que se vive, y decir lo que se vive; una línea perceptible que
distingue el rumor incesante de la intimidad con la intención de
conversar someramente; existir en lo esencial sin insistir en darlo a
conocer.
Y es que no somos materia de opinión,
sino de percepción. Damos nombres a todo lo que ocurre, y un guión
silencioso va tejiendo al mismo tiempo una historia por completo
diferente: desconocidos que dejan –casi sin quererlo, casi sin saberlo-
señales o símbolos imperceptibles y duraderos, voces de otros que aúllan
dentro de nosotros. Como si un desconocido no fuese una verdad, pero la
encarnase; como si la verdad, siempre, viniera de otra parte.
Sin embargo, no se trata de la verdad
última, postrera, que da cuenta de todo aquello que no se ha visto ni
comprendido antes, una razón lúcida que sobreviene sólo hacia el final
como moraleja quieta: es más bien la decantación de un relato que da un
sentido oblicuo hacia el pasado, una suerte de terremoto que comenzó
lejos de aquí, hace tiempo, y que ahora hace temblar toda la patria del
presente.
Por ejemplo: un hombre recibe una carta,
un pliego de quince o veinte páginas, hojas escritas en letra débil,
exhausta. Una mujer desconocida le escribe para confesarle, para
ofrecerle la revelación de su propia vida:
“A veces se me oscurece la vista, y
quizá no pueda acabar de escribir esta carta, pero quiero reunir todas
mis fuerza para, por una vez, sólo esta vez, hablarte a ti, amor mío,
que nunca me conociste”.
Salamandra
¿Es acaso posible que el hombre no
supiera de la existencia de alguien para quien fuera todo el argumento
de su vida? ¿Es posible que su existencia haya obviado el sentido
sustantivo del amor, y no haber reconocido la presencia ineludible de
una desconocida presente?
La escritura se vuelve, así, la memoria
común de un par de vidas hasta aquí ignoradas por una de ellas, la
reconstrucción de cada paso que se dio sin saberlo, el amor que se dio
sin darlo, la expectativa, el deseo, la espera de un otro sin uno.
Y con la última carta comienza otra
vida: una vida al revés, desde este punto inaprensible hacia todo lo que
está detrás, impedido de moverse hacia la impunidad de los días que
vendrán y ahora condenada, sujeta, a una vida que ya era suya sin su
presencia. La indiferencia suprema, voluntaria o no, desquiciada o no,
que ha confinado otra vida a un relato sin nosotros, pura intimidad sin voz.
Hasta que ya es imposible el
ocultamiento y el silencio, y aparece de frente a un espejo de décadas
por el que nunca se había pasado antes, como si nada se hubiera fijado
en esa imagen que era suya, girando el rostro por azar o desidia o
estupidez, para impedir mirarse de verdad.
La Carta de una desconocida, de Stefan Zweig,
muestra hasta qué punto nuestras vidas son relatos cuya autoría está
escrita en otra parte, en otro tiempo, con otras palabras, con otra
letra, casi sin nosotros.
Acantilado
¿De dónde vienen esas flores que
celebran cada aniversario; de dónde ese aroma puntual; dónde está el
hijo que no se conoce y que ahora se ha muerto sin poder volver atrás;
cómo se hará para continuar una conversación cuyo inicio no fue
escuchado? ¿Cómo se hará para avanzar, si la verdad que se ofrece, la
verdad del amor, ahora comienza a retirarse como una sombra bestial por
debajo de cada una de las puertas, impedido de gritar, ausente de su
propia creación, de su propia evidencia desatendida?
“Fue como si, de repente, se hubiese
abierto una puerta invisible y un golpe de aire frió hubiera penetrado
desde el más allá en su tranquila habitación –escribe Zweig-. Sintió a
la muerte y sintió un amor inmortal: algo le atravesó el alma y pensó en
aquella mujer invisible, etérea y apasionada como el recuerdo de una
lejana melodía”.
Y ya no se podrá sino mirar como si todo
ocurriera por primera vez, como si nunca se hubiera mirado en cierta
dirección, y ver que el jarrón azul encima del escritorio, allí donde el
hombre está leyendo la carta de la desconocida, ya no tiene flores,
justo hoy, el día de su nuevo aniversario, el día que comprende todas
las vidas presentes y perdidas, el día en que, de verdad, sabrá de que
está hecho el frío y cómo es irreparable la muerte.
(Extracto del libro inédito Escribir, tan solo, de Carlos Skliar)