Un poco secreto a voces, otro poco escritor mimado de la crítica,
Gustavo Ferreyra viene construyendo una sólida obra narrativa que va
encadenando novelas y ciclos enteros. La publicación de La familia es
una suma muy potente en esa dirección, pero por su extensión y compleja
configuración de una saga familiar en el tiempo de más de un siglo, se
recorta como excepcional en el panorama contemporáneo
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Gustavo Ferreyra, escritor argentino acariciado por la crítica./pagina12.com.ar |
Escribir
una novela es hacer una familia. Ya sea como una forma lateral de tocar
los grandes acontecimientos de la historia o como la clásica estrategia
para establecer los límites del infierno personal de algún que otro
personaje, cualquier esfuerzo narrativo de largo aliento va
estableciendo lazos familiares entre sus personajes, entre los lectores,
entre el resto de los libros del autor, como si no hiciera otra cosa
que establecer esos vínculos siniestros que nos desesperan, hostigan y,
rara vez, nos reconfortan. Abordar la temática de la familia es ya de
por sí tocar el nudo de la literatura moderna o, al menos, discutir con
ciertas centralidades (como mínimo, las del realismo literario, siempre
tan entusiasta por retratar apellidos y generaciones), y eso se percibe
claramente en la última novela de Gustavo Ferreyra, La familia, obra que
se encarga de abordar no sólo la historia de tres generaciones de los
Correa Funes, sino que también opera como novela de tesis al poner en
primer plano la vida y los pensamientos de Sergio, el centro de la
historia, quien desespera al lector en el primer capítulo con una idea
simple, desarrollada en sus más notables argumentos: hay que terminar
con las familias. Atosigado por la pérdida de sus hijas, cansado de una
rutina que no va a ningún lado con su mujer, María Inés, frustrado –en
una muy ligera medida– por su destino como empleado bancario y el
terrible segundo lugar en que ha quedado su carrera como filósofo,
Sergio se pasará la novela analizando pormenorizadamente los detalles de
su propia existencia mientras que, en diversos capítulos organizados
según un tiempo quebrado, para nada cronológico –saltando de 1925 a
1973, de 1992 a 2106–, se muestran diversos hechos vinculados con su
padre, Gustavo, veterano de la Segunda Guerra Mundial, o con su abuelo,
Carlos, un estanciero que parece personificar el ideal liberal del vivir
según sus propias reglas. Para el futuro, claro, le queda la “mejor”
parte: ubicados en Nueva York, la novela pasa a narrar acontecimientos
vinculados con un grupo de seguidores de las ideas de Sergio, a quien
idolatran.
Si hay un momento en que novela y familia van necesariamente de la
mano es el siglo XIX, sin lugar a dudas. Y entre los muchos logros de La
familia, podemos contar el hecho de que, a través de una forma
fragmentaria (y muy siglo XX) utilizada con justeza, se nos presenta un
territorio de lucha intelectual en donde la idea de esta vejada
institución nos devuelve el peor de los rostros, el del agotamiento: un
tema decimonónico atravesado por un estilo rabiosamente contemporáneo
que se proyecta, en tono satírico, a un futuro, como mínimo, intrigante,
esta obra también se permite jugar con las coordenadas temporales a
través de una lograda organización, y no por eso cansa con su
arquitectura. “En realidad, la historia no llega al siglo XIX, empieza
en el siglo XX”, acota Gustavo Ferreyra. “Pero sí comienza en un momento
de cambio, de fin del XIX. La verdad es que no sé si cuando la pergeñé
estaba esa idea clara de tratar la familiar al estilo del siglo XIX,
aunque puede ser que subyacía. Los Bu-ddenbrook de Thomas Mann, pienso
ahora. También hay algo personal: yo quería hacer algo que fuera como un
fin de ciclo, y eso implicaba que yo tenía que hacer un intento,
jugarme personalmente, y en eso fue poner también cosas personales de mi
familia que están mezcladas en el texto y que suponen un
involucramiento, emotivo y afectivo. Poner toda la carne al asador: uno
no sabe, inclusive, si va a poder hacerlo. Hay que estar dispuesto.”
¿A qué te referís con este “fin de ciclo”?
–El ciclo que menciono empezaría un poco con El amparo (1994), la
primera novela que publiqué. Yo empecé a escribir con la idea de dos
ciclos literarios. Un primer ciclo, y después tratar de iniciar una
literatura por otro lado. Tenía una idea –como uno tiene cuando es
veinteañero– de tener estas dos etapas. En realidad, esa idea quedó en
el tiempo, hasta que me di cuenta de que La familia cerraba muchas cosas
que tenían que ver con esto del ciclo, con llevar a término algunas
cosas que había tenido anteriormente. Ahí era una suma de letras
anteriores, de cosas que habían estado en libros anteriores y que podían
ser el pináculo de un ciclo, incluso por la extensión, por la ambición
que hubo en esta novela. Pensaba, después de terminar de escribir esta
novela, tomarme un tiempo, como un par de años, para volver a la
escritura, cosa que no ocurrió. Eso fue en algún momento cuando la
planeé o la pensé. Después, no sé si ocurre eso, no sé si es tan “final
de ciclo” como creía.
¿En qué consistía específicamente esa organización en ciclos?
–En principio, en eso tan vago que te dije con respecto a los dos
ciclos, lo importante era una cuestión formal. Pensaba como un plan
literario de vida: un primer período más clásico, digamos, entre
comillas, y después algo más experimental. El plan era dominar la lengua
acabadamente y tratar de lograr algo más experimental, en ese supuesto
segundo ciclo. No creo que las cosas se estén dando de esa manera. Lo
experimental se ha ido dando a lo largo de las novelas. Edgardo Scott
mismo, que ha sido lector mío, me ha dicho varias veces que ya soy
experimental. Me parece que, en mi escritura, ya no hay otro ciclo
experimental. O las ventas han sido muy bajas como para ponerme
experimental.
Más allá del bien y del mal
La familia empieza con el personaje de Sergio Correa Funes,
el eje de la historia, planteando una idea tan “inmoral” como disolver a
la familia, como institución y en el plano más personal. ¿Cómo
resolviste abordar esta idea?
–Es un asunto que evidentemente subyace en todos, digo, esto de la
familia como institución, pero también como una acumulación de
hipocresías. Está instalada casi como inevitable, pero tiene sus
tremendos costos. La novela va ahí, muerde ese hueso. No sé si intenté
ese efecto, pero bueno, la novela vuelve siempre sobre Sergio Correa
Funes y este problema moral para él en tanto padre de familia. En el
punto extremo de la desgracia, como es la pérdida de sus dos hijas, él
puede, de alguna manera, considerarse éticamente fuerte o validado
también para enfrentarla. Sobre todo en el ensayo que escribe, “Vida y
Sujeto”. Desde ese punto de vista es extremo, hasta es extremo el
futuro, esos grupos norteamericanos que al fin lo toman como referente
-aunque son algo más bien sectarios sus seguidores–. En ese sentido
también se juega la novela una cosa dura, duro de escribir. También se
permite la sátira de esta proyección, una suerte de fuga, de escape,
tratando de mostrar que no todas las miradas posibles son las del hoy.
Esa oposición que sostiene Sergio entre Vida y Sujeto tiene fuertes resonancias nietzscheanas.
–Sí, totalmente. El dice, en alguna medida, que hay un combate
dentro del hombre entre la parte biológica y el sujeto consciente que
vamos construyendo desde el Homo Sapiens en adelante. Hay una
contradicción que supera el marco del presente, que encarna, más bien,
el dilema humano. O somos servidores de la Vida o somos servidores del
Sujeto: en algunas personas prepondera una cosa; en otros, otra. El no
puede evitar ser servidor del Sujeto, en algún punto. La novela tiene
mucho de nietzscheano, pero desde alguien que no puede asumirse como
hombre superior, sino desde el lugar de aquel que no puede soportar la
Vida. Una especie de respuesta del hombre que no puede enfrentar la Vida
tal cual es: para Nietzsche, Sergio formaría parte de los hombres
inferiores. Además, es un hombre académico, o con una difícil relación
con la academia: tendría como una suerte de residuo, de entusiasmo con
respecto a la filosofía apenas se recibe, cuando está estudiando, cuando
está escribiendo esta suerte de ensayito que cierra la novela. Pero
enseguida viene la necesidad de dinero, todo lo que tiene que ver con la
vida junto a María Inés, su esposa. El sólo puede recuperar al filósofo
un poco muerto cuando pasa esta cosa con las hijas, ahí se permite
revisar su vida. En definitiva, pienso que hay algo en esto que puede
ser que tenga que ver con Nietzsche: pensamos desde el cuerpo, pensamos
con las tripas, y eso le pasa a Sergio.
¿Cuáles son los elementos principales de esta impugnación que sostiene el protagonista con respecto a la familia?
–Esa impugnación no viene desde el lado marxista, de la superación
por el lado colectivo, sino de un lado liberal a ultranza, de individuo,
no algo comunitarista, sino desde el individualismo más extremo. Todo
eso fue articulándose en una novela que pudiera lidiar con la cuestión
filosófica, con la totalidad, con esta idea de Sujeto, con la dicotomía
que Correa Funes intenta bosquejar en función de justificarse a sí
mismo. Ese ensayo que aparece en la novela es un ensayo filosófico de un
personaje: yo no me animaría a escribirlo, es el ensayo filosófico de
Sergio Correa Funes, firmado por su nombre.
En términos académicos, vos provenís del lado de la
sociología. En esta novela, el planteo es filosófico. ¿Abandonaste un
poco tu lectura de formación?
–Sí, es una visión no antisociológica, porque las circunstancias de
vida son histórico-sociales, pero sí más filosófica, porque tiene que
ver más con mis lecturas de las últimas décadas. Yo he ido abandonando
la lectura sociológica y abordé más la filosofía, me he ido hacia algo
menos ligado a lo inmediato, a lo histórico concreto, y más hacia
cuestiones más generales, más filosóficas, como Nietzsche o Bataille
(autor que nunca leímos en la facultad), me fui alejando de lecturas más
durkheimianas, marxistas... Bueno, Marx sigue siendo un referente
general. Yo me formé en el marxismo, pero en algún momento me pareció
que el marxismo hace un recorte de la realidad que deja algunas cosas
afuera. En un momento, lo tomé como totalidad, pero todo lo irracional,
eso que dejaba afuera el marxismo, cenit del racionalismo, empezó a
preocuparme cada vez más. No lo invento yo esto: la Escuela de
Frankfurt, el propio Freud, todos ya se habían dado cuenta de que el
marxismo da cuenta de una parte, pero hay muchas otras cosas por fuera
de eso.
Lo primero es la familia
Para la construcción del padre de Sergio, Gustavo Correa
Funes, recurriste a la historia de tu padre, soldado voluntario en la
Segunda Guerra Mundial e hijo de estancieros.
–Gustavo también es un expulsado de la familia por diferentes
circunstancias a las de Sergio. Es expulsado de la familia por la
separación de los padres, ese padre que vive en la estancia en donde no
hay un marco familiar, es como un desclasado, viene de una familia de
estancieros, pero es criado medio como un becerro ahí en el campo. Por
eso esa vida aventurera y ese refugio en la guerra, en la posibilidad de
la aventura para salir de toda esa cotidianidad. En el ejército
encuentra su lugar, su lugar de pertenencia, donde no hay que decidir
nada, viene todo un poco dado.
¿Te sirvió construir esta historia para entender algo tuyo, personal?
–Seguramente hay toda una reelaboración de cosas personales que
están más dispersas y en la novela se concentraron sin solucionar nada,
sin demasiadas consecuencias personales. Pero sí, hubo una reflexión
sobre cuestiones que habían estado bastante más vagas, imprecisas. Lo
que aparece de las generaciones anteriores a las de Sergio en parte es
mi padre, mi abuelo. La de las mujeres no, ellas son más ficcionales. La
vida de mi padre es bastante novelesca. Tampoco contó tanto todo este
tema de la guerra, pero sí, tuvo una vida muy novelesca. El se escapa de
un colegio internado a los quince años y empieza a hacer una vida
apartada de la familia, se anota como voluntario en la Segunda Guerra.
Estaba flotando siempre como posibilidad hacer literatura un poco con
eso, también para homenajearlo, claro.
¿Por qué retomar eso justo en esta novela?
–No recuerdo exactamente cómo fue toda la duración de la novela,
estaba seguro de que quería hacer una impugnación a la familia desde
este extremo y desde el lugar de Sergio tener esa posición. Después, la
articulación entre esa impugnación y el pasado es el componente de
antifamilia que viene de mis ancestros... Vengo de una familia de
fracasos en este sentido, como por ejemplo, mis abuelos, separados por
ambos lados. Hay una cuestión de fracaso familiar y lo que buscaba era
retomar todo eso, todo ese pasado, ese retrato del siglo XX que también
aparece en la novela... todo eso fue armando el texto como si estuviera
construyendo un puzzle.
El escritor fantasma
Muchos te reconocen como un gran escritor, pero parecés, en
algunos casos, desconocido, oculto o, cuando sacás una novela,
recuperado. ¿Notás este ir y venir de la atención de los medios y los
lectores en torno de tu obra?
–Yo lo noto. Caigo en el olvido, me siento como en un estar afuera
que, en realidad, fue primigenio, porque venía de la sociología y no de
las letras. Cuando salió mi primera novela, El amparo, conocí a
Chitarroni y a partir de ahí empecé poco a poco a meter los pies en el
mundo literario. No tengo una facilidad de trato, de sociabilidad, no sé
estar en el mundo literario, más que escribir y publicar. Con el paso
del tiempo he establecido algunas relaciones, pero no soy un tipo de
saber nada del mundo literario, desconozco un poco todo el asunto. Con
decirte que entré a participar al premio Emecé que terminé ganando con
Dóberman porque Oliverio Coelho me avisa. Me enteré por un llamado
telefónico medio sobre el pucho de que estaba ese premio: no estoy muy
metido, estoy un poco como afuera, y muchas veces percibo que eso no me
favorece. Pero tampoco sé remediarlo.
¿Te parece que es una búsqueda un poco inconsciente de mayor libertad creativa?
–Supongo que sí, pero como nunca he estado condicionado por lo otro,
no sé si uno resigna libertad. Quizá sí, quizá si estuviese más inmerso
estaría más influenciado por todo ese run run de lo que debe
escribirse. Eso es algo que me han comentado de mis primeros libros, eso
de que no responden a ninguno de los patrones de lo que se está
escribiendo en la literatura argentina contemporánea. Supongo que por
ahí en eso hay una ventaja, pero yo lo vivo también a veces como una
especie de misantropía un poco triste o lamentable.
¿Te sentís cercano a algunos escritores contemporáneos?
–Sí, por ejemplo, me siento cercano a Martín Kohan, a Jorge
Consiglio, a Aníbal Jarkowski, como tipos que están en una sintonía de
lecturas de otros y de la propia. Edgardo Scott, Oliverio Coelho, ésos
son los que he tratado más, he leído más y se han convertido un poco en
referentes.
Dijiste que con esta novela estabas poniendo toda la carne
al asador. ¿Buscabas hacer esta jugada más como un intento de superar
Dóberman (2010), que había resultado galardonada con el premio Emecé?
–En realidad, lo que pasa es que la novela La familia la escribí
antes del premio, entre 2006 y 2009. Yo vengo publicando con atraso:
publiqué Piquito de oro y Dóberman, ahora salió ésta, pero las tenía
terminadas desde hace tiempo. Aunque sí creo que es una respuesta a
otras novelas, como Vértice (2004) o El director (2005), novelas que han
tenido su reconocimiento, no quizá como Dóberman. Esas novelas me
dieron un espaldarazo como para jugarme por entero y poner esa fuerza
emotiva en La familia. Piquito de oro, que salió en el 2009, la escribí
en 2002, Dóberman la habré escrito en el período 2004-2005. Siempre
publico en el orden que escribo, con varios años de atraso, claro. Nunca
escribo dos cosas juntas: termino una cosa, después sigo con otra. Ni
siquiera releo lo que escribo: tengo que tener todo en la cabeza y
avanzo hasta terminar.
La familia tuvo una recepción entusiasta por parte de la
crítica. ¿Qué te parece que pudieron leer en este texto como para
reaccionar de esta manera?
–He tenido el apoyo en general de la crítica en mis novelas.
Obviamente, no es unánime. Igual, yo estoy medio aislado: lo que me
decís es un dato que voy viendo, pero no me llega tanto. Creo que se
percibe un poco esa fuerza literaria que fui acumulando en otras novelas
y acá encuentra cierto esplendor, y creo que ha gustado eso de alguna
manera. Es una novela muy extrema, y acá hay público, la crítica, más
que nada, que gusta de cierta literatura extrema como desafío de
lectura.