El
patriarca creando al Patriarca. Una lucha de titanes. El absoluto poder
de una imaginación que hace uso de todas sus facultades para modelar un
personaje de poder absoluto. El artista verbal empeñado en su propósito
de imponer su dominio sobre el lenguaje, de demostrar que él no es un
simple instrumento o sirviente de éste –según la pretensión de los
logócratas–, sino, por el contrario, su amo y señor, y que, por tanto,
puede ejercer un gobierno total sobre las palabras hasta lograr que
produzcan un texto original, distinto y autónomo respecto de cualquier
otro, pues es el único modo posible de conseguir que cobre plena
existencia en el papel ese ser paralelo a él que ahora bulle en su
cabeza, ese otro amo y señor que él quiere que gobierne con facultades
ilimitadas y despóticas en su país imaginario, en el “vasto reino de
pesadumbre” que le está creando para ese propósito.
Pero no es fácil someter a las palabras, ni siquiera para él a quien
ellas parecieron siempre mostrar la más sumisa obediencia, y no es fácil
someterlas sobre todo cuando se busca que se pongan por completo, todas
a una, al servicio de un proyecto tan descomunal como ése que él está
ejecutando en ese momento.
De ahí el gesto que capturó la foto, que es el característico de
quien está inmerso en un arduo empeño intelectual, el característico del
escritor que está convocando y reuniendo todas las energías de su mente
para que, realizando una suerte de arrolladora prueba olímpica, ésta
supere todos los obstáculos que la separan de su ambiciosa meta
literaria: la cabeza inclinada hacia la derecha, ligeramente apoyada
sobre la palma de la mano ídem, mientras hunde los dedos entre la
frondosa pelambre indómita para rascarse mecánicamente el cuero
cabelludo, en un ademán que parece dirigido a incrementar el nivel de
actividad de su cerebro, a desencadenar potencias secretas y hasta
entonces no usadas de su don creativo.
La expresión del rostro es, en efecto, la de alguien cuyo cerebro
está buscando en sus más profundos recovecos la solución a un problema,
pero sin reflejar angustia o una marcada tensión. Revela una intensa
indagación, pero al mismo tiempo una como firme serenidad. Pese a que
era de algún modo un escritor de estirpe flaubertiana –por la dedicación
espartana al oficio y la busca de la palabra precisa en función de la
absoluta armonía musical de la prosa–, lejos está, pues, de las
reacciones histéricas que, durante el proceso de la escritura, solían
ser propias del autor de Madame Bovary.
Sin embargo, hay un detalle que parece no encajar con esta imagen del
escritor batiéndose a brazo partido con las palabras: situada a su
derecha, la papelera, salvo por una sola bola de papel, está vacía. La
lógica indica que, a la situación arriba descrita (y que es la que la
actitud del autor sedente evidencia a todas luces), debería corresponder
una papelera atiborrada de borradores que, desechados uno tras otro,
reflejarían esa búsqueda implacable de la forma deseada. ¿Habría vaciado
Mercedes la papelera de su rebosante contenido un momento antes del
disparo del obturador?
En el instante preciso congelado por la cámara, García Márquez no se
halla escribiendo; no hay hoja alguna en el rodillo de la máquina de
escribir. Lo que está haciendo en ese instante es revisar lo que, al
parecer, acaba de escribir. La manera de trabajar que, según
manifestaría en Vivir para contarla, él practicaba desde que se había
convertido en un escritor profesional, era la siguiente: “Rompía cada
párrafo hasta dejarlo a gusto”; o, como le contó a Rita Guibert en
entrevista realizada en 1971 (época que corresponde justamente a la
composición de El otoño del patriarca), y planteando un rigor todavía
mayor que el anterior: “Voy corrigiendo línea por línea a medida que voy
trabajando, de manera que cuando termino una hoja ya está casi lista
para el editor”. ¿Significa entonces que, en el momento de la foto, está
corrigiendo una sola página en la que se halla escrito un solo párrafo,
o, incluso, apenas una sola línea? Bueno, esto último no tendría nada
de raro, no sólo por lo que le dijo a Rita Guibert, sino por la
declaración que le daría años después a Plinio Apuleyo Mendoza en El
olor de la guayaba, en referencia a El otoño del patriarca: “Lo escribí
como se escriben los versos, palabra por palabra. Hubo, al principio,
semanas en las que apenas había escrito una línea”.
El atuendo que viste es de diario (de fatiga, digamos), si bien la
camisa es de manga larga y está cerrada hasta los puños (tal vez haga
frío), pero los pies puestos fuera de los zapatos, con todo y que se
trata de unas cómodas zapatillas de goma, corroboran la intención de que
el cuerpo esté lo más descansado y relajado posible a fin de que la
cabeza, al no recibir de aquél ninguna mínima molestia que le distraiga,
pueda hacer mejor su trabajo. La mesa en que escribe es pequeña, y es
tan sencilla y modesta que tiene unas cuñas hechas de papel que corrigen
el desequilibrio de las patas: pero, ¿por qué tendríamos que suponer
que las grandes obras maestras de la literatura deben de haberse escrito
en formidables escritorios que ostenten el mismo nivel de grandeza que
ellas?
No hay una taza de café, no hay cigarrillos (había dejado el hábito
de fumarlos hacía muy poco tiempo): el escritor optó por que su solo y
natural genio creador, sin el auxilio de estimulante alguno, ejecutara
toda la labor.
La fotografía fue tomada por su hijo Rodrigo en el interior de una
casa tradicional pero remodelada por la familia: el número 6 de la calle
Caponata, del elegante y tranquilo barrio de Sarriá, en Barcelona, en
un momento que la mayoría de los pies de foto sitúan “hacia 1972”; yo no
me atrevo a ser tan vagamente preciso: creo que debe situarse en el
período comprendido entre finales de 1971 y los primeros meses de 1974,
cuando le puso el punto final definitivo a la novela. Me atrevo a datar
la fotografía en ese lapso (acerca del lugar, desde luego, no hay la más
mínima duda) porque la única otra posibilidad es que haya sido tomada
en una etapa anterior del proceso de escritura de El otoño del patriarca
en la capital catalana, que fue entre comienzos de 1968 y enero de
1971, pero dicho período corresponde al tiempo en que la edad del
fotógrafo anduvo de los ocho a los once años, lo que hace menos probable
esta segunda opción.
De modo que, en el instante de la foto, el autor lleva ya por lo
menos casi cuatro años de estar trabajando en la novela. Y, sin embargo,
la imagen nos muestra que la novela se resiste todavía a rendirse al
castigo continuado que su mano lenta pero firme ha venido ejerciendo
sobre ella. En realidad, se trata de un trabajo que le ha planteado una
larga batalla que supera el límite de esos cuatro años y que, en rigor,
tiene por lo menos 13 años de estar librando, pues la novela fue
concebida en Caracas (exactamente en el Palacio de Miraflores), unos dos
o tres días después de la caída del dictador de Venezuela Marcos Pérez
Jiménez (que tuvo lugar el 23 de enero de 1958), y fue allí mismo, en
esa ciudad y en ese mismo año, cuando empezó a escribirla. Se sabe que,
desde entonces, la continuaría escribiendo, si bien con frecuentes y a
veces largas interrupciones, de modo que en abril de 1962, ya residiendo
en México, llevaba redactadas 300 cuartillas de ella, pero entonces la
suspendió de nuevo y esta vez sería por unos seis años, ya que fue ésta
la época en que tuvo lugar la irrupción y toma de su vida por parte de
Cien años de soledad. De esas 300 cuartillas no sobrevivió casi nada a
sus exigencias y tuvo, pues, que refundir la obra a partir de 1968 en
Barcelona, ciudad donde se había instalado el 4 de noviembre de 1967.
El patriarca creando al Patriarca, una lucha entre iguales, el gran
novelista valiéndose de su imaginación de taumaturgo para imponer un
tirano con poderes de taumaturgo, el poderoso dictador de las palabras
modelando el libro del dictador, en la secreta intimidad de su estudio,
absorbido por completo por su colosal tarea, “solo, con una soledad
absoluta”, frente a la hoja de papel, frente al gran poema en marcha
sobre la soledad del poder, en una escena natural, espontánea y privada
de la que el público no habría tenido jamás manera de ser testigo, a
menos que alguien perteneciente a su espacio doméstico, a su familia
(por ejemplo un hijo, por ejemplo su hijo Rodrigo), hubiera decidido
tomar una fotografía que hiciera posible que todos los lectores del
mundo nos asomáramos maravillados a ese momento íntimo y excepcional.
Por eso me gusta tanto esta fotografía, que es (y pocas veces el
término periodístico puede ser usado con tanta exactitud) una fotografía
exclusiva: una que ningún otro hubiera podido captar, sino justo el que
la captó, quien supo aprovechar bien su posición privilegiada, su
posición de paparazzo encubierto bajo la identidad inocente de un chico
hijo del novelista: nuestro ojo en la madriguera del genio.