Simone de Beauvoir ha vuelto. Sí, como pesadilla. La filósofa
francesa venerada y discutida por el feminismo desde hace décadas, ahora
regresa como proveedora de citas rápidas para la actualísima batalla de
los sexos. En el debate cultural, cada vez más parecido al pugilato, la
cuestión no puede ser más propicia: genera ansiedades, roza lo sexual y
casi cualquiera puede decir algo. Las redes sociales ofrecen el mejor
escenario. Gana quien mejor titula, quien más rápido pega, quien tiene
la malicia pronta y quien, finalmente, logra levantar más pulgares.
Parte del mundo editorial lo entiende muy bien entonces, por caso, el libro de Gonzalo Garcés, Hacete hombre, se ve reducido a un round
de polémica de ocasión que pasará tan pronto como algún otro gestor
cultural descubra una veta más escandalosa. Para encender la mecha corta
basta con diseñar una tapa que es el colmo de la obviedad, circular un
flyer canchero con el autor usando guantes de boxeo y, luego, someterse
al titulado de las reseñas y entrevistas: “Ahora hay un feminismo que
quiere prohibir por decreto el piropo”, “Según el escritor, el
patriarcado terminó”, “La masculinidad amenazada: un prisma que se
resquebraja”, “Hay una nostalgia de la masculinidad, entre las mujeres
más que los hombres”, “La hombría se volvió clandestina”, etc. etc.
Participar
del circo es bastante sencillo. Por ejemplo, se podría ignorar todo lo
que el libro tiene de reflexivo para disparar que, en algunos tramos,
parece un resumen de Simone de Beauvoir tamizado por monografías.com y
remozado con pizcas de Houellebecq. No sé si servirá para un título de
escandalete, pero seguramente alcance para que alguna efímera revista de
comentarios culturales logre una módica suma de likes. En
cambio, poner entre paréntesis las cualidades personales del autor,
tomar el libro en serio y dialogar con él supone una tarea que poco
tiene que ver con el vértigo de las redes y la escaramuza de los egos.
Es una gimnasia vieja: el debate de ideas.
Esta ficción real —así
se titula la colección de la editorial Marea— es la crónica del viaje en
auto de un hombre de casi cuarenta años con su padre y una aparente
prostituta. Gonzalo, el narrador, creció y convivió con mujeres
independientes, no tiene dudas en aplaudir las transformaciones
contemporáneas que habrían igualado las oportunidades. El resultado es
un intenso diálogo interno con una atrapante reflexión sobre el ser
hombre hoy, pero también sobre el ser hijo y el devenir padre. El uso
que hace de los mitos antiguos y las series norteamericanas es de los
momentos más brillantes del relato; las dudas sobre la paternidad, de
los más conmovedores. Como lectora, celebro esta ventana al pensamiento
de un hombre sobre su masculinidad, sus inconstancias, su humor ácido,
su nostalgia de un mundo en el que era el conquistador, el mandamás, el
vociferante, el autor.
En la mitad del libro sorprende un
despliegue de ensayismo breve con ideas fuertes sobre la relación
histórica entre hombres y mujeres. Se trata de una “Historia personal de
la masculinidad” que es, como se advierte, mucho más personal que
documentada. El relato depende de una simplificación extrema de los
procesos históricos. Primero, el reemplazo de la naturaleza como
determinante (la biología no es destino, como decía la filósofa) por
factores económicos y tecnológicos que producen cambios sociales y
políticos en una sola dirección. Luego, una lectura etapista y
progresiva de la historia en la que no hay lugar para claroscuros ni
desvíos. En tercer lugar,
la suposición de que en los hechos
pasados sólo han actuado los hombres. La ciudadanía la inventaron los
hombres, las guerras las pelearon los hombres, los reinos los crearon y
los disolvieron los hombres y luego, las estructuras convirtieron al
patriarcado en un despropósito y así nos fueron concedidas las
libertades actuales, para que, ironía macabra del capitalismo, casi
todos terminen siendo feminizados en una derrota histórica de la
hombría.
Por último, la argumentación presenta un desequilibrio
evidente: va de la determinación estructural al subjetivismo decidido,
sin mediaciones. Si toda la historia se explica por las transformaciones
estructurales —y los movimientos políticos como el feminismo sólo
vinieron a coronar el proceso por simple decantación—, hoy es una
subjetividad masculina heterosexual de burguesía esclarecida porteña y
cosmopolita la que puede hacer una pausa en el devaneo de un complejo de
Edipo ampliado — a otros mitos y a las series norteamericanas—, para
decretar la muerte de una época. Derrotado el patriarcado, salvo en
“algunos bolsones”, los ciudadanos del capitalismo tardío serían
usuarios feminizados, mientras que un resto, muy minoritario, de hombres
y mujeres seguiría detentando la hombría, esto es, el mando económico,
el poder soberano, etc.
A primera vista, la afirmación de que
tanto la feminidad como la hombría pueden ser encarnadas por ambos sexos
indistintamente y la idea de que hemos sido convertidos en usuarios
funcionales parecen hipótesis atractivas. Sin embargo, es menos
convincente el dejo de nostalgia ingenua hacia la república ciudadana.
Así como injustificada la generalización de la experiencia de un sector
particular de las sociedades a toda la humanidad. Y llamativamente
reduccionista el minimizar la utilización de los conceptos de clase,
raza y género como claves explicativas del mundo contemporáneo —tanto
como desconocer las particularidades de lo local— justo en un momento en
que la propiedad privada se concentra pavorosamente en términos
globales, la desigualdad se profundiza, la relación norte-sur se
dinamiza con otros polos de poder y la proliferación de identidades
sexuales conmociona el sistema de parentesco y los alcances de la
ciudadanía.
No se trata de discernir si es desconocimiento u
omisión voluntaria, ni de invitar al autor a recorrer tal o cual
bibliografía específica, ni de someter su ensayo personalísimo a una
crítica historiográfica académica, sino de señalar que es la propia
narración la que exige ese entramado de premisas fallidas. Sólo así
puede llegar al argumento final que busca instalar: vivimos en el
pospatriarcado. Ante esta conclusión, un camino posible sería
contraponer una buena cantidad de artículos, estadísticas, informes de
organismos internacionales, etc. que demostraría lo contrario. Otra
estrategia podría ser definir patriarcado, discutir sus alcances y
conceder que las últimas décadas representan un desafío para ese tipo de
conceptualización clásica y que, incluso, algunas transformaciones que
parecían liberar a la mujer, no han hecho más que reforzar el
capitalismo y sus nuevas caras.
Sin embargo prefiero, en esta oportunidad, enmarcar el libro en un debate más general y dar cuenta de algunos de sus efectos. Hacete hombre
confirma una tendencia que, a mitad del siglo XX, de Beauvoir creía
improbable: “A un hombre no se le ocurriría la idea de escribir un libro
sobre la singular situación que ocupan los varones en la Humanidad”.
Pero, he aquí el regreso de pesadilla: para pensar qué es un hombre
parece necesario simplificar la historia, dar por muerto el patriarcado
y, en el mismo gesto, rechazar el machismo… y el feminismo.
La
excusa es que el feminismo ha devenido publicitario, escolar, moralista y
aburrido, pero para eso hace falta imponer otra gran simplificación y
es la de reducir toda una tradición teórica y política a alguna de sus
derivas. Es como desechar todo el marxismo como herramienta para
analizar el capitalismo porque hay remeras del Che. Pero, al mismo
tiempo, ser más marxista que Marx y más feminista que de Beauvoir
criticando, cómo se dice, por izquierda. Por eso cuando Garcés acusa de
mojigatas a algunas feministas o nos revela las falacias del feminismo
de la revista semanal no puedo más que acordar. Y cuando razona que
algunas calamidades antes cultivadas con esmero en el género femenino se
extienden como plagas entre los desprevenidos varones que no extrañan
la hombría, no puedo más que asentir. Y cuando usa su mejor pluma
humorística contra el “estalinismo de la corrección política” y la
“policía del pensamiento”, aplaudo. Y cuando nos recuerda que Merkel es
mala y es mujer, o nos advierte cuánto le conviene al capital hacernos
creer que alcanza con ser sexualmente libre, me rindo al encanto de su
prosa y a la suficiencia con la que desactiva las preguntas maliciosas
de quienes lo entrevistan.
Por fortuna, el hechizo dura poco
porque es evidente que sólo omitiendo toda la escritura feminista puede
presentar estas ideas como novedosas. Por citar algo, ya a principios
del siglo pasado Emma Goldman nos avisó sobre la tragedia de la
emancipación. Las anarquistas locales apuntaban contra el clasismo
bienintencionado de las sufragistas, mientras las socialistas
denunciaban la falsa universalidad de la ciudadanía. Fue el mismo
movimiento quien produjo críticas sobre la mujer blanca, burguesa,
occidental y heterosexual que pretendía representarlo y, hasta hoy,
quienes se reconocen mujeres y las identidades trans e intersex siguen
poniendo en problemas todo intento de dictar cuál es el sujeto político
del feminismo y cuál su voz hegemónica.
Sin embargo, vemos este
síntoma repetirse en muchos ámbitos de la vida contemporánea. El
procedimiento es el siguiente: tómese un tema impulsado por el feminismo
con algún grado de acuerdo, luego sin leer ni citar a ninguna de las
personas que militan, escriben y piensan seriamente sobre el tema en
cuestión, lance una crítica desde la “incorrección política” tomando
elementos de lo usted entendió que era el feminismo o del conjunto de
argumentaciones que el feminismo mismo logró instalar como parte de las
problemáticas del presente.
Así, por un lado, tenemos frentes
acendrados de machismo clásico. En los márgenes, unos poquísimos varones
que se llaman a sí mismos antipatriarcales y hacen un gran esfuerzo en
revisar sus privilegios. Pero, por otro, se extiende un machismo de baja
intensidad, ilustrado, blando. Animado por hombres jóvenes que tienden a
reaccionar con virulencia (aunque satisfechos por la publicidad) y que
morirían dos veces antes de obviar una sola línea de Fogwill, pero que
despachan sin pestañar medio siglo de producción teórica y política
feminista. Lo vemos en los medios de comunicación y en la academia, en
la vida familiar y en la militancia. Bajo un aparente acuerdo se nos
devuelven como ataques nociones propias que sí parecen haber aprendido:
“es violencia de género al revés” “al final, cosifican también a los
varones”, “doble jornada? Ustedes se querían liberar”, etc. etc.
Justo
es decir que el libro de Garcés resulta una versión más razonada y por
eso merecería otro tipo de debate. Pero mucho me temo que la andanada de
reseñas, comentarios y posteos de este antifeminismo cool se
alimente acríticamente del libro para continuar simplificando la
historia y la dinámica social, olvidar el análisis de clase, calmar
ansiedades de la masculinidad hétero y reducir el feminismo a una
caricatura. Y así cuarentones joviales, jóvenes escritoras y agitantes
culturales diversos, para estar a tono con la época, repetirán que es
tan anticuado ser machista como feminista.
Esta postura
depende de muchos “por supuestos”: por supuesto es celebrable la
igualdad, por supuesto “femenino” y “masculino” son construcciones
sociales, por supuesto que condeno la violencia y respeto a las mujeres…
Pero si es tan compartido el supuesto, ¿por qué al momento de pensarse
como género los varones no dialogan con el feminismo? Justamente una
tradición que viene reflexionando desde hace rato sobre cómo escapar a
la trampa de la biología y revolucionar el destino. Más aún ¿por qué
tanto afán en combatirlo? Porque, arriesgo, implicaría reflexionar sobre
sí mismos con impiedad. Porque ese sí que es un cross a la mandíbula
masculina. Porque lleva tiempo de lectura y buena compañía. Porque se
aprende que tus deseos más íntimos provienen de un fino cultivo del
poder. Porque más que victimizarse exige deponer armas y revisar la
imperiosa necesidad de blandir la espada lumínica. Porque obliga a
aceptar que no se es el genio de la idea original y resistir la
tentación de contar una vez más la historia de la humanidad. Porque hay
que callar para escuchar e, incluso, crear las condiciones para que se
escuchen otras voces. Y todo esto tiene tan poco que ver con la
“hombría” que aterra.
Laura Fernández Cordero es Dra. en Ciencias Sociales; CeDInCI/UNSAM - Conicet.