Elegante, sofisticada y enigmática, vivió 34 años (de 1908 a 1942). Fue escritora, viajera, arqueóloga y morfinómana. Ejerció una libertad sin límites y 'gozó' de una personalidad herida. Enamoró por igual a hombres y a mujeres, pero siempre estuvo sola. Escapaba de sí misma y huía de los otros
Annemarie Schwarzenbach, en 1936./elmundo.es
La cosa consistía en decir «No» a tiempo completo, en vestirse de chico con sastrería impecable, en ponerse muy ciega, despreciar cualquier convención despreciable y hacer saber a la tropa que bajo esa estructura de dama imprevista tronaba una fuerza de bacanal y tinieblas, y un talento feroz, y una tristeza sin hora. Annemarie Schwarzenbach dio pronto señales de alerta. En medio del lujo familiar, pertenecía a uno de los linajes más ricos de Suiza, la muchacha abdicó en favor de una austeridad que descompensaba los nervios de los padres.
Educada en casa con institutrices y propensa a una libertad de alta gama y a una rebeldía garduña, Annemarie (Zúrich, 1908) fue poco a poco traicionando las expectativas que la madre (emparentada con el canciller Von Bismarck) depositó en la tercera de sus cinco hijos. Quiso hacer de ella una esforzada pianista. Quiso convertirla en impecable amazona. Quiso liofilizarla como esposa de un mozo de alcurnia. Pero ante un destino tan bien previsto, Annemarie decidió montárselo por su cuenta acumulando una vastísima cultura de tono insumiso, una musicalidad de figura andrógina y la sentimentalidad tumultuosa de quien no espera mucho de la vida. Esa rebeldía la envió directamente al canapé de un psiquiatra que no tardó en reducirlo todo a diagnóstico: esquizofrenia. Veredicto que nadie pudo confirmar.
El descalabro de nacer inmensamente rica le facilitó la posibilidad de viajar, que es mitad huir y mitad perseguir. Y ella se concedió el consuelo de escribir, que es mitad confesión y mitad extravío. La adolescencia fue la forja de una facultad mística para parecer permanentemente una criatura distinta y de una fecunda fragilidad. Todo lo disimulaba con el fulgor de la aventura, pero en Annemarie Schwarzenbach se da una concentración de pureza y daño de gran calidad. El ingreso en la Universidad de Zurich, en 1923, fue el principio de la expedición. Estudió Historia y Literatura. Inflamaba entusiasmos en ellos y en ellas. Era flaca y altiva. Conoció a los hijos malditos de Thomas Mann, Erika y Klaus. Se enamoró fieramente de ella (sin respuesta) y se alió en extravagancias con él. El novelista, cuando la conoció, dejó el mejor diagnóstico para entender a la inexplicable amiga de sus cachorros: «Es un bello ángel devastado». Y en una sobremesa le mostró simpatía con esta sentencia: «Si usted fuese un hombre, debería ser declarado excepcionalmente hermoso».
La literatura comenzó a hacer efecto en la muchacha, que afianzaba con la edad su condición de pez abisal. La vida le iba dando contorno y una luz sanguínea delicada, atractiva, propensa al enigma. Lejos de mamá comenzó a publicar reportajes, desató su apetito de mujeres, sucumbió a todos los tormentos con esa vocación escapista de aquellos que no pueden salir ilesos de sí mismos. Y afianzó su vocación de dandi que no necesita hacerse entender. Su fuerza es devastadora. En 1927 se doctora en Filosofía y en 1930 publica su primera novela, Los amigos de Bernhardt, donde bucea en la angustia, la falta de valores, el rechazo a los ideales burgueses, la indeterminación sexual de un grupo de amigos donde toda combinación es posible. Ya ha centrado su mundo. Su mundo es ella.
Viaja a París, a Escandinavia, a España, a Berlín (que en 1930 tenía las noches más fieras de Europa). Bebía. Follaba. Escribía. Le sacaba chispas a los nervios. Traicionaba a su familia. En 1932 Mopsa Sternheim le proporciona el primer vuelo sin motor de morfina y en el paraíso artificial del opio se queda a vivir. Es el momento de conocer por fin Persia. Lo había leído todo. Y en 1933 sube al Orient-Express para un viaje de siete meses donde enfermó, se drogó, frecuentó prostitutas en los barrios más turbios de las ciudades. Annemarie gastaba una insaciable sed oscura. La arqueología y el exceso le contornearon en esos días. Regresó cuando los nazis ya arrasaban Europa y un año después volvió a Persia para trabajar en una misión arqueológica. Fue quizá el único momento de su vida en que fue feliz. Se casó en Teherán con Claude Clarac, diplomático francés de gustos homosexuales fascinado por el diseño de galán de su mujer. Y ella conoció a Yalé, hija del embajador de Turquía, que irrumpió en su deseo como un nudo de haces magnéticos. A ella le dedicó Muerte en Persia, quizá el más herido de sus libros, el más inconsolable. El más bello. Escrito paradójicamente en el Valle de Lahr, el Valle Feliz.
La libertad había roto aguas en Annemarie Schwarzenbach, que regresa a casa sin Clarac. Decididamente antinazi. Ciegamente yonqui. Altamente frágil. Era uno de esos seres dotados con una pericia singular para el fracaso. Vivir consistía no detenerse. En 1936 facturó su tristeza con destino a EEUU, donde realizó reportajes en ciudades industriales de Pensilvania y sobre los conflictos raciales del sur, con los desclasados como voz y como denuncia. En esos años emprende el último viaje árabe. Junto a la escritora suiza Ella Maillart marchan en coche a Afganistán. Es 1938. En este instante de su biografía hay en ella un pálpito devastado que sólo encuentra calma en aquellos paisajes de belleza imprevista, perfumados de especias y virutas de incienso. Ese conglomerado de sensaciones contrarias comenzó a dejar huella en su maleado caletre. Y de allá trajo otro libro espectacular: 'Dónde está la tierra de las promesas?.
La inteligencia de Annemarie, en plena confusión, buscó cobijo de nuevo en EEUU. Llevaba bajo el brazo una nueva amante, la multimillonaria Margot von Opel. Vivió con ella y con su marido en el Hotel Plaza de Nueva York. Escribía impulsada por una pócima de alcoholes y drogas que aceleraban su pulso a igual velocidad que la ansiedad braceaba en la penumbra. La joven novelista Carson McCullers, de 23 años, se enamoró de ella. Un amor insano. Brutal. Extremo. Imposible. Y le dedicó una de sus mejores novelas: Reflejos de un ojo dorado. Pero Annemarie no quería abandonar a Margot, a la que, de paso, intentó estrangular en dos ocasiones. La última cuando recibió un telegrama de mensaje atroz: «Papá ha muerto». A partir del ahí comenzó el desbarrancadero. Ingresó en un sanatorio mental en el que se dio de bruces con la carrocería de la locura. Escapó porque la terapia incluía la prohibición de escribir. En busca y captura clínica se alojó en casa de un amigo, donde intentó suicidarse. Estaba inscrita en la derrota con todo el alma entregada a la autodestrucción. Internada de nuevo en un psiquiátrico de White Plains fue declarada defectuosa y expulsada del país.
Para entonces ya había escrito un aullido que pudo ser epitafio: «¡Dejadme sufrir!». Entre la vida y ella se estaba dando un intercambio de rehenes. Regresó a casa en 1940 con el único propósito de escapar de nuevo. Aquella joven contaminada de extravío puso la brasa del pitillo en dirección a Lisboa y de allí al Congo Belga. Residió en Lisala, donde Conrad escribió 'El corazón de las tinieblas'. Estaba ya sobrepasada por la morfina. Allí puso en pie su último libro, El milagro del arbol bajo la protección de la propietaria de la mayor plantación del país, madame Vivien. Annemarie tomó aire en África y aquel nuevo destierro le asestó una leve alegría, una tregua, un bálsamo. Así regresó a Europa. Así se instaló en Suiza. Así comenzó a escribir para recuperar a los amigos. Así montó en bicicleta una semana de septiembre, por una sucesión de azares. Y así tomó una cuesta abajo soltando el manillar hasta estrellarse de cabeza, como un ángel eléctrico, contra una piedra. Perdió la memoria y el habla. Perdió los motivos. Y dos meses después murió. Era el 15 de noviembre de 1942. Tenía 34 años y muchas vidas gastadas por dentro. Esta mujer libre, elegante y valiente no llegó a comprender que pertenecía a la insólita raza de esos seres de los que no importa tanto el origen de su vuelo como el porqué de su impulso. Y de su caída.