La gran extranjera, que Siglo XXI
publicará en marzo, reúne conferencias sobre la escritura literaria, que
Michel Foucault pronunció de 1963 a 1971. En el fragmento de Literatura y lenguaje que
aquí se anticipa establece la diferencia entre, precisamente,
literatura, lenguaje y obra, y explica cuáles son las cuatro
"negaciones" que implica todo acto literario
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Michel Foucault, filósofo y semiólogo francés, autor del presente texto./adncultura.com |
Como sabrán, la pregunta hoy célebre, "¿Qué es la literatura?", está
asociada para nosotros al ejercicio mismo de la literatura, no como si
se lo preguntara a posteriori un tercero que se interroga sobre un
objeto extraño y exterior a él, sino como si tuviera su lugar de origen
precisamente en la literatura; como si preguntar "¿Qué es la
literatura?" y el propio acto de escribir fueran una sola cosa.
"¿Qué
es la literatura?" no es en absoluto una pregunta de crítico, no es en
absoluto una pregunta del historiador o del sociólogo que se interrogan
frente a determinado hecho de lenguaje. Es en cierto modo un hueco que
se abre en la literatura, un hueco donde ésta tendría que alojarse y
probablemente recoger todo su ser.
Hay sin embargo una paradoja, o
en todo caso una diferencia. Acabo de decir que la literatura se aloja
en la pregunta "¿Qué es la literatura?". Pero, después de todo, esta
pregunta es muy reciente, apenas un poco más antigua que nosotros. En
suma, de la pregunta "¿Qué es la literatura?" puede decirse en general
que llegó a nosotros y pudo formularse desde ese acontecimiento que fue
la obra de Mallarmé. En tanto que la literatura, por su parte, no tiene
edad, no tiene más cronología o estado civil que el lenguaje humano.
Sin
embargo, no estoy tan seguro de que la literatura sea tan antigua como
suele decirse. Está claro, sí, que desde hace varios milenios existe
algo que retrospectivamente tenemos la costumbre de llamar "la
literatura".
Creo que es justamente eso lo que habría que
cuestionar. No es tan seguro que Dante, Cervantes o Eurípides sean
literatura. Pertenecen desde luego a ella; esto quiere decir que hoy
forman parte de nuestra literatura actual, y forman parte de la
literatura en virtud de cierta relación que, de hecho, sólo nos incumbe a
nosotros. Forman parte de nuestra literatura, no de la suya, por la
excelente razón de que la literatura griega no existe, la literatura
latina no existe. En otras palabras, si la relación de la obra de
Eurípides con nuestro lenguaje es en efecto literatura, la relación de
esa misma obra con el lenguaje griego no lo era, sin duda alguna. Por
eso querría distinguir con claridad tres cosas.
Ante todo está el
lenguaje. El lenguaje es, como saben, el murmullo de todo lo que se
pronuncia, y al mismo tiempo el sistema transparente que hace que,
cuando hablamos, nos comprendan; en resumen, el lenguaje es a la vez el
hecho de todas las hablas acumuladas en la historia y el sistema mismo
de la lengua.
De un lado, entonces, está el lenguaje. De otro,
están las obras; digamos que está esa cosa extraña dentro del lenguaje,
esa configuración de lenguaje que se detiene sobre sí, que se
inmoviliza, que constituye un espacio que le es propio y retiene en él
el fluir del murmullo, que espesa la transparencia de los signos y las
palabras y que erige así cierto volumen opaco, probablemente enigmático,
y eso es en suma lo que constituye una obra.
Y hay además un tercer término, que no es exactamente ni la obra ni el lenguaje; un tercer término que es la literatura.
La
literatura no es la forma general de toda obra de lenguaje, y no es
tampoco el lugar universal donde se sitúa la obra de lenguaje. En cierto
modo es un tercer término, el vértice de un triángulo, por el cual pasa
la relación del lenguaje con la obra y de la obra con el lenguaje.
Creo
que una relación de ese tipo es lo que se designa con la palabra
"literatura" en su acepción clásica; en el siglo XVII, "literatura"
designaba simplemente la familiaridad que alguien podía tener con las
obras de lenguaje, el uso, la frecuentación por la cual recuperaba en el
nivel de su lenguaje cotidiano lo que era en sí y para sí una obra. Esa
relación que constituía la literatura en la época clásica no era más
que un asunto de memoria, de familiaridad, de saber: un asunto de
recepción.
Ahora bien, a partir de cierto momento la relación
entre el lenguaje y la obra, esa relación que pasa por la literatura,
dejó de ser una relación puramente pasiva de saber y memoria para
convertirse en una relación activa, práctica, y por eso mismo oscura y
profunda entre la obra en el momento de hacerse, y el propio lenguaje; e
incluso entre el lenguaje en el momento de su transformación y la obra
en que se está convirtiendo. El momento en que la literatura se
convirtió en el tercer término activo en el triángulo así constituido
es, desde luego, el de comienzos del siglo XIX o fines del siglo XVIII,
cuando, ante la proximidad de Chateaubriand, de Madame de Staël, de La
Harpe, el siglo XVIII se aparta de nosotros, se cierra sobre sí y se
lleva consigo algo que ahora nos ha sido sustraído, pero que resta
pensar, sin duda, si queremos pensar qué es la literatura.
Suele
decirse que la conciencia crítica, la inquietud que reflexiona sobre lo
que es la literatura, se instauró muy tarde y, en cierta forma, en el
enrarecimiento, el agotamiento de la obra; en el momento en que, por
razones puramente históricas, la literatura ya no fue capaz de darse
otro objeto que sí misma. A decir verdad, me parece que la relación de
la literatura consigo misma, el interrogante acerca de lo que ella es,
desde el origen formaba parte de su triangulación de nacimiento. La
literatura no es para un lenguaje la ocasión de transformarse en obra;
no es tampoco para una obra la ocasión de fabricarse con lenguaje; la
literatura es un tercer punto, diferente del lenguaje y diferente de la
obra, un tercer punto que es exterior a su línea recta y que
precisamente por eso dibuja un espacio vacío, una blancura esencial
donde nace la pregunta "¿Qué es la literatura?", una blancura esencial
que es en efecto esta pregunta. Por consiguiente, esta pregunta no se
superpone a la literatura, no es el agregado de una conciencia crítica
complementaria a la literatura: es su ser mismo, originariamente
desmembrado y fracturado.
En rigor de verdad, no tengo el proyecto
de hablarles de nada, ni de la obra, ni de la literatura, ni del
lenguaje. Pero sí querría en cierto modo situar mi lenguaje, que por
desdicha no es ni obra ni literatura, en la distancia, la separación, el
triángulo, la dispersión de origen donde la obra, la literatura y el
lenguaje se deslumbran entre sí, y quiero decir que se iluminan y se
ciegan entre sí, para que gracias a eso, acaso, llegue a nosotros
solapadamente algo de su ser. Tal vez se sientan ustedes un tanto
contrariados y decepcionados por lo poco que tengo para decirles.
Pero
me gustaría mucho que prestaran atención a ese poco, porque querría que
llegara a ustedes la oquedad del lenguaje que no deja de ahondarse en
la literatura desde que existe, es decir, desde el siglo XIX. Querría
que surgiera al menos en ustedes la necesidad de deshacerse de una idea
prefabricada, una idea que esta literatura, precisamente, se ha hecho de
sí misma, y que es la siguiente: que la literatura es un lenguaje, un
texto hecho de palabras, palabras como cualesquiera otras, pero que han
sido escogidas y dispuestas de tal modo y tanto que, a través de ellas,
pasa algo que es un inefable.
Me parece que sucede todo lo
contrario, que la literatura no está hecha en absoluto de un inefable:
está hecha de un no inefable, de algo que podríamos por consiguiente
llamar, en el sentido estricto y originario del término, fable, fábula.
Está hecha pues de una fábula, de algo que es para decir y puede
decirse, pero esa fábula se dice en un lenguaje que es ausencia, que es
asesinato, que es desdoblamiento, que es simulacro, gracias a lo cual me
parece posible un discurso sobre la literatura, un discurso que sea
otra cosa que esas alusiones con que nos han machacado los oídos desde
hace ya centenares de años, esas alusiones al silencio, al secreto, a lo
indecible, a las modulaciones del corazón y, finalmente, a todos los
prestigios de la individualidad en que la crítica, hasta estos últimos
tiempos, amparó su inconsistencia.
La primera constatación es que
la literatura no es ese hecho en bruto del lenguaje que se deja penetrar
poco a poco por la cuestión sutil, secundaria, de su esencia y su
derecho a la existencia. En sí misma, la literatura es una distancia
ahondada dentro del lenguaje, una distancia que se recorre sin cesar y
sin que jamás se salve realmente; es, en fin, una suerte de lenguaje que
oscila sobre sí, una suerte de vibración in situ. Pero aun estas
palabras, oscilación, vibración, son insuficientes y no del todo
adecuadas, porque dejan suponer que hay dos polos, que la literatura es a
la vez literatura y, con todo, lenguaje, y que habría entre una y otro
algo parecido a una vacilación. En realidad, la relación con la
literatura está contenida en su totalidad en el espesor absolutamente
inmóvil, sin movimiento, de la obra, y a la vez esa relación es aquello
por lo cual la obra y la literatura se rehúyen una en otra.
Puesto
que, en cierto sentido, ¿cuándo es literatura la obra? Su paradoja
consiste precisamente en que sólo es literatura en el instante mismo de
su comienzo, desde su primera frase, desde la página en blanco. Sin
duda, sólo es realmente literatura en ese momento y esa superficie, en
el ritual previo que traza para las palabras el espacio de su
consagración. Y por consiguiente, una vez que esa página en blanco
comienza a llenarse, una vez que las palabras comienzan a transcribirse
sobre esa superficie aún virgen, en ese momento, cada palabra es de
algún modo absolutamente decepcionante en lo que toca a la literatura,
ya que no hay ninguna que pertenezca por esencia, por derecho natural, a
ella. De hecho, una vez que una palabra se escribe en la página en
blanco, que debe ser la página de la literatura, ya no es más
literatura; cada palabra real, entonces, es en cierta forma una
transgresión cometida contra la esencia pura, blanca, vacía, sagrada de
la literatura; una transgresión que hace de toda la obra no, en modo
alguno, la consumación de la literatura, sino su ruptura, su caída, su
fractura. Toda palabra sin estatus ni prestigio literario es una
fractura; toda palabra prosaica o cotidiana es una fractura, pero
también lo es toda palabra una vez que se escribe.
"Mucho tiempo
he estado acostándome temprano." Ésta es la primera frase de En busca
del tiempo perdido. En un sentido es sin duda una entrada en la
literatura, pero es obvio que ni una sola de las palabras que la forman
pertenece a ella: es una entrada en la literatura no porque esta frase
sea la salida a escena de un lenguaje armado por completo con los
signos, el blasón y las marcas de la literatura, sino simplemente porque
ésta, la literatura, será la irrupción de un lenguaje a secas en una
página en blanco de principio a fin; la irrupción del lenguaje sin
signos ni armas, en el umbral mismo de algo que jamás veremos en carne y
hueso, esas palabras que nos conducen hasta el umbral de una perpetua
ausencia.
Es además característico que la literatura, desde que
existe, la literatura desde el siglo XIX, desde que ofreció a la cultura
occidental la extraña figura sobre la cual nos interrogamos, se haya
asignado siempre una tarea determinada, y que esa tarea haya sido
precisamente el asesinato de la literatura. A partir del siglo XIX,
entre las obras que se suceden, ya no se trata en absoluto de una
relación discutida, reversible -muy intrigante, por lo demás-, que es la
existente entre lo antiguo y lo nuevo, y sobre la cual se interrogó
toda la literatura clásica.
La relación de sucesión que aparece
desde el siglo XIX es en cierto modo una relación mucho más radical, una
rela ción que sería a la vez de consumación de la literatura y de su
asesinato inicial. Baudelaire no es al romanticismo, Mallarmé no es a
Baudelaire y el surrealismo no es a Mallarmé lo que Racine fue a
Corneille o lo que Beaumarchais fue a Marivaux.
En realidad, la
historicidad que aparece en el siglo XIX en el dominio de la literatura
es de un tipo muy especial y que no puede en ningún caso asimilarse a la
que garantizó la continuidad o la discontinuidad de la literatura hasta
el siglo XVIII. En el siglo XIX la historicidad de la literatura no
pasa por el rechazo de las otras obras, o su distanciamiento, o su
acogida; en el siglo XIX la historicidad de la literatura pasa
obligatoriamente por el rechazo de la literatura misma, un rechazo que
es preciso tomar en la muy compleja madeja de sus negaciones. Cada nuevo
acto literario, sea el de Baudelaire, el de Mallarmé o el de los
surrealistas -poco importa-, implica al menos, creo, cuatro negaciones,
cuatro rechazos, cuatro intentos de asesinato: rechazar ante todo la
literatura de los otros; segundo, negar a los otros el derecho a hacer
literatura, impugnar que las obras de los otros sean literatura;
tercero, negarse a sí mismo, impugnarse a sí mismo el derecho a hacer
literatura, y cuarto y último, negarse a hacer o decir, en el uso del
lenguaje literario, otra cosa que el asesinato sistemático, consumado,
de la literatura.
Puede decirse en consecuencia, creo, que a
partir del siglo XIX todo acto literario se da y cobra conciencia de sí
como una transgresión de la esencia pura e inaccesible que sería la
literatura. Y sin embargo, en otro sentido, cada palabra, desde que se
escribe en la famosa página en blanco sobre la cual nos interrogamos,
cada palabra, sin embargo, hace señas. Hace señas a algo, porque no es
como una palabra normal, ordinaria. Hace señas a algo que es la
literatura; cada palabra, no bien escrita en la página en blanco de la
obra, es una suerte de luz de giro que hace un guiño a algo que llamamos
"literatura". Puesto que, a decir verdad, en una obra de lenguaje nada
es semejante a lo que se dice en la cotidianidad. Nada es verdadero
lenguaje, y los desafío a encontrar un solo pasaje de una obra
cualquiera del que pueda decirse que ha sido tomado efectivamente de la
realidad del lenguaje cotidiano.
Y bien sé que eso sucede a veces,
bien sé que algunas personas tomaron diálogos reales, y hasta los
registraron en grabadores, como para su descripción de San Marcos acaba
de hacer Butor, que pegó en la descripción de la catedral las cintas
magnéticas que reproducen el diálogo de la gente que la visitaba y hacía
comentarios, algunos de ellos sobre los ice creams que pueden tomarse
en el lugar.
Pero la existencia de un lenguaje real así retenido e
introducido en la obra literaria, cuando eso sucede, no es más que un
papel pegado en un cuadro cubista. El papel pegado no está en el cuadro
cubista para hacer de "verdad"; al contrario, está en cierta forma para
agujerear el espacio del cuadro. Y el lenguaje verdadero, del mismo
modo, cuando se introduce realmente en una obra literaria, se pone en
ella para agujerear el espacio del lenguaje, para darle, de alguna
manera, una dimensión sagital que, de hecho, no le sería propia por
naturaleza. De manera que la obra, en definitiva, sólo existe en la
medida en que, a cada instante, todas las palabras se vuelven hacia esa
literatura, son encendidas por ella; y al mismo tiempo, la obra existe
únicamente porque esa literatura se conjura y se profana a la vez: una
literatura que, sin embargo, sostiene cada una de aquellas palabras,
desde la primera.
Podemos decir entonces, si se quiere, que, en
suma, la obra como irrupción desaparece y se disuelve en el murmullo que
es la reiteración machacona de la literatura; no hay obra que no se
convierta con ello en un fragmento de literatura, un trozo que sólo
existe porque a su alrededor, delante y detrás, existe algo así como la
continuidad de la literatura.
Me parece que estos dos aspectos, el
de la profanación y el de la señal perpetuamente renovada que cada
palabra hace a la literatura, permitirían esbozar de algún modo dos
figuras ejemplares y paradigmáticas de lo que es la literatura, dos
figuras ajenas y que tal vez, pese a ello, son la una para la otra.
Una
sería la figura de la transgresión, de la palabra transgresora, y la
otra, al contrario, sería la figura de todas las palabras que apuntan y
hacen señas a la literatura; de un lado, por tanto, la palabra de
transgresión, y de otro, lo que yo llamaría la reiteración de la
biblioteca. Una es la figura del interdicto, del lenguaje en el límite,
la figura del escritor encerrado; otra, en cambio, es el espacio de los
libros que se acumulan, se adosan unos a otros, y cada uno de los cuales
sólo tiene la existencia almenada que lo recorta y lo repite al
infinito en el cielo de todos los libros posibles.
Es evidente que
Sade fue, a fines del siglo XVIII, el primero en enunciar la palabra de
transgresión; puede decirse incluso que su obra es el punto que recoge y
a la vez hace posible toda palabra de transgresión. La obra de Sade, no
hay duda alguna, es el umbral histórico de la literatura. En cierto
sentido, como sabrán, su obra es un gigantesco pastiche. No hay una sola
frase de Sade que no esté íntegramente vuelta hacia algo dicho antes de
él, por los filósofos del siglo XVIII, por Rousseau; no hay un solo
episodio, una sola de esas escenas insoportables contadas por Sade que
no sean en realidad el pastiche irrisorio, por completo profanador, de
una escena de una novela del siglo XVIII. Basta, por lo demás, seguir el
nombre de los personajes para advertir con exactitud a quién hacía
objeto Sade de su pastiche profanador.
Esto significa que su obra
tiene la pretensión, tuvo la pretensión, de ser la supresión de toda la
filosofía, de toda la literatura, de todo el lenguaje anteriores a él, y
la supresión de toda esa literatura en la transgresión de una palabra
que profanara la página así vuelta a la blancura. En cuanto a la
nominación sin reticencia, en cuanto a los movimientos que recorren con
meticulosidad todas las posibilidades en las famosas escenas eróticas de
Sade, no son otra cosa que una obra reducida a la sola palabra de
transgresión, una obra que en cierto sentido borra toda palabra alguna
vez escrita y por eso mismo abre un espacio vacío donde la literatura
moderna va a tener su lugar. Creo que Sade es el paradigma mismo de la
literatura.
Y esta figura de Sade, que es la de la palabra de
transgresión, tiene su doble en la figura del libro, el libro que se
mantiene en su eternidad; tiene su doble, su opuesto, en la biblioteca,
es decir, en la existencia horizontal de la literatura, una existencia
que, a decir verdad, no es simple, no es unívoca, pero cuyo paradigma
gemelo sería, a mi entender, Chateaubriand.
No hay absolutamente
ninguna duda de que la contemporaneidad de Sade y Chateaubriand no es un
azar en la literatura. Ya de entrada, la obra de Chateaubriand, desde
su primera línea, quiere ser un libro, quiere mantenerse en el nivel de
un murmullo continuo de la literatura, quiere trasponerse de inmediato a
esa especie de eternidad polvorienta que es la de la biblioteca
absoluta. A continuación, aspira a alcanzar el ser sólido de la
literatura, y relegar de tal modo en una suerte de prehistoria todo lo
que pudo decirse o escribirse antes de él, Chateaubriand. De manera que,
con algunos años de diferencia, es posible decir, creo, que
Chateaubriand y Sade constituyen los dos umbrales de la literatura
contemporánea. Atala, o Los amores de dos salvajes en el desierto y La
nueva Justine, o Las desgracias de la virtud se publicaron más o menos
al mismo tiempo. Sería cosa fácil, desde luego, compararlos u oponerlos,
pero lo que hay que intentar comprender es el sistema mismo de su
copertenencia, el pliegue donde en ese momento, a fines del siglo XVIII,
a comienzos del siglo XIX, en tales obras, en tales existencias, nace
la experiencia moderna de la literatura. Creo que esta experiencia no es
disociable de la transgresión y la muerte, de la transgresión que fue
la vida entera de Sade y por la que éste pagó con su libertad, como
ustedes saben; en cuanto a la muerte, sabrán del mismo modo que fue la
obsesión de Chateaubriand desde el momento en que empezó a escribir: le
resultaba evidente que la palabra que escribía sólo tenía sentido en la
medida en que él ya estuviera muerto y esa palabra flotara más allá de
su vida y más allá de su existencia.
Me parece que esa
transgresión y ese ir más allá de la muerte representan dos grandes
categorías de la literatura contemporánea. Podríamos decir, si se
quiere, que en la literatura, en esta forma de lenguaje que existe desde
el siglo XIX, no hay más que dos sujetos reales, dos sujetos que hablan
en la literatura: Edipo en el caso de la transgresión y Orfeo en el
caso de la muerte, y no hay más que dos figuras de las que hablamos y a
las cuales, al mismo tiempo y a media voz, y como al sesgo, nos
dirigimos; esas dos figuras son la de Yocasta profanada y la de Eurídice
perdida y reencontrada. Me parece por lo tanto que esas dos categorías
de la transgresión y la muerte o, si se quiere, del interdicto y la
biblioteca, se reparten poco más o menos lo que podríamos llamar el
espacio propio de la literatura. En todo caso, es desde ese lugar que
nos llega algo como la literatura. Es importante darse cuenta de que la
literatura, la obra literaria, no viene de una suerte de blancura
anterior al lenguaje, sino justamente de la reiteración machacona de la
biblioteca, de la impureza ya letal de la palabra, y es a partir de ese
momento cuando el lenguaje realmente nos hace señas y, al mismo tiempo,
las hace hacia la literatura.
La obra hace señas a la literatura:
¿qué quiere decir esto? Quiere decir que la obra convoca a la
literatura, le da garantías, se autoimpone una serie de marcas que le
prueban y prueban a los otros que se trata en efecto de literatura. Esos
signos, reales, mediante los cuales cada palabra, cada frase indican su
pertenencia a la literatura, son lo que la crítica reciente, desde
Roland Barthes, llama escritura.
Esa escritura, en cierta forma,
hace de toda obra una pequeña representación, algo así como un modelo
concreto de la literatura. Posee la esencia de la literatura, pero da al
mismo tiempo su imagen visible, real. En cierto sentido puede decirse
que toda obra dice no sólo lo que dice, lo que cuenta, su historia, su
fábula: dice además qué es la literatura. Con una salvedad: no lo dice
en dos tiempos, uno para el contenido y otro para la retórica; lo dice
en una unidad. Una unidad señalada precisamente por el hecho de que, a
fines del siglo XVIII, desapareció la retórica.
Decir que la
retórica desapareció significa decir que, a partir de esa desaparición,
la literatura se encargó de definir por sí misma los signos y los juegos
en virtud de los cuales va a ser, precisamente, literatura. Podemos
decir en consecuencia, si les parece, que la literatura, tal como existe
desde la desaparición de la retórica, no tendrá por tarea contar algo, y
agregarle luego los signos manifiestos y visibles de que es literatura
-los signos de la retórica-, sino que va a estar obligada a tener un
lenguaje único y, no obstante, desdoblado, ya que, a la vez que dice una
historia, a la vez que cuenta algo, deberá mostrar y hacer visible a
cada instante lo que es la literatura, lo que es el lenguaje de la
literatura, dado que la retórica, encargada antaño de decir lo que debía
ser un bello lenguaje, ha desaparecido.
Puede decirse por tanto
que la literatura es un lenguaje a la vez único y sometido a la ley del
doble: pasa con la literatura lo que pasaba con el doble en Dostoievski,
esa distancia ya dada en la bruma y la noche, esa otra figura que, por
las calles, no deja de duplicarnos y que, sin embargo, va también al
encuentro del paseante y lo hace hasta el extremo del pánico, que, en el
momento de verse justo frente a él, lleva a reconocer al doble.
Un
juego similar se produce entre la obra y la literatura. La obra va sin
cesar por delante de la literatura, ésta es esa especie de doble que se
pasea delante de aquélla; la obra no la reconoce nunca a pesar de
cruzarse sin descanso con ella, pero siempre falta precisamente el
momento de pánico que constatamos en Dostoievski.
En la literatura
nunca hay encuentro absoluto entre la obra real y la literatura de
carne y hueso. La obra no se topa jamás con ese doble que al fin aparece
y, en este sentido, la obra es esa distancia que hay entre el lenguaje y
la literatura, la suerte de espacio de desdoblamiento, de espacio del
espejo, que podríamos llamar simulacro.
Me parece que la
literatura, el ser mismo de la literatura, si le preguntáramos qué es,
no podría responder más que una cosa: que no hay ser de la literatura.
Hay simplemente un simulacro, un simulacro que es todo el ser de la
literatura. Y me parece que la obra de Proust nos mostraría muy bien en
qué y cómo la literatura es simulacro. En busca del tiempo perdido, como
se sabe, es el relato de una progresión que no va de la vida de Proust a
la obra de Proust, sino del momento en que su vida -su vida real,
mundana, etc.- queda suspendida, interrumpida, cerrada sobre sí y es en
la medida en que la vida se repliega sobre sí que la obra podrá
inaugurarse y abrir su propio espacio.
Pero esa vida de Proust,
esa vida real, nunca se cuenta en la obra. Y, por otro lado, la obra por
la cual él ha dejado su vida en suspenso y decidido interrumpir su vida
mundana, tampoco se da nunca, porque lo que Proust cuenta es
precisamente cómo va a llegar a ella, a esa obra que debería comenzar en
la última línea del libro, pero que, en realidad, nunca se da en su
cuerpo propio.
De manera que la palabra "perdido", en En busca del
tiempo perdido, tiene al menos tres significaciones. Por una parte,
quiere decir que el tiempo de la vida aparece ahora cerrado, lejano,
irrecuperable, perdido. Segundo, el tiempo de la obra -que ya no tiene,
justamente, tiempo de hacerse, porque cuando el texto en efecto escrito
termina, la obra todavía no está presente-, el tiempo de la obra que no
ha podido llegar a hacerse y que debía contar su génesis, ha sido en
cierta forma derrochado de antemano: no sólo por la vida sino también
por el relato que Proust hace de la manera como va a escribir su obra. Y
por último, ese tiempo sin casa ni hogar, sin fecha ni cronología, que
flota por completo a la deriva, como perdido entre el lenguaje sofocado
de todos los días, y el otro, centelleante, de la obra por fin
iluminada, ese tiempo, es el que vemos en la obra misma de Proust, el
que vemos aparecer por fragmentos, el que vemos aparecer a la deriva,
sin cronología real, y es un tiempo que está perdido y que sólo puede
recuperarse como pedazos de oro, por fragmentos. De modo tal que la
obra, en Proust, nunca está dada en la literatura; la obra real de
Proust no es otra cosa que el proyecto de hacer una obra, el proyecto de
hacer literatura, pero esa obra real se mantiene sin cesar en el umbral
de la literatura. En el momento en que el lenguaje real, que cuenta esa
llegada de la literatura, va a callarse para que, por fin, pueda
aparecer la obra en su palabra soberana, inevitable, la obra real se
acaba y el tiempo se ha terminado, de manera que puede decirse, en un
cuarto sentido, que el tiempo se ha perdido en el preciso momento de ser
recuperado.
Como verán, en una obra como la de Proust no se puede
decir que haya un momento que sea realmente la obra; no se puede decir
que haya un solo momento que sea realmente la literatura. De hecho, todo
el lenguaje real de Proust, todo ese lenguaje que hoy leemos y que
llamamos su obra, y del que decimos que es literatura, si nos
preguntamos qué es, no para nosotros sino en sí, advertimos que no es ni
una obra ni literatura; que es una suerte de espacio intermedio, de
espacio virtual como el que puede verse pero jamás tocarse en los
espejos, y es ese espacio de simulacro el que da a la obra de Proust su
verdadero volumen.
En este sentido, hay que convenir en que el
proyecto mismo de Proust, el acto literario que cumplió al escribir su
obra, no tiene en realidad ningún ser que pueda atribuírsele y no puede
situarse jamás en ningún punto del lenguaje ni de la literatura; de
hecho, lo único que puede encontrarse es el simulacro, el simulacro de
la literatura. Y la importancia aparente del tiempo en Proust obedece
simplemente al hecho de que el tiempo proustiano, que es dispersión y
marchitamiento por un lado, retorno e identidad de los momentos dichosos
por otro, no es más que la proyección interna, temática, dramatizada,
contada, recitada, de la distancia esencial entre la obra y la
literatura que constituye, creo, el ser profundo del lenguaje literario.
En
consecuencia, si tuviéramos que caracterizar lo que es la literatura,
hallaríamos la figura negativa de la transgresión y el interdicto,
simbolizada por Sade; la figura de la reiteración, la imagen del hombre
que desciende a la tumba con un crucifijo en la mano, un hombre que,
finalmente, no escribió jamás sino desde la "ultratumba", y hallaríamos
por tanto esta figura de la muerte, simbolizada por Chateaubriand, y
hallaríamos además la figura del simulacro. Otras tantas figuras, no
diría negativas sino sin positividad alguna, y entre las cuales el ser
de la literatura me parece fundamentalmente diseminado y desmembrado.
Con
todo, quizá aún nos falte, para definir qué es la literatura, algo
esencial. En todo caso, hay algo que todavía no hemos dicho y que
históricamente es, sin embargo, muy importante para saber qué es esa
forma de lenguaje que apareció en el siglo XIX. Es evidente, en efecto,
que la transgresión no basta para dar una definición exhaustiva de la
literatura, porque antes del siglo XIX había no pocas literaturas
transgresoras. Es evidente que tampoco el simulacro bastará para definir
la literatura, porque antes de Proust había algo similar a él; miren a
Cervantes, que escribe el simulacro de una novela, miren asimismo a
Diderot, con Jacques el Fatalista. En todos estos textos encontramos un
espacio virtual donde no hay ni literatura ni obra y donde, pese a ello,
hay un intercambio perpetuo entre la obra y la literatura.
"Ah,
si yo fuera novelista", dice Jacques el Fatalista a su amo, "lo que os
cuento sería mucho más bello que la realidad que os narro; si quisiera
embellecer todo lo que os cuento, veríais cómo eso sería entonces bella
literatura, y no puedo, no hago literatura, estoy obligado a contaros lo
que es." Y en ese simulacro de literatura, en ese simulacro de rechazo
de la literatura, Diderot escribe una novela que, en el fondo, es el
simulacro de una novela. A decir verdad, el problema del simulacro, por
ejemplo en Diderot y la literatura a partir del siglo XIX, es importante
para introducirnos en lo que me parece central al hecho de la
literatura. Como sabrán, en efecto, en Jacques el Fatalista la historia
se despliega en varios niveles. Por un lado, el nivel número uno es el
relato que hace Diderot del viaje y de los seis diálogos entre Jacques,
llamado "el Fatalista", y su amo. Después, ese relato de Diderot se
interrumpe debido a que Jacques, en cierto modo, toma la palabra en su
lugar y se pone a contar sus amores. Y ese relato de los amores de
Jacques, a su vez, también se interrumpe: lo interrumpe una serie de
relatos de tercer nivel donde vemos, por ejemplo, a las hosteleras o al
capitán, etc., contar sus propias historias. De tal modo, tenemos dentro
del relato todo un espesor de relatos que encajan unos en otros como
muñecas japonesas, y eso es lo que constituye el pastiche de la novela
de aventuras que es Jacques el Fatalista.
Pero lo importante, lo
que me parece del todo característico, no es tanto ese encastre de los
relatos unos en otros como el hecho de que, en cierto modo, Diderot, a
cada instante, haga que el relato salte hacia atrás y, en cualquier
caso, imponga a esos relatos que se encastran una especie de figuras
retrógradas que conducen sin cesar hacia una suerte de realidad, de
realidad del lenguaje neutro, del lenguaje primero, que tendrían el
lenguaje de todos los días, el lenguaje del propio Diderot y hasta el
lenguaje de los lectores.
Y esas figuras retrógradas son de tres
clases. Están en primer lugar las reacciones de los personajes del
relato que encaja, cuando interrumpen a cada instante el cuento que
están escuchando; en segundo lugar, tenemos los personajes que vemos
aparecer en un relato encajado: en un momento dado, la hostelera cuenta
la historia de alguien a quien no vemos, que está simplemente alojado
ahí, de manera virtual, en ese relato, y después resulta que, de manera
abrupta, vemos surgir en el relato de Diderot a ese personaje real,
cuando, en realidad, su único estatus era el de estar inserto en el
relato hecho por la hostelera. A continuación, tercera figura, Diderot
se vuelve una y otra vez hacia su lector para decirle:
Lo que os
cuento os debe parecer extraordinario, pero así fue como sucedieron las
cosas; esta aventura, claro está, no es acorde con las reglas de la
literatura, no es acorde con las reglas de los relatos bien compuestos,
pero yo no soy el dueño de mis personajes; ellos me desbordan, han
llegado a mi horizonte con su pasado, con sus aventuras, con sus
enigmas, y no hago más que contaros las cosas tal como efectivamente
sucedieron.
Así, desde el corazón más recóndito, más indirecto del
relato, hasta una realidad que es contemporánea e incluso anterior a la
escritura, Diderot no hace en cierto modo otra cosa que desengancharse
de su propia literatura. Se trata de mostrar a cada instante que, de
hecho, todo eso no es literatura, y que hay un lenguaje inmediato y
primero, el único sólido, y sobre el cual se construyen, arbitrariamente
y por placer, los relatos mismos.
Esta estructura es
característica de Diderot, pero se la encuentra también en Cervantes y
en infinidad de relatos desde el siglo XVI hasta el XVIII. Para la
literatura, es decir, para la forma de lenguaje que se inaugura en el
siglo XIX, juegos como los de Jacques el Fatalista, de los que acabo de
hablarles, no son en realidad más que bromas.
Cuando Joyce, por
ejemplo, se entretiene en hacer una novela que, puede decirse, está
íntegramente construida sobre la Odisea, no procede en absoluto como
Diderot cuando construye una novela sobre el modelo de la picaresca. De
hecho, cuando Joyce repite a Ulises, repite para que en ese pliegue del
lenguaje, repetido sobre sí mismo, aparezca algo que no sea como en
Diderot el lenguaje de todos los días, sino algo que sea como el
nacimiento mismo de la literatura. Vale decir que Joyce procura que,
dentro de su relato, dentro de sus frases, de las palabras que utiliza,
de ese relato infinito de la jornada de un hombre como todo el mundo en
una ciudad como cualquier otra, se ahonde algo, sea la ausencia de la
literatura a la vez que su inminencia, sea el hecho de que la literatura
está allí definitivamente porque se trata de Ulises, pero al mismo
tiempo a la distancia; en cierto modo, lo más cerca de su lejanía. De
allí, sin duda, una configuración que es esencial para el Ulises de
Joyce: por una parte, las figuras circulares, el círculo del tiempo que
va de la mañana al anochecer de la jornada, luego el círculo del
espacio, que recorre la ciudad, con el paseo del personaje. Además, al
margen de esas figuras circulares, tenemos una especie de relación
perpendicular y virtual, una relación punto por punto, una relación
biunívoca entre cada episodio del Ulises de Joyce y cada aventura de la
Odisea. Y mediante esta referencia, a cada instante, las aventuras del
personaje de Joyce no resultan duplicadas y sobreimpresas; al contrario,
las socava la presencia ausente del personaje de la Odisea, que es el
poseedor, pero el poseedor absolutamente lejano, nunca accesible, de la
literatura.
Acaso podría decirse, como resumen de todo esto, que
la obra del lenguaje, en la época clásica, no era verdaderamente
literatura. ¿Por qué no podemos decir que Jacques el Fatalista o
Cervantes, por qué no podemos decir que Racine es literatura, o
Corneille, o Eurípides, salvo para nosotros, desde luego, en la medida
en que la integramos a nuestro lenguaje? ¿Por qué, en ese entonces, la
relación de Diderot con su propio lenguaje no era la relación literaria
de la que les hablaba hace un momento? Me parece que podríamos decir lo
siguiente: en la época clásica, en cualquier caso a fines del siglo
XVIII, toda obra de lenguaje existía en función de cierto lenguaje mudo y
primitivo, que la obra estaba encargada de restituir. Ese lenguaje mudo
era de alguna manera el fondo inicial, el fondo absoluto contra el cual
toda obra venía a continuación a destacarse, y en cuyo interior se
alojaba. Ese lenguaje mudo, ese lenguaje de antes de los lenguajes, era
la palabra de Dios, era la verdad, era el modelo, eran los antiguos, era
la Biblia, si damos a la palabra "biblia" su sentido absoluto, es
decir, su sentido común. Había una especie de libro previo, que era la
verdad, la naturaleza, la palabra de Dios, y que ocultaba -dentro de sí,
en cierto modo- y pronunciaba a la vez toda la verdad.
Traducción: Horacio Pons