Hace un par de meses, estudiantes de varias universidades de Estados Unidos sugirieron que su material de estudio debería incluir lo que se conoce como trigger warnings: avisos explícitos de que el material en el que uno está punto de entrar, ya se trate de una novela o de una película, contiene escenas o pasajes que podrían herir nuestra sensibilidad
La vida es dolor y sufrimiento./elespectador.com |
Sugerían estos estudiantes, por ejemplo, que la víctima de una
violación o quien ha estado en la guerra podrían experimentar estrés
postraumático al leer ciertas ficciones o ver ciertas películas; y que
las universidades tienen —tendrían— la obligación de dar aviso. Los
posibles puntos sensibles se han ido ampliando (no se limitaron a los
que he enunciado): el New York Times contaba que una universidad de
Ohio, preocupada por el aprendizaje de los estudiantes, envió a sus
profesores una especie de guía en que les pedía marcar en sus programas
de estudio todo lo que pudiera causar perturbación al lector. Por
ejemplo, decían, cierta novela de Chinua Achebe podría molestar a
quienes han experimentado las violencias del racismo o del colonialismo.
La
literatura tiene que vencer constantemente prejuicios de toda índole,
pero este caso, creo yo, rompe varios récords de bobería, y muestra
claramente por qué a veces tenemos la sensación de que la famosa muerte
de la novela está ocurriendo en los lugares donde más novelas se leen.
La guía que he mencionado está redactada en términos desconsoladores:
“Dense cuenta”, les dice a los profesores, “de que toda forma de
violencia es traumática”. La idea es que todos los estudiantes han
sufrido y que no se les puede imponer la lectura de una novela que
muestre ese sufrimiento. Una soberana idiotez, sobre todo cuando nos
damos cuenta de que es justamente esto lo que la gran literatura ha
hecho desde la Ilíada hasta El año del pensamiento mágico o El olvido
que seremos: enfrentarnos al sufrimiento, a la desgracia propia o ajena,
a la insatisfacción o la pérdida. Al hacerlo, las grandes novelas nos
obligan a mirar nuestros fantasmas a la cara, con la inevitable
consecuencia de que acabamos enriqueciendo nuestra comprensión de ellos y
acaso sobrellevándolos mejor.
La literatura es, entre muchas
otras cosas, un raro sistema de conocimiento; los clásicos son estrellas
de ese sistema que llevan mucho tiempo dando pruebas de su pertinencia.
Se trata de un conocimiento ambiguo y contradictorio, y sin embargo (o
precisamente por eso) imprescindible. ¿Qué lector serio no ha sentido
una vez en su vida que tal o cual libro le ha permitido enfrentarse a
una adversidad o iluminar una incertidumbre? Evitarles a los estudiantes
el riesgo de toparse con sus sufrimientos no es protegerlos: es
hurtarles una posibilidad de llegar a buenos términos con su propia
suerte; es convertir la ficción en algo banal e inofensivo —un libro de
autoayuda— con poco o ningún contacto con la vida de verdad. Y es
desnaturalizar la literatura, que en sus mejores momentos siempre ha
querido molestar, subvertir, incomodar, sacudir, abrir los ojos donde
los demás preferiríamos cerrarlos, viajar a las oscuridades de nuestra
naturaleza y darnos, enseguida, el privilegio de saber lo que sucede
allí.